Bueno chicas, aquí os traigo un fanfic corto para verano. Espero que os guste ^^

Capítulo 1:

En esas vacaciones pretendía descansar. Llevaba cerca de dos años sin pedir unas auténticas vacaciones, como mucho había tenido días sueltos de descanso entre semana. Su trabajo era estresante. Como redactora jefe de una de las revistas más importantes del país, tenía más trabajo del que una sola persona podía realizar. Eso por no contar con que ella no era como el resto del mundo. Le gustaba revisar y editar cada uno de los artículos que escribían sus reporteros y escribía siempre el editorial y el artículo de las páginas centrales. Se encargaba de coordinar la revista, revisar las maquetaciones, contratar a los mejores fotógrafos, apaciguar a los entrevistados insatisfechos y recibir amenazas, muchas amenazas. Había sido amenazada por figuras públicas que habían quedado insatisfechas con sus artículos y era normal si tenía en cuenta que expuso ante todo el país sus ingresos desconocidos y sobornos. Multitud de modelos la amenazaron por haber estropeado su imagen. Una vez estuvo amenazada por el gobierno de Libia por su atrevimiento y tuvo que estar bajo la protección de guardaespaldas durante todo un año. Y por última instancia, había sido amenazada por fans, más bien fanáticos, de algunas estrellas del pop a las que había humillado. ¡Estaba harta de su trabajo!

Sus amigas decían envidiarla y consideraban que su vida era perfecta. Tal y como ellas la definían, sonaba a la vida perfecta. Mujer de éxito en puesto directivo de una de las más importantes revistas, guapa, poseedora de uno de los vestidores más caros y exclusivos de todo el país y adoraba por multitud de hombres. Ella no sabía cómo podía cumplirse todo eso. Lo del vestidor era cierto la verdad. Le encantaba la ropa, los zapatos y los bolsos y se ocupaba de tener lo mejor de lo mejor. Sin embargo, no era una mujer tan triunfadora. Tenía un trabajo estresante que no la dejaba respirar ni un solo segundo y era su única vida social en los últimos tiempos. ¿Adorada por los hombres? Ni siquiera recordaba cuando tuvo su última cita. Los hombres salían huyendo de ella en cuanto descubrían lo maniática y dominante que era. Ellas, en cambio, tenían trabajos normales, maridos perfectos e hijos maravillosos. Deseaba tener un hijo antes de hacerse demasiado vieja.

Su último trabajo casi acabó con su vida. Se le ocurrió la gran idea de ir ella misma, en persona, a Egipto para documentar las revueltas políticas. Mientras viajaba en avión pensó que sería todo coser y cantar. Tenía guardaespaldas, su cámara de vídeo, una agenda y su pluma de la suerte. Su cámara acabó hecha pedazos, su pluma de la suerte robada, su agenda quemada y ella casi violada y asesinada. La secuestraron y pidieron un rescate por ella. Tenían intención de violarla y en cuanto pagaran por ella matarla y estuvieron a punto de conseguirlo. A última hora, una redada de soldados de los Estados Unidos le salvó la vida. El único buen recuerdo que se llevó de Egipto fue el teléfono y la dirección de uno de los soldados, un tal Kouga Wolf. Escribió un artículo sobre su secuestro y ese número de la revista se vendió como rosquillas. Sobre pasaron los tres millones de ejemplares vendidos, una cifra record.

Ahora bien, los accionista de la revista, aunque decían adorarla y estaban realmente satisfechos de descubrir que ella no había perdido su mordacidad y su buen olfato para los buenos reportajes, insistieron en que se tomara unas muy bien merecidas vacaciones. Ella se opuso rotundamente. Estaba tan acostumbrada esa rutina de incansable de trabajo que no creyó posible el pasarse todo un mes sin hacer absolutamente nada. ¡Se le derretiría el cerebro! Entonces, la amenazaron. O se tomaba unas vacaciones para que los del sindicato les dejaran respirar tranquilos o la echaban. Se quedó con las vacaciones. Los del sindicato la perseguían porque decían acertadamente que su forma de trabajar iba en contra de los derechos del trabajador. Absolutamente de acuerdo. Pasaba de diez a doce horas diarias en su despacho trabajando.

El siguiente paso fue descubrir a donde iría. La decisión fue más que sencilla al final. Sus padres le debían el regalo de navidad y decidieron alquilarle una casa en la playa en una isla perdida de la mano de Dios. Buscó información sobre ese sitio y descubrió que era un sitio soleado, con playas de arena blanca, aguas cristalinas, flora abundante y muy buenos bares. Bares llenos de hombres y de alcohol. Lo único que le apetecía era tumbarse al sol para broncearse, beber mucha piña colada y ligarse a algún isleño moreno y musculoso que le recordara lo que era ser mujer. Hasta ese día, ya habían transcurrido cinco días allí, no había conseguido absolutamente nada. Bueno sí, había conseguido piña colada.

Salió al porche de la encantadora y convencional casita de verano y se sentó en una tumbona con su bikini a rayas moradas y blancas de Calvin Klein y un pareo blanco transparente atado a su cadera. De vez en cuando iba a darse un baño a la playa pero no se atrevía a quedarse mucho tiempo al sol. No era el sol maravilloso que imaginó. Era un sol abrasante y doloroso que quemaba la piel al más mínimo contacto. Se tenía que echar tanta protección solar que apenas podía maquillarse. Sentía su cabello rizado encrespado y no había ni una sola peluquería por allí. ¿Cómo podían vivir sin peluquerías? Todas las mañanas tenía que lavarse el pelo, darse espuma y recogérselo en un moño en la nuca para que la brisa marina no lo estropeara.

Se dejó caer de espaldas sobre el respaldo de la tumbona y cerró los ojos intentando disfrutar de la calma y el silencio en la playa. Escuchó un ladrido no muy lejos de allí y supo que su calma no duraría demasiado. No duró ni dos segundos. Tan rápido como se escuchó el ladrido, sintió la lengua del perro lamiendo sus dedos.

- ¡Para, chico!

Se irguió con la espalda recta como una flecha y le dio un par de palmadas sobre la cabeza al perro que ya conocía tan bien.

- Vamos, tienes que irte antes de que tu dueño venga a buscarte…

A poder ser ya mismo. No quería volver a encontrarse con su vecino, nunca más. Fue a descansar no a levantarse cada mañana para ver al vecino tío bueno levantando pesas en el patio trasero de la casa. Tenía una musculatura de infarto y podía afirmar que era el único tío decente de toda la maldita isla. Intentaría ligar con él de no ser porque era su vecino. No quería un romance, ni una relación estable. Estaba de vacaciones y sólo quería un hombre diferente cada noche para satisfacerse mutuamente. Liarse con su vecino sería una mala idea. Estaba demasiado cerca y si las cosas salían mal podrían terminar tirándose los trastos todos los días. Sería incómodo verlo después de un polvo. No, definitivamente no podía liarse con su vecino por muy bueno que estuviera y por muchas señales que le lanzara.

- ¡Vamos, vete!

El perro se negaba a irse. Si no le hubiera dado aquella maldita galleta el primer día que se vieron. A ella siempre le gustaron los animales y cuando vio al perro se emocionó tanto que le dio de comer y desde entonces, el perro se lanzaba sobre ella cada vez que salía de su casa. Incluso le veía ladrarle desde su ventana. Ese perro era un tragón.

- No me hagas esto… - le suplicó.

- ¡Tom!

¡Oh, mierda! Él ya estaba allí. Escuchó sus pasos subiendo las escaleras de madera del porche y lo primero que vio fueron sus pies dentro de unas chanclas horribles. Sus piernas musculosas siempre la dejaban sin aliento. Sabía que hacía footing todas las mañanas, alguna vez lo vio pasar corriendo delante de su casa con el perro persiguiéndolo. Llevaba un bañador rojo de pata larga hasta las rodillas. El típico bañador con el que parecían vestir todos los hombres de la isla. Su musculoso torso, aquel que había observado con avaricia en multitud de ocasiones, estaba cubierto por una suelta camiseta gris de tirantes anchos. Se hubiera conformado con que el tío tuviera un cuerpo de infarto pero, ¿por qué demonios tenía que ser tan atractivo? Nunca le gustaron los hombres con greñas pero él estaba irresistible con ese cabello negro revuelto y pegado a su cuello en la nuca. Tenía ojos dorados. Era la primera vez en su vida que veía un hombre con ojos dorados, como el sol de aquel lugar. Su nariz aguileña era como la de un actor y sus labios… no podía ni mirar sus labios. Ese día además tenía barba de dos días y cómo le gustaba. Un hombre con esa barba descuidada de dos días era lo más sexi del mundo.

- ¿Estás molestando a la señorita otra vez?

El perro meneó la cola contento y volvió a concentrarse en ella. Empujó su mano para que lo acariciara y ella no pudo evitar reírse mientras le proporcionaba aquello que tanto anhelaba.

- Eres un perro encantador, Tom.

- Siento que te esté molestando tanto. No sé qué demonios le pasa…

- No se preocupe.

Su voz ronca, grave, sensual le provocaba escalofríos por todo el cuerpo. ¿Cómo un hombre podía ser tan sexi? Tenía todos esos buenos atributos que ella siempre admiró de un hombre y estaba segura de que más de una mujer suspiraría por él. No le había visto llevar a ninguna mujer a su casa desde que llegó y eso le extrañaba.

- ¿Cómo te llamas?

La pregunta la pilló totalmente por sorpresa. Llevaba cinco días allí y todavía no se había presentado. ¡Qué mal educada!

- Kagome, - le ofreció su mano- Kagome Higurashi.

- Inuyasha Taisho. –le contestó él.

Se quedaron con las manos unidas sin soltarse el uno al otro y se hizo un silencio incómodo entre ellos. Sabía que él se le había insinuado en más de una ocasión. Cuando ella leía en la hamaca del patio trasero, él salía a hacer pesas. Si ella no salía, él tampoco. Entonces, las hacía en su casa, lo vio a través de la ventana. A veces, tenía la sensación de que él le pedía al perro que corriera hacia ella. Cuando ella se bañaba en la playa, él la observaba desde el porche de su casa. Y bueno, alguna vez que coincidían en la ventana le sonreía y le guiñaba el ojo. A lo mejor estaba paranoica y le gustaba tanto que se imaginaba cosas pero tenía la extraña sensación de que él…

Apartó su mano de un tirón como si la de él le quemara. Más de un minuto dándose la mano rebasaba todos los límites de la cortesía.

- Bueno, Tom y yo nos marchamos.

El perro presintiendo que llegaba la hora de su partida, apoyó la patas sobre su regazo y se alzó para darle lametones en la mejilla.

- ¡Tom, no hagas eso!

Ella rió encantada incluso después de que Inuyasha apartara al perro de ella. Dejó de reír cuando se percató de que él la miraba fijamente y sus mejillas ardieron. ¿Qué estaba mirando tan fijamente?

- ¿Te gustan los perros, Kagome?

¡Qué bien sonaba su nombre en sus labios!

- Me encantan todos los animales. Lamentablemente, en el edificio en el que vivo, está prohibido tener animales.

- Aquí podrías tener cuantos quisieras.

Sus palabras la golpearon. ¿Vivir allí? ¿Por qué él querría que viviera allí? ¿Por qué ella iba a vivir allí? Le gustaba su trabajo y su piso. Admitía que no le importaría poder tener animales pero si tenía en cuenta todo lo que trabajaba, ¿cuándo iba a cuidarlos? No, era imposible.

- Bueno, - se levantó de su tumbona- es hora de que vaya preparando la comida.

- Son las diez de la mañana. – dijo él.

- Suelo comer pronto, tengo muy buen apetito.

- Yo también.

Él le lanzó una abrasadora mirada que recorrió con descaro todo su cuerpo y ella se sintió arder por dentro. Si se quedaba un solo minuto más allí se lanzaría sobre él y le quitaría toda la ropa, incluidas esas horribles chanclas. No sabía decir si ese pensamiento era bueno o malo. Sólo sabía que debía irse. Se despidió de él con una tímida sonrisa y se metió en la casa.

Se había comportado como un auténtico estúpido con la vecina. De hecho, se estaba comportado como un estúpido desde que ella alquiló la casa de al lado para pasar un mes de vacaciones. Sabía todo eso gracias a los dueños de la casa, sus antiguos vecinos y sabía que era una mujer con un buen trabajo, independiente y soltera. Al parecer, la casa la alquilaron como regalo sus padres, unos padres acomodados y hablaron un poco de ella. Redactora jefe de una de las revistas más importantes de su país. Una revista de la que él mismo había escuchado hablar. Debía escribir como los ángeles esa pequeña mujer. Su primer pensamiento cuando le contaron todo fue que ella sería una cuarentona regordeta que no tenía pinta de haber tenido nunca un novio. No esperaba encontrarse una chiquilla con un cuerpo tan tentador. Ni siquiera tendría treinta años de edad. A veces se preguntaba si tenía edad para haberse licenciado tan siquiera.

Él se había entrenado en el ejército y en los más duros campos de batalla en Oriente. Fue a la escuela militar en Virginia y después a Irán, donde vio cosas de las que no se atrevía a hablar. Horrorizado por la brutalidad y la crueldad del ejército, sintió que sus manos estaban manchadas de sangre inocente y dejó el ejército. Buscó un lugar pequeño y de poca población para pasar el resto de sus días. Trabajaba arreglando coches y barcos, pintando casas y ayudando con las huertas. Ganaba suficiente para poder vivir cómodamente y además tenía un gran colchón de ahorros que ganó en su época de soldado.

Desde que la vio supo que ella no era como él. Se notaba a la legua que era una mujer de éxito que no necesitaba de nadie para vivir. Seguro que ya tenía ahorrado suficiente dinero como para vivir toda una vida ella misma. ¿Tendría su propio apartamento? ¿O ese apartamento del que le habló era alquilado? ¡Y cuánta ropa tenía! Le había visto una media de dos bikinis diarios, cada uno más revelador y más insinuante que el anterior. También llevaba muchos vestidos y sandalias diferentes con unos tacones que a él lo dejaban sin palabras. ¿Cómo una mujer podía andar sobre eso? ¿Y para qué necesitaba toda esa ropa? Estaba estupenda con cualquier cosa que se pusiera, no necesitaba todo eso. Además, había visto el sello de carísimas marcas grabado en su ropa. La ropa era ropa, daba igual quien la hubiera diseñado o eso pensaba él al menos.

Detestaba su comportamiento delante de ella y el de su perro. Tom la perseguía como un perro enamorada suplicando una mísera caricia y él mismo temía acabar tan domado como él. Siempre realizaba sus ejercicios en el salón de su casa, lo había adaptado a modo de gimnasio para ello. Desde que su vecina llegó, cada vez que la veía salir a leer, salía con sus pesas y se quitaba la camiseta. Intentaba seducirla, su subconsciente llevaba intentándolo desde el primer día pero no había sido verdaderamente consciente de ello hasta ese día, cuando se dieron la mano y empezó a decir estupideces. Ella no se quedaría allí para tener animales, ella no se quedaría allí por él, ni por nadie. Ella tenía una maravillosa vida donde quiera que viviera y no renunciaría a ella.

Comió arroz tres delicias y un buen chuletón de ternera mientras veía la repetición de un partido y bebía cerveza fría. Él no era la clase de hombre que gustara a las mujeres. Físicamente podría conseguir a una cada noche si quisiera pero ninguna permanecía a su lado en cuanto lo conocían. Todas pensaban que era demasiado dominante y demasiado hombre en general. Le gustaba ver los partidos, le gustaba comer en grandes cantidades, le gustaba hacer ejercicio y sudar la camiseta y le gustaba mucho el sexo, mucho sexo. Desde hacía cinco días específicamente, no paraba de pensar en el sexo con su vecina. Estaba seguro de que sería fantástico y no le importaría echar unos cuantos polvos con ella antes de que se marchara pero ella era tan escurridiza. Cuando él estaba cerca salía huyendo como si le causara repugnancia su presencia. Seguro que lo gustaban más esos maricas que protagonizaban películas de amor y salían en portadas de revistas.

Bebió un largo trago de su cerveza y apagó el televisor al ver la última jugada. A penas quedaban diez minutos de partido pero no estaba resultando muy interesante y ya sabía el resultado por lo que podría prescindir del final. Su perro mordisqueaba un enorme hueso sobre su manta. Cuando pasó a su lado estaba tan concentrado en su labor que ni levantó la cabeza. Era un precioso husky. Lo encontró abandonado dos semanas antes de irse a vivir allí y decidió adoptarlo. Era un perro solitario como él y se entendían.

Entró en su salón o mejor dicho gimnasio y esperó frente a la ventana con los nervios a flor de piel. Kagome no le decepcionó y salió con un libro en su mano a las tres en punto. Ella solía comer a la una y media. Después de eso fregaba los platos y veía un rato la televisión. A las tres, siempre salía al patio trasero. Se tumbaba en una hamaca colgada de un árbol y leía durante una o dos horas.

Era hermosa. Se quitó el pareo anudado a sus caderas mostrándole sus largas y bien torneadas piernas. Ella se inclinó para coger su crema solar y le dio una buena panorámica de su trasero. ¡Qué culo! Se le ocurrían cientos de ideas tan solo con su trasero redondo y respingón. Se dio crema sobre el vientre plano, tentándolo. Sus pechos rebotaban a cada movimiento y parecían todo el tiempo a punto de escapar de la presión del bikini. Él los ayudaría a escapar encantado. Se dio crema por los brazos y se sintió tentado a salir para ayudarle con la espalda. Ella sola nunca podía darse crema por la espalda. Durante un segundo que se le hizo eterno, ella dirigió su mirada color café hacia él. Nunca se lo dijo pero Kagome sabía que la observaba y seguía embadurnándose el cuerpo sensualmente a pesar de ello. Tal vez quisiera que la mirase al igual que él quería que ella lo mirase mientras hacía pesas. ¡No! Esa idea se le había ocurrido a él porque estaba obsesionado con ella. Le hubiera gustado ver su cabello azabache suelto, tenía pinta de tener una hermosa melena pero siempre lo tenía sujeto en la nuca. Su tez estaba tan blanca como el primer día y admitía que le gustaba más así, blanca y nívea. Y sus labios… Tenía los labios perfectos para ser besados. Si solo ella no lo rehuyera tanto, él ya se le habría tirado encima.

Salió a hacer pesas como ya era costumbre y de vez en cuando dirigió su mirada hacia ella. Kagome nunca levantaba la vista del libro para mirarlo, leía como si él no estuviera allí y empezaba a pensar que con la edad había perdido atractivo. ¡Maldita sea! Sólo tenía treinta y cuatro años, no era tan viejo y se conservaba bien, ¿no? Ni una sola cana todavía, ni una arruga, no tenía entradas, mantenía su musculatura y aunque no fuera todo lo limpio y ordenado que podría ser con su casa, él estaba siempre aseado y procuraba mantener unos mínimos en el hogar.

De repente algo ocurrió, ella se irguió de golpe y dejó caer el libro al suelo. Él no apartó la mirada de ella mientras la veía levantarse y la vio tambalearse. Antes de que ella se cayera al suelo, él ya había atravesado la valla de madera de un salto. Corrió hacia la mujer y la alzó entre sus brazos. ¡Estaba ardiendo!

- Kagome, ¿qué te ocurre?- le preguntó- ¿Qué ha pasado?

- A-abeja… - musitó ella sin voz-so…so-soy… alérgica…

En su hombro derecho tenía una enorme picadura de abeja y el aguijón estaba dentro. Abrió de una patada la puerta trasera de la casa y corrió con ella entre sus brazos. ¿Qué debía haber? Podría llevarla al hospital en su camioneta aunque tardarían un buen rato.

- M-mi habita…ción… - musitó ella- Te-tengo el kit… de… alergias…

¡Eso era estupendo! Cuanto antes se ocupara de ella mejor y si no se daba prisa empezaría a hincharse. Tenía un compañero en el ejército que también era alérgico a las abejas. Un día le picó una y se hinchó como un flotador. Tuvieron que llevarlo al hospital y estuvieron a punto de perderlo. Él no permitiría que eso ocurriera con Kagome. La llevó al dormitorio que ella señaló y la tumbó sobre la cama. Era el dormitorio principal y tenía el baño al lado. Corrió hacia él y buscó en su neceser tal y como ella le pidió. El problema era cuál de ellos. ¡Tenía cuatro! El primero contenía un montón de maquillaje, cosa que no entendía porque no lo necesitaba. El segundo estaba lleno de cremas y lociones para la cara y el cuerpo. El tercero tenía toda clase de artículos y accesorios para el pelo. El cuarto por fin contenía lo que parecía ser el botiquín. Encontró un kit para las alergias entre un par de rollos de vendaje y el desinfectante. Estaba bien preparada para cualquier imprevisto.

Lo primero que hizo al salir fue sacarle el aguijón de la picadura. Cuando al fin lo consiguió, ella ya estaba inconsciente. Respiraba con mucha dificultad y su temperatura corporal empezaba a preocuparlo. Preparó la inyección y rezó para estar haciéndolo bien mientras le inyectaba la dosis. Después la cubrió con una fina manta de verano y llenó un cubo de agua para ir refrescándole la piel con una toalla. Pasó horas sentado a su lado atendiéndola y no fue hasta casi la media noche cuando ella abrió los ojos al fin.

- Agua… - pidió.

Se levantó y fue corriendo a la cocina a coger un vaso que llenó con agua de una botella. A juzgar por todas las botellas de agua que tenía en la casa, ella no debía beber agua del grifo nunca. Él al principio tampoco quería hacerlo pero se había terminado acostumbrando al sabor del agua de aquel lugar. Subió con cuidado de no derramar ni una sola gota de agua y volvió a sentarse en la cama junto a ella. La ayudó a incorporarse y sostuvo el vaso contra sus labios mientras ella bebía. Sus miradas se cruzaron en ese momento. Apartó el vaso de sus labios y ella continuó mirándolo fijamente. ¿En qué estaría pensando?

- ¿Por qué me has ayudado?- le preguntó.

- ¿Cómo no iba a hacerlo?- le contestó extrañado- Cualquiera…

- No,- lo interrumpió- cualquiera no.

¿Alguna vez ella habría necesitado ayuda y nadie le tendió una mano?

- Gracias.

Ese simple agradecimiento le recordó por qué había decidido ser soldado. Quería ayudar a personas inocentes que lo necesitaran, rescatar niños y mujeres, reconstruir ciudades destruidas por la guerra. Quería ayudar a cualquier persona como Kagome que lo necesitara.

- ¿Ocurre algo?

- No. Sólo me has recordado porque me alisté en el ejército…

- ¿Has estado en el ejército?- le preguntó con interés.

- Sí, me destinaron a Irán. – la ayudó a recostarse y la cubrió con una manta- Pero tú ahora necesitas descansar. Puedes preguntarme sobre eso mañana.

Sí, eso era una buena idea para que ella se acercara a él. Si le interesaban los soldados, el ejército e Irán le contaría cuanto quisiera para tenerla cerca. Le sonrió y acarició su suave cabello extendido sobre la almohada. Le había soltado el pelo mientras dormía porque tenía curiosidad y porque ella parecía incómoda. Las horquillas se le estaban clavando. Su melena era tan hermosa y tan sedosa como él imaginó en un principio. Por lo demás, se comportó como un caballero.

Estaba a punto de marcharse cuando llevado por un impulso se inclinó y le dio un beso en la frente. Había deseado besarla en los labios pero eso fue lo máximo que pudo hacer para retener ese impulso. ¡Qué Dios lo amparase! Sentía más que deseo carnal por ella.

Continuará…