Dices que amas la lluvia, pero abres tu paraguas cuando llueve.

Siempre supe que eras de esos a los que no les gusta expresar lo que sienten muy a menudo, por eso tuve que acostumbrarme a descifrarte. A través de gestos, miradas y sonrisas (de esas que cada vez se están haciendo más escasas), de caricias firmes o roces etéreos, de besos apasionados o simples roces de labios.

Tal vez no lo sepas, pero eres un libro abierto para mí.

Dices que amas el sol, pero buscas una esquina con sombra cuando el sol brilla.

Sé que haces un esfuerzo muy grande, tal vez la tarea más titánica que has tenido en tu vida, pero a veces tu máscara de estoicismo te pesa tanto que necesitas tomarte un respiro y dejas entrever un poco del cataclismo que celosamente guardas dentro de tu pecho.

Como cuando me tocas, apasionado y fuerte, deseando un amplio y bien formado pecho, cabello y ojos como el fuego, manos grandes y fuertes alrededor de ti.

Y me siento pequeña y frágil entre tus brazos, porque no puedo competir con la sombra de ese que cuando dejó este mundo también se llevó tu corazón.

Dices que amas el viento, pero cierras la ventana cuando la brisa sopla.

Tus miradas son lo que más duelen, sobre todo cuando me miras como lo estás haciendo ahora y la decepción que reflejan me golpea tan duro que tengo que luchar para no salir corriendo de ahí, aún a pesar de la casi sonrisa que te obligaste a formar pero que jamás llegó a concretarse del todo.

Y entonces pasas tu mano entre mi cabello, en un acto tan sublime y dócil que casi me lo creo. Porque no es escarlata, si no castaño, y porque el color de la sangre no tiñe mis ojos.

-Te amo- susurras.

Mentiroso.

-Yo también.

Por eso temo cuando también dices que me amas…

No es que me niegue a ver la realidad, es sólo que aunque es muy amarga, la mentira duele menos que la verdad, por eso decidí que puedo vivir con ello.

Todos lo llaman masoquismo.

Yo lo llamo amor.