.

Soñar con él


1

El sueño de Watson


By Gyllenhaal

¿Por qué sueño constantemente con él?, se preguntó Watson, cuando al despertar un día se sorprendió a sí mismo con una amplia sonrisa dibujada en su rostro. Había soñado, una vez más, con Holmes y su arrogante sonrisa. Con él y su ácida forma de contestarle. De tratarlo. De ser.

¿Por qué buscaba en el calor de las sábanas el aroma de Holmes? ¿Por qué lo decepcionaba tanto que esa búsqueda culminara con su rostro frente al de Mary, sonriéndole, dándole tan estúpidamente esos dulces buenos días a los que tanto se había aferrado pero que ahora le provocaban náuseas?

Se frotó el rostro en un vano intento de disipar sus dudas; de contrarrestar lo que él denominaba "la resaca de la noche". Un juego para él mismo, porque hacía meses que no probaba alcohol ni tabaco, por petición de Mary.

La mañana era perfecta. Se escuchaba a lo lejos el trinar de los ruiseñores y cerca el murmullo cotidiano del campo, a donde se había mudado con ella para huir de Holmes y sus locuras. Sin embargo, pese a tanta perfección se sentía ahora tan decepcionado de la vida misma, del matrimonio, de las esperanzas a las que se había aferrado con tantas fuerzas.

—Buenos días, señor Watson —lo saludó Mary; sus ojos brillaban y en su pelo había el mismo orden de siempre. Ni siquiera era capaz de encontrar en él un incentivo para distraer sus pensamientos.

Watson sonrió tontamente, incapaz de devolver el saludo matutino al que ya tan acostumbrado estaba.

—¿Te sucede algo? —preguntó Mary, ligeramente alarmada al no escucharlo hablar.

—No es nada, querida —contestó él, suspirando—. Un mal sueño.

Mary se acercó a él y le dio el beso más insípido que hubiera recibido. No había en él si siquiera el aliento característico de las mañanas. No había nada en el cuarto tapizado de azul y plata algo que pudiera distraer sus ideas. Todo estaba meticulosamente arreglado; los encajes de las telas caían finamente de la cama y de los muebles, algunos tapizados. Los floreros estaban perfectamente centrados en cada mesa, y las flores estaban todas distribuidas de manera tan simétrica que Watson tuvo la sensación de que se mareaba.

Se levantó de inmediato y corrió hacia el baño, disculpándose con Mary porque lo usaría por un gran rato. Mandó a la criada por agua caliente y después empezó a llenarla él mismo. Cuando la criada regresó y vio lo que estaba haciendo pegó un grito y le hizo saber que si quería que ella terminara de preparar el baño sólo se lo dijera.

—No hace falta —respondió Watson—. Yo me encargo. Puedes irte —añadió quitándole el recipiente en el que llevaba el agua caliente.

La joven asintió en señal de entendimiento y después se dio la vuelta. Pero antes de irse añadió:

—¿Necesita algunas sales o algo?

Watson sonrió. Sorpresivamente aquellos descuidos y cortesías de parte de la criada era una de las pocas cosas que le provocaban sonrisas espontáneas en aquella casa. Otra era Gladstone, y otra sus pacientes, con sus formidables anécdotas sobre sus hazañas, o sus chistes.

—Está bien así —contestó, y procedió a cerrar la puerta; al hacerlo la criada pegó un grito y se apresuró a pedir disculpas desde el otro lado por no haberla cerrado ella.

Watson vertió el agua caliente en la fría, y se dejó envolver por el vapor que ésta produjo al contacto con la otra. Después se quitó el pijama y se metió en el agua, cerrando los ojos y suspirando. Esos momentos en que se encerraba era, probablemente, los únicos de felicidad que se podía permitir.

Trataba de no pensar. De sostener la mente en blanco y de arrancar de ella cualquier idea que pudiera intentar aferrársele. Era una tarea que le consumía el tiempo, así que terminaba por no pensar tanto como pudiera esperar. De vez en cuando sacudía la cabeza para evitar recuerdos, ideas, pensamientos; cualquier cosa que pudiera abstraerlo del vacío. Pero siempre llegaba al punto en que Holmes aparecía en sus pensamientos; atiborraba sus recuerdos y arañaba su mente tratando de dejar en ella su atípico carácter. Su peculiar personalidad.

¿Qué estaría haciendo Holmes?, se preguntó, sin darse cuenta de que esta pregunta lo había vencido. Seguramente estaría dormido. Suele ser desordenado, y quizá se haya dormido bastante tarde la noche anterior, pensó. ¿Estaría en medio de algún caso? ¿Qué clase de caso sería? ¿Quiénes serían sus clientes? ¿Pensaría en él, en Watson? Llegado a ese punto tuvo la impresión de que quizá ese sería el día en que aparecería por fin y le haría la invitación para participar en algún extraño caso; uno singular, como solían ser todos los que él aceptaba.

Entonces se dio cuenta de que estaba volviendo a pensar en el tiempo en que habían estado juntos. Extrañaba los casos, se repetía. Sí, también a su amigo, ¿por qué no? Era uno de los mejores detectives del mundo, si no el mejor, y era, sin lugar a dudas, la mejor persona que hubiera conocido (aun cuando estuvo en el ejército, rodeado de muchos héroes de guerra).

El agua comenzó a templarse y Watson salió de su abstracción al escuchar a Mary al otro lado de la puerta, llamándolo.

—El desayuno está listo, querido —dijo.

No la odiaba. Por supuesto que no. Pero detestaba esa perfección; esa indiferencia a lo que estaba sintiendo por dentro. Sabía, sin embargo, que era un sentimiento poco justificado, porque él mismo no compartía todo lo que le sucedía con ella. Ni la enteraba de sus inquietudes, sus miedos, su aburrimiento. Su exacerbada necesidad de ver a Holmes.

—Enseguida voy —anunció.

Después de salir de la tina y comenzar a secarse se preguntó si sería prudente enviarle un telegrama a Holmes. Decirle que lo extrañaba, o invitarlo a su casa, al campo, ya fuera de vacaciones o sólo a una visita; quizá para una cena, quizá para el té. Luego se dijo que no sería apropiado; que quien quería que se reunieran era él, y por eso debía ir a verlo. Además, sabía dónde vivía.

Salió después de ponerse una bata. Mary ya no estaba. Había dejado las ropas del doctor bien arregladas sobre la cama. Ella insistía en vestirlo, y a él no le quedaba más remedio que acceder. Difícilmente ella lograba que él cumpliera por las noches con sus deberes maritales; pero igual, ella no era una mujer cuya libido la impulsara, y él lo agradecía profundamente, porque no sentía en absoluto ganas por tomarla cada noche. Si era posible evitar cumplir con ella, lo hacía; argumentaba cansancio, o mucho trabajo, o que tenía que estudiar ciertos casos médicos para poder atender a sus pacientes.

Entonces sonrió: era una completa ridiculez. Todo lo que había hecho, todo lo que estaba haciendo, no era más que el producto de sus inseguridades, sus miedos. Extrañaba el peligro, extrañaba los casos; los necesitaba. Y más que eso, extrañaba a Holmes.

—¿Qué voy a hacer? —se preguntó entre carcajadas.

No reparó, hasta que se hubo tranquilizado, de que Mary estaba en el umbral y lo miraba con reprobación. Sin embargo, algo en el rostro de la mujer develó cierto cambio y ella se acercó con paso tranquilo.

—¿Qué te sucede? —quiso saber.

—Creo que ese mal sueño no me sentó nada bien —dijo.

Mary se acercó y ambos se sentaron en la cama.

—¿Pues qué soñaste? —preguntó ella, ahora con curiosidad.

Él suspiró. Llegado a ese punto ya no le sería tan fácil mentir. Así que decidió modificar la verdad.

—Creo que Holmes me necesita.

Mary se echó hacia atrás, sorprendida.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Lo sentí en mi sueño.

—¿Qué soñaste? —quiso saber ella.

Ella estaba demasiado cerca. Watson se levantó tranquilamente, con su habitual cojera. Se acercó a la ventana, buscando en el panorama del campo algún consuelo. Permaneció allí, escrutando en el verde de los prados y en el azul del cielo cualquier cosa que le ayudara a no pensar en su sueño.

En él Holmes estaba tocando el violín, como muchas de las noches en que vivieron juntos en Baker Street. Watson lo veía, sentado en el sofá, mientras Holmes en el suelo interpretaba bellísimas y perfectas piezas; muchas de ellas las favoritas de Watson. Entonces dejaba de tocar, se acercaba a él y le daba un beso. Uno tibio, cálido, propio de Holmes. Y él lo recibía y correspondía. Se dejaba llevar por el momento y de pronto nada afuera tenía sentido; lo único que existía eran él y Holmes, abrazados en el cuarto de Baker Street.

Sintió miedo. ¿Qué le ocurría?

Pero pese a ello, no dejaba de sonreír con el mismo gesto con que despertaba las mañanas que tenía ese sueño.


Bueno, aquí la primera entrega de un nuevo fic. Espero no demorarme tanto subiendo los capítulos como me ha pasado con los otros. Estoy en mi último año en la universidad y por ello padezco escases de tiempo.

Ojalá entiendan.

Saludos!