Prometí una sorpresa, y aquí está :D (mentira... es que Amor Yaoi es hiperpoco visitado... T^T)

Este es mi primer RuPru (cómo adoro esta pareja...), que tendrá mucho Hetalia, mucho elemento no realista y mucha... cosa xD Ahora, en serio: sé que por el título parece que será una historia normal, pero, creedme... ¡No lo es!

... = separación entre distintas partes de un mismo PDV

. . = cambio de PDV

¡Dentro fic!


El sol brillaba con fuerza al otro lado del cristal, en un cielo recién amanecido y sin nubes. El pueblo, todavía aletargado, despertaba poco a poco de su sopor. El aroma de la leña, el pan y el papel recién impreso llenaban la plaza lentamente, por cortesía de la panadería y de algunas imprentas (alrededor de las cuales se amontonaban chicos ilusionados por su primer día de trabajo).

No demasiado lejos de allí, en una casa en las afueras, dormía aún el joven protagonista de esta historia; pero no por mucho tiempo. La fuerte luz del sol que entraba por la ventana, que hería sus ojos aún cerrados, y una música fuerte procedente de afuera que prácticamente profanaba la quietud reinante en aquella pequeña casa, provocaron que Gilbert Beilschmidt se despertara. Con un sonido agónico, Gilbert abrió los ojos, para después volver a cerrarlos por culpa de la luz.

—¿Qué coño es esto...? —masculló, sintiendo la boca todavía pastosa a causa del sueño—. Ay... —gimoteó al principio, frotándose sus ojos rojo sangre, pero luego gruñó al darse cuenta de por qué había despertado.

—¡Ludwig, gilipollas! —gritó, sacando medio cuerpo por fuera de la ventana— ¿Qué mierda te crees que estás haciendo? ¡Que hay gente que quiere dormir!

—Guten Morgen, Bruder (Buenos días, hermano), yo también te quiero —replicó Ludwig con ironía. Como tenía por costumbre desde Dios sabía cuándo, estaba haciendo ejercicio en el patio de atrás, vestido únicamente con los pantalones del pijama y una camiseta interior. Aunque nunca solía hacer los mismos movimientos, algo que habían tenido en común todas las mañanas antes de aquella era el silencio. Aquel día no se le había ocurrido otra cosa que traer la minicadena, en la cual "Kokain" sonaba a todo volumen. Tanto que Gilbert casi pensó que se estaba oyendo por toda la calle.

—¿Qué te crees que estás haciendo? —repitió, refiriéndose a aquella música tan estruendosa de Rammstein, que, por alguna razón, a su hermano le gustaba.

—Hago ejercicio, Bruder, como siempre —contestó, haciéndose el inocente—. Tú también deberías intentarlo, a menos que quieras engordar y hacer honor a tu enorme ego.

—Tienes suerte de que el genialísimo yo y tú seamos de la misma familia —empezó Gilbert, enojadísimo, todavía a gritos—, porque si no...

—Si no, ¿qué? —dijo una voz severa tras él, a la vez que una mano poderosa le agarraba la oreja y se la retorcía despiadadamente. Gilbert aulló y se revolvió, intentando liberarse (inútilmente, por cierto) de aquella terrible tenaza. Ludwig siguió a lo suyo, diciéndose entre dientes lo inútil que era su hermano mayor—. ¿Me puedes decir qué habría pasado de no ser porque sois hermanos? ¿Me lo puedes decir?

—¡Nada! —gimió— ¡No habría pasado nada, Mutti (mami)! ¡Te lo juro!

La señora Beilschmidt evaluó la respuesta de su hijo y, con un gesto de "qué se le va a hacer", lo soltó, lo cual Gilbert agradeció mientras se alejaba y se frotaba la oreja.

—Si estás lo suficientemente despierto como para gritar con tu hermano y que os oiga todo el vecindario, supongo que también lo estarás para vestirte, dejarlo todo listo y desayunar, digo yo, ¿no? —dijo, echándole una mirada asesina, y Gilbert asintió, enfurruñado. Luego se asomó y llamó a Ludwig, diciéndole lo mismo pero en un tono más suave que no le pasó inadvertido a nadie, para después salir de la habitación de Gilbert.

Gilbert gruñó.

—Ya os vale, cómo os pasáis con el increíble yo... Sois unos putos insensibles —se quejó en voz alta, aun a sabiendas de que nadie le hacía caso. Se dio la vuelta y, escudriñando su cuarto, intentó distinguir su uniforme de entre el resto de las cosas.

Su habitación no era muy grande, y el continuo desorden que imperaba en ella no hacía más que aumentar aquella sensación de pequeñez: el armario estaba abierto y alfombrado con varias camisas y pantalones; de la misma cama de la que se acababa de levantar, varios montones, principalmente de ropa sucia y arrugada, caían en cascada al suelo, reuniéndose en el mismo con una profusa confusión de zapatos, calcetines, papeles y bolígrafos; y las paredes estaban tan llenas de pósters y fotos que casi ni se veía la pintura de debajo. La única parte ordenada era la pared opuesta a la ventana, en la que una bandera de Prusia (pintada sobre el muro con una maestría envidiable) ocupaba todo el espacio y los únicos muebles eran un hermoso espejo de tamaño natural, un escritorio con un ordenador y una guitarra, cuya funda estaba abandonada en la otra esquina. Allí fue donde Gilbert encontró tanto el uniforme cuidadosamente doblado como las botas. Se vistió en un visto y no visto y se detuvo frente al espejo para admirar su imagen.

...

Primero su pelo. Era liso, suave y de color blanco. Como la nieve. Ah, qué maravilla de pelo tenía... Gilbert se lo peinó cuidadosamente mientras miraba a los ojos de su reflejo. Ojos de color rojo brillante, como una miríada de rubíes, rodeados por largas pestañas blancas. También eran perfectos. Su boca. Su nariz. El contorno de su rostro. Todo en él era perfecto.

—Dareka ga yondeiru, ore o yondeiru! Ii ze makasetoke... Iku ze motto! Motto! —canturreó con la sonrisa pretenciosa que tan habitual era en él, examinando con ojo crítico su cuerpo, finalizando el examen con una sonrisa todavía más amplia.

Estaba muy orgulloso de su cuerpo. Para tener solamente dieciséis años, era tan alto que la gente le echaba no menos de diecinueve. No estaba tan obsesionado con el ejercicio y la vida sana como su hermano pequeño, pero sí, al menos, se esforzaba en mantener su cuerpo tal y como lo tenía: sano, tonificado, sin el más mínimo gramo de grasa asomando por ninguna parte.

Lo único, tal vez, que "manchaba" su magnificencia era aquella piel tan pálida. Oh, cómo odiaba ser albino. No podía ponerse al sol y broncearse, lo cual le quitaba puntos a la hora de poder exhibirse o de ligar con chicas monas y se los añadía al pensamiento colectivo de que se tratase de un rarito que prefería estar en casa a salir y divertirse. Ja, precisamente él, pensó mofándose. Él salía siempre que podía (con una frecuencia que exasperaba a Ludwig hasta lo indecible) con sus mejores amigos. Cuando pasaban por la calle, la gente se paraba para mirarlos. A mirarlo a él, al genialísimo Gilbert. Ciertamente, la piel blanca era para chicas, no para un chico. Y menos para uno como él.

Sonrió.

Esperaba que los de la Vsemirnaya Shkola-Internat estuvieran más que preparados para su llegada. En unas pocas horas, el magnífico Gilbert los complacería con su presencia. Él, el más impresionante, el más genial, el más apuesto del mundo...

...

El albino bajó a la cocina, silbando una alegre tonadilla, y entró en la cocina con una gran sonrisa.

—¡Buenos días, mundo! ¡El impresionante yo ya está aquí!

—Menos fardar y más apurar —sentenció su madre, pretendiendo ser severa pero sin poder ocultar una sonrisa. Aunque había veces que no podía soportarlo, adoraba a su hijo mayor de la misma manera que al pequeño. Si bien era cierto que Ludwig le causaba menos disgustos...—. No olvides que tenéis que coger el tren dentro de media hora. ¿Has hecho ya el baúl?

—Fí, Mutti—respondió atropelladamente mientras desayunaba—. Tefminé de haceflo anopfe.

—Es verdad —le respaldó Ludwig, con un vaso de zumo de manzana en sus manos—. Escuché claramente cómo terminaba de hacerlo antes de ponerse a hacer ruido con la guitarra.

—¡No era ruido, era música! —protestó Gilbert, casi atragantándose con un bollo, enfatizando la última palabra—. ¡Y más agradable de oír que la de esos de Rammstein, por ejemplo! ¡Música de verdad, como... como la de Beethoven! En serio, ¿qué hubiera pasado si Beethoven hubiera tenido un hermano tan tocanarices y desmoralizador como tú, eh?

—No tengo ni idea de a qué viene ese ejemplo —respondió Ludwig, sin alterarse, pero con su característica venita empezando a destacarse—, pero puedo asegurarte que, hasta donde yo sé, Beethoven NO compuso ninguna canción en la que se jactara de lo genialísimo que era. Por favor, ¿en serio crees que nadie te oyó? ¡Si estuviste dando el coñazo hasta las dos de la mañana!

—Conque lo de esta mañana era para vengarte, ¿eh? ¡Te la vas a cargar! —Gilbert se levantó de la mesa, olvidando el resto de su desayuno, y se dirigió a su hermano, amenazante—. ¡Cuando termine contigo, no te va a reconocer ni tu p...! —se interrumpió a sí mismo recordando que su madre seguía ahí, con una mirada siniestra en sus ojos azules—. Ni tu... eehhh... excelentísima, pura y casta madre... —dijo con una sonrisa nerviosa y mirándola de soslayo, como implorando el derecho a su vida. Pero ni aún así se libró de que ella le atizara con el periódico.

—¿Quieres dejar de hacer el idiota, Bruder? ¡No vamos a llegar! —exclamó Ludwig, estresándose al ver el reloj y darse cuenta de que quedaban menos de veinte minutos.

—¡Sí que vamos a llegar, Lu~~~ddy! —contestó Gilbert con una risotada, ignorando la mirada asesina de su hermano pequeño—. ¡El asombroso yo va a bajar su baúl! —añadió, corriendo escaleras arriba.

...

...

Justo a tiempo. Gilbert y Ludwig habían llegado justo a tiempo para despedirse de su madre y subir al tren. De hecho, las puertas se cerraron en el momento en que Gilbert terminaba de pasar, estando a punto de pillarle un pie.

Medio arrastrando sus baúles, los dos hermanos avanzaron hasta encontrar un vagón más o menos vacío, y se dejaron caer en los asientos con un suspiro de alivio por parte de ambos.

—Te lo dije, ¿verdad? —dijo Ludwig, fulminándolo con la mirada—. Te dije que íbamos justos de tiempo. Pero noooo, el inútil de mi Bruder se había tenido que olvidar de su puta guitarra, haciéndonos perder el tiempo de la manera más estúpida posible.

—¡Ni que fuera culpa mía! —se defendió el mayor—. ¡Yo sólo tardé un minuto, dos como mucho! ¡Y además, tú llevaste tus malditas pesas! ¿Qué diferencia hay? ¡Donde más tiempo perdimos fue en el aparcamiento, porque Mutti no encontraba sitio!

—¡Si no hubieras tardado, habríamos encontrado sitio antes! Además, ¿para qué coño necesitas la guitarra? ¡Dan música, puedes tomar prestada otra!

—Y tú, ¿para qué necesitas tus pesas? ¡También dan educación física, y dicen que el profesor que tienen ahí no conoce la compasión! ¡Vamos, lo que a ti te gusta! ¿No crees, Luddy?

—¡Que no me llames así, joder!

—¡Hola! ¿Interrumpo algo? —dijo una voz conocida, y los dos hermanos, que ya estaban a punto de llegar a las manos, levantaron la cabeza. El que había hablado era un chico español, de pelo moreno y rizado y cara sonriente.

—¡Anda, Antonio! ¿Y tú por aquí? —se sorprendió Gilbert—. ¿No te iban a enviar tus padres a un instituto caro en España?

—Iban, sí, pero resulta que les hablaron de la Vser... Vsemi... nah, lo que sea... de la buena calidad de la enseñanza allí y de no sé qué más rollos y les gustó la idea, así que me inscribieron allí. No sabía que ibas a ir tú también, qué sorpresa.

—¡Kesesesese~! —se rió el albino, dejando un sitio libre para Antonio—. Ya podías habérmelo dicho antes, el indescriptible yo casi pensaba que se iba a tener que formar otra pandilla.

—Ah, tienes razón —se rió también el español—. Iba a decírtelo, pero...

—Se te olvidó, ¿verdad? —conocía demasiado bien a Antonio.

—Ahahaha~, exactamente —añadió con otra risa—. Ah, es verdad —dijo, como recordando algo—: Francis me dijo que él también iría. Pero que lo llevarían en coche; según él, "el tren es de pobres".

—¿QUÉÉÉÉ? ¿Pero por qué no me lo dijiste, grandísimo cabrón? ¡Que esas cosas se dicen antes!

—¡Ya te vale, Gil! ¡Que eso duele!

—Qué ruidosos... —masculló Ludwig. No soportaba a ni a su estúpido hermano ni a sus estúpidos amigos, un francés extraño y pervertido y un español insoportable al cual se le veía que era imbécil a kilómetros—. Me voy por ahí.

Sabiendo perfectamente que nadie le estaba haciendo caso, Ludwig se levantó de su asiento y se fue de allí.

...

...

El internado mixto Vsemirnaya Shkola-Internat, situado en algún lugar recóndito de Rusia, no era un centro educativo corriente. Teniendo en cuenta que solía acoger entre 900 y 1000 alumnos cada año, de los cuales las dos terceras partes eran internos, no era nada sorprendente que aquello pareciera más un campus universitario que un instituto.

En el edificio principal, hecho de piedra, era donde se impartían la mayor parte de las clases. Era una construcción de dos pisos de forma cuadrangular y hueca en el medio (donde había una pequeña fuente, también de piedra y por lo general helada, rodeada de arbustos escarchados y árboles), en el que la gente asistía a las asignaturas comunes (literatura, idiomas, matemáticas, física...) y a algunas optativas (informática, tecnología, dibujo técnico...). Este edificio tenía dos puertas: la entrada principal, que servía tanto para acceder a dicho recinto como al resto del instituto (una muralla de piedra altísima y rematada con pinchos de hierro rodeaba a todo el "campus", de manera que sólo se podía entrar y salir de él por una puerta: aquélla), y una pequeña puerta en la planta baja por la que se podía acceder al patio (que quedaba justo en el centro del "campus") y a los demás edificios.

Al lado izquierdo del edificio principal, un poco apartado, había un pequeño edificio en el cual estaban la capilla (para que los creyentes pudieran ir a misa), el auditorio (donde se reunían el consejo estudiantil y el club de teatro), la biblioteca y las aulas restantes, que no eran muchas: música, astronomía, arte y economía doméstica.

A la derecha del edificio principal, justo en la esquina, estaba el polideportivo, donde, aparte de impartirse las clases de educación física, se jugaban los partidos.

Al otro lado de los recintos escolares estaban las barracas de los internos y los profesores, cada una asignada a un curso. Eran siete en total: desde la de los alumnos de primer grado, que quedaban al lado del comedor (que formaba una L con el patio y la capilla-biblioteca), hasta la de los alumnos de sexto grado y la de los profesores, que estaban cerca del polideportivo y de la enfermería.

...

No era de extrañar que tanto Gilbert como Ludwig, nada más salir del autobús que los llevó desde la estación hasta la puerta, se quedasen con la boca abierta.

—¿Esto es un instituto? —se preguntó el español, ya sin sonreír.

—Pues parece más una cárcel que otra cosa —comentó por lo bajito Gilbert.

—¡Ja! Pues si dices eso es que apenas has visto nada —dijo una voz sarcástica detrás de él, para después aparecer ante ellos un chico bajito y pálido. Era éste un curioso personaje: a pesar de ir cuidadosamente arreglado, con el uniforme limpio y planchado, las botas lustrosas y el abrigo bien abotonado, su pelo, rubio y liso, el cual sobresalía por debajo del gorro de piel, estaba hecho un desastre, como si acabara de pasar un tornado por su cabeza. Claro que su rasgo más distintivo eran las cejas más gruesas que jamás habían visto en toda su vida que, para desgracia de su dueño, no se disimulaban ni siquiera con el flequillo. Unos ojos verde chispeante completaban el conjunto.

—Mi nombre es Arthur Kirkland —se presentó—, y voy a ir a quinto grado. He estado aquí desde que terminé la primaria. Un veterano, si preferís decirlo así —añadió, con una mueca.

—Mucho gusto —respondió Gilbert, estrechando con vacilación la mano que el rubio le presentaba—. El nombre del insuperable yo es Gilbert Beilschmidt; éste es mi amigo, Antonio Fernández; y éste es mi kleiner Bruder (hermano pequeño), Ludwig.

—Espero que no os vayáis a meter en líos —dijo Arthur mientras los miraba, muy serio—. Soy el Presidente del Consejo Estudiantil y os aseguro que no voy a ser indulgente si alguien comete alguna infracción. Además de eso, el principal (director) de este instituto es una persona muy temible; mientras estéis aquí, os aconsejo que no os metáis en su camino. Por vuestro propio bien.

A lo lejos sonó un timbre, y Arthur se puso pálido.

—Sorry, no me puedo quedar, tengo que irme a la sala de profesores ahora mismo o llegaré tarde —y salió corriendo sin despedirse.

—¡Hasta más ver, Arthur! —dijo un Antonio muy sonriente, agitando su mano en señal de despedida.

—Hohoho~, mes amis! (¡amigos míos!)—exclamó una voz conocida, y otro chico rubio, pero con el pelo largo y ondulado, una barbita de tres días y una mirada coqueta brillando en sus ojos azules, apareció ante ellos.

—¡Franci~~s! —canturreó Antonio, haciendo gala de su más que conocida efusividad, pero la presencia de una chica morenita que no conocía hizo que se detuviera en seco.

—¿Quién es esta niña, Francis?

—Permitidme que os la presente. Michelle, éstos son Antonio y Gilbert. Antonio y Gilbert, ésta es Michelle, mi prima. Va a ir a cuarto grado.

—Enchantée (Encantada) —dijo ella educadamente. Era una chica muy mona, de pelo largo y moreno recogido en dos coletas, de ojos verdes y de piel morena, también.

—No me sonaba que tuvieras una prima, Francis... —dijo Gilbert con desconfianza.

—Acaba de llegar de Seychelles... —explicó el rubio, pero antes de que pudiera continuar, ella le interrumpió poniéndole un arpón sacado de Dios sabía dónde ante la cara.

—Sé hablar, chère cousin (querido primo), muchas gracias —dijo con frialdad, antes de decirles a los otros en un tono más animado—. He estado viviendo en Seychelles hasta hace unos pocos meses, cuando mis padres tuvieron la feliz idea de volver aquí y que conociera a mi familia. La verdad, podía pasar sin eso.

Gilbert contuvo una sonrisa. Podía imaginarse perfectamente lo que probablemente habría pasado: quizás habría visto a Francis con una chica diferente cada día, o se habría dado cuenta de sus frecuentes salidas nocturnas... O quizá habría intentado coquetear con ella. Lo más probable.

—¿No es un encanto de chica~~? —gorjeó el francés, conmovido.

Vale. Había intentado coquetear con ella. Qué fácil eres de predecir, Francis, se dijo Gilbert. Meneó la cabeza. Por muy colega suyo que fuera y por mucho que lo respetara, el prusiano no podía hacer otra cosa excepto andarse con ojo cuando se trataba del francés. No sería la primera vez que el francés (borracho o lúcido) intentaba hacer cosas raras con ellos. Antonio, como ya estaba más que acostumbrado a él y a sus manías, en aquellos momentos le daba unas palmaditas en la cabeza, le decía de hacer otra cosa y asunto concluido. Gilbert, que no tenía tanta maña, se limitaba a evitarlo en esas ocasiones.

—Qué, Francis, ¿qué tal de vacaciones? —sonrió Antonio, sin dar muestras de haber escuchado aquel comentario, pasándole un brazo por el cuello.

-Nada del otro mundo, la verdad —replicó con indiferencia—. Estuve bastante bajo este verano, supongo que por el calor. Creo que como una o dos chicas por semana —su frustración, por desgracia para él, no pasó inadvertida.

Por entonces, Gilbert ya se había dado cuenta de que Ludwig, tan silencioso como de costumbre, se había escabullido hacia el interior del recinto. Qué niño... Por mí como si su vida depende del virtuoso yo, que vaya otro a por él, pensó el prusiano indolentemente. Michelle también se había ido, y no se lo reprochaba. Para él ya era difícil a veces tenerlo como amigo, no sabía cómo debía de ser para aquella niña tenerlo como familia...

—¡Fusososo~! ¿No estarás madurando por un casual, Francis?

—Comment? (¿Cómo?) Quién, moi? (¿yo?) ¡Oh, no! ¡No puedo estar madurando! ¡No quiero madurar, hay muchas cosas que no he hecho aún!

—Como cortarte el pelo.

—¡Gilbert!

—¡Kesesesese~! Era broma.

Entre risas, el Bad Touch Trio (como les gustaba autodenominarse) atravesó el portalón.

.

.

—Estúpido Bruder...

Ludwig, harto del incesante comadreo del idiota de su hermano y de sus estúpidos amigos, había decidido entrar. Aunque casi se arrepintió al traspasar la puerta.

—Mein Gott... (Dios mío...)

Tan sólo la portería bastaba para quitarle a uno la alegría: se trataba de un sitio oscuro, apenas iluminado por lo poco que entraba por la puerta y por el ventanal que había justo encima, con un tablón enorme donde estaba colgada toda la información relativa a las notas, las clases y el funcionamiento del instituto, además de algunos panfletos de propaganda. Era desolador. Lo más nuevo que parecía haber allí era una puerta de cristal con un timbre al lado y un mostrador de madera que rezaba "PORTERÍA", donde un hombre escuálido e inexpresivo atendía a dos alumnos muy ruidosos.

—Perdone... —empezó Ludwig, acercándose al mostrador, pero un gesto del hombre le hizo callar.

—Matte, kudasai... (Espere, por favor...) —y continuó con el alumno al que atendía, un italiano que debía tener más o menos la misma edad que él que, con el lenguaje más soez que había oído en toda su vida, le estaba armando un escándalo tremendo al pobre hombre. A su lado, un chico muy parecido a él (su hermano gemelo, supuso) le gritaba y le lloraba, pidiéndole que se callara. Hasta que el otro se cansó.

—Stai zitto, idiota! (¡Cállate, idiota!) Smettere di infastidirmi, fratello stupido! (¡Deja de molestarme, hermano estúpido!) Zitto, dannazione! (¡Cállate, joder!)

—Ve~~! Ma... fratello! (Pero... ¡hermano!)—lloriqueaba el otro.

—LASCIAMI YA! (¡DÉJAME YA!) YA! CAPISCI (ME ENTIENDES), FELICIANO?—gritó el aludido, pero, antes de poder soltar otro juramento, un puñetazo de Ludwig en el mostrador atrajo tanto su atención como la de su hermano.

—No sé de qué va el asunto —empezó—, pero...

—¡Entonces, si no lo sabes, cállate! —chilló el otro, furioso— ¡Ni siquiera sabes lo que acaba de pasar! ¡A este idiota — dijo, señalando al pobre conserje con tanta furia que parecía que quería clavarle el dedo— no se le ha ocurrido nada mejor que perder toda mi información! ¡Tiene todo lo del llorica de mi fratellino (hermano pequeño), pero a mí que me jodan!

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que, tal vez, sólo tal vez, haya más gente aparte de ti que también tenga sus problemas o quiera sus cosas? —dijo Ludwig, colocándose ante el italiano en pose amenazante.

—Psché, te crees muy fuerte y muy listo, ¿no? Pues que sepas que no me das ningún miedo —contestó, en actitud retadora.

Estuvieron largo rato mirándose a los ojos hasta que el otro italiano, presintiendo una pelea, se puso entre los dos de inmediato.

—¡Ya basta, fratello (hermano), ya basta! —imploró, separándolos, o al menos, intentando hacerlo— ¡Hazle caso a este chico, dale tiempo para que lo busque, sì? (¿sí?)!

El aludido miró a Ludwig, después a su hermano, y finalmente a Ludwig otra vez, sin que aquella mirada amenazadora desapareciera de sus ojos.

—Está bien, esperaré, pero sólo porque fratellino me lo ha dicho y porque no quiero escuchar más sus lloriqueos —si las miradas matasen, Ludwig habría muerto como tres veces seguidas, tal era el odio con el que el italiano lo miraba—. No me gustas nada, macho patatas.

Tras decir eso, se alejó. Su hermano, que todavía seguía al lado del alemán, suspiró.

—Perdona al mio fratello (a mi hermano), siempre fue así. Aunque no sé qué mosca le picó hoy... nunca lo vi tan fuera de sí como ahora.

—No pasa nada —dijo el alemán en tono tranquilizador. "¿'Macho patatas'?"

—Eso me recuerda, no me presenté. Ve~, qué maleducado soy... Me llamo Feliciano Vargas, y el que se acaba de ir es mi hermano mayor, Lovino Vargas. Somos nuevos en este instituto.

—Mucho gusto. Yo soy Ludwig Beilschmidt, También nuevo.

—Ve~, ¿en serio? Caramba, pues yo casi pensaba que llevabas mucho tiempo aquí, con lo seguro que parecías y...

...

Feliciano siguió hablando mientras Ludwig arreglaba el papeleo que quedaba y adquiría un mapa del Vsemirnaya Shkola-Internat, su horario y la llave de su dormitorio. También mientras Lovino, con el problema ya resuelto, obtenía lo suyo mientras le lanzaba miradas asesinas a Ludwig, el cual juraría haberle oído murmurar en más de una ocasión "estúpido macho patatas". Y también mientras bajaban al auditorio y, sentándose en unas butacas en la primera fila, esperaban por los demás.

Pero había algo en el incesante parloteo de Feliciano que le atraía. No era como su hermano: la voz de Gilbert le provocaba un fuerte dolor de cabeza. Era incapaz de soportarlo. Mientras que aquel chico italiano... tenía un no-sabía-qué que...

—Lo siento, ¿te estoy aburriendo?

Ludwig parpadeó.

—¿Qué?

—Que si te estoy aburriendo —preguntó Feliciano, con timidez—. Yo aquí, hablando y hablando, mientras que tú estás ahí, quieto y sin decirme nada.

—¿Cómo? Ah, no, no te preocupes. Tampoco es que tenga mucha cosa que contar —se encogió de hombros—. Tengo tres perros llamados Blackie, Berlitz y Aster y un hermano mayor llamado Gilbert y vivimos con nuestra madre en Berlín.

—¡Ve~~! Gilbert y tú, ¿también sois gemelos?

—No. Aparte de que él es dos años mayor que yo, no nos parecemos en nada —una vez más, rememoró las diferencias existentes entre ambos. Gilbert era atolondrado e irregular y vivía constantemente en su mundillo, donde él era prácticamente el Dios. Él era ordenado y metódico, de costumbres regulares, y no admitía las tonterías. Quizá por eso se llevaban tan mal—. Dime, ¿cómo es eso de tener un gemelo?

—Ve~, pues... no sabría decirlo... Es algo fantástico, es... ummm... ve~, no sé cómo explicarlo... tener a alguien igual a ti, alguien que te entiende y con el que te llevas bien...

—Pues, la verdad... no parecíais llevaros muy bien... O que él se llevara bien contigo...

Todavía tenía metido en la cabeza el tono maleducado con el que había contestado Lovino.

—Es comprensible, ve~. Él me quiere mucho, pero le molesta que lo confundan conmigo todo el rato. Además, últimamente está bastante tonto, y... —vaciló— Bueno, no importa.

Ludwig, aunque curioso, era demasiado educado como para meterse en los asuntos de nadie, así que prefirió hacer como que no había oído aquello.

—¿Tienes ya claro en qué modalidad te quieres meter? —dijo, por cambiar de tema.

El rostro de Feliciano se iluminó.

—¡Ve~, en arte! ¡Quiero ir por Artísticas! Verás...

.

.

—Issand Braginski? Esto... señor directoor... ¿Dónde está?

Un adolescente letón, demasiado bajo para su edad, corría por los pasillos, gritando con la esperanza de que su superior le contestara.

—¡Señor director, Jumal (Dios)! ¿Dónde está? ¡Tiene que bajar a la presentación del nuevo cursooo!

Un repentino ahogo atenazó su pequeña garganta, y el chico se quedó tieso tanto por culpa del miedo como de la falta de aire. Poco después, un hombre alto, enfundado en un abrigo de piel color crema y con una bufanda de color rosa colgando de su cuello, apareció al fondo del pasillo.

—No era necesario que chillases, nebol'shoĭ (pequeño)—dijo suavemente, con una sonrisa aparentemente beatífica—. Ya sé lo que tengo que hacer. Después de todo, soy yo el director de este instituto, da? (¿sí?)

El más bajo asintió, boqueando, con el rostro ya de un peligroso color púrpura.

—Lo único que tienes que hacer como secretario es llevar mi agenda y notificarme las novedades, nada más. Sé perfectamente lo que tengo que hacer, ¿te parece? Dímelo, ¿lo entendiste?

—Ya le vale, harrä Braginski —dijo una voz calma detrás de él, y otro hombre, rubio y con gafas, bastante más bajo que el señor Braginski, apareció.

—Vayaa, pero si es Eduard, ufú~ —sonrió de nuevo el director.

—"Harrä von Bock", para usted —dijo el otro de manera fría—. Suelte ya a Raivis, por favor, que lo va a matar.

El señor Braginski liberó el cuello del bajito, y éste, pálido y semiasfixiado, cayó al suelo con un golpe seco. El ruso tan sólo sonrió ampliamente, antes de desaparecer por un recodo del pasillo, seguido de la mirada reprobatoria del estonio.

—Si no fuera porque este hombre es mi superior, ya hace tiempo que le habría dicho todo lo que pienso de él y más —murmuró Eduard, con cara de fastidio, mientras intentaba poner en pie al letón—. Eh, Raivis... ¿Te encuentras bien?

—Sí... issand von Bock, muchas gracias...

—No tienes que dármelas —Eduard miró a los lados para comprobar que no había nadie y le susurró en tono confidencial—. Te voy a decir una cosa. Desde que el harrä Braginski dirige este centro, muy pocos becarios lograron permanecer en el puesto que ahora ocupas más de un semestre. Por lo cual te digo; por tu propio bien, no intentes enfadarle. A menos que no le tengas ningún aprecio a tu vida.

Hizo una mueca antes de añadir:

—Venga, vayamos yendo nosotros también.

.

.

Gilbert hizo girar la llave entre sus dedos mientras buscaba el auditorio por su propio pie.

Y es que ya les valía.

Nada más entrar, a Francis le había parecido ver a unas cuantas chicas guapas y había salido corriendo tras ellas, babeando como un idiota, mientras que Antonio se... sabe Dios qué habría hecho, pero el caso es que cuando se dio la vuelta él ya no estaba.

Gilbert, aunque le costara admitirlo (puesto que él no tenía "ningún" defecto), tenía un sentido de la orientación malísimo. Y aunque miraba y remiraba el mapa, intentando buscar el auditorio, no sabía situarse en el mapa, puesto que había cometido la estupidez de echarse a caminar antes de echarle un ojo al papel.

—¡Maldita sea! ¡El magnificente yo no puede estar perdido! —se rascó la cabeza— A ver, dónde estoy...

—Desu yo~! —gritó alegremente un niño antes de chocarse estrepitosamente contra él. Gilbert lo miró con furia. Se trataba de un niño rubio de ojos azules con unas cejas que juraría haber visto en otra parte...

—¡Maldito niño, a ver si miras por dónde vas! Verdammt... (Maldita sea...)

—¡Oye! —dijo el niño, indignadísimo, mientras se enderezaba— ¡Nadie le habla así al genialísimo Peter, desu yo~!

Gilbert contuvo la risa. ¿De dónde salía aquel niño tan raro?

—¡Eh, no te rías de mí! ¡Soy mucho mejor que tú, paliducho!

—¿Qué le acabas de decir al maravilloso yo, retaco? —rugió el prusiano, furioso.

—Paliduuuuuucho —canturreó el niño—. Estás tan pálido como un vampiro. Hasta tienes los ojos rojos, como ellos. Desu yo~.

Por primera vez en años, empezó a destacarse una venita de furia sobre la frente lisa de Gilbert. Aquel niño lo estaba sacando de sus casillas. ¡Se estaba atreviendo a insultar a su increíble persona!

—Ya estás retirando eso que acabas de decir, o te la cargas, pequeño...

—¡Peter! What the hell are you doing? (¿Qué cojones estás haciendo?)

El niño se dio la vuelta.

—Vaya, pero si es baka-Arthuuuur... —refunfuñó.

Arthur se acercó a ellos con el entrecejo fruncido, lo cual hacía un efecto muy, muy extraño, debido a sus gruesas cejas.

—Peter, ¿qué es eso de ir por ahí insultando al primero que ves? ¡No se te educó para que fueras así de maleducado! ¿No se te enseñaron unos modales, acaso?

—¿Como a ti, Arthur? —se mofó Peter— Creo recordar que mummy dijo algo acerca de la bebida, pero no recuerdo qué era... ¡Au!

Arthur le había dado una colleja.

—Ya le estás pidiendo perdón a Gilbert. Y date prisa, voy a llegar tarde.

—¿Yoooooooo? —hizo un puchero— ¡Pero si yo no hice nada!

—Peter... —dijo, en tono más amenazador.

—¡Está bien, está bien! —se dirigió a Gilbert y dijo, con su mejor voz— ¡Lo sieeeento, desu yo~! —y se fue corriendo.

—Puto crío... —suspiró Gilbert.

—Dímelo a mí —contestó Arthur, con otro suspiro—. Bueno, mejor me voy yendo, antes de que se me haga tarde.

Al auditorio, quería decir. Estupendo. Gilbert lo siguió.

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Los chicos estaban en sus sitios. Todos los profesores estaban en sus puestos. Tan sólo faltaba él. Iván Braginski sonrió, feliz, aunque con algo de tristeza. Era un espectáculo precioso, tanta gente junta y el ambiente tan caldeado...

Poco a poco, los rezagados fueron llegando uno tras otro. Le pareció vislumbrar entre aquel mar de cabezas al Presidente del Consejo Estudiantil y, junto a él, a un chico alto de cabello blanco.

—Dobroe utro (Buenos días), estudiantes —dijo por el micrófono, después de aclararse la garganta y esperar a que los últimos se sentaran—. Mi nombre es Iván Braginski, y soy vuestro director.


Muy bien, el primer capítulo siempre es chorras, pero prometo solemnemente que mejoraré.

Ya me conocéis, enviadme por favor reviews con vuestra opinión, vuestras dudas y vuestro todo.

¡Os quiero, hasta la próxima!