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En silencio

A los ojos infantiles de Emilia todos a su alrededor parecían gigantes. A donde quiera que mirara encontraba faldas y pantalones oscuros, por lo que para hallar un rostro se veía obligada a estirar de tal forma la cabeza que la piel en su cuello parecía a punto de rasgarse. Si alguien la golpeaba accidentalmente, de inmediato se veía recompensada cuando el culpable se inclinaba hasta quedar a la altura de su rostro y con una mirada de aparente simpatía le ofrecía un caramelo o una bebida.

Cuando empezó a sentir nauseas por el exceso de azúcar se arrastró hasta quedar oculta por el mantel debajo de la mesa; desde ahí podía observar el mar de zapatos, escuchar los murmullos y las risitas ahogadas que empezaron a arrullarla hasta que terminó hecha un ovillo soñando con aquel domingo cuando su madre la llevó al zoológico y le compró un enorme algodón de azúcar de color lila. Pero la noche anterior tío Mario la sentó en sus rodillas y le dijo que su madre no volvería nunca más. Le pidió que guardara su ropa en una maleta porque iría a vivir a su casa. Y Emilia obedeció

Tío Mario tenía dos hijos: Clara de seis años y Daniel de ocho. A veces Emilia jugaba con ellos aunque a la tía Claudia no le gustaba mucho verlos juntos. Clara tenía montones de muñecas y una casa enorme para todas ellas. Siempre que estaban solas se divertían mucho, pero luego aparecía Daniel burlándose de sus zapatos rotos o de ropa gastada, Clara se unía a su hermano, el momento de diversión terminaba y Emilia corría a refugiarse en los columpios; porque en casa de los tíos había un pequeño jardín con un par de columpios en los que podía mecerse hasta creerse capaz de terminar a mordidas con las nubes como si fueran un algodón de azúcar.

Cuando Emilia despertó ya era fácil contar los zapatos que aún se movían lentamente por el cuarto. Aún se escuchaban murmullos, pero las voces eran muy pocas y la niña estaba demasiado adormilada para tratar de identificar a los dueños de esas voces. Por un momento creyó escuchar la voz de su madre llamándola Caracolillo como hacía siempre que trataba de hacerla reír. Pero su madre no iba a volver, el tío Mario lo había dicho y ella no fue capaz de hacer preguntas porque cada vez que lo intentaba se sentía enferma del estómago.

Empezaba a sentirse cómoda bajo la mesa; tan cómoda que ya le parecía buena idea pasar la noche ahí mismo y cobijarse con el mantel. Justo cuando empezaba a tirar suavemente del mantel alguien jaló de su zapato y medio segundo después un rostro conocido apareció frente a ella, a unos cuantos centímetros del suelo.

—Es hora de irnos Caracolillo.

Quizás fue el hecho de que el tío usara ese término cariñoso para dirigirse a ella, quizás el saber que estaba a punto de dejar el hogar que había compartido con su madre a quien no volvería a abrazar jamás, tal vez fue que una pequeña parte en ella sabía que su vida estaba a punto de cambiar; probablemente fue todo eso combinado lo que hizo a Emilia llorar como nunca antes lo había hecho.

Sin saber exactamente cómo, en unos segundos se encontró rodeada por los brazos del tío y siguió llorando hasta quedarse dormida otra vez. Cuando volvió a despertar se encontró instalada en el cuartito de servicio de la casa de tío Mario; a través de una ventana con los cristales rotos pudo ver a sus primos jugar en los columpios y a su tía mirar con rencor hacia el sitio donde ella se encontraba.