Infanatoca
Si temi more regat
Impela sentra demon terra, terra nonive
Efamina dove tore
Infata dio re
Infa lati platsire.
Divano, Era.
1
UN PRÍNCIPE EN TIERRA DE ESCLAVOS
El edificio estaba hecho de acero, que sostenían las grandes ventanas de cristal reforzado por las cuales se veían las oficinas mejor amuebladas. Otras, en cubículos, se ubicaban al centro de las principales, dándole un aspecto de oficina común a causa de las paredes interiores que los separaban de la belleza del exterior. Acostumbrados a la luz del sol, algunos habían adaptado las ventanas para que se opacaran, como lentes de sol, en los días más calurosos y brillantes del año, como sucedía en aquéllos días de marzo.
Los asistentes, quienes ocupaban en su gran mayoría los cubículos, cruzaban veloces como flechas a través de las oficinas entregando paquetes, carpetas y café; algunos se entretenían en charlar con sus iguales hasta que un superior los descubría y los enviaba a hacer más encargos. Decían que el trabajo en ése centro de oficinal el trabajo jamás terminaba, y quizá tenían razón.
Uno de ellos cruzaba la puerta a gran velocidad, derrapando sobre el suelo recién pulido de la recepción; una atractiva mujer pelirroja que atendía le dirigió una mirada burlona y comentó:
-Tarde otra vez, Valerius. Esto no es la escuela secundaria para que llegues a esta hora y con ésa ropa.
La joven que se apellidaba Valerius se miró. No le parecía nada de malo su conjunto, quizá los jeans de mezclilla eran un poco atrevidos, pero eran de color oscuro.
-Lo siento, Diane. –se disculpó.
-Que no vuelva a pasar. Tienes tres paquetes para la sala ocho del piso veinticinco.
Nina Valerius, estudiante de medio tiempo y que trabajaba ahí por gracia de su tío, quien tenía una de las oficinas más grandes, tomó los paquetes y subió al primer ascensor disponible; apenas llegar al piso indicado echó a correr para entregar los paquetes y se encontró con un grupo de compañeros suyos que se desternillaban a carcajadas; intrigada, Nina se acercó.
-¡…Imagínense lo que debe pesar esa cosa! ¡Tener que traerla por aire!
-Nadie trae las cosas por aire, no es Supermán.
-¿Alguien lo ha visto? Dicen que es muy serio.
-Hola, chicos. –saludó la recién llegada.
-¡Hola Nina! –Charlie, uno de sus amigos más viejos la saludó efusivamente. Nina siempre había sospechado que le gustaba, pero ella no tenía gran interés en él.
-¿De qué hablan ahora? –preguntó Nina. –Se ven muy animados.
-El piso 66, ¿lo recuerdas, cierto? –le dijo John, otro de sus amigos.
-Ajá, el que dicen que estaba maldito y no recuerdo qué tanto más.
-Pues bien, alguien lo ha tomado.
-¡Imposible!
Hannah, una chica de bonito cabello rubio y rizado asintió con una sonrisa de desconcierto en la cara.
-Y parece que ha tirado la casa por la ventana. –explicó con su delicada voz de paloma. –Nadie ha visto en qué momento fue, pero dicen que los superiores que lo visitaron encontraron todo el piso amueblado… como un pequeño departamento.
-Un gran departamento. –aclaró John. –Hay artículos muy caros, dicen. Y cosas extrañas.
-Tal vez sea europeo. –comentó Charlie.
-Yo escuché al señor Jekyll decir que el hombre éste debe ser un noble. –dijo Hannah. –Quizá es un príncipe excéntrico o algo parecido.
-Hannah, ¿y qué príncipe sería tan tonto como para venir a encerrarse en este edificio de segunda?
-¡John! –dijo una voz furiosa. El director del piso, el señor Frey, sorprendió a los cuatro muchachos en la plática. –No quiero más chismorreos de preadolescentes histéricas, ¡a trabajar! Hannah, ve al piso once y pide que te comuniquen de mi parte a Exteriores.
-Sí, señor. –Hannah se escabulló entre la multitud, con su dorada cortina de rizos a sus espaldas.
-Charlie, vuelve a recepción y trae los paquetes del cubículo noventa y tres.
-A la orden.
-John, ya que tienes tantas ganas de platicar ve y llama al señor Charleston, no me importa cómo lo hagas, pero consígueme una cita directa con él.
-Como diga, señor.
-Excelente… -el hombre miró de reojo sobre su hombro. –Nina Valerius, no tan deprisa. –la joven quedó estática a la mitad de su silenciosa fuga. –Su infinita curiosidad me asquea y si por mí fuera usted no trabajaría aquí.
Nina esperó silenciosamente para escuchar la típica sentencia que Frey echaba sobre las cabezas de cualquier asistente que cometiera una infracción.
-Vuelva a la recepción por una carta y llévela al piso 66.
-¿Al piso 66? Pero señor…
-¿Qué, le tiene miedo a lo que se oculta ahí? ¡Ja! Es usted patética. –suspiró Frey con crueldad. -¡Vamos, aprisa!
Nina bajó de regreso a la recepción.
-Disculpen, una carta para el piso 66.
-Claro, Nina. –dijo Diane. Tomó un sobre que parecía estar hecho de pergamino, atado con un gracioso listón de color verde oscuro y (lo más raro de todo) con un sello de lacra de color similar, con la imagen de una gran serpiente rodeando una A mayúscula. Intrigada, tomó el sobre y lo examinó. Era delicado como una pluma, duro al tacto pero muy ligero; lo acercó a su nariz, y olfateó un perfume desconocido, una mezcla de pino y de frutas secas.
-Diane, ¿estás segura que éste es el sobre? –preguntó.
-¡Por supuesto que lo estoy! He trabajado quince años en este lugar y jamás me he equivocado.
-De acuerdo…
Nina, con el sobre en la mano, subió hasta el piso cuarenta. A esas alturas ya comenzaba a marearse, las alturas le provocaban asco por culpa de un incidente en una montaña rusa cuando ella tenía seis años; haciéndose la fuerte, tomó un segundo ascensor que la dejó en el piso 63. A partir de ahí, no había más ascensores.
-Maldita sea. –gruñó antes de dirigirse a las escaleras de emergencia. La razón de que en esos últimos pisos no existiera ningún ascensor era que, aquéllas oficinas habían pasado décadas desocupadas, y no se consideraban más útiles excepto porque sobre las ventanas de los pisos 64 y 65 estaban impresas las letras con el nombre del edificio.
Por fin, y luego de una penuria (las escaleras estaban algo peor que en mal estado), Nina llegó al piso 66.
Se topó con una gran puerta; el piso 66, como todos en las oficinas sabían, había sido clausurado en los años 80 luego de una serie de malos incidentes que dejaron el lugar con un estigma casi diabólico, por lo tanto el gigantesco espacio estaba completamente vacío, y la gran puerta era el único acceso que los constructores menos supersticiosos colocaron por si, algún día, alguien tomaba posesión del inmueble. La puerta era de roble barnizado, con un peculiar tono rojizo que contrastaba con lo dorado de la perilla, que a Nina se le antojó como salida de un cuento de hadas.
La joven estiró la mano y tomó la perilla; sintió una punzada eléctrica recorrerle el cuerpo justo cuando sus dedos rozaron el frío metal. Luego, dando un suspiro, cerró los ojos y giró la perilla. La puerta se abrió lentamente.
-¿Hola? –dijo suavemente, introduciendo la cabeza. –Lamento importunar pero tengo que entregarle una…
Su voz se extinguió. No podía creer lo que sus ojos veían.
El piso 66, antaño sólo un montón de escombro gris, estaba ricamente decorado con grandes tapices de color verde oscuro que colgaban de las paredes; en algunos de ellos se apreciaban escenas que parecían salidas de algún libro medieval, con unicornios y caballos voladores y doncellas de gran belleza. El suelo estaba cubierto por una rica alfombra en tonos otoñales, abarcando hasta donde la vista se perdía; al fondo se escuchaba el suave gorgoteo de una fuente de cantera negra, y más allá varios muebles, todos hechos de ébano hermosamente tallado; una mesa larga, una butaca junto a una chimenea (obviamente es falsa, pensó Nina), un diván de colchón verde esmeralda, y (lo más extraño, y que parecía comprobar la historia de Hannah) una cama, el único mueble que no estaba hecho de ébano, sino de alguna madera especialmente tersa y barnizada ricamente con pintura dorada. La cama tenía cuatro postes retorcidos como ramas de árbol, y de hecho sobre éstas había ramilletes de frutos rojos y hojas gruesas. Unas cortinas transparentes de color negro ocultaban el interior del lecho, y finalmente, en medio del piso, colgaba una araña exquisita de cristal y… (¿Eso es oro? Pensó Nina sorprendida) que despedía una suave luz dorada.
Nina se quedó en pie, debajo de la araña, apretando el sobre contra su pecho mientras recorría con la vista aquél extraño paraíso.
-Tal vez sí sea un príncipe… -susurró ella.
-Príncipe –dijo una voz a sus espaldas. –en mi propio reino.
Nina dio un respingo y dirigió su mirada a su espalda. Un hombre alto, pálido, de cabello negro peinado de una forma que a la joven se le antojaba muy extraña, vestido con un traje de negocios impecable y una larga bufanda verde, se presentó ante ella. Los ojos del desconocido se clavaron en los de Nina, y la joven sintió una especie de angustia nacerle en el pecho, como si aquéllos ojos (grandes y de color verde grisáceo, contrastando con los ojos de ella, de color chocolate) le estuvieran haciendo un rasguño profundo en lo más hondo de su corazón.
El hombre dejó de mirarla fijamente, y musitó con gran solemnidad:
-En el sitio que alguna vez fuera mi hogar, la nobleza no se medía por la sangre, sino por la fuerza y el valor de cada uno. Príncipe, como he dicho, pero no como tú lo imaginas.
Nina se sentía incapaz de hablar, y la mano con que sujetaba la carta temblaba. El "príncipe" preguntó:
-¿Por qué motivo has venido hasta este lugar?
-Yo… yo… -Nina le tendió el sobre. –Esto es de usted, creo.
Con sumo cuidado, el hombre tomó el sobre entre sus manos (Qué manos tan delgadas, parecen las de un enfermo, pensó Nina) y luego sonrió, una sonrisa que era todo menos alegre, una sonrisa cruel y fría que atemorizó aún más a la joven.
-Perfecto. –dijo. Mientras caminaba lentamente hasta su mesa, añadió: -Ya no requiero de tu presencia aquí, niña, te recomiendo que te retires ahora.
-Sí, señor.
Nina caminó lentamente y de espaldas hasta la puerta, y apenas cerrarla tras de sí echó a correr escaleras abajo, y no se detuvo hasta llegar al ascensor. Su corazón latía como un caballo de carreras desbocado, y las manos le temblaban.
-¡Por amor del cielo, Nina, cálmate! –pensaba mientras descendía de vuelta a la recepción, temerosa de volver al piso 66 otra vez. –No ha sido nada, sólo han sido tú y tus nervios… Dios, necesito una taza de café bien fuerte…
El "príncipe" abrió la carta sobre la mesa y se sentó en una butaca, con los dedos cruzados frente a él, sonriendo.
-Creí que habías tenido problemas, Encantadora.
Una voluta de luz verde y dorada surgió de la carta, acompañada por una hermosa voz de mujer.
-No fue fácil, mi señor. Aún lo creen en el Foso de las Almas, pero me ha costado gran trabajo hacérselos creer.
-Lo sospechaba. –se lamentó burlonamente. –Los humanos son más patéticos de lo que imaginé, débiles y crédulos. Tendré su control fácilmente, eso claro, antes de que mi adorado hermanito se dé cuenta de lo que pasa.
-Necesitará mucha ayuda, mi señor. –dijo la voz femenina. -¿Está seguro que no quiere que vaya a su lado?
-Eso me arruinaría el plan, Encantadora. –protestó. –Si tú desapareces te seguirán, darán conmigo y entonces adiós plan. Y si logro escaparme, ten por seguro que tú serás la primera que lo lamente.
-Comprendo, mi señor. Pero debe saber que en Asgaard todos están muy… preocupados por su marcha.
-¿En serio? ¿Y cuál es el motivo?
-Una profecía. –dijo la voz con cierto tono de burla. –Piensan que la profecía es de verdad y que usted, ya que no hay ningún otro asgardiano fuera de la ciudad, será quien provoque la peor tragedia jamás conocida en los Nueve Reinos.
-¿Te refieres acaso a…?
-Sí. Al Ragnarok.
El hombre sonrió satisfecho.
-Qué ironía, me enviaron al Foso de las Almas para asegurarme que no hiciera daño alguno, y ahora temen que yo provoque el Ragnarok sin siquiera salir de mi supuesto castigo actual. ¿No es de lo más divertido?
-Y debería escuchar el resto de la profecía, mi señor. Dice que usted cometerá un acto que obligará a Asgaard a enviar sus tropas al mundo de los humanos, y que entonces…
-¿Sí, entonces?
-Nada. Es todo lo que logré escuchar. Supongo que su plan será ése acto que estallará en guerra de mundos.
-Probablemente. –contestó distraídamente. –Debo irme ahora, mi Encantadora, pero mantenme informado de todo lo que hayas escuchado.
-Así lo haré, mi señor. –la luz se extinguió y el sobre estalló misteriosamente en llamas hasta reducirse a cenizas. El "príncipe" se levantó de su asiento y caminó hasta los grandes cristales que aún permanecían libres de la mezcla que los constructores colocaron cuando clausuraron aquél piso, y sonrió.
-Prepárense, criaturas. –dijo, mirando el vaivén a sus pies de las multitudes humanas. –Pronto, muy pronto, esclavizaré éste mundo y tomaré el poder de sus entrañas… entonces, ¿quién se atreverá a hacerme frente?
Alzó los brazos, mirando su reflejo en el cristal, y gritó alegremente:
-¡Todos inclínense ante el gran Loki!
Su voz estalló en carcajadas terribles, mientras miraba todavía el exterior de aquél mundo que planeaba conquistar.