Epílogo


Desde hacía tres años, en aquel edificio de departamentos en la ciudad de Nueva York, los nombres a los que más temía el dueño del edificio era el de los ocupantes del quinto piso, columna B: Less y Nega Noir. Con el tiempo las personas se iban o se trasladaban a otro piso antes de hacerlo, con una velocidad y frecuencia que en un principio el casero no tenía idea de por qué sucedía. Siempre había recibido por lo menos dos o tres quejas sobre las causas más diversas en el transcurso de una semana, pero en el momento en que dejó entrar a ese par las únicas que escuchaba eran acerca de ellos. Más que nada eran por los ruidos violentos que se escuchaban a cualquier hora de la noche. Una señora mayor se refirió a ellos como "una completa aberración." Las amenazas de "o hace algo o me largo de aquí" comenzaron a llegar a los tres meses.

Intentó manejarlo como si fuera cualquier otro residente molesto. Subió las escaleras un día en que sabía que los dos jóvenes estarían adentro y tocó a su puerta. Sería una de las peores experiencias que tendría en su vida. No sólo por la impresión de furia que le dio el del pelo negro cuando le anunció que debería pedirle que se fuera si continuaba molestando a las personas. Esos rojos podrían haber helado a cualquiera, sin tener la menor idea de si eran el producto de lentillas o alguna especie de mutación genética como las que hacen ver a un ojo azul y al otro verde. Pero de todos modos permaneció incólume y fue firme al respecto. Le invitaron a cenar, sorpresivamente. Compartieron una pizza que ya estaba servida y, como si nada, ellos le hicieron saber que sabían todo acerca de sus amoríos con una viuda de la esquina. Lo comentaron entre sí espontáneamente, igual que si no estuviera ahí, y sus risas al mencionar fotografías le hicieron perder todo color en el rostro. Siguieron burlándose de él y de todos los secretos de su vida hasta el punto en que cuando finalmente lo despidieron, aturdido y atemorizado, supo captar que si intentaba echarlos lo pagaría demasiado caro. Su único consuelo consistiría en la paga excesiva que le entregaban a tiempo a fin de mes.

Así que los dejó y se preparó para hacer frente a los descontentos. Sólo que estos jamás aparecieron. Fue entonces que las maletas y cajas de mudanzas empezaron a ser las imágenes más comunes en el vestíbulo. Incluso los nuevos aprendían rápidamente a callarse sus impresiones. El casero no sabía cómo era posible pero de ningún modo tenía intenciones de averiguarlo.

¿Y cómo eran estos problemáticos jóvenes que causaban tantas ojeras y palidez en los rostros de quienes no podían permitirse irse a otro sitio pronto? Desde el mismo inicio le parecieron excéntricos. Ninguno de los dos podía tener más de 20 y tantos de años, pero uno de ellos ya tenía el pelo blanco, largo y recogido en una coleta bajo la nuca. Con él fue el que habló durante toda la entrevista mientras el otro permanecía esperando en el vestíbulo. Él lo vio de reojo por la vidrio de la puerta en su oficina y de antemano se dijo que era otro gótico intentando actuar como un vampiro. El pobre ingenuo había ido al extremo de ponerse colmillos que exhibía al expulsar el humo del cigarrillo que tenía entre los dedos. Las orejas en punta eran algo más curiosas pero en el momento le restó importancia. Se concentró en su interlocutor, evaluándolo. Éste, pese al cabello, parecía más normal. Pálido y ojos verdes, con un par de incisivos blancos saliéndole de la boca. Brazos fuertes que abultaban las mangas de su simple camiseta azul, tatuados con motivos de dragones chinos pintados en blanco y negro.

Hablaba francamente e incluso se tomó el trabajo de bromear con él. Le dijo claramente y de una que la razón por la que él y Nega (es decir, el intento de vampiro afuera) compartían apellido era porque habían sido criados desde niños por una misma familia con la que actualmente no tenían ningún interés por ponerse en contacto. Él se había figurado que serían primos, pues las caras eran casi iguales, pero aceptó esa explicación. Había oído antes que la gente que vivía mucho tiempo junta llegaba a tener cierto parecido físico. El del pelo blanco, Less, era creador de videojuegos y su amigo instructor de kickboxing en un gimnasio en el centro.

—Le encanta promover la agresividad en otros —comentó el joven, esbozando una sonrisa que decía "así es, qué se le va a hacer."

Él se había reído, sin tener idea de que no se trataba de una broma inocente, y Less lo acompañó al cabo de unos segundos. Al final se quedó con la impresión de que era un buen chico y que la frialdad que le pareció ver en el fondo de sus ojos había sido pura ilusión. Saliendo, Less se reunió con el otro y alcanzó a ver cómo le quitaba el cigarrillo para llevárselo a sus propios labios. Exhaló un humillo blanco mientras le enviaba un gesto de despedida. El otro no hizo más que seguirle, sin dirigirle una mirada siquiera. Sin duda, por lo menos ese, era extraño pero uno podía olvidarse de detalles de esa índole cuando el dinero en efectivo que le entregaban superaban con creces el requerido.

—Tómelo, es para usted —le dijo Less la primera vez que se lo hizo ver.

Le tomaría su tiempo darse cuenta de que la sonrisa y el brillo de sus ojos era burla hacia él. Burla porque nunca insistía demasiado en devolverle o por su ingenuidad al no captar que se lo entregaban para que cerrara la boca respecto a ellos. Como sea que fuera, se quedaron.

Una noche tuvo que subir hasta su piso para encargarse de una bombilla fundida en el pasillo. Lo había estado posponiendo durante todo el día y, por fin, a esas horas de la madrugada fue que encontró tiempo para subir las escaleras y reemplazarla. Pasada la medianoche, escuchó lo mismo que oían todos los residentes por la noche. Gritos, horribles, desgarradores, ensordecedores, saliendo claramente de aquella puerta y de aquellas paredes. Parecía que todo un ejército estaba siendo fusilado en el campo de batalla o que una docena estaban siendo sumergidas en ácido. Ningún sonido así podría haber salido ni siquiera de una casa embrujada. Habría espantado a demasiadas personas para tener ganancias. Lo único que aliviaba (y eso pasado el tremendo primer ataque cardiaco) era que sin duda provenía de un aparato digital. Tenía que ser así, porque entre los sonidos humanos se escuchaban rugidos de bestias imposibles de identificar.

Creyó, todavía inocente, que los jóvenes no se daban cuenta del volumen de la película que estaban viendo o que, a lo mejor, esa era su forma de vengarse de algún vecino que les incordiara. Había estado el suficiente tiempo en el negocio para saber que cualquiera de las dos explicaciones era perfectamente plausible. Tocó a la puerta, dispuesto a devolver el orden. Empezaba a creer que no alcanzaban a oírle y debería buscar la llave maestra, cuando la puerta se abrió revelando al otro, el raro, Nega.

Un completamente desnudo Nega, con un cigarrillo colgándole al final de la boca. El pelo negro le colgaba desordenado frente al rostro, dándole un descarado aire de "acabo de salir de la cama y no estaba durmiendo." Él se quedó todavía más anonadado (no era la primera persona en el mundo que lo recibía así y no sería la última) por los músculos trabajados que se ocultaban debajo de ese traje gótico. Sí, sin duda uno podía creerse que estaba habituado al ejercicio. Pensó fugazmente que si hubiera tenido un cuerpo como aquel lo menos que habría hecho sería cubrirlo con oscuras gabardinas. El otro, como sin darle importancia, se apartó unos mechones oscuros y lo miró con patente fastidio.

—¿Qué? —pronunció, sosteniendo el cigarrillo con los dientes.

No parecía afectarle el ruido que venía desde dentro, el cual continuaba impunemente.

—El volumen está un poco alto, ¿no cree? Hay gente en este edificio que intentará dormir.

—¿Y?

—Escúcheme, voy a tener que pedirle que apague o se modere un poco con esa cosa que tengan. Están perturbando a la gente.

—Yo no he oído ninguna queja —dijo Nega, sonriendo de medio lado—. ¿Usted sí?

—Varias, en varias ocasiones. He hablado con su hermano antes y me dijo que se encargaría de resolverlo.

—¿Mi hermano? —se extrañó por un momento el otro y entonces sonrió de nuevo—. Ah, sí. En ese caso no habrá problema, señor. Nos encargaremos del inconveniente ahora. Que tenga buenas noches.

Entonces le cerró la puerta en las narices. Él alzó su mano para llamar de nuevo, pero de pronto el silencio inundó el pasillo. Lo que sea que hubieran tenido encendido estaba apagado. Por esa noche se sintió satisfecho. Siguió recibiendo en espaciadas ocasiones comentarios de los residentes acerca de esa molestia pero, por lo que a sus oídos respectaba, jamás volvieron a espantarle de ese modo.

Tal vez se dieron cuenta de que ya tendría demasiado con lo que asustarse.

Ese día Nega terminó su turno en el gimnasio temprano por un problema con las luces. Se cambió, guardó los utensilios usados para cortar los cables y se dirigió caminando a casa como acostumbraba. Eran una docena de calles repletas de viviendas, puestos de comida y revistas. En una esquina un par de chicos vestidos como payasos en amarillo y rojo repartían publicidad para el nuevo restaurante de comida rápida que se había abierto. Uno de ellos extendió la mano para entregarle la hoja, pero ni siquiera lo miró.

Subió las escaleras acompañado del sonido de sus botas contra el suelo y la puerta del departamento se abrió para él en cuanto tocó el picaporte, sin necesidad de llaves. Desde el primer día era así y a la que les entregaron las habían hecho desaparecer nada más perder de vista al casero. Sólo era posible entrar con invitación, no tanto por cuestiones de seguridad como para que las habitaciones tuvieran tiempo de cambiar de apariencia.

Para cualquier otro que las viera, tenían el mismo tamaño y distribución que cualquier otra vivienda en el edificio. Veían un cuadro insulso comprado en un mercado de pulgas y un simple bol de frutas en la mesa del comedor—sala de estar. El bol era lo único que permanecía igual cuando Nega entró. Los espacios habían sido ampliados, las paredes pintadas y decoradas con imágenes de bandas de rock o películas de terror antiguas. Nada gótico, de época o siquiera parecido a lo que había en el castillo de Anti Cosmo. Es más, si hubiera que adivinar, cualquier creería que había sido un adolescente de 13 años. Ni un rastro de negro o de un azul demasiado oscuro. Sólo la ropa de Nega.

Agarró una manzana del bol y se dirigió al estudio, donde Less (anteriormente conocido como Timmy) estaría trabajando aún en el último nivel del videojuego que estaba diseñando. El hecho de que no hubiera abierto las cortinas en el salón, llenándolo de la luz del sol, era la prueba más evidente. La puerta estaba abierta. Se quedó a esperar, contemplándolo a la luz de las pantallas.

Eran tres enormes computadoras con las que Less intentaba ver desde todos los ángulos lo que parecía ser un monstruo deforme de ocho cabezas, frac y monóculo lanza rayos al frente del rostro del rostro principal. Llegado a ese punto el héroe, un huérfano llegado por un portal bidimensional, tenía que matar al monstruo para volver a casa. Su único aliado se llamaba Shadow y se trataba de su propia sombra, pero éste nada más podía despistar al monstruo cubriendo el monóculo con su oscuro cuerpo. Ese vendría siendo el quinto juego de una serie de aventuras grotescas y oscuras que siempre giraban en torno de niños buscando la manera de volver a casa o al menos de salir donde estaban. Eran increíblemente populares y el dinero ganado por las regalías les habría bastado para vivir en una casa propia, piscina incluida. Pero el placer de atormentar a todos los que tenían la desgracia de vivir cerca de ellos no lo hubiera cambiado por nada.

Los dedos de Less iban rápidamente sobre el teclado, perfeccionando números que sólo él podía entender gracias a la magia de Bruce. La lámpara del genio yacía en su propio estante cerca del escritorio, por si Less necesitaba desear algo mientras trabajara. El propio genio, en su forma usual, flotaba en el aire mientras leía el periódico del día. Daba igual que pudiera conjurarlo por su cuenta, el genio insistía en ir hasta la esquina para comprarlo directamente del puesto a dos calles de casa desde que descubrió, por accidente, que la madre del dueño tenía una enfermedad incurable cuya cura no podía permitirse. La curó con un chasquido de dedos y, además, le dejaba dos veces el precio de los diarios que recogía sin que se diera cuenta.

Al entrar, sólo él lo vio y le envió una sonrisa de cordial bienvenida.

—Buenos días, señor.

Less escuchó el sonido y se volteó en la silla. Los lentes casi le habían llegado a la punta de la nariz. Se los corrió al tiempo que consultaba su reloj, sorprendido.

—Hola. Volviste pronto.

—Problemas técnicos —acotó Nega, masticando la manzana—. ¿Cómo va el trabajo?

—Trancado —respondió Less, regresando a su posición de antes. Señaló la pantalla con el monstruo irguiéndose amenazador—. No tengo idea de cómo matarlo. Ya usé bombas de ácido, cuchillas, balas de plata y simples golpes en los demás finales. Tengo que buscar un nuevo método para éste —Quitó unos mechones blancos de su frente y suspiró—. Es más difícil ser original con cada juego que pasa. ¿Alguna idea?

Less se negaba a pedirle inspiración a Bruce por medio de sus deseos. Quería ser inventivo por su cuenta. Pero siempre estaba dispuesto a escuchar las sugerencias que Nega pudiera darle. "No es lo mismo", decía. "Es casi como si estuviera hablando conmigo mismo."

Nega recordó la presión de los cables contra las pinzas.

—Podría cortarle las venas —dijo, pensativo—. Y su corazón hallarse bajo sus pies, así sólo tendría que pasarle debajo con una navaja cada vez que caminara.

—Mmm. Puede ser. La navaja podría habérsela quitado al monstruo mano de tijera —Less anotó rápidamente la idea en un archivo de Word, abierto para esos momentos. Una vez acabada la nota, apagó todas las pantallas. La cara del héroe (pequeño, esmirriado y de pelo negro por culpa de un hechizo) desapareció con un ligero siseo. Less se levantó de la silla, haciendo crujir los huesos de sus brazos—. Diablos, estoy molido. ¿Tienes hambre?

Nega asintió, hincándole el diente de nuevo a la fruta. Había estropeado las cosas en el gimnasio precisamente para poder tener un almuerzo tranquilo.

—Hay un nuevo McDonald's en el centro —dijo Less. Se subió los lentes hasta el nacimiento del cabello y se frotó los ojos—. Necesito estirar las piernas y creo que se me antoja una hamburguesa. ¿Qué dices?

Nega no respondió de inmediato. No le gustaban las multitudes y la inauguración de un restaurante de una enorme cadena sin duda iba a atraer a un montón de personas. Less lo sabía, así que agregó:

—Puedes envenenar a un par de personas. Pero sólo a un par y si se sientan lejos de nosotros. No quiero que escupan o vomiten encima de nuestra comida.

—Disculpen, Amos, pero no me parece correcto... —intentó aducir un consternado Bruce, pero Nega lo cortó.

—De acuerdo.

El genio cerró la boca, frustrado pero resignado. Había que admirar su intento de corregir al par de jóvenes a los cuales les tocó servir, por muy poco que sirvieran sus palabras y lo mucho que éstos le ignoraran. Less tomó la lámpara en sus manos.

—Deseo que sea tan pequeña que me quepa en la mano —dijo.

Se había vuelto costumbre hacerlo cada vez que el del pelo blanco salía, de modo que nunca tuviera al genio demasiado lejos. Bruce chasqueó los dedos y la lámpara se encogió hasta adoptar el tamaño de un simple dije. Por el asa colgaba una cadena que se puso al cuello.

—Un deseo más y los tres se habrán acabado —informó el genio.

También era parte de un deseo que les informara al respecto antes de acabarse los permitidos. El genio sabía que ese sólo era otro modo de alargar su servidumbre, pero nunca se quejaba pues consideraba su deber. Todos sus dueños anteriores lo perdieron al morirse de viejos o cuando, de casualidad, perdieron la lámpara.

—Entonces deseo seis deseos más —dijo Less, pasando la coleta por encima del collar.

Chasquido de dedos.

Una de las muchas ventajas de contar en un genio era que no tenían que esperar en las filas, afanarse buscando lugares libres ni preocuparse por el dinero. Por eso ellos se encontraron con sus órdenes listas, los traseros acomodados y la cuenta pagada en menos de cinco minutos, a pesar de que al salir de casa ninguno tenía un centavo en los bolsillos. Las voces de las miles de personas reunidas hacían una especie de zumbido en el amplio salón comedor. Justo en la mesa de al lado un par de adolescentes estaban teniendo lo que parecía su primera cita. La chica le daba de comer al chico papa por papa y se reía sin ninguna razón, embelesada.

Nega señaló una mesa casi al otro lado donde ellos estaban, donde un par de amigos acababan de tomar asiento cargando con sus bandejas de plásticos.

—¿Qué tal ellos?

Less, hamburguesa en alto, vio que, en efecto, estaban muy apartados de sí.

—Bien, adelante —aceptó, encogiéndose de hombros.

Nega acercó el collar con la lámpara a sus labios y murmuró unas palabras.

—No me siento cómodo cumpliendo eso —reafirmó Bruce por cuarta vez desde el interior de su reducida casa.

De todos modos tenía que obedecer y sólo ellos dos pudieron escucharlo cumplirlo. Unos segundos más tarde uno de los amigos comenzó a toses incontrolablemente. Su estómago se contraía cada, emitiendo sonidos de auto viejo negándose a arrancar. Su compañero, preocupado, quiso saber qué le pasaba pero antes de poder pronunciar alguna palabra frunció los labios, la cara verde. El pecho se le agitó, como si alguien le hubiera golpeado en la espalda, y dejó caer sobre la mesa un vómito negro semejante al alquitrán. Unas voces alarmadas lanzaron gritos y por efecto dominó el pánico se extendió, aunque muchos no hubieran notado nada antes.

—¿Qué tienen? —preguntaron algunos.

Familias con hijos pequeños arrancaron sus personas de los asientos y salieron corriendo por la puerta. Otros, solitarios, los siguieron.

—¿Qué sucede? —preguntó la chica de la cita.

Ni ella ni su novio parecían entender qué diablos sucedía.

Nega miró a Less y le guiñó un ojo, cómplice.

—Un par de chicos se enfermaron —informó, con el ceño ligeramente fruncido en preocupación—. Tosen y vomitan —Se levantó de la silla para ver mejor—. Parece la enfermedad de la vaca loca. Reconozco los síntomas.

La cara de la chica se puso blanca al ver las cajas de las hamburguesas que acababan de comer.

—¿Qué síntomas? —preguntó el chico, abriendo mucho los ojos.

Esta vez Less decidió intervenir.

—Son fáciles de reconocer. Primero son manos sudorosas, bochorno y ritmo cardiaco acelerado —indicó, a sabiendas que más bien describía los síntomas del enamoramiento—. Luego vienen los vómitos y, si este es muy nocivo, toses incontrolables al deshacerse la laringe por los ácidos estomacales. Es una terrible agonía que finalmente lleva a la muerte.

No tenía la menor si algo de lo que decía tenía sentido, pero los adolescentes tenían menos idea aun y por eso les pareció muy lógico escucharlo. El chico miró con horror los saquitos de ketchup usados, las servilletas manchadas y puso rostro de querer vomitar. Se irguió de golpe, enviando la silla al suelo, y salió echando los pies en polvorosa con una mano sobre la boca. La chica permaneció en su sitio, contemplando el mismo espectáculo, la mirada perdida.

—¿No vas a ir con tu novio? —preguntó Nega, fingiendo delicadeza.

La cara de la chica subió hasta él como si fuera un vagabundo exhibiéndose en la calle.

—¿Ir con él? —repitió, aturdida—. ¡Yo quería ir a por una pizza!

Entonces se echó a llorar. Un hombre muy obeso que estaba no había podido evitar oírles y pareció que el sollozo de la joven era la señal que estaba esperando para anunciar:

—¡Es la enfermedad de la vaca loca! ¡La carne está contaminada!

Fue el toque ideal para un almuerzo entretenido. Para cuando Less y Nega abandonaron el restaurante, alguien ya había lanzado una silla contra los vidrios de las ventanas. Las personas que no lograban escapar por las puertas principales debido al amontonamiento saltaban por ahí, dándose contra el suelo y luego largándose en corrida desesperada. Lo más sensatos se habían detenido en las acercas y se metían los dedos por la garganta, tratando a inducir el vómito que los librara del germen.

Ellos continuaron hablando de lo ocurrido hasta la noche, cuando volvieron a ver en las noticias las imágenes de la policía tratando de imponer algo de orden. Detrás de la barricada había una ambulancia destinada a llevarse a los enfermos envenenados y quienes hubieran resultado heridos cuando se desató la locura. Estaban en su cama al nivel del suelo en su cuarto remodelado. La pantalla plana les mostraba en alta definición los restos de vidrio desperdigados, las sillas rotas y el restaurante vacío. Los reporteros decían que por lo menos dos docenas de personas habían sido infectadas con carne en mal estado y el dueño del establecimiento podría enfrentarse a una demanda millonaria. Los micrófonos se pasaban a los damnificados, muchos de los cuales lloraban o se indignaban por semejante descuido.

Less vio que Nega estaba contento con los resultados de su pequeña broma, así que él también se sintió satisfecho como si hubiera sido su idea.

—De vez en cuando un poco de histeria colectiva no viene mal, ¿no?

—Ya era hora de algo así —comentó Nega, afianzando el agarre en su cintura.

Las ropas se les habían ido hacía mucho rato, después de que Less usara la idea del otro para acabar con el juego. La casa de Bruce ocupaba su lugar en un estante cerca de ellos, al lado del despertador y una lámpara eléctrica. Ellos no lo oían, pero ya sonaban los gritos de dolor que iban a ennegrecer aun más las bolsas de varias personas.

—Casi no puedo creerlo —se maravilló Less—. Actuaban como locos.

—La locura no tiene que ser algo malo. Míranos a nosotros. Nos alegremos de que haber causado un desastre y estuvimos de acuerdo a envenenar inocentes —dijo Nega, risueño. Lo que era ser risueño para él era agitarse un poco y no para de sonreír—. Pregúntale a cualquier persona normal y te dirá que nosotros somos los locos.

Less sonrió y se recostó contra él. Obviamente tenía razón. Para el resto del mundo ellos dos serían un par de dementes. Pero al menos no estaban solos y eso era lo que le importaba. Además Less sabía que estaban mejor que esos que se dormían en cada esquina sobre sus propios orines y sólo mendigan para conseguirse la botella de la noche, que aquello que hablaban sin dirigirse a nadie o andaban acuchillando a cualquier cosa que se moviera en cada callejón. La suya era una locura mucho más civilizada y tranquila. Podrían haber terminado peor. Él sobretodo estuvo a punto de hacerlo, de perderse igual o peor que ellos, pero no fue así.

Todo gracias a que Anti Cosmo le encontró el compañero de juegos ideal.


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