Estoy de vuelta, y espero actualizar pronto, porque esta historia aún no la tengo terminada. A ver en qué para esto...
Gracias por leer y comentar.
Copyright a Kurumada por sus personajes, y a la literatura por sus autores...
1.- Piscis
Un personaje cuya belleza encierre peligro… ¿Cómo?... Ah, sí, y sus ataques deberán tomar desprevenidos a sus enemigos. ¿Algo bello y poderoso que parezca inofensivo?… ¿Una flor?… Por aquí leí algo que me puede servir… A ver… ¡Una rosa, sí! ¡Sus espinas arrancan sangre!... Eso es, bien…
El dibujante deja a un lado su libro y agradece el golpe de inspiración. Toca el papel con un lápiz y ensaya los primeros trazos cuando sus pensamientos, bajando la voz para no interrumpirlo, posan la mirada en la mitad de un rostro con rasgos femeninos.
Es tiempo de hacer guardia. Luego de extender un manto de Rosas Diabólicas entre la decimosegunda casa y las habitaciones del Patriarca, el caballero de Piscis camina por el pasillo central hasta la entrada. Los pilares, la luz del día, convierten las baldosas de su templo en una especie de tablero de ajedrez. Arriba, el cielo seco; las lluvias aún están a medio año de distancia. Un viento suave.
Casi afuera, Afrodita se acomoda el cabello. Deberá desenredarlo después de cumplir sus deberes; el caballero más hermoso de los ochenta y ocho no puede tener una maraña en la cabeza. La entrada. Unos cuantos parpadeos, la claridad repentina le golpea los ojos. Nada, el sendero desde Acuario parece un desierto.
–Sólo faltan arbustos rodantes y tonadas de armónica–, piensa mientras el viento vuelve a sacudir su cabello.
Sentado en la escalera, observa los reflejos del sol en su armadura. El día bruñe el oro, destinado a los más poderosos entre los servidores de la diosa. El caballero sonríe; después de todo sí es agradable vigilar un poco el Santuario, por el momento vacío de amenazas.
La tarde y el perfume de sus rosas, junto al aburrimiento de las tres, al fin logran arrancar a Afrodita más de un bostezo. Aprieta los párpados, se estira, voltea hacia el templo de Piscis. Le gustaría escuchar pisadas, alguna orden del patriarca, quizá.
Vuelve a cerrar los ojos, esta vez con suavidad, manteniéndolos así unos instantes. Se forman libélulas rojizas en esa oscuridad sólo suya. Al abrirlos está acodado en una mesa, junto a la ventana. Frente a él hay otro rostro desconcertado. Cabellos azules y largos, un traje oscuro semejante al que viste él. ¿Y su armadura?
Cuando intenta preguntar qué pasa, quién es y qué hacen ahí, de sus labios sale un lamento por no tener ni una sola rosa roja.
El escritor vuelve a leer. Enarca las cejas, suspira, da vueltas al manuscrito. No, ese cuento no estaba así en la tarde. Y deberá llevarlo con el editor antes del mediodía de mañana. Seguro es una de las versiones anteriores, aunque no recuerda a más de una persona en esa habitación de estudiantes.
Con esas pocas hojas en mano se dirige a su estudio. Sus pasos retumban en el segundo piso, el escritor es un hombre alto y robusto, y la madera del suelo está llena de quejas y ecos.
Sobre el escritorio, cundido de libros abiertos y páginas a la mitad, desorden ordenado, encuentra una tarjeta de visita: lord Alfred Douglas. Y sonríe. Y se pasa los dedos entre sus cabellos un poco largos, ondulados, castaños. Se ha olvidado de la pareja de estudiantes, de la rosa roja que necesitan.
–¡Pero si prometió que bailaría conmigo en la fiesta del Príncipe si le llevo una rosa roja!–, grita Albafika. –¿Qué, acaso necesitas la rosa para lo mismo?
Afrodita mira un rostro fruncido, como el suyo. El joven de enfrente se le parece tanto. El caballero de Piscis se levanta de golpe, un puñetazo a la mesa antes de rodearla, de estrujar las solapas del otro. Afuera, el invierno, la casi noche.
–No; ella va a ir conmigo, me lo aseguró. ¿Cómo es que te dijo lo mismo? ¿Te atreviste a forzarla?
–¿A quién?– Albafika se deshace de los puños de Afrodita y alisa su chaqueta.
–Pues… a ella… por la que te estás peleando, ¿no?–, responde, mientras observa la habitación, vacía de no ser por esa mesa, una cama individual, un librero polvoso y un enorme ropero.
–Yo no estoy peleando, tú empezaste con lo de la rosa…– Albafika se cruza de brazos.
–¿Quién eres? –pregunta Afrodita.
Albafika busca en sus recuerdos una y otra vez. Se trata de una respuesta para algo sencillo, algo que debería saber incluso desde antes de aprender a decir "maestro". Decide defenderse con un escudo similar.
–¿Y tú? Además, ¿qué haces aquí? Yo llegué primero.
–¡Pero yo pregunté antes!–, dice Afrodita.
Los dos caballeros se miran como delante de un espejo. Más allá de la ventana la noche está completa. Un aleteo que ninguno alcanza a escuchar por dirigirse al ropero.
–Podrías pedirle ayuda al Patriarca y comprarte algo nuevo, ¿por qué estas fachas?–, pregunta Afrodita. Una sonrisa chueca al tiempo de sostener una camisa con los puños muy gastados. –O qué, ¿hiciste votos de pobreza? Si así piensas llevarla a ese baile debería darte pena.
Albafika lo ignora, distraído con los volúmenes que ocupan el librero. Los lomos gruesos, verdes y azules.
–¿Cuándo le pedí esos libros a Degel?
–¿A quién?
–El guardián de Acuario.
–¿Camus?
Albafika no alcanza a preguntar quién es Camus. La puerta de la habitación se abre para dar paso a un muchacho castaño que se derrumba en una silla y como antes ellos, termina acodado sobre la mesa. Los dos caballeros, ocultos entre camisas escasas, pantalones y abrigos, dentro del ropero, escuchan su llanto, la desgracia de no contar con una sola rosa roja.
Por la tarde, el dibujante se encuentra con una rosa a media página. Un pájaro pequeño parece agitar las alas muy cerca del tallo. ¿Y el boceto del caballero de Piscis? Debe estar por ahí, en el desorden de su mesa.
El escritor revisa los manuscritos anteriores, sus correcciones a mano. Todos son diferentes a como los recordaba.
–¿Y esos dos ocultos? No se supone que haya bandidos cerca del estudiante. De hecho él no posee nada que un ladrón ambicione.
–Ahorita le voy a dar yo su rosa a ese… Déjame… ¡Que me sueltes!
Albafika toma a Afrodita por ambos brazos, le tapa la boca. –Cállate. ¿Quieres que nos descubran?
El antiguo dueño de la armadura dorada empieza a recobrar sus recuerdos, libre al fin de la especie de inercia que lo atacó por encontrarse de repente en un libreto no escrito para él. Y recuerda su nombre, su título:
–Soy el caballero de Piscis. Me llamo Albafika.
De pronto algo le preocupa.
Afrodita deja de forcejear ante sus palabras. –Yo también uso una armadura…–, dice, se interrumpe. Recuerda poco más: las columnas, el suelo, un camino de pétalos y espinas. –Podría darle una rosa… Parece que la necesita más que nosotros.
–No, nos creerá ladrones; es mejor esperar y salir de aquí en cuanto se duerma.
Afrodita asiente. –No estamos en el Santuario, ¿o sí?
Albafika dice no con la cabeza, se mira las manos. No creo, murmura. O ese muchacho no habría entrado así nada más, piensa. Pronto al otro lado de la puerta el silencio aparenta ser total. Ambos caballeros se asoman. El ropero rechina un poco, hace que el muchacho se reacomode en el hueco que formó con sus brazos. Dormita en la mesa. Aún llora, como en el jardín
Afrodita y Albafika dan pocos pasos en dirección a la salida cuando una voz con remanentes de adolescencia los detiene.
–¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí? ¿La portera los dejó entrar?
El muchacho. Los caballeros se miran uno al otro. A Afrodita le gustaría tener la capacidad de borrar memorias que Shaka guarda en algunas de sus palabras: Olvidarás mi rostro, olvidarás mi nombre, olvidarás este encuentro.
–¡Rosas Diabólicas Reales!–, grita en cambio. Los brazos extendidos, tensos. En posición de ataque.
El inquilino de la habitación se acerca a sus manos vacías, inofensivas.
–¿Usted puede conseguirme una rosa? De no obsequiarle una, estaré viéndola mientras baila con otros y me ignora. Por favor, necesito una rosa para mañana; tiene que ser roja.
Silencio. Al fin una respuesta apenas audible.
–En teoría, sí.
Albafika va a reírse cuando recuerda que su técnica de ataque también consiste en rosas. ¿Y si tampoco él es capaz de convocar una? Tal vez por eso no hirió a Afrodita cuando lo detuvo.
...continuará...
P.D. Me tomé una licencia de tres años para dar una pista de la identidad del escritor, ¿ya saben quién es? ¿De qué cuento se trata? (¡No lo digan!)