—Ambos venimos de la biblioteca, pero no supe que estabas allí hasta que te vi salir.


Cómo hacer que alguien importe.
No lo haces, sólo pasa.


Se llamaba Charles Francis Xavier y también vivía en Manhattan, en un departamento modesto que le quedaba perfecto para tomar el autobús hacia la universidad. Sus compañeros del Club de Amigos de la Genética decían que era un muchacho amable, muy inteligente, con su nombre en el cuadro de honor durante varios periodos seguidos. Sus compañeros de curso lo definían como una amigable rata de laboratorio; por otro lado, las chicas decían que pocas veces en su vida vieron una rata de laboratorio que flirteara igual que él, además «cuando lo miras directo a los ojos mientras te invita a tomar algo, sabes que estás perdida e irás con él».

Información que Erik había conseguido la semana antes de que comenzaran oficialmente las vacaciones de invierno para los estudiantes. Basándose en eso y algunos supuestos, construyó un bosquejo de Charles. No estaba seguro de si iba a ser de mucha ayuda, pero la experiencia le enseñó que había que estar preparado y al tanto de todo para evitar incidentes indeseados, por ejemplo el día negro en el que sus planes de asesinato en silencio y discreción se fueron por el retrete.

La familia de Charles —Charles, sólo eso, nunca Charlie ni nada por el estilo porque a él no le gustaba— estaba haciendo el papeleo para mudarse a la majestuosa propiedad Xavier, pero por el momento decidió mantenerse al margen de toda la batahola familiar y comenzar a estudiar. Antes de eso vivía con su madre, una viuda que hacía unos meses se volvió a casar con el amigo de su difunto esposo, un tal Kurt Marko. Por alguna razón Kurt no quería que la madre de Charles le pasara demasiado dinero a este y poco a poco fue reduciendo los números casi a nada. Uno de los profesores adoradores de Charles le comentó que un tal «señor Johnson» necesitaba a alguien joven y en condiciones de poder ayudarlo al menos durante las vacaciones de invierno.

Seguramente él podría pagarle más que bien, sobre todo porque contaba con lo que había robado a los judíos durante años.

—¿Nadie te contó de eso, Charlie? ¿Nadie te dijo que estás cuidando a un maldito asesino como si se tratara de un amigable abuelo de televisión? ¿Nadie te dijo a cuántos les voló la cabeza? —murmuró en voz alta, protegido por las cuatro paredes con manchas de humedad que conformaban su monoambiente alquilado.

Gruñó. Charles no tenía la culpa, tampoco nadie que ignorase la realidad acerca de Shaw, sólo que Erik no podía evitar pensar de esa manera.

—Eres un tonto.

Charles era tan anormalmente tranquilo y pacífico que Erik nunca podría compartir con él las razones de su cacería, a pesar de que ese ñoño de cardigán azul intentara sacarle conversación o lo invitase a comer a fuera. Nunca podría conectarse en profundidad con él, por más que quisiera. Charles no lo entendería jamás así como Erik no entendía a Charles.

—Tonto… —repitió entrecerrando los ojos, exhausto de tanto caminar toda la noche.

Y recordando el porqué...

La tarde de ese día, Charles llegó a la casa de Shaw con el labio superior hinchado y cuando Erik vio su cárdigan rasgado no le costó darse cuenta de que lo habían asaltado en el camino. De todos modos le preguntó qué le había sucedido.

—Tuve un problema en la estación del metro —respondió acomodándose la camisa—. ¿Podrías prestarme dinero para el pasaje de regreso? Mañana te lo devolveré.

El dinero, más que lloverle, se le estaba agotando. Sus ingresos dependían de pequeños trabajos o de canjes en algunas casas de empeño conocidas, donde entregaba aquellos objetos preciosos robados a los nazis a cambio de sumas que le permitieran continuar hasta la próxima caza. Perder tiempo con Shaw era perder dinero y últimamente había estado ahorrando minuciosamente, tanto que a la calle salía con los justo y necesario, tanto que no le alcanzaba para prestarle a Charles.

Su cerebro y todas sus neuronas se coordinaron para decir cortésmente: «discúlpame, pero no tengo lo suficiente hoy. ¿Por qué no le pides al señor Johnson?». Estaría siendo sincero y además Charles no representaba nada que importase demasiado, podrían asaltarlo, follárselo, darle un premio o leerle el futuro en la calle y a Erik le daría igual.

¿Entonces por qué demonios sus labios parecían pensar lo contrario?

—Toma.

—Muchas gracias, Erik. Mañana lo tendrás de vuelta. ¿Vuelves conmigo en el metro?

«Claro que no, tonto, ahora tendré que volver a pie o ver cómo conseguir dinero para un pasaje.»

—No, esta vez tomaré el autobús.

Jodidos y desobedientes labios.

A las nueve de la noche, Erik fingió que se cruzaba por la entrada de Shaw y encontró a Charles despidiéndose de él mientras una mujer adulta y un par de niños entraban. Por varios rasgos físicos similares, dedujo que eran familiares y no le importó. Si de él dependiera, los mataría a todos, así como Shaw no tuvo compasión de su madre o su padre o de un niño aterrorizado —por no decir millones como él en la misma situación—. Erik no tendría piedad, pero no quería muertes innecesarias que levantaran más sospechas.

Maldijo en voz baja y no escapó a Charles, que se ofreció a acompañarlo a la parada del autobús. Erik tuvo que insistir en que no era necesario y para que se olvidase de la idea se ofreció él a acompañar a Charles al metro, así no volverían a partirle el labio.

—Así son las cosas a veces, así son las personas –comentó Erik.

Charles ladeó la cabeza y sonrió de lado.

—Así son algunas personas, no hay que empaquetarnos a todos en la misma caja. Al fin y al cabo, ¿no somos personas tú y yo? Y no estamos haciendo nada de esas cosas delictivas. La gente, sobre todo los jóvenes, se encuentran corrompidos por malas enseñanzas y ejemplos que los definen para mal.

—¿Quieres decir que si te los volvieras a cruzar no les partirías la cara?

—Quiero decir que sería preferible que nadie me hubiese robado, ¿entiendes?

Aquellas palabras resonaron durante todo el camino a casa.

. . .

Dos semanas pasaron desde que Erik y Charles se encontraron y este último le devolvió a Erik el dinero prestado. Claro que sus miradas se habían reencontrado varias veces antes, pero ninguno emitió palabra alguna y seguían de largo, esperando tal vez encontrar solos la explicación a qué estaba haciendo el otro ahí.

El plan A de asesinato estaba más que jodido. El B había consistido en volver a la vigilancia, encontrar el momento en que Charles dejara solo a Shaw y terminar todo, pero de la nada sus vecinos decidieron regresar de las vacaciones y el perímetro de su residencia parecía más transitado que el metro por la mañana. Y, como si fuera poco, Charles era espeluznantemente atento, las veces en que Erik trató de pasar desapercibido, el muchacho ponía una expresión clara de «pillo stalker, ¿creíste que no te iba a ver?"». Por ende, Erik juraría que si mataba a Shaw, Charles sospecharía de él y aunque le explicara que detrás de la fachada señor Johnson se escondía un nazi que carcajeó mientras un muchacho masticaba desesperado una hogaza de pan duro y embarrado, no lo entendería.

Plan C: se le acercaría fingiendo amistad y cuando Charles necesitara que Shaw quedase a solas con alguien (porque crearía la distracción que fuese necesaria para ello), se lo confiaría a él. Entonces estarían a solas y Erik diría todo lo que quería decir, porque Shaw era un rostro especial, era una pesadilla distinta y fue quien durante varias noches de su niñez le hizo mojar los pantalones. No se trataba de halar del gatillo, sino de un asunto muy personal.

¿Cómo demonios te haces amigo de alguien?

Erik se masajeó el puente de la nariz, experimentando una fuerte nostalgia y recordó cuando vivía en Alemania y tenía amigos. Eran pocos, pero se divertían mucho yendo a la heladería judía o a los pocos lugares que tenían permitidos en esa época. Recordaba lo mucho que se preocupaba por ellos cuando llamaba por teléfono después del toque de queda y aun no habían llegado a sus casas, la felicidad al verlos a todos sanos y salvos al día siguiente, el dolor desgarrador cuando recibieron la citación de la SS. Esos sentimientos de otro Erik jovial, alegre y optimista mientras los judíos iban pasando de personas a animales.

—Olvídalo, sólo tengo que hacerle creer que me preocupa.

Él ya no estaba para esas cosas. Ya no era capaz de construir lazos con nadie.

¿O sí?

. . .

Llovía con fuerza y la ropa se le estaba pegando al cuerpo. Helado hasta los huesos y muy hambriento, Erik caminaba hacia su departamento luego de haberse relajado en la biblioteca pública. No era ningún fanático de los libros, pero podía escabullirse en los grandes y mullidos sillones de la sala de lectura y dormir disfrutando del silencio que no siempre había en su piso.

Pensaba en cómo entablar mejores conversaciones con Charles y cómo demostrar que el señor Johnson le importaba en el buen —y falso— sentido. Le daría plazo hasta año nuevo, de lo contario actuaría rápido y si tenía que romperle el cuello al muchachito del cardigán, lo haría sin vacilar.

El asunto cada vez le causaba más malestar y quería liquidarlo antes de enloquecer y arruinar la cuidadosa rutina de venganza y caer en manos de la policía y tener que matar a los policías.

Entonces las gotas dejaron de caer sobre su cabeza pero no a sus lados.

Erik parpadeó y miró hacia arriba, encontrándose con que estaba bajo el resguardo de un paraguas, sostenido de nuevo por esa mano unida al brazo cubierto por el cardigán. Ojos intensos y azules, una sonrisa de labios rojos curvándose amistosamente.

—Ambos venimos de la biblioteca, pero no supe que estabas allí hasta que te vi salir.

Un fuerte delicioso olor a ropa limpia, una sensación de calidez como aquel tiempo en el que se definía por feliz.

—Gracias, Charles —respondió atónito, sintiendo que sus manos, ocultas en los bolsillos, le temblaban.

La incomprensión frente a su actitud, la confortabilidad. Charles, allí, resguardándolo de la lluvia como si se conociera desde siempre, como si Erik no hubiese sido nunca cortante y hostil con él.

La decisión terminante de que no importa lo que pasara, nunca, pero jamás, mataría a Charles Xavier.