Hoy se cumplen tres años de la publicación de este fic, así que me he esforzado para superar el bloqueo de inspiración y poder subir esto.

Espero que, a pesar de la tardanza, os guste.


Epílogo

El día era sofocante, incluso para tratarse de finales de julio. En el cielo no se vislumbraba ni una sola nube, y el sol de la mañana era inclemente con todos aquellos que se atrevieran a aventurarse fuera de los edificios del puerto. El sudor empezaba a adornarle el cuello cuando apenas si llevaba recorridos cien metros desde la puerta de A magyar boldog, y se caló aún más el sombrero para evitar que la luminosidad le hiciera daño en los ojos.

Los muelles, a pesar del calor, estaban muy concurridos; varios navíos habían atracado hacía poco, y los marineros estaban descargando las mercancías —robadas, por supuesto— para poder intercambiarlas por alcohol y mujeres. Un loro de plumaje encarnado revoloteaba sobre una multitud de cabezas, graznando palabras inconexas, y unos gritos anunciaron el comienzo de una pelea entre dos hombres que parecían haber bebido completamente su cuota para todo el día, pero Alfred se limitó a apretar el paso, ignorando todo aquello. En unos días subiría a uno de aquellos barcos, rumbo al que sería su nuevo hogar.

¿O era mejor decir a su viejo hogar?

El bullicio del gentío quedó atrás en cuanto se alejó de la orilla del mar, rumbo a las colinas que rodeaban el puerto. Los caminos dejaban mucho que desear, puesto que no muchos se movían por aquella zona, aunque no le importaba demasiado. Sus dedos intentaban no pincharse con las espinas de la rosa que llevaba en la mano izquierda. Era de pétalos rojos y blancos, con un cierto matiz amarillento, como la que, en su día, había visto comprar al Capitán a aquel chicuelo de la calle. No había sabido qué llevarle a Antonio, así que su otra mano estaba vacía. La intención era lo que contaba, suponía.

Cuando estaba a medio camino de lo alto de las colinas, se detuvo para contemplar la ciudad desde lo alto. Llevaba viviendo en ella desde que hubieran vuelto, hacía poco menos de un año atrás, de Port Royal. Aún entonces se preguntaba cómo habían logrado escapar de Jamaica vivos… o al menos, la mayoría de ellos. Sin saber qué hacer en un principio al regresar al puerto, había acabado trabajando en el burdel de Elizaveta como vigilante, evitando que cualquier borrachuzo se sobrepasase con las chicas, mientas seguía practicando esgrima y con armas de fuego, a las que había encontrado bastante gusto. Había ayudado también —o eso pensaba— a Jeanne y Francis a cuidar a su hijo, al que habían llamado Louis. El francés había decidido abandonar el mar, para ocuparse de su familia y dedicarse a negocios un poco más nobles —aunque no demasiado— que el de la piratería. Parecía feliz con su vida actual.

Alfred, sin embargo, sentía que debía seguir adelante, hacia otros horizontes. Su curiosidad y espíritu aventurero habían permanecido reprimidos durante demasiado tiempo. Había decidido volver a las colonias, para empezar, y una vez allí ya decidiría qué hacer a continuación. Quizás enrolarse en la tripulación de algún navío de exploración. Francis había comentado que alguien como él sería un buen partido para la Marina, pero ambos sabían que no lo había dicho como una sugerencia que tomar en serio. Sería, probablemente, demasiado hipócrita vestir un uniforme cuando había estado enfrentándose a ellos los últimos años. Y después de lo ocurrido en Jamaica, tenía bastantes razones como para no querer unirse a sus filas.

Suspiró, preparándose para reanudar la marcha. No quedaba ya demasiado para llegar a su destino. En la cima, mirando hacia el mar, le esperaba una pequeña lápida de piedra que señalaba una tumba vacía. Una tumba compartida. Francis había dicho que lo mejor sería colocarles juntos, aunque no hubiera nada que enterrar en realidad. Una parte de él siempre había esperado que hubieran sobrevivido. Pero un año después, la verdad se hacía inamovible. Antonio había recibido una bala por él y su hermano había tratado de salvarle, y ambos habían acabado en el fondo de aquel acantilado. Si la Marina los hubiera encontrado, habrían escuchado alguna clase de anuncio de su parte. Y si hubiesen logrado escapar, en algún momento se habrían puesto en contacto con ellos.

Así que quedaba claro que el océano se había hecho con ellos, ocultándolos para siempre en sus profundidades.

—Oh, mira a quién tenemos aquí —dijo una voz a su espalda, y antes siquiera de girarse, en su rostro ya se había dibujado una mueca de disgusto. ¿Por qué tenía que ocurrir aquello?

Alistair Kirkland bajaba por el sendero pedregoso con una sonrisa bailando sobre sus labios. No parecía estar muy afectado por el calor, puesto que vestía su casaca verde oscuro junto con el resto de aparejos. Su barba estaba casi incluso más cuidada que la primera vez que se habían visto, en la cubierta del Sombra Escarlata, y su sombrero era nuevo. Era evidente que su nuevo estatus de rey del Caribe le había beneficiado; ahora hasta tenía tres barcos bajo su mando. Los cuales, seguro, eran aquellos que habían causado tanto bullicio en el puerto, y Alfred lamentó no haberse fijado más. De haber visto el mascarón con forma de unicornio del Morgause, habría tenido más precauciones para no encontrarse con el pelirrojo.

No tenía sentido preguntarse que qué estaba haciendo allí; por la dirección en la que venía y el día que era, la respuesta resultaba evidente. Lo mismo que él. Pero aun así, su presencia le molestaba. Era casi un insulto.

—¿Por qué estás aquí? —repuso en tono agresivo, mientras avanzaba hacia él.

—Es un día agradable para pasear y estas colinas no son propiedad de nadie. Y habría sido un tanto maleducado de mi parte no venir a presentar mis respetos —sintió unas terribles ganas de pegarle un puñetazo, pero se contuvo a tiempo. El otro pareció ignorar que de pronto hubiera apretado la mandíbula—. Francis me ha comentado que has estado trabajando de protector de las mujeres de un burdel. Uno quizás podría esperarse más de alguien como tú, pero supongo que está bien como retiro de la piratería. Aunque tengo entendido que piensas volver a las colonias.

Alfred podía llegar a entender que Francis y el capitán pirata hablaran porque, a fin de cuentas y a pesar de todo, eran amigos. Pero eso no justificaba que le hubiera dicho que a qué se dedicaba en esos momentos o sus planes de futuro. Y mucho menos que esa información le interesara al otro… a menos, claro, que se trajera algo entre manos. De forma sutil, llevó la mano que tenía libre a la empuñadura de su espada.

—No comprendo a qué viene todo esto, pero sea lo que sea lo que estés intentando hacer, deja de hacerlo.

—Créeme, nada me haría más feliz, pero no puedo —ante su mueca de extrañeza, el pelirrojo dejó escapar un suspiro. Era evidente que no se sentía feliz de tener que explicar aquello—. Eres lo que queda de Arthur. Así que debo tener un ojo puesto en ti, Alfred Kirkland.

No supo decir qué era lo que más le había sorprendido de todo aquello. La seriedad que impregnaba todas aquella palabras, el propio mensaje o quizás que Alistair se había dirigido a él con un nombre que no era despreciativo o equívoco —aunque fuera un nombre que había abandonado tras aquel veintiuno de julio en Port Royal. A la sorpresa le sustituyó la comprensión, al darse cuenta de lo que quería decir con eso; a la comprensión la furia, y una vez más, estuvo a un mísero suspiro de abalanzarse sobre el otro hombre.

—No me uses para acallar tu conciencia —dijo, finalmente, aunque le había costado creer que la tuviera. Pero no había otro motivo para que hiciera aquello que no fuera ese—. Tanto el Capitán como Antonio están muertos por tu culpa. Recréate en las riquezas que has conseguido gracias a ello, trágate los remordimientos y, si sabes a lo que atenerte, mantente lejos de mí, a menos que quieras acabar con un tiro en la frente.

Sin más ceremonia, reanudó la marcha, pasando junto al pelirrojo mientras intentaba no apretar los puños para no dañar la rosa o clavarse sus espinas. No podía creerse todo aquello, no podía. Si Alistair lamentaba la muerte del Capitán, era problema suyo, porque había sido su retorcido plan el que les había conducido a aquello. Había perdido dos hermanos por culpa de aquel hombre, y se negaba a serle de alivio de ninguna clase. Que se pudriera entre lamentaciones.

—Y, por cierto —se volvió hacia él un momento, cuando había avanzado ya unos cuantos metros—, mi apellido es Jones.

No se quedó mirándole para comprobar si hacía ademán de marcharse, continuaba quieto en el mismo lugar o si pretendía seguirle para tratar de decir algo más. No estaba de humor para discutir, con nadie y mucho menos con él; ni siquiera le gustaba hacerlo. Era un hombre de acción más que de palabras.

La lápida apareció poco más tarde ante sus ojos. Era de piedra gris, poco vistosa. Robusta, para poder sobrevivir al paso del tiempo. Dos árboles, cuyas hojas el insoportable calor había dejado mustias, la flanqueaban. Se arrodilló junto a la tumba, mientras dejaba la rosa con cuidado. Sus ojos leyeron por enésima vez los dos nombres grabados, uno junto al otro, como si eso pudiera servir de algo, antes de bajar la mirada. Y allí, junto a la flor que acababa de depositar, encontraron algo que la última vez que había estado allí no había visto. Frunció el ceño, antes de cogerlo y alzarlo a la luz para poder distinguirlo mejor, pensando que, si era algo que había dejado Alistair como tributo, se trataba de una elección muy extraña en él. Porque lo que hacía refulgir los rayos del sol en su mano no era otra cosa que un rosario.

Un rosario de cuentas negras.


Creí que nunca llegaría a ver este día.

Muchas gracias a todos aquellos que han seguido con la historia a pesar de lo mucho que he tardado en completarla. Dedico un agradecimiento especial a MoriartyStark, por ayudarme a desarrollar la trama (y aguantarme) y a Suzume Mizuno, puesto que sin ella, este fic no estaría hoy terminado. Ni probablemente nunca.

Me parece que no hay mucho más que comentar, así que un saludo, gracias de nuevo, y nos leemos~.