Capítulo 3: La ciencia del romance
Cuando Cupido cayó sobre la cama tenía una sonrisa en los labios. Sin camisa, sin pañal, sin ninguna preocupación en mente, sintió la caricia de las frescas sábanas con moroso placer. Eso y una buena taza de café era justo lo que le hacía falta para olvidar la estresante tarde de ese día. Se acomodó tranquilamente y alzó la cabeza apenas lo suficiente para ver de reojo a Puppy mientras buscaba la taza sobre la mesita de luz, sin duda para volver a llenarla. Nadie sabía tanto como él lo que le complacía beber justo después de tener relaciones.
Lo vio desaparecer en dirección a la cocina, todavía sonriente. Sabía que ese apenas era un descanso momentáneo. Que luego tendría que volver a su conversación anterior acerca de lo que debía hacer y cómo, pese a lo mucho que hubiera preferido hacer nada. Pero mientras durara lo disfrutaría como pudiera, pensó cerrando los ojos. Calma. Silencio. Paz. El fino olor de sus cuerpos, confortándolo por lo familiar.
El tintineo de las tazas sobre sus platitos le sacó de su ensueño y se sentó para recibir la bandeja plateada que le pasaba Puppy. Irónicamente Puppy resultaba ser de los pocos regalos que no se arrepentía hacer recibido por parte de su madre. Se lo había regalado hacía unos doscientos años en una de esas rarísimas fiestas de cumpleaños en que Cupido estuvo lo bastante aburrido para organizarla. Ni siquiera Afrodita recordaba ya la fecha exacta en que nació su hijo (tampoco cuándo nació ella, para el caso), así que se limitó a escoger el segundo viernes más cercano. Su idea original era hacer una pequeña reunión con las criaturas mágicas que escogiera, pero de alguna forma la información llegó hasta su madre y asistió trayendo una enorme caja envuelta en papel rosa chillón. Nadie había notado la aprensión en el rostro de Cupido mientras trataba de no darle importancia. Sólo un par de querubines que habían ido a las anteriores fiestas compartieron su inquietud y se sonrojaron en futura vergüenza ajena.
No que los regalos de Afrodita fueran malos. Para una fiesta de despedida de soltera habrían sido ideales. Un saludo quizá algo demasiado fuerte hacia lo que conocería la afortunada novia en la noche de bodas. Lo peor es que si su hijo se atrevía a mostrar algo menos que entusiasmo por "usarlos" Afrodita actuaba como si le hubiera gritado y abofeteado al mismo tiempo, arruinando por completo lo que restaba de la noche. Le había tomado su buena cantidad de paciencia y latas de café entender que, quisiera o no, lo hacía creyendo sinceramente que hacía bien.
Lo que sucedía era que en el libro de crianza de Afrodita ignorar la sexualidad de sus hijos equivalía a ignorar sus necesidades más básicas, como el comer o respirar. Pero sobre todas las cosas, tenía más experiencia con todo lo relacionado a lo sexual. El primer regalo que Cupido recordaba era un plug anal de tamaño moderado y una caja de lubricantes de diferentes sabores. Y entonces Afrodita le comentaba lo placentero que era saborearlos mientras lo usaba sobre el compañeros (o compañeros, porque ¿de qué sirve limitarse?) antes de... ya se pueden imaginar. Nunca había entendido mejor a esas personas que dicen "trágame, tierra" que en ese momento.
Pero en esa ocasión fue distinto. En la parte superior de la caja había unos hoyos por lo que podrían meterse un par de dedos y se oía un pequeño ronroneo, como el sonido de un vibrador activado. ¿Una máquina vibradora? ¿De ese tamaño? Cupido había tragado duro, pensando en qué clase de cosa extraña para liberar tensiones habría conseguido ahora su madre, pero Afrodita se limitó a sonreír y negar con la cabeza cuando le preguntó. Quería que lo abriera después de todos los demás, para que así realmente se asombrara.
Y fue asombroso quitar el lazo y dejar revelado a la criatura adentro. Un sátiro, igual al que los antiguos griegos usaban en sus fantasías más salvajes, pero de alguna forma daba más la impresión de ser mitad corderito que mitad cabra. Los cuernos ahí estaban, sobresaliendo de una cabellera de tono lila pastel, enrulada y esponjosa como algodón de azúcar, debajo de las orejas alargadas. Pero le faltaba la barba y en su lugar llevaba un collar de pelo, bastante parecido al que tenían sus querubines. No tenía tanto piernas de cabra gigante como pies de cabras gigantes. Desde la rodilla la piel volvía a cubrirse de pelos lilas en lugar de desde la cintura, y un par de pezuñas negras brillaban, como recién lustradas, al final. Tenía por ropa (y Cupido se sintió muy afortunado por ello) un pantaloncillo morado de seda y una camisa de manga larga de color crema.
Por lo común los sátiros eran conocidos como los lobos malos para los griegos. Agresivos, borrachos, en perpetuo estado de lascivia. Del tipo al cual se echa de los bares a las tres de la madrugada por causar demasiado alboroto. Por eso era tan desconcertante la cara con que ese sátiro en particular los miró a todos con esos grandes ojos rosados. Con una solicitud alegre y tierna, tan ingenua como la de un niño que se contenta con complacer a los adultos. Sólo con verlo provocaba darle una palmadita en la cabeza y galletitas con un vaso de leche. Cupido estuvo seguro de haber oído de fondo un "aw" colectivo. El dios del amor no lo comprendía.
Era... adorable. ¿Desde cuándo su madre daba regalos adorables? La miró con la ceja arqueada esperando una explicación.
—Yo lo creé —dijo Afrodita, contenta como una niña que muestra su más reciente dibujo. Usando su nube blanca se puso a la espalda de la criatura y puso una mano sobre su hombro—. Usé los materiales más dulces que encontré. Es tuyo para ser tu esclavo sexual o sólo tu esclavo doméstico, si lo deseas.
"Eso tiene más sentido", pensó Cupido regresando su atención a la criatura. Este se adelantó hacia él caminando con las manos como otro par de patas. El sonido de sus pezuñas contra el suelo era lo único que se oía en el salón. Todos estaban pendientes del ser, que se limitó a sentarse como una rana enfrente del cumpleañero y menear una cola lila de chivo. Cupido reprimió el impulso de envolverlo en un montón de frazadas y hacerle carantoñas, para dirigirse a su madre con una expresión más compuesta.
—¿Tiene nombre al menos?
—Yo lo llamo "Cake" pero puedes ponerle el nombre que quieras, cariño. Es tuyo para lo que gustes. ¿Te agrada?
Cupido sabía que sólo existía una respuesta correcta.
—Me encanta, madre —dijo, con una sonrisa tensa que no debería engañar ni a los ciegos pero Afrodita siempre se tragaba—. Es sin duda lo mejor que he recibido en toda la noche. No sabes cuánto te lo agradezco.
Afrodita quedó satisfecha con eso. El ser procedió a rascarse la oreja derecha con una pezuña. Otro "aww" llenó el salón. Cupido apartó la vista a tiempo de lanzarse sobre él para... no sabía bien qué pero intuía que nada apropiado para hacer en público.
—¿Sabe hablar? —preguntó.
—Por supuesto. ¿De qué otra forma te dirá lo que más te guste oír?
Cupido bajó la vista hacia "Cake", quien inclinó la cabeza con curiosidad. Parecía un cachorro intentando desentrañar el misterio tras los gestos de su dueño.
—Eh, ¿hola?
—¡Hola! —dijo "Cake", sonriendo y agitando la cola—. Me da gusto conocerlo, mi amo y señor Cupido, dios supremo del amor.
"Oh, fantástico", pensó Cupido girando los ojos para sus adentros. Sin duda el pequeño epíteto era creación de su madre. No quería oír fragmentos de un guión para una mala película porno sadomasoquista cada vez que hablara con esa criatura, así que debería encargarse de eso antes que nada. Fue su sentencia final.
Lo primero que hizo apenas estuvieron los dos solos fue preguntarle cómo deseaba llamarse. El sátiro afrodiano se encogió de hombros y sonrió de esa manera que provocaba deseos extraños en Cupido. Era como si cada vez que lo hiciera se pusiera un cartel que decía "puedes hacerme lo que quieras y todo lo disfrutaré, aunque probablemente me sonroje y actúe como si no." Inocencia, supo más tarde. Inocencia como tres sacos de azúcar que volvían a cualquiera en mosca hambrienta. Esa noche Cupido no pudo pasarla sin usar su nuevo regalo y descubrir que todo lo que decía el cartel era verdad.
Recién a la mañana siguiente fue capaz de darle un nombre. "Puppy" fue todo lo que se le vino a la mente y al otro pareció gustarle. A Cupido no le gustaba la idea de tenerlo como un perro obligado a permanecer en su casa, de modo que le consiguió una casita propia en la misma calle en que vivía él. No era tan grande como su mansión pero Puppy había abierto los ojos como si no le alcanzaran los que tenía para abarcar toda su maravilla. Cupido le ayudó a acomodarse, a instalar la electricidad mágica y red telefónica. Le enseñó a cocinarse cosas simples, a lavar la vajilla y hacer cafés expresos. En menos de un par de semanas Puppy ya se manejaba por su nuevo hogar como cualquier soltero independiente. Incluso descubrió una pasión secreta por la repostería y comenzó a asistir a un cursillo que lo mantenía ocupado tres días por semana. Claro que seguía siendo ingenuo como cabía esperar de un ser con menos de un año de vida, pero no le representaba ningún problema viviendo en el Mundo Mágico. Normalmente ese sería el momento en que Cupido perdería el interés por el regalo de Afrodita y lo dejaría seguir con su vida sin más, pero continuó visitándolo de vez en cuando y pasando la noche en su cama.
No se trataba solamente de que Puppy aceptara con gusto lo que le hacía, aunque imposible negar que en parte fuera eso. Tampoco se trataba de su belleza, pues había perdido la magia sobre él a la semana. Era que en el fondo, y de una forma de verdad inocente, el sátiro le agradaba. Se sentía cómodo en su presencia, sin presiones, como si por un momento la visión del mundo de Puppy se le pegara y no viera todo lo molesto que tenía el universo: divorcios, rupturas, mentiras, deslealtades, engaños, su madre, etc. Sí, en cierto modo era pura conveniencia para que él se sintiera mejor consigo mismo pero ¿acaso no eran así todas las relaciones? Nadie mejor que Cupido sabía la respuesta a esa pregunta.
Bebieron en silencio de sus respectivas tazas. Cupido procuraba paladear hasta el último rastro de sabor intenso antes de volver a hablar.
—Así que en resumen —dijo, como si el hecho de que la camisa de Puppy se manchara de té no los hubiera interrumpido— mamá espera que yo me haga cargo de Juandissimo. ¿Por qué no lo hace ella?, estarás pensando. Puesto que ella fue la que aceptó esa estúpida apuesta debería hacerlo, ¿no? Pero entonces me dijo que la última pareja que ella había unido personalmente había sido de cuando los romanos se metieron con los griegos y eso hace milenios. Desde entonces todo lo que sabe del amor es lo que le expresan sus creyentes o lee en sus novelas, lo que no sirve de nada para causar un amor natural. Además Juandissimo y yo vamos a la misma clase de cerámica de modo que, reconozcámoslo, suena más probable que yo tenga éxito antes que ella, ¿cierto? Bien, le dije, con el mismo entusiasmo con que me ves ahora. El problema, el real problema, es que no tengo idea de por dónde comenzar —Tomó otro sorbo, pensativo. Mientras destapaba su caja de Pandora mental, Puppy no dejó de mirarlo con interés, sin hacer preguntas o sugerencias inoportunas, simplemente dejándolo soltar la lengua hasta que se requiriera hacer otra cosa—. Una respuesta obvia es inscribir a Juandissimo en uno de esos sitios de citas por Internet pero no te imaginas la clase de locos que se meten en esos sitios. Y mira que además no hemos hablado mucho, de modo que ni siquiera estoy seguro de que él aceptaría algo así. ¿Tú qué opinas?
Las orejas de Puppy se inclinaron hacia abajo mientras una sutil arruguita nacía entre sus cejas.
—¿Sabes lo que hago cuando doy con una receta difícil? —dijo. Para hacer entender una idea siempre usaba analogías sobre cocina. Naturalmente, puesto que era el tema sobre el que más sabía y mejor comprendía—. Si es muy complicada le pido a una pastelería que me envíe una orden de eso y la pruebo para distinguir los sabores y quizá la medida en que están mezclados. Luego intento reproducirlo lo más posible hasta que ya no pueda distinguir a una pieza de otra.
Cupido intentó traducir esas palabras al cristiano en su mente pero no lo consiguió del todo.
—¿Dices que debería llamar a alguien para que le busque pareja a Juandissimo?
—No —dijo Puppy meneando la cabeza—. Quiero decir que existen otros pasteles ya hechos como el que intentas hacer. Busca a uno de ellos, averigua cómo está hecho y hazlo a tu modo.
A veces ese sátiro asombraba por su claridad mental. No era una criatura que sólo pensara en atiborrarse de placeres efímeros y gustos mundanos, como dictaba el cliché de los de su especie. De verdad creía que todos los problemas de la vida podían resolverse a través de la cocina dulce y era por eso que se dedicaba a ella tanto como podía. Si la repostería fuera una persona, Puppy le dedicaría uno de los amores más dignos y abnegados que hubiera visto. Por eso Cupido no podía sentir nada menos que respeto. Respeto, no admiración.
—Busco a los pasteles más viejos, ¿eh? —dijo, creyendo coger el hilo—. Esos que superaron la barrera del tiempo o las dificultades.
—Un pastel viejo sería rancio —respondió Puppy, frunciendo los labios como si le hubieran puesto uno ya mohoso bajo las narices. Luego se relajó—. Encuentra al más cercano a lo que quieres lograr y toma lo que necesites para conseguirlo.
Cupido dio su asentimiento, prueba de que había captado, pero su rostro no se iluminó. Conocía pasteles como los que sugería Puppy pero la idea de probarlos no le entusiasmaba.
Abandonó la casa cuando la noche caía. Después de una deliciosa cena que incluyó uno de esos postres celestiales que hacía, Puppy le ofreció quedarse otra noche en su casa si quería pero Cupido lo había declinado. Le encantaban esas visitas a Puppy pero siempre procuraba que fueran esporádicas, producto de un capricho instantáneo, nunca parte de una costumbre. Tampoco se quedaba nunca más allá de un día o si el tiempo en que no lo vio fue especialmente malo por las razones que fueran, un fin de semana y nada más.
Lo hacía como una manera de no apegarse demasiado al sátiro y no formarse ideas raras sobre posesión o algo así. Afrodita había hecho bien en incluirle la lealtad de un perro, la inocencia de una oveja y la vivacidad de una ardilla, pero se había pasado un poco con la mimosidad de un gato. Puppy era de esas almas ingenuas que no pueden entender por qué es malo querer compartir "momentos" con personas que le dieran buena vibra. Ya desde el momento en que obtuvo su propia vivienda Cupido había visto por lo menos a una docena de criaturas mágicas salir de la casa. Puppy lo consideraba su dueño, pues para él fue creado, pero jamás consideró el hecho como algo que debiera hacerlo abstenerse de cumplir sus deseos y Cupido tampoco hubiera querido implantarle esa idea en su mente. Prefería tenerlo ahí, cuando lo necesitara, alegre y tan dispuesto como siempre, antes de frustrado e impaciente por su llegada.
Manteniendo cierta distancia era la única manera de seguir tan bien como hasta ahora. Por eso, cuando llegó a casa, tachó ese día después de haber agregado que visitó al sátiro y se impuso a sí mismo no volver a hacerlo (a menos que fuera una emergencia) hasta la semana siguiente. Finalmente agregó una visita a un par de parejas que podrían serle de ayuda y se acostó a dormir en su enorme cama.
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