Capítulo 4

Inglaterra se había despertado temprano esa mañana, en pleno amanecer. Francia seguía dormido, muy cómodo en su cama, y por primera vez Inglaterra tenía pleno conocimiento de lo que había sucedido anoche. Sí, había tomado pero no lo suficiente como para dejar de ser consciente de sus actos. Se levantó y se dirigió al baño con la sensación de no haber descansado nada. En el espejo se encontró con el rastro rojo de unos besos franceses, habría que ponerse una bufanda hasta que las marcas pasaran, como todas las huellas del sexo que se labraron durante la noche.

No tenía ánimo para echar a Francia, menos a patadas. Pensó en lo que le había ocurrido antes de encontrarse. Si tan solo le hubiera dejado ir tras el delincuente para obligarle a devolverle sus pertenencias, entonces ese algo parecido al reproche de su conciencia no lo estaría martillando ahora con la culpa. Hubiera podido pasarla peor. Era un débil, inútil y poco hábil para el enfrentamiento cuerpo a cuerpo (el enfrentamiento que no implicara acabar en la cama de su oponente, claro, en ello era un perfecto Ares).

Se preparó el desayuno y comió en silencio, dándose cuenta que no sabía por qué Francia había acudido a su llamado. Se encontraba en Londres en compañía de su subordinado, a lo mejor los hubiera interrumpido en algo bastante mundano. Esbozó una sonrisa de autosuficiencia cuando se lo imaginó abandonando a su nuevo amante por ir a auxiliarle bajo un aluvión de excusas disparatadas. Pero ¿por qué Francia había acudido a él, cuando tenía la perspectiva de una noche "romántica" con una de sus conquistas? Que no lo engañaba, Francia no era una buena persona, una ganancia debía sacarle a todo.

Sin ganas de encontrárselo cuando despertara, terminó su comida, lavó los platos y se terminó de arreglar. Era tempranísimo, pero le apetecía dar una vuelta por su ciudad antes de dirigirse hacia el trabajo. Cerró la puerta de la casa con cuidado y se apresuró a largarse todo lo rápido que sus pasos le permitieron.

Pasado una hora recibió un mensaje por parte de Estados Unidos. Estaba allí, en Londres, junto con su hermano —"… Canadá."— e iban a desayunar en un McDonalds cercano al punto en que se hallaba. Le respondió que ya iba y tras breves zancadas estuvo allí. Los divisó pronto y se aproximó a la mesa. Estados Unidos ya comía una hamburguesa, mientras que Canadá probaba un omelette.

Se saludaron como siempre. Inglaterra, al lado de Canadá, impartió regaños sobre la dudosa buena alimentación de Estados Unidos al andar desayunando comida chatarra. El aludido se ofendió y comenzó un discurso sobre las propiedades alimenticias de la hamburguesa. Canadá quiso calmar los ánimos por la paz, pero ninguno lo escuchó.

Pronto se cansaron de discutir y, entonces, Canadá vio que era buen momento para hacer preguntas impertinentes.

—Señor, ¿lo que tiene en el cuello es un sarpullido? —preguntó.

Inglaterra se puso pálido, pero recuperó el color pronto, adquiriendo su cara la tonalidad rojiza que tanto odiaba cada vez que lo avergonzaban. Se acomodó la bufanda a manera de que le ocultara mejor las señales embarazosas.

—Eh, sí, lo es… ¿Y qué hay de ustedes? ¿Por qué están acá?

—Reuniones —respondió Estados Unidos—. ¿Te olvidaste? Hoy quedamos con tu ministro y mi presidente. Me ha dicho, "¡Campeón, vamos a imponernos!" y eso es lo que haremos.

—¿Imponer qué?

—¿Pero es por alergia? —insistió Canadá.

—Sí, por alergia. No es la gran cosa, Canadá, pasemos de tema —repuso—. Y tú, ¿a qué te refieres con eso de impo…? —pero se interrumpió, dándose cuenta de algo—: ¿Estás tomando Coca Cola? ¿En plena mañana?

—¿Qué tiene? No empieces tú también.

—Es dañino.

—No es lo que Francia dice. Me ha dicho que era saludable tomarse una Coca Cola por las mañanas junto con muchos chocolates y snacks. —Estados Unidos hablaba como si Francia fuera una eminencia en el tema y el contrariarle fuera un sacrilegio.

—Eso es una tontería.

—Es que tú no entiendes nada.

—Hablando de Francia… Viene para acá —señaló Canadá.

—¿Qué? —exclamó Inglaterra, más chillón y alarmado de lo que hubiera querido sonar—. ¿Cómo que para acá…? Si estaba dormido antes. Supongo. Digo, no es que haya estado con él, ni siquiera dormimos juntos, sólo que sé que estaba dormido porque no suele levantarse temprano. Son rumores, claro, nada que sepa por experiencia propia.

—No es necesario que se ponga nervioso, señor, no tenemos interés en que duerman o no juntos —le tranquilizó Canadá con esa vocecilla que a veces creía malintencionada.

—Es una imagen mental que no quiero hacerme, en serio —intervino Estados Unidos.

—¡Niños míos! —dijo Francia, dejándose caer en el asiento desocupado al lado de Estados Unidos. Pese a sus quejas, le besó en la mejilla envolviéndole en un abrazo meloso—. Mon petit, a ti te mando un beso de lejos. Y bastardo, a ti nada, suficiente te di anoche, ¿no?

Estados Unidos puso cara de asco, Canadá rodó los ojos e Inglaterra pareció querer asesinarlo allí mismo. Para su alivio, ninguno de los chicos quiso indagar sobre lo que había afirmado la nación francesa, seguramente achacándolo a una invención que consideraría romántica. Como Inglaterra se quejó que una vez llegado ese país pusilánime sus temas se habían desviado a dietas, ropa y cabelleras francesas, decidieron que él hablara entonces de lo que quisiera.

—No tengo mucho que decir, la verdad —admitió.

—Señor, ¿esos zapatos son suyos? —preguntó Canadá.

—¿Te has fijado? Por supuesto que no, son de Inglaterra. Me quedan un poco apretados y son horribles, pero es lo que hay —se lamentó Francia.

A petición de ambos chicos, Francia les relató el robo de anoche y las circunstancias, dejando a Inglaterra hundiéndose en su asiento, apenado por el comportamiento exagerado que el bastardo narraba. Estaba complicando las cosas. Él no había bebido tanto, ni gritado, ni golpeado, ni insultado ni… ni demasiadas cosas. Cuando creyó que volvería a mencionar incómodos besos, Francia desvió la anécdota para su total extrañeza.

—Eres un viejo borracho —recriminó Estados Unidos—. No sé cómo harás hoy en el partido de baloncesto.

—¿Cuál partido de…?

—¡Es una sorpresa, claro! Hey, ustedes también pueden venir. Mi presidente y yo vamos a retar a estos viejunos a jugar un deporte de verdad.

—Que no sepas cómo patear una pelota no quiere decir que el fútbol no lo sea.

—Bah.

—Eres un niño.

—En fin, ¿aceptarás?

—Bueno —dijo Inglaterra, fingiendo que le daba poca importancia. En realidad había herido su orgullo—, ya que insistes tanto. Hace tiempo que no te humillo.

Los cuatro terminaron en una cancha de baloncesto tal y como harían sus jefes en la tarde. Inglaterra había llamado a la oficina y explicado la situación sin entrar en detalles sobre por qué se ausentaría en todo el día. Estaba seguro que Estados Unidos (más que Canadá) lo iban a absolver. También se percató que el celular de Francia vibraba cada cierto tiempo, él revisaba la pantalla y decidía pasar de quien le estuviera contactando. Una ligera esperanza inexplicable le infundió ánimos en su interior, con lo cual no se puso nervioso cuando Estados Unidos y él se fueron a cambiar para colocarse los uniformes; Estados Unidos azul y él rojo. La diferencia física era evidente, en especial cuando observó cómo Francia a quien se comía con los ojos era al chico y no a él.

Disimulando torpeza, le lanzó la pelota a Francia y, como éste era torpe de verdad, le impactó en la cara.

—Lo siento, rana —dijo, con una sonrisa de placer.

En fin, ya era demasiado tarde para librarse del enfrentamiento. El partido comenzó y, como era de esperar, Estados Unidos fue mucho más rápido y fuerte que él. Le ganó en un tiempo miserablemente rápido. Además, terminó exhausto mientras el chico tenía pinta de poder seguir en lo mismo todo el día.

Ahora Estados Unidos no dejaba de ufanarse por la victoria. ¡Si tan solo… si tan solo…! No, en realidad era de esperar que se entusiasmara, como cada partida ganada. Le constaba que con Canadá, incluso cuando le ganaba con el wii, hacía exactamente lo mismo. Lo mejor era tenerle paciencia y lanzarle insultos tan indirectos que el chico no podría apreciarlos.

—Para la próxima, que sea fútbol. Y no me salgas con que es algo estúpido —le dijo, ya vestido.

—Pero si lo es… —repuso Estados Unidos, pisando tierra por leves segundos—. ¿Qué tal béisbol?

—Podríamos intentar hockey —intervino Canadá.

—¡De ningún modo! —exclamó Francia—. No hay nada que ver allí.

—Nadie va a ver nada de nadie —e Inglaterra estuvo a punto de golpearlo, pero Francia se ocultó detrás de Canadá.

Con el movimiento dejó caer el celular, sin darse cuenta. Inglaterra lo recogió, sintiéndolo vibrar en sus manos. La pantalla se iluminó y apreció el nombre de Donald Dolder, quien estaba llamando.

—Mi ministro tiene algo que decirte —dijo Inglaterra, queriendo dejar pasar esa ráfaga de malestar que el simple hecho le producía. ¿Qué esperaba, que por otra noche compartida Francia se olvidara del resto de su abultada agenda telefónica?

Francia le quitó el celular pero, en vez de contestar, se lo guardó en el bolsillo. Canadá, interesado, parecía haber decidido que luego interrogaría a Francia para saciar la curiosidad. Estados Unidos todavía seguía en su nube de victoria y felicidad y ahora proponía ir a comer para celebrarlo.

—¡Y que Inglaterra pague! —exclamó.

—Te pagarás tú el taxi al aeropuerto si sigues en ese plan —repuso el aludido.

Estados Unidos tomó su amenaza en serio, por lo que volcó todo su entusiasmo hacia Canadá, que ya tenía experiencia en esa área. Esta vez fue Francia el que se impuso en sus deseos y los llevó hacia un restaurante español, por querer variedad. Siempre que estaba por allí se refugiaba en comida francesa e italiana como si fuera lo único resistente ante la horrible gastronomía inglesa de su alrededor.

A Estados Unidos no le había hecho gracia la decisión. A Inglaterra le sorprendía más que Francia estuviera con ellos y siguiera sin irse hacia su amante. ¿Se habrían peleado? Quería preguntarle, aunque supiera que nunca se iba a atrever a ello.

Comieron a gusto, sin grandes discusiones. Estados Unidos era demasiado bullicioso, sí, e Inglaterra no le tenía paciencia a menudo y parecía de mal humor. Este mal humor también tenía que ver con que captara ciertas miradas inoportunas de Francia con las mujeres de la mesa de al lado. No entendía cómo seguía atrayendo tantas miradas, si tenía una pinta afeminada que nadie podría quitársela. En fin, mujeres, quién las entiende.

El único que estaba a la altura de la situación, sin armar escándalos, era Canadá, el único que había aprendido a comportarse.

Terminado el almuerzo, fueron a un parque. Allí Estados Unidos los había retado a hacer carreras, pero ninguno se animó. Se sentaron en la grama sin hacer nada, para su desilusión. Como lo conocía y no se estaría tranquilo hasta cumplir el capricho o se desviara su atención, Canadá le propuso ir a comprar helados.

Los dos chicos se fueron, dejándolos solos. Inglaterra tuvo la absurda idea de tomarle la mano a Francia, que estaba a su lado, expuesta, como pidiéndoselo a gritos; menos mal que pronto la alejó para sacar su celular. En vez de atender, volvió a cortar la llamada.

Tenía la impresión de que Francia quería evitar a su ministro, aquel conocimiento le hizo esbozar una sonrisa traicionera, que desapareció cuando captó la mirada inquisitiva de Francia.

—¿Qué es tan gracioso?

—Nada, rana.

—Pero te reías y tú solo te ríes con la desgracia humana.

—He visto a un invidente caer en un hueco —dijo a la ligereza, queriendo darle la razón.

—Yo no he visto nada.

—Tú también estás ciego.

—No más que tú —repuso Francia, con la vista fija en su teléfono—. Por cierto, ¿qué harás esta noche?

—Trabajar.

—Ya, entonces supongo que me puedes recibir en tu casa otra vez —le concedió. Inglaterra le miró receloso—. ¡Qué mente más sucia tienes! Solo quiero un lugar para dormir sin tener que pagar un hotel. Mañana me voy a París.

¿Se iba? ¿Y qué pasaba con Dolder? ¿Y quería pasar la noche en su casa con el único fin de ahorrar dinero? Era extraño, porque Francia desconocía lo que era ser ahorrativo. No quiso admitir que lo había desilusionado porque no había dicho nada de sus cursilerías románticas al respecto.

—¿Te acordaste que tienes un país que atender? —preguntó, sin querer darle importancia.

—Al que darle amor. Mis ciudadanos adoran salir a verme por las calles. París es una pasarela.

—Qué vergonzoso. En fin, si esas fantasías te hacen feliz…

¿Y su ministro? ¿Y su ministro qué? ¿Por qué no mencionaba el tema por sí mismo? Maldito imbécil que no se daba cuenta de nada.

Canadá y Estados Unidos llegaron en ese momento, trayéndole un helado a cada uno. Pasaron el resto de la tarde juntos e Inglaterra se quejó poco cuando Estados Unidos se invitó a pasar la noche en su casa. Al menos aquello evitaría que a Francia se le ocurriera emborracharlo para acostarse juntos.

En casa, Estados Unidos se instaló frente al televisor para ver series cómicas estadounidenses, mientras que Canadá y Francia se mantuvieron aparte, charlando. Inglaterra preparó tres habitaciones, aunque tenía la sospecha que Francia no querría utilizar la suya y en su lugar insistiría en hacerse un puesto en su cama. Lo echaría a golpes de ser necesario.

Al anochecer, Francia se ofreció a hacer la cena. Se adueñó de la cocina de Inglaterra y éste no se opuso, aunque se mantuvo vigilándolo sin ninguna razón valedera para ello. Estados Unidos y Canadá se quedaron en la sala. Por un instante fugaz, Inglaterra recordó a unos niños que bien pudieron ser sus hijos. Los hijos de ambos.

Cómo odiaba los pensamientos como aquel, como si estuviera añorando algo que nunca ocurrió ni iba a ocurrir.

Cuando la cena casi estuvo lista, Inglaterra se vio envuelto en un abrazo imprevisto. Lo sorprendió tanto que no lo rechazó de inmediato y, fingiéndose desconcertado todavía, le colocó tímidamente dos manos sobre sus hombros.

—¿Te sientes mal? Si no, puedes irte separando.

—¿Si me sintiera mal de verdad no me rechazarías? —se quejó Francia—. Comienzo a creer que te gusto enfermo.

—¿Por qué haces esto?

—Porque será lo único que sienta de ti en meses. Te quiero, te quiero —le confesó, al oído, casi a punto de rozarlo con sus labios—, pero tú no lo entiendes.

—Lo que sí, es que estoy cansado que mientas. Y que banalices todo.

Esta vez tuvo motivos para separarlo con brusquedad. Partió de la cocina y se sentó junto a Canadá y Estados Unidos, intentando aparentar normalidad. Esa vez cenaron disfrazando de tranquilidad aquella turbulencia en su interior. Lograron evitar que Canadá entrara en sospechas, con Estados Unidos no hacía falta disimular porque nunca se daba cuenta de nada si no se le decía directamente. Al acabar, Inglaterra anunció que se iría a dormir temprano porque mañana tenía mucho trabajo que hacer. Se despidió entre "buenas noches" y "qué aburrido eres".

En su cama no consiguió dormirse. El recuerdo de las últimas noches y de Francia habitando ese espacio junto a él, más unido de lo que él quisiera aceptar, irrumpía el cansancio y eclipsaba todo pensamiento que no tuviera que ver con ellos dos. El asunto se agravaba cuando el susodicho en cuestión estaba en la habitación de al lado, en desconocimiento de sus cavilaciones. Se le presentaban a Inglaterra otras preguntas, como si acaso su puerta no sería abierta esa vez y el intruso se colaría por sus sábanas, en busca de su cuerpo. El tiempo transcurría sin que nada turbara el silencio.

Pero claro, ¿cuántas veces había sido Francia el primero en besarlo? ¿Y cuántas, en cambio, había sido él? La cantidad de veces en su contra era exorbitante. O Francia esperaba que diera el primer paso siempre o no tenía interés de darlo. Corresponderle era diferente, ¿qué le costaba, si se daba con todo el mundo? Acostarse con su enemigo no suponía un hecho insultante para sus principios.

¿Acaso se sentiría mal? Era una posibilidad minúscula, pero existía. Terminó levantándose él, caminó por la fría baldosa con sus pies desnudos hasta llegar a la habitación de invitados cedida a Francia. Ni siquiera llamó a la puerta, entró porque era el dueño de la casa. Dueño de todo, menos de aquel bastardo.

Se acercó con sigilo después de cerrar la puerta tras de sí. En penumbras, le costó distinguir el rostro de Francia rendido al sueño. Lo envidió por haber logrado dormirse sin esperar nada extraordinario esa noche, por no tener pensamientos traicioneros sobre ellos, por no crearse escenarios mentirosos al respecto. Ingenuo sobre la amenaza que se cernía, Francia dormitaba como si no hubiera esperado a Inglaterra ni por un segundo.

Inglaterra pensó en qué hacer ahora. Fue ceder ante las ganas de aprovecharse, en disfrute de una venganza con poco sentido. Se agachó, le bajó el cuello del pijama, y con sus labios probó la carne expuesta. Controló el movimiento del recién despertado, susurrándole sonidos inconexos hasta conseguir calmarlo. Francia, entendiendo lo que ocurría, expuso su cuello de manera que Inglaterra, si quería, pudiera instalarse el resto de la noche sobre él.

—Ven —le dijo—. A mi lado.

Inglaterra le obedeció. Una vez en la cama, recibió una avalancha de besos en el rostro que no tuvieron intenciones de continuar por mucho tiempo. Francia le abrazó, mirándole a los ojos fijamente. Inglaterra se sentía cohibido, demasiado expuesto ante la observancia escrutadora de un individuo que parecía querer reclamarlo con sus besos. No, más bien, de su enemigo, de aquella rana odiosa que le volvía la vida imposible.

—¿No te piensas mover? —le reprochó Inglaterra, cuando sintió que sus mejillas ardían demasiado para agrado de su honor.

—No. Hoy quiero dormir. De verdad.

Inglaterra soltó un bufido, quitándose el brazo de Francia.

—¿Te molesta demasiado que hoy no quiera tener sexo contigo?

—Me da igual.

—Entiendo, pero a mí no. ¿Te irás? Si lo haces eres un injusto.

—No tengo otro motivo para quedarme.

—Cúmpleme un deseo, eres el anfitrión y no debes faltas a las normas.

—Tú no entras dentro de las normas.

Francia le sonrió, imposiblemente encantado. Inglaterra no entendía esa clase de masoquismo suyo, ¿cómo ser feliz si no le daba motivos para serlo?

—Quiero dormir contigo —le reveló por fin—. Por favor, como novedad del siglo.

—Qué ridículo —repuso Inglaterra.

No se movió, en su lugar dejó a Francia volverle a colocar el brazo en su cintura. Le sorprendió que el hombre se durmiera tan rápido. Le dio pereza levantarse e irse, por lo que siguió en la misma posición; tal vez más cercano a Francia, de modo que pudiera oler su aliento y esa fragancia floral de perfumería. Antes de cerrar los ojos, le rozó los labios.

Mañana tendría que inventarse una buena excusa para su comportamiento.


Apenas despertarse, lo primero que hizo fue pensar en una explicación para lo ocurrido. Pensó en hacerse el dormido por más tiempo y luego declararse demente. Al mirar con los ojos entreabiertos, descubrió que Francia no estaba en la cama, tampoco en la habitación. ¿Ya se habría levantado?

Después de un tiempo sin que apareciera, Inglaterra se levantó y fue a la sala, luego a la cocina, sin encontrarlo. También revisó el resto de las habitaciones, obteniendo el mismo resultado.

Se había ido sin despedirse. Sin darle oportunidad de justificar la locura momentánea de anoche, provocada por el sueño y el soportar a Estados Unidos todo un día. Sí, esa hubiera sido una buena excusa si acaso alguien le preguntara ahora.


A Francia le gustaba trabajar como mesero. Inventarse otra identidad, otra vida, toda una historia para sus supuestos veintiséis años. En ocasiones era un estudiante de literatura de la universidad de París con necesidad de pagarse el alquiler, en otras era un artista que necesitaba algo de dinero mientras que se descubrían sus obras, en otras era un millonario incógnito que le gustaba atender a las personas y regalar dulces a las señoritas. Y ¿ahora quién sería?

Mientras pensaba, la seña de un individuo le llamó la atención. Estaba en la mesa número tres, que era territorio de otro compañero de trabajo. Pese a esto, se le acercó. Le había ganado la curiosidad. Era un hombre no muy alto, de cabello negro y precioso, tez blanca y unos ojos verdes como las esmeraldas. Sí, Francia siempre había tenido una debilidad; además, nunca le había importado caer en ella una y otra vez.

—¿En qué le puedo servir, señor?

—Un café negro y un soufflé de fresas —le dijo el hombre. Tenía voz de persona ilustrada, culta, el tono que adoraba escuchar sin importar de qué tema se hablara. Tal vez estuviera dedicado a las artes.

No tenía acento inglés, sin embargo; parecía francés de nacimiento.

—En seguida, señor…

—Llámeme Henry —soltó el hombre antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Se quedó azorado, seguramente preguntándose por qué le decía su nombre a un mesero desconocido.

Y guapo, agregó Francia.

—Bien, Henry, en un momento. —Le guiñó un ojo antes de irse con el pedido.

Al regresar, no sólo traía el pedido, sino que había envuelto un dulce para llevar.

—Eh, ¿y eso? —señaló Henry.

—Un regalo. Lo obsequio a todo cliente que me guste.

—Vaya, gracias. ¿Es tu café?

—No, pero soy muy amigo del dueño. Trabajo por distraerme. En realidad… —y pensó rápidamente la primera mentira—… soy editor.

—Vaya, ¿sí?

—He trabajado con Mansour y Gérard Genette. Ahora estoy muy ocupado con la traducción de una saga inglesa de fantasía. ¿Te gusta…?

—¿Leer? Un poco. Pero me voy más hacia las novelas históricas.

—Ya veo. Entonces, ¿no crees en la magia?

—¿En?

—Como no te inclinas por la fantasía…

—Eso tiene poco que ver. De todas formas, la magia es muy subjetiva —le dijo Henry, tomándose el asunto más en serio de lo que Francia había esperado—. Yo puedo decidir ahora que este momento es mágico.

—¿Y lo es? —Francia le sonrió, sosteniéndole la mirada.

Lejos de apenarse, Henry le respondió:

—No me has dicho tu nombre.

Francis pensó rápidamente un nombre. Por un momento se le ocurrió ser un Dominique, o tal vez un Gustave o un Charles o un Yves. Sin embargo, las palabras le salieron solas:

—Francis Bonnefoy.


Notas: et c'est tout! Gracias por haber leído hasta aquí. Esto va para la pequeña desagradecida que ha dicho que no sé hacer regalos, aquí tienes tu Henry. Quise dejarlo para el final porque mi objetivo con esta historia era dejar un final abierto donde nada entre Francia e Inglaterra se aclare. Para casarlos en matrimonio ya están mis otras historias.

¡Nos vemos! Y mil gracias por comentar y leer y estar aquí.