Los personajes son de Meyer.

EPILOGO

FALSAS APARIENCIAS


Esperó, desde el amanecer, que ella llegara; ansioso como un niño pequeño, Edward Cullen —un hombre transformado por el mar y la violencia— era, en aquella esquina de Bermondsey Street, un hombre asustado y repleto de dudas, angustiado por lo que debía enfrentar… ¿Y, si ella no lo perdonase? ¿Y, si su esposa ya no lo era de corazón? ¿Y, si Isabella Swan ya lo había olvidado? ¿Si otro hombre calentaba su cama y era dueño de los gemidos, besos, cuerpo, piel y esencia de aquella mujer? ¡Dios! tanta aventura, tanta sangre, tanta fuerza aprendida en aquellos siete años y no era nada pensando que el amor de su vida simplemente había decidido pasar la página y que él solo seria en la memoria de su mujer un capítulo intrascendente que ella ya había olvidado. Furia ciega corría por su cuerpo ¡No! Isabella no podía olvidarlo, no debía hacerlo. Él no podía ser para ella una post data al final de una carta cuando, para él, era todo, ¡toda! Sí, sabía que había cometido un error; sí, entendía el terrible acto de haber sido infiel, pero sangre corrió por semejante afrenta, la sangre que derramó en lágrimas y suspiros.

¡Perdóname, bruja! Todo lo que soy, todo lo que tengo es para que me dejes respirar tu aire.

Suspiró profundamente y el aire de Londres atacó sus pulmones, tantos años de país en país y de puerto en puerto y la atmosfera de aquella ciudad siempre sería reconocible, era única y especial; sin embargo, en la noche, cuando desembarcó, inmediatamente se sintió fuera de lugar, su alma y su corazón, que era su esposa y su hijo, estaban aquí —llevó sus manos a la boca para calentarse—, así que ignoró su incomodidad y con la absoluta certeza de que si Isabella no lo perdonaba se instaría en Londres a rogar por su misericordia, siguió con plan, su mujer valía la pena, su hijo… ¡mucho más!

Había dejado sus pertenencias en una posada del puerto, traía dinero, oro y joyas escondidas en su equipaje de simple fogonero de barco ¿Quién podría creer que aquel hombre rudo, de pocas palabras y con un extraño acento ronco tenía esa pequeña fortuna en aquella bolsa marinera? No le importaba que le robasen, el único real tesoro para él —Edward Cullen, un nuevo millonario de las colonias— era su guardapelo, el retrato de una mujer hermosa y un viejo libro de poemas. Millones de libras y él habría matado a quien se atreviera a tocar sus adorados tesoros.

Quería correr a la antigua paterna de su mujer y derribar las puertas y gritar como una bestia ¡He llegado, bruja! ¡Vengo por ti, y por mis hijos! ¡Vengo por lo que es mío! Pero, a un paso de la gran mansión, se detuvo. El hombre que desolló vivo a sus enemigos dudó y la sombra del miedo que siempre lo acompañó desde Shanghái se presentó una vez más ¿y, si aquella ya no era su casa? En realidad, nunca lo fue, vivió ahí durante sus años de matrimonio, pero…. ¿y, si su hijo no lo llama padre? Desesperado por una señal, observó la ventana donde estaba la habitación principal y esperó… esperó algo, cualquier cosa, una cortina descorrida o la luz que dijese que ella rondaba por allí, algo… algo, pero no, eran las cuatro de la mañana y todos dormían. A su memoria llegaron los recuerdos de ambos en aquella habitación, el olor de Isabella, su presencia mientras cepillaba una y otra vez su cabello oscuro en un ritual que él adoraba y la sensación que le provocaba el lento y tortuoso quitar de cada una de las detestables prendas que se interponían entre la blanca piel y su lujuriosa mirada ¡oh bruja, bruja!

Cinco de la madrugada, a esa hora precisamente él despertaba ansioso y deslizaba su mano por el cuerpo de ella y esperaba que entre el sueño y el deseo, respondiera húmeda a su toque. ¡Cómo le atormenta pensar en aquel pequeño cofre oscuro y sedoso donde en las mañanas, solía refugiar su lengua y su verga!

Nostalgia de sexo, de fornicación y de ternura, pero la casa estaba en tinieblas y todos allí dormían sin saber que era un hombre que había regresado de la muerte y que como fantasma rondaba la casa.

Con los hombros abajo, Edward desanduvo los pasos, con la carga de pensar que ya no tenía derecho a estar respirando el aire de su familia. A su corazón llegó ese terror que no lo había abandonado en todos los años que pasó lejos de ella ¿Y, si él era pasado? Como hombre aventurero —y con muchas culpas cargando a su espalda— sabía que el pasado debía quedarse atrás, rezagado del futuro sin derecho a nada.

Con ojos de hombre de alma vieja caminó por esa ciudad que ahora le parecía extraña y el cambio en ella no le fue indiferente, era mucho más peligrosa, incierta y repleta de ojos resignados y espíritus sin esperanzas… ya no era la misma ciudad donde nació. No era que sintiera nostalgia por las calles y mansiones donde el viejo bastardo, truhan, burlador, tahúr y vanidoso hombre que pasó por encima de todos para así satisfacer su hambre, no, sentía nostalgia por el hogar y por todos aquellos lugares donde fue hijo, hermano, esposo y, aunque fuese por pocas horas, padre.

Con el alma transformada, este Edward Anthony Cullen del presente le hace una reverencia al del pasado que lo obligó a salir del país paterno y adentrarse en un mundo donde se probó que podía ser algo más. Sí, tenía miedo. Sí, podía haber sido olvidado, pero su naturaleza bastarda no le permitía rendirse. Su mujer y su familia eran el mejor aliciente, siempre lo fueron y ahora con siete años de toda esa experiencia salvaje, al fin lo entiende.

Entre calle y calle sintió los pasos de dos hombres que lo seguían, sonrió y desaceleró sus pasos, los hombres —dos jóvenes ladrones— se atravesaron en su camino, pero el rostro del viejo marino curtido por el sol y los ojos verdes oscuros, frenaron sus pasos.

— ¿Buscan algo, caballeros? —el tono trueno de aquella voz que en cada sonido traía consigo peligro funesto hicieron que los dos chicos bisoños se asustaran.

— No señor, no son horas de andar por la calle.

— ¿No? —la mueca torcida, que ya carecía del aspecto guasón de su juventud, a la luz de los treinta y ocho años y batallas sin honor apareció siniestramente en su rostro— yo andaba estas calles cuando los dos mamaban teta de su madre —en un movimiento ágil sacó un cuchillo de su faja— ¡largo!

No terminaba pronunciar la última vocal cuando los dos mozalbetes salieron corriendo calle arriba, sonrió con gesto cansado y continuó su camino. El Big Ben anunciaba las seis de la mañana y se apostó en la esquina de la calle industrial, esperando que Isabella apareciera.

A la media hora, el cambio de turno animó la calle con el barullo de los trabajadores que entraban y salían, con la gorra de marino que le cubría la cabeza Edward miraba ávido a cada uno, años antes esas personas no habrían tenido nada en común con el lord, ahora él los conocía muy bien, gente trabajadora, quienes a pesar de lo duro del día agradecían sobrevivir y tener fuerza para enfrentar la jornada.

Escuchó a dos hombres discutir:

— ¡No puedes tomar decisiones de esa forma!

— ¡Me importa una mierda, chico! he estado aquí durante años y si la patrona respeta mi trabajo, debe entender que tengo razón.

Edward alarga su cuerpo, «la patrona», se siente orgulloso de eso.

— Actúas como el puto dueño de todo, O´Higgins, y eso es un error, sabes que ella odia que la traten como si fuera una estúpida, tú más que nadie debe saber que madame es una dama que no hace concesiones, puede que tengas razón sobre los despidos, pero ella es la dueña y tú y yo solo somos simples empleados.

— ¡No me vengas con esas mierdas, Colin! Aquí todos sabemos que volviste tan solo porque quieres estar bajo su falda.

Un fuego de celos venenosos corrió por el cuerpo de Edward, instantáneamente clavó sus ojos en el chico, lo odió de muerte, los odió a los dos, al viejo por ser un perro infeliz irrespetuoso; al joven, por eso: por ser joven, alto, hermoso, por no tener cicatrices, muertes, sangre en sus manos, porque estaba allí a su lado, porque la apoyaba, odiaba al chico por estar ahí cuando él no.

Iba a dar un paso y enfrentar a los dos, pero el trote de los caballos de un carruaje lo detuvo. Los latidos de su corazón en los oídos le marcaron los segundos, escondió su enorme anatomía en la esquina y esperó. Una mano blanca enguantada fue lo primero que apareció, golpeaba la puerta del carruaje y supo que era ella, igual de impaciente y voraz como la dejó. El chico corrió hasta el carruaje y se estacionó frente a la puerta, a esperar que ella bajara, obstruyendo la vista de Edward.

— ¡Quítate chico! ¡Yo la vi primero! —resopló entre dientes.

La mano enguantada se convirtió en un hermoso brazo alargado que tomó contacto con la mano del chico, juró por todos los diablos que un poco más de confianza y cercenaría la mano de ese hombre con su cuchillo, el pie de Isabella se apoyó en el escalón del coche y ostentando un delicado botín blanco, lleno de botones, cordones y encajes, pisó con fuerza, un segundo, dos segundos y su mujer se mostró en su plenitud. Edward Cullen, el marinero quien vio las puestas de sol en el desierto del Sahara y en Hong Kong, que había amanecido en las playas turquesas de la Polinesia, nunca había visto nada como eso: su esposa, Isabella Cullen, resplandeciente, vestida con un maravilloso traje de seda y encaje y llena de vida, estaba allí y la vida fue eterna en respirar muy corto

Bebió de ella y el fuego, la necesidad, la vulnerabilidad que sentía se convirtió en un dolor profundo, una quemazón que hizo arder más aún la cicatriz aciaga de la separación.

— ¡Mírame, mi amor! ¡Mírame! ¡Voltea hacia mí! ¡Estoy aquí! ¡He regresado!

Decía más para él que para ella, que siguió hacia adelante mientras los dos idiotas farfullaban y discutían, siguiéndola. Por un segundo, el rostro de su mujer reflejó un gesto particular, él sabía leer aquella cara y lo que vio fue desencanto.

Quiso sacar un cigarrillo, pero se juró que no lo haría, quería estar limpio, con olor de mar. Contó sus latidos, esperó diez minutos, tenía miedo del rechazo pero era hora de empezar de nuevo, si ella se negaba, él insistiría, si su boca decía que no, él la obligaría, si ella no lo amaba él, malditamente, daría su sangre para volver a conquistarla.

Dio un paso y al verla en todo su esplendor no hubo dudas, era de nuevo el jugador, y estaba jugándose su vida. Pero su esposa era una gata, sacó sus garras y las enterró en él, de su lengua salió palabras que lo lastimaban, escuchó de su soledad, de su vacio y de sus luchas, él también estuvo solo, él también estuvo medio muerto, sin embargo allí estaba ella, siendo madre, hermana y mujer en un mundo de fin de siglo, mucho más peligrosa que las selvas oscuras del Congo.

Acepto cada puño, gustoso permitió que ella lo arañase y que se negara a abrazarlo, la alzó con fuerza mientras ella golpeaba su pecho y cara, qué importaba, algo en esa pasión de odio le decía que Isabella estaba allí, su bruja caprichosa seguía amándolo, seguía sintiendo ese ímpetu que los había unido a pesar de todo, golpe a golpe, arañazo en arañazo, estaba de nuevo a su lado, sintiendo como ella respiraba, como vivía, como a fuego y rabia le permitía sentir que todo lo hecho no fue en balde, que su odisea de siete años valió la pena.

Cerca, tan cerca, solo quería tocarla, olerla, solo eso importaba, necesitaba su perfume para borrar el olor a barracas de barco, a la mierda que se adhería a la madera y a sus huesos, borrar el olor de muerte en la selva y de carne podrida, el olor de hombres apilados en una bodega, el olor a sudor, orines y comida roída por las ratas. Olerla de nuevo fue su último deseo como moribundo, sentir otra vez su piel, aunque sea en un pequeño roce, fue su recompensa soñada en medio del delirio, y ahora, estaba tan cerca: seda y encaje, almohadas limpias, tela vaporosa, jabón de rosas, olor del hijo, a hogaza, a vino dulce, el olor del amor cálido, suave. Toda esa mixtura de olores que lo guiaron entre la podredumbre y que a pesar de descansar en los senos de una niña virgen, persistió obstinadamente.

Tenía que besarla, tenía que descansar su peregrinar en el hombro de su amada y atrapar con sus labios la vena azul preciosa que palpita en su albo cuello. Estaba en Ítaca, con su boca sobre su piel y la nariz inundada con el perfume de mujer amada.

¡Dios! ¡Estaba allí!

Él, marinero de aguas salvajes, no pudo controlar su emoción, tembló como niño pequeño y se puso a llorar.

— Estoy en casa, mi amor… solo déjame llegar. He regresado de la muerte Isabella, perdóname y déjame llegar.

El corazón de ambos latía con fuerza; por siete años fueron dos vagabundos desesperados por volver, dos errabundos que dejaron de serlo y estaban de nuevo donde debían estar: en la piel del otro. Pero había siete años entre ambos que —aún con el hambre, el amor y el deseo que los desbordaban— no eran fáciles del ignorar; el tiempo y la distancia los habían transformado, crecido y madurado.

Isabella se separó de él lo miró directamente a los ojos y se tomó un segundo para observarlos, eran los mismos que ella amaba, pero tenían un cariz oscuro y peligroso y estaban rojos por el llanto, era un hombre indefenso y ella tembló. Sabe que debe perdonarlo porque no hay otro camino, lo ama desesperadamente y ni el tiempo ni la distancia fueron capaces de empequeñecer su sentimiento, pero su infidelidad con You fue una herida mortal y dejaría ser la hembra que era si la dejaba pasar; pero además, quiere conocer a este nuevo Edward, escuchar de su boca todo lo que tiene que decir, mirar los tres puntos dorados que bordan su iris verde mientras le diga que la niña virgen fue el clavo ardiendo al cual se aferró para no caer al infierno y que nunca la dejó de amar.

— ¿Me amas aún, Isabella?

Ella retira la mirada, pone su mano en el hombro de él y lo aparta.

— No es tiempo de hablar de amor, Edward.

Intenta apartarse pero no puede, no es que la aprisione o que su estatura y presencia agresiva la amilane, es algo más simple: Edward está allí y no quiere moverse.

Levanta su cara y lo enfrenta, sabe que es peligroso, más bien contraproducente, tenerlo a un suspiro de distancia, luciendo bronceado, con su barba más rubia y luciendo orgulloso el arañazo que le dio en la lucha previa, es perjudicial para su decisión de castigarlo hasta quedar satisfecha.

Edward bufa impaciente —ella le brinda una silenciosa observación—, está desesperado pero debe tener paciencia, lo sabe.

— No puedes evitar que te diga que te amo, Bella —su voz es ronca, producto de un hombre que parece que no habla en mucho tiempo— entiendo tu rabia hacia mí, puedo —da un paso ciego hacia atrás y respira violentamente— entender que tu… ya no sientas lo mismo, pero eso no me detiene para decirte que sigo amándote igual o más que antes.

Es ella la que llora ahora, parte de su culpa hacia él es haber evitado mostrarse vulnerable y humana frente a su esposo.

— No quiero hablar ahora, Edward.

— ¡Debemos hablar, Isabella! —su nombre suena desgarrado— no puedo respirar en este momento cuando tienes mi corazón en tus manos.

— No podemos ser egoísta, Edward. Ya no somos esas dos personas que vivían el uno para el otro, tenemos una familia en que pensar.

Él sonríe y su respiración se detiene.

— ¿Tenemos? —y la pregunta sale de él llena de esperanza.

— Tenemos.

Su cuerpo se mueve rápido y arrincona a su esposa contra la pared, el tigre salvaje que vive en él, el hombre de mar que devora todo a su paso está en estado latente y salta porque desea tomar lo que le pertenece.

— Quiero besarte, bruja —se acerca a su boca a milímetros de ella, Bella y su boca sabia y devoradora ¡Demonios! Tiene la maldita nostalgia del hombre que hace años no ha tocado un cuerpo caliente y desnudo, hambre es lo único que tiene y siente que va explotar en cada maldito poro.

— No.

La sombra enorme de su esposo que parece que obnubila el sol la absorbe, se siente pequeña y esa nueva Isabella que quiere ser mimada y descansar le encanta aquel enorme animal marino que está frente a ella. Pero opta por ser cuidadosa, su corazón está en juego y el de sus pequeños igual. Sin embargo todo su cuerpo palpita y se contrae.

— ¡Por favor!

— Necesito trabajar, tengo un problema aquí, te veré a las tres de la tarde en casa, debo preparar a los niños para tu llegada.

— ¡Mis niños! —la alegría lo posee— ¿ellos saben de mí?

— No soy tan cruel, Edward Cullen, tus hijos te han esperado desde que tienen uso de razón, Edward hijo solo pregunta cuando volverás.

—¿Me ama, Isabella?

Bella solloza.

— Desesperadamente.

A la media hora Isabella discute acaloradamente con O´Higgins quien no da el brazo a torcer, pero Bella llena de fuego hace valer su jefatura y su dominio, Colin la observa maliciosa y melancólicamente, sabe que en unos días se irá de allí, no pregunta nada, se hace a su lado y apoya su decisión. El viejo O´Higgins sale furioso de la oficina, blasfemando a su paso entre dientes. Colin se queda junto a ella.

— ¿Su esposo, ama?

Ella asiente con vehemencia, se muerde los labios y camina nerviosa por el lugar.

— Está afuera.

Bella para su movimiento errático y con el gesto de su rostro pregunta.

— Se ofreció a ayudar a descargar los hilos y el algodón que llegó ayer desde Edimburgo, dijo que no era problema para él.

Corre hacia la ventana del piso superior de la fábrica, desde allí puede ver casi todo lo que pasa y checar como el ama que es, lo que ocurre en su propiedad, descorre un poco la cortina y lo busca hambrienta con su mirada.

Se ha quitado la chaqueta, y la gorra de marinero, ha levantado las mangas de su camisa negra, desde lejos ve la tinta, no puede definir que ahí allí pero presiente que cada dibujo está teñido en sangre, su cabello es largo, sin el rojizo que ella amaba, ahora es rubio, tostado por el sol, como su piel, sus músculos se han anchado y su estatura parece elevarse unos cinco o seis centímetros más de lo que recordaba, es enorme, es un titán y ha bajado desde su montaña de fuerza, riqueza lograda a puños y ayuda a los hombres a bajar la carga, lo hace con humildad, no lo hace para que ella lo vea, lo hace porque presiente que ese hombre nuevo ama trabajar. Toma su pañuelo y se lo lleva a su cara, Colin está tras ella, y como la vez que lo conoció ella va a su pecho y llora, Edward está de vuelta y está vivo ¡vivo, finalmente!


Rosalie está apostada en la puerta, quiere gritar, sus rezos han dado frutos, su amado hermano ha regresado y quiere abrazarlo, abrazarlo tan fuerte y escuchar su voz. Los niños gritan por toda la casa, Edward hijo pregunta todo el tiempo, acompaña a su tía y corre donde su madre quien está sentada en la enorme oficina fingiendo estoicismo, Annie pelea con su nana quien le ha puesto un vestido de niña con cintas de colores, los odia, pero por su padre hace el sacrificio, quiere que él la vea bonita, tío Eleazar estaría orgulloso de ella, le compra cosas que ella no usa porque le molestan para jugar, pero hoy luce todo: joyas, ropa y zapatos traídos de Paris.

Todos esperan.

El timbre de la enorme mansión se escucha, Rosalie toma las manos de sus hijos Carlisle y Archibald, acalla un grito y quiere correr para ella abrir la puerta, mas Isabella parada en la puerta da la orden tácita que debe ser alguien de la servidumbre que abra. La joven Melisa, la nana de los niños va hacia la puerta, tiene miedo, ha escuchado sobre Milord miles de historias y no sabe qué esperar. Abre y se queda paralizada, Rosalie no espera y camina rauda hasta la puerta, no puede evitarlo grita de alegría y se lanza hacia los brazos de su amado hermano.

— Ya estoy aquí querida, tranquila, ya estoy aquí.

Rose no puede hablar, solo lo abraza fuertemente.

— Hermana —le susurra dulcemente mientras la abraza— ¿crees que puedo entrar?

Rose desanuda el abrazo, se cuelga de él y lo arrastra dentro de la sala principal, los niños McCarthy se quedan mirándolo asombrados, a ninguno de los dos les parece real.

Edward hijo y Annie están tras el vestido de Bella, están deseosos de verlo, pero la emoción y el temor de ver por primera vez a su padre los hizo ubicarse un engañoso segundo plano, bajo la protección de su madre.

Isabella da una orden a su corazón, vestido de frac negro —ya no con la ropa de trabajador— está el hombre dueño de una fortuna más grande que la de ella, esplendido y majestuoso, no deja dudas que sigue amando las joyas, su chaleco de seda está cruzado por tres elaboradas cadenas de oro y en su dedo anular luce un enorme anillo de oro repleto de diamantes y no su anillo de bodas. Aun así, el pelo largo y su barba poblada dice que el marino sigue allí.

— Madam —hace una venia y sonríe dulcemente.

Bella quiere golpearlo ¡hijo de puta! El muy maldito sabe que ella lo ama, siempre lo ha sabido. ¡Bastardo!

Los cuatro niños tienen la boca abierta, Edward hijo zamarrea las faldas de su madre y mira a su padre entre desafiante y curioso.

— Edward hijo, Annie, saluden a su padre.

Los dos niños de siete años contienen su respiración y abren desmesuradamente sus ojos. Annie no es tímida, se enamoró del gigante apenas lo vio, no resistió los ojos verdes coquetos que le hicieron un guiño y se dejó seducir; le grita padre con todo sus fuerzas y se lanza sin miramientos hacia el hombre que la abraza con unción.

— Hola pequeña —la aleja para mirarla— eres una hermosa, una muy hermosa niña

Annie da una vuelta sobre sí misma.

— ¿Te gusta mi vestido, padre?

— Bellísimo.

Annie entonces piensa que debe ponerse más de aquellos trapos, a su padre le ha gustado. Vuelve y lo abraza, Edward mira por encima del hombro a su contrincante, su hijo.

— ¿No vas a saludar a tu padre, chico?

— No tienes una pata de palo —el niño contesta serio.

— No, no la tengo, querido —carga a Annie y camina a dos pasos de su esposa.

— Ni un parche tampoco —insiste Edward hijo.

— No.

— Entonces, no eres un pirata, señor.

Edward contiene una carcajada.

— Pero tengo tatuajes.

El niño abandona su cara adusta y solo es un niño fascinado, parpadea eufórico.

— ¿De verdad?

— Sí.

— ¿Heridas de fechas y lanzas?

Una sombra oscura pasa por el rostro de ambos padres, el niño solo tiene siete años, no tiene porque saber que aquellas son signos de guerra.

— Varias.

— ¡Grandioso! ¿Me las muestras, padre? —el niño pide permiso a su madre para acercarse, Isabella asiente.

Y como si eso hubiera sido suficiente, el niño se lanza hacia el padre y abraza sus piernas con fuerza, Edward padre resiste el embate del chico. Le parece enorme y poderoso, repleto de la madre y de él; en silencio, da las gracias a su esposa porque el hijo no lo ve como un desconocido.

A los minutos los cuatro niños saltan a su lado, Annie se acomoda sobre sus piernas y Edward hijo se coloca bajo su brazo.

— ¿Es verdad, padre, que existen hombres de un solo ojo? ¿Has visto elefantes? ¿Jirafas? ¿Piratas? ¿Viste los hombres de piel roja padre? ¿Gorilas? ¿Me llevaras a ver las ballenas? ¿Sí?

Los niños le cuentan sus pequeñas hazañas, Archibald —el más pequeño— lo abraza por el cuello y Annie lo trata de soltar; Carlisle, que es muy callado, mira fascinado las enormes manos, el tío desenreda su cabello y el niño sonríe; su viejo padre está allí, en su sobrino, pero es su hijo bullicioso es quien lo absorbe; en una hora, le ha traído juguetes, su colección de canicas, las fotos que su madre le ha tomado por años, sus libros favoritos, le cuenta que ya sabe montar un potrillo enorme, y que sueña con que algún día el viejo y poderoso Thunder le permita cabalgarlo.

En medio de aquel monologo, Edward hijo se lanza sobre su padre marinero de oscuros océanos y besa su mejilla, el acto es inocente, inconsciente, su padre se tensa, mira a la esposa y a la hermana, y tiembla. Las mujeres se ponen en alerta, Rose toma la palabra.

— Niños dejen descansar a nuestro visitante, ustedes son más peligrosos que todas esas aventuras de ultramar ¡lo matarán con tantas preguntas!

Los cuatro ponen caras adustas y tristes, Edward quiere hacer una pataleta, y toma el brazo de su padre.

— ¡No!

— Vamos a cenar, hijo.

— Pero, padre debe cenar también ¿no es así?

Edward se levanta, decide que no puede imponerse, allí manda su mujer, sin embargo ella ve a los niños que no quieren desprenderse de aquel ser que parece venido de otro mundo, ella tampoco quiere.

— Cena con nosotros, Edward.

— ¡Sí! —gritan todos.

— ¿Tu equipaje, papá?

Annie mira hacia la puerta.

— Está en el hotel.

— ¿Por qué? Esta es tu casa ¿no es así, mami?

Isabella no contesta, solo alienta a los niños a lavarse las manos y sentarse a la mesa. Nunca los había visto más felices, la casa está llena de luz, siempre cuando él estaba allí la casa era música, alegría y de grandes y sonoras carcajadas.

La cabecera de la mesa principal por siete años ha sido ocupada por Isabella y era la que decía quien se sentaba a ella y por amor a su hijo, invita al padre. Él no acepta al principio, pero cede ante el ruego que madam le hace con la mirada, su rebeldía de hombre soberbio no puede negar la decepción en su alma, quiere estar sentado allí porque Isabella Cullen lo reconoce como el jefe del hogar, no como una cortesía de amor por su pequeño.

Los niños marchan bulliciosos a lavarse las manos, Rosalie feliz los acompaña, ella se queda sola con el hombre.

— Siempre me he preguntado cómo haces para que todos giren a tu alrededor.

Quiere seducirla, va hacia ella y corre la silla, ella acepta la cortesía, y al hacerlo la nariz de él está pegada a su cuello.

— Porque soy fascinante, amor mío.

— El tiempo no hizo mella en tu arrogancia.

— Sí, pero arrogante y todo, soy tu esclavo —ríe sobre la piel de su esposa—gracias Bella, tengo dos hermosos hijos.

Ella voltea y queda frente al rostro que la mira sobre los hombros, huele delicioso, a una costosa loción que ella no logra calificar.

— Están hechizados contigo.

— No más que yo, son inteligentes, ambos. Annie es tan dulce, desde el cielo, sus padres nos lo agradecen, mi amor.

Se conectan y ven a los amigos muertos.

— Lo sé.

— Y el chico es maravilloso, eres toda una leona y una grandiosa madre, como siempre quisiste.

Sin que ella le de permiso, besa su cabello, y por segundos aspira el olor del cabello, cierra los ojos y descansa en aquella emoción.

— Pensar en tu cabello me hizo sobrevivir.

La cena fue divertida, la enorme mesa del comedor hizo que la casa vibrara de nuevo, los formalismo a la hora de sentarse en la mesa hacía mucho tiempo que se habían desterrado en esa casa y los niños compartían con los adultos por igual, pero el padre, con su arte para contar historias narró sus aventuras en lugares magníficos y transformó la mesa en un mágico teatro donde un cazador de ballenas —él— persiguió por el Pacífico a un animal que lo hizo navegar millas tras millas y no permitió ser cazado a pesar de tener varios arpones sobre su cuerpo.

El reloj da las once de la noche, Archibald duerme en el regazo de su madre, Annie bosteza, mientras que los otros dos chiquillos hablan sin parar.

— Es hora de dormir, niños —es él quien lo dice— mañana volveré.

Annie se despierta y ladea la cabeza.

— ¿A dónde vas, papá? Tu casa es esta ¿verdad?

— ¡Sí! —el primogénito bosteza, pero afirma vehementemente— no me has mostrado tatuajes— ¿verdad que te quedas, padre?

— No puedo, vuestra madre es el ama de esta casa y ella debe autorizarlo.

Isabella quiere darle una cachetada ¡manipulador! Edward sonríe por lo bajo, sabe que ha jugado sus cartas perfectamente, los niños se han enamorado de él y Bella sería incapaz de destrozar sus corazones pequeños. Pero la verdad es que quiere despertarse por fin en su casa y con las voces infantiles de sus hijos.

— ¿Mami?

— ¿Puedo quedarme, Isabella? —le guiña un ojo divertido.

Bella lo acuchilla con la mirada, pero da su brazo a torcer cuando todos los niños lo rodean.

— Puedes, Edward, esta es tu casa.

A la media hora los chicos están en sus habitaciones, le han pedido un beso de buenas noches y se van felices y exhaustos a la cama.

— Estoy tan feliz, querido, de que estés aquí —Rosalie se abstrajo a un plano discreto durante la velada para que los niños disfrutaran del viajero— cada noche rezaba por ti, porque estuvieras bien… vivo.

Lo abrazo de nuevo.

— Tus rezos funcionaron hermana, Dios estuvo conmigo siempre, aún en los peores momentos.

— Me da miedo pensar en lo que debes haber vivido ¡tanto miedo! ¿fue terrible?

Edward calla, no quiere contarle nada de lo que vivió en otras tierras, quiere que su hermana sea inocente, no desea que escuche en lo que se convirtió.

— Pero estoy aquí, Rosalie y no pienso volverme a apartar de ninguno de ustedes.

Isabella da el último vistazo a los hijos en sus camas, Rosalie la señala con la cabeza, sabe que entre los esposos hay siete años de diferencia y una cantidad de soledad que lo ha ahogado.

— Eres un luchador, hermano. Ella te ha amado con locura, tuve que detenerla para que no fuera tras de ti. Ten paciencia, es dura, lo sabes, pero creo que está feliz hasta el llanto porque has regresado —da un beso al hermano y se retira a sus habitaciones.

Edward espera en el pasillo a que Isabella salga de la habitación de Annie, la luz es tenue pero puede reconocer objetos que adornaron su estancia en aquella casa.

— Tu habitación está lista, Milord.

— No soy Milord, Isabella, soy Edward.

— Rosalie se desvivió para que tu antigua habitación estuviese lista.

— Mi habitación es donde duermes tú

Isabella frunce el ceño y aprieta su mandíbula terca.

— No quiero que mis hijos me odien…

No pudo terminar la frase, la mano de Edward se levanta y recorre con la punta de los dedos su rostro, dibuja lentamente el contorno de sus labios… respira con dificultad. Hay necesidad en ese toque.

Soledad de años.

Tiempos perdidos.

Melancolía.

Pasión.

Ruego.

Necesidad de perdón.

— No te engañes, bruja de mi corazón, tú eres el héroe aquí, ellos te aman como la reina que eres.

— Soy solo su madre.

— Y eso es todo, amor mío.

Bella se adelanta hacia el cuarto principal, Edward la ve alejarse, espera una señal de amor y perdón que lo invite a su cama, a su cuerpo, a su piel, pero ella no lo hace.

— Buenas noches, Edward.

— Buenas noches madam, sueña conmigo… yo siempre sueño contigo.

Bella abre la puerta de su habitación y la traspasa en silencio y se derrumba en la soledad de aquel cuarto que fue su habitación de matrimonio, sin Edward fue una cárcel, pero con él a unas puertas de distancia, le parece mucho más frío y solitario de lo que fue, el tiempo cae en ella como un bloque de hielo, el tiempo que ha dejado tantas huellas, el silencio y la tristeza de la lejanía se siente como un cuchillo filoso que desgarra su piel, cuanto deseo guardó allí en ese lugar, cuantas lágrimas derramó en silencio, cuantas memorias escritas sobre su piel y en su corazón. Durante horas lo observó con los niños, escuchó sus palabras, vio el amor en cada gesto para sus hijos, los besos que él no guardó para ellos, parecía que quisiera tomarlos y cocerlos a su pecho, como sus manos enormes con callos oscuros del duro trabajo estaban siempre prestos a tocarlos, ese hombre precioso, un adonis perfeccionado por la libertad de la geografía y la fuerza al enfrentarse a todo.

Tiempo y dolor, sacrificios, luchas de ambos.

¿Podía ella luchar contra los años que parecían devorarlo todo? Hace años entendió que esa mujer de su juventud finalmente la había abandonado y que bajo los puentes de su existencia las aguas turbias de la vanidad habían sido purificadas, solo quedaba el dolor de la infidelidad, de que otra mujer había tenido lo que ella había ganado y que otra había gozado lo que ella clamaba con desesperación.

El tiempo.

¿Estaba ella dispuesta a envejecer siendo una mujer enamorada de un hombre que la había traicionado, pero que la amaba? ¿Estaba ella dispuesta a no ser feliz?

Si ella se había perdonado por ser esa arpía capaz de arruinar la vida de los hombres, porqué no perdonarlo a él, quien desde el momento en que ella dejo de lado la máscara de buena y decente dama, él siempre la había perdonado.

¿Quién fue el que perdonó que ella no fuese virgen?

¿Quién fue el que alabo su cuerpo y su experticia en la cama?

¿Quién fue el que la alentó a ser libre?

¿Quién le dijo que estaba orgulloso de que ella fuese una mujer con razonamientos y libertad de pensamiento?

¿Quién peleo por su honor?

¿Quién jamás dudo de que ella pudiera ser buena?

Él, solo él.

Quien se enfrentó a la muerte, a la violencia, a la sangre, al trabajo duro para ser respetado solo por ella, porque así era, siete años lejos y Edward Cullen lo único que buscaba es que ella sintiera orgullo por el esposo que había escogido, si, él, el respeto se lo dio su esposo al irse.

«— Bruja, solo quiero que te sientas orgulloso de mi, amor mío.»

Y el tiempo corría, corría sin piedad.

Londres y la niebla, y ella sola en aquella habitación estancada, sintiendo que su vida no podía ser la de una mujer que se negaba, no, ella no, ella no era así, él se lo había enseñado. Decidida caminó hacia la puerta, la abrió y llena de gozo casi grita porque su esposo estaba allí frente a ella, esperándola.

— ¿La amaste como me amaste a mí, bastardo?

— ¡Jamás mi amor! que vengan Dios y me haga un juicio y no quedara duda Isabella, que nunca he amado tan malditamente como te amo a ti, y que no lo haré en esta y en otra vida.

Con fuerza ella le da una cachetada.

— Si alguna vez intentas…

— ¡No lo hare! —la empuja hacia la habitación.

— Si alguna vez lo intentas, Edward —su tono era amenazante— voy a arrancarte la piel de y te haré cubitos.

— Moriré primero, bruja mala —toma su cintura y la arrastra hasta su pecho—ahora ¿debo pedirte permiso para besarte Isabella Cullen?

— Y si vuelve a pedirme permiso para besarme milord, dudaré si eres mi esposo.

— Entonces, jodidamente jamás lo haré.

Y la desnudó como solía hacerlo, desgarrando su ropa, quitando con su cuchillo la ignominiosa tela que lo separaba de su cuerpo, desnuda ella, pregunto si el tiempo no la había hecho poco deseable, la contestación fue una carcajada y un enterrar su lengua en su sexo hasta que ella pidió piedad, mordió sus senos y penetró con sus dedos el coño húmedo de su mujer para que él goloso después chupara su excitación, dedos duros y con callos, boca sedienta, respiración agitada.

— Como extrañe oírte gemir.

Ella, agonizante y con el cabello revuelto sobre su cara, vio como Edward se desnudaba frente a ella, su cuerpo antes limpio como el de un recién nacido, ahora a los treinta y ocho años de edad y con lo vivido era un lienzo de tatuajes y de cicatrices que lo cruzaban; una, la que estaba en su pecho, era especialmente aterradora. Bella se abalanza sobre él, en su gesto de observación Edward leyó miedo y terror.

— ¿Tish? —lo recorrió con sus manos.

— Tish —asintió.

Dio un recorrido con sus ojos por la anatomía, Edward se quedo quieto mientras las manos recorrían tatuaje a tatuaje, cicatriz a cicatriz.

— Ya no soy lo que era hace siete años.

Isabella bajo sus ojos hacia la portentosa verga que se alzaba y que chuzaba su vientre.

— No —contestó oscura— ya no lo eres —sin que él midiera el movimiento Isabella tocó su sexo— estás más hermoso que antes, bastardo —comenzó a deslizar su mano a lo largo de la longitud— ahora mi amor, eres un hombre.

— ¿Digno, madam?

Estaba que estallaba, tantos años pensando en esas manos, las manos de Isabella, de su esposa.

— Sí.

Descendió por su pecho repartiendo besos suaves o mordiendo sus tetillas con estudiada lujuria, la cicatriz fue delineada por su lengua, mientras los rugidos oscuros la excitaban. Llegó hasta su sexo y golosa, sopló sobre el glande de color rojizo que parecía estallar.

— ¡Demonios bruja! Sigues siendo fatal para mi cordura —toma su cabello y se inclina para besarla y morderla.

Pero ella, salvaje, se aleja y le da una mirada burlona, una carcajada sale de él, ella es el ama y ella debe hacer lo que su naturaleza le dicta.

— ¡Ámame, Isabella! ¡Fóllame, bruja! Yo soy tu hombre.

Y con hambre voraz, y sin miedo por los años en que no lo había hecho, madam tomó a su hombre con la boca hasta que él, salvaje, dejó salir el tigre tatuado en su pecho y desgarró su cuerpo hasta lograr que retomara a la mujer que fue, hasta lograr que Isabella finalmente aceptara ser solo la amante que se entrega a su hombre y permiten que la posea.

Al final, ella, enterrada en su pecho, sin vergüenza y sin temor a que él la viera débil, lloró como niña pequeña, como una simple mujer enamorada, feliz de saber que su esposo perdido en el mar había regresado a ella. Y aquellas lágrimas sabían a libertad.

En la tina, antes de que todos se levantaran, ella lo bañaba, con el agua caliente recorría su cuerpo y se detenía en cada uno de los grandes tatuajes y cicatrices, las tocabas y las besabas.

— ¿Vas a contarme algún día donde te las hiciste?

Edward tiene los ojos entrecerrados, su cabeza descansa sobre el respaldar de la tina, disfruta el agua caliente, el olor a jabón, las manos de su esposa y trata de no moverse por temor a que su corazón se escape. Su tranquilidad es aparente, pero está paralizado, no sabe si está soñando, tantas veces se lo imaginó que teme a que si se mueve, ella, sus hijos y su casa desaparezcan.

— Te contaré lo que quieras, pero hoy no ¡por favor, solo quiero hablar de ti! es lo único que deseo.

— Pero…

Él toma su mano y besa sus nudillos.

— Por favor, amor mío, déjame disfrutarte ¿es tan malo querer saber todo lo que tu esposa ha hecho? Tu voz es lo que quiero oír.

— Está bien —enjabona su cuerpo y el cabello— te ves muy guapo con el cabello rubio.

Edward sonríe, pasa su mano por el pequeño escote de la bata de dormir de su mujer, sus pezones están duros, los ha lastimado esa noche mordiéndolos y besándolos, desesperado por tenerla.

— Quiero pedirte algo, querido.

— Lo que quieras, dime que deseas y salgo de aquí y lo consigo, lo que desees.

Isabella se levanta, se ubica frente a frente, respira profundo y traga seco.

— Nunca vas a volverme a pedir perdón por lo de esa mujer —lo siente removerse en el agua— ¡Dios! ¡La odio! ¡La detesto! y no quiero volver a hablar de ella, ¡jamás! Y no quiero que en los relatos de tus aventuras me cuentes sobre Shanghái. Me duele, me mortifica escuchar la más mínima referencia a esa parte de tu vida. Ella murió por salvar tu vida, pero yo no le debo nada… es el costo que tuvo que pagar por meterse con mi marido.

— Lo siento…

— Shiis, estamos empezando de nuevo, conociéndonos.

— ¿Somos novios, madam? —Edward aligera la emoción, sabe que ella está perdonándolo de palabra, pero sabe que él debe esforzarse porque la herida sane.

— ¡Dios, no! lo que hicimos esta noche no es de novios milord —ambos sueltan la carcajada— solo que quiero que al volver a estar juntos, las sombras del pasado se vayan, quiero ser feliz, Edward.

— Quiero hacerte feliz a ti, a los niños, a mi familia.

—Pues, has comenzado muy bien, creo que nuestro hijo no ha dormido tan solo pensando en que te verá hoy.

— Qué hermoso chico hicimos tú y yo, brujilla.

— Nuestro pastel.

— Tenemos que pensar en cómo vamos a hacer otros, madam, porque ¡joder! ¡Qué bonitos los hacemos! —giró intempestivamente para atrapar el cuerpo de su esposa, pero ella más rápida se había levantado previniendo los desvaríos de su hombre— no escapes madam —se levanta y todo su cuerpo mojado se yergue imponente— ¡vamos, mujer! ¡Debes obedecer! —la mueca burlona apareció retándola.

Ella no quería jugar, no quería hacerse de rogar, sin embargo algo faltaba.

— Espera, Edward.

Salió corriendo, pero antes de que él fuera tras ella, Isabella traía algo en su mano.

— Es nuestro anillo de bodas, los anillos de tu padre, querido.

— ¡Los guardaste! —estaba conmovido, ese hombrón, enorme, tatuado, herido y desnudo, estaba a punto de llorar, esos seres enormes venidos de la sangre, solo ellos saben cuanta fragilidad existía en volver a ser un hombre bueno.

— ¡Póntelos, cariño!

— ¡Tú, Isabella!

Va hacia su mano, quita el anillo de diamantes que tiene en su dedo anular y lo reemplaza con la fina alianza de bodas, teme que en los dedos tan enormes no quepan los anillos que le dicen que él es Edward Cullen, pero lo hacen. Ambos se miran tímidamente.

— ¿Quieres ser mi esposo, milord?

Recuerdan que fue ella la que lo pidió en matrimonio.

— Nunca diría que no, Bella mía, ser tu esposo es la aventura más grande que me he planteado.

— No ha terminado aún.

— ¡Por supuesto que no, mujer! apenas comienza, te aseguró —se inclina y roza su mejilla con su barba cerdosa— soy un hombre que no desiste de sus empresas.

— Espero que dure muchos años.

— ¡Toda la vida! durará esta y las otras vidas que tengamos, está en nuestra sangre Bella —la levanta de su cintura, sigue siendo pequeña y delgada— Isabella Cullen-Swan estamos de luna miel, vamos a comenzar de nuevo y esta vez, no habrá nadie que me haga sentir pequeño ante ti.

Ella coloca sus manos sobre sus hombros, Edward la hace descender, Bella se cuelga de su cuello, el agua corre entre los dos.

— Te prometo que no seré yo quien te decepcione, cariño. ¡Jamás veras en mis ojos algo de desilusión! te amo como no pensé que amaría a nadie, me has hecho crecer, me hiciste tener fe en que podía ser diferente, puedo amar, puedo perdonar y puedo perdonarme a tu lado.

Ambos unen sus frentes y por segundos se quedan allí, unidos, Edward comienza el beso, que es largo y profundo, levanta a su mujer y ella anuda sus piernas alrededor de su cintura, sin despegar sus labios sale de la tina y camina hacia la habitación, se escucha las campanas, el reloj, el trote de algunos caballos, y los carboneros comenzando a vender su producto, pero allí en aquella habitación que durante siete años fue soledad y silencio se retoma la página siguiente de la historia de amor entre dos personas disolutas, rebeldes, y que nunca atendieron leyes ni costumbres, ambos, a pesar de todo, destinados a ser felices, aunque el mundo siempre dijese que no.

A las dos horas la casa era un alboroto, los niños jugaban y el padre enorme planeaba un enorme picnic un jueves en la mañana en pleno Hide Park, y con una orden perentoria, ordenó que ese día y los siguientes su mujer no trabajaría.

— ¡Joder! ¡Estamos de fiesta!

Y solo él sabía que lo decía para sí mismo.

En los días posteriores, Londres explotó con la llegada de Milord, nadie se atrevió a decir nada, el poder de la riqueza nueva y la salvaje imagen del hombre barbado, con pelo largo y vestido de frac eran el freno perfecto para cualquier comentario malintencionado. Solo cabía admirar a la feliz pareja que paseaba rodeada de sus hijos por la ciudad.

Fue padre, esposo y amante, y ¡Dios! decía madame:

— ¡Déjame descansar! estoy muriendo aquí, creo que he descubierto huesos que no tenía ¡Todos mis músculos duelen!

— ¡No seas quejica!

— Estoy vieja.

— Estás sabrosa madame y voy a comerte hasta que no quede nada de ti.

— ¿No tendrás piedad de mi?

— ¡Mierda la piedad! yo no sufro de ese puto mal, así que ¡te jodes!

— ¿Desde cuándo eres tan romántico, amor mío?

Edward empuja entre sus piernas y ella detiene el golpe en su cabeza contra el respaldar de su cama mientras muerde el hombro de su esposo para que no la oigan gritar.

— ¿Quieres escuchar palabras de amor Isabella? —dice entre cortado.

— Una mujer a veces lo necesita, tus cartas eran tan apasionadas, me gustaban.

Edward la besa mientras entra y sale de ella, detiene su empuje y la observa a fuego lento.

— Te amo, solo puedo pensar en ti, me despierto y pienso en ti; cada día y cada noche, desde que te conocí. Cuando estaba en el mar y veía las estrellas, soñaba con que tú vieras la misma que yo. El sol en África, la luna en Asia, las islas en Oceanía eras tú. En cada cosa que miraba, en cada cosa que respiraba, estabas tú. Y no es la distancia ni el tiempo, porque ahora que estoy aquí y es igual. Te amo profunda… inquebrantable… absolutamente, Isabella Cullen.

Bella se agita, muerde sus labios, él la ama, ella lo sabe, dice palabras de amor y fuego, siempre, en su oído cuando nadie lo escucha, solo que le gusta jugar con él, traer al viejo bastardo que ella ama con locura, pero que se ha transformado en padre, en buen esposo, lo quiere a él, a ese otro loco que tras la puerta sigue siendo un cínico encantador

— Bueno, marinero… espero que no me dejes así, no fastidies mientras me haces el amor haces que me enamoré más, así que si vas a torturarme ¿Por qué te detienes?

Se mueve y empuja sus caderas chocando su cuerpo contra el de su esposo, hasta hacer de la penetración algo insoportable y dolorosamente placentero. Edward aguanta un grito.

— Eres insufrible, madame ¡por supuesto que voy a castigarte! —sale de ella, y en un movimiento rápido la pone boca abajo— sostente, voy a romper esos huesos para que realmente te quejes, este culo —lo muerde con delicia— necesita ser domesticado.

— ¡Ja! Sueña, milord.

— ¿Qué es un hombre sin sueños, madam? Y soy un soñador.

— ¿Podrías dejar de decir malas palabras, Edward Cullen? Hoy tu hijo grito una blasfemia que por poco me deja sin habla.


— Deja al chico ser, Bella, ojala hubiese dicho más vulgaridades de niño, hubiera sido liberador.

— Recuerda que Annie es influenciable y que todo lo que hace tu hijo ella lo repite, no puedo pensar en ella diciendo palabrotas de marinero delante de todo el mundo.

— Cariño, te recuerdo que tienes una boquita florida, amor de mi vida.

— Bueno… yo —Isabella empequeñeció sus ojos haciendo un puchero caprichoso— ¡eres detestable, Cullen!

Ella se marchó diciendo que él había ganado con su argumento, lo escuchó carcajearse tras su espalda.

— ¡Idiota!

— ¡Te amo, mi amor!

Ella amaba su vocabulario, era a veces atronador, sobre todo en la alcoba, sin embargo Edward hijo, con siete años no sabía muy bien que significaba y se despachaba con una mierda y un joder delante de todos, sobre todo de su abuelo Charles que tosía ahogado frente al vocabulario del niño.

El viejo Swan no vio con buenos ojos el retorno del yerno, pero como todos, tuvo freno y evitó comentarlo, no quería que su arcaico culo pomposo saliera por la puerta de la casa de su hija y quedarse sin su nieto adorado. Además, aunque le costaba reconocer, Edward Cullen era el padre perfecto para su heredero porque le asegura que no sería un idiota de esos que usaba pañuelos y que decía ¡Caramba! Secretamente, estaba muy orgulloso de la descarada personalidad de Edward Cullen-Swan, su nieto.

Bella descubrió que su esposo burlón, durante el viaje, había sido reemplazado por un hombre reflexivo y más medido en sus palabras, que gusta quedarse por horas mirando por la ventana; parecía cómodo en su nueva piel y con el silencio, así que lo abrazaba con fuerza y se quedaba en su pecho, mientras él sobaba su espalda. No dejó de ser festivo —hablaba con voz fuerte y divertida con los niños—, ni paciente y amoroso con su hermana y con ella, sonreía con la facilidad y se mostraba agradecido por vivir esta segunda oportunidad.

Un día lunes su esposa le cedió el puesto en la mesa de los inversionistas y todos los accionista debieron rendirse ante la evidencia: del bastardo que nada sabía y poco le interesaban los negocios no quedaba nada.

— En unos años, las inversiones estarán de lado de la industria y de la tecnología, lo manufacturero será una industria menor, el transporte y la electricidad serán los negocios del futuro.

— Milord, los automóviles son una falacia ¿Quién va a invertir en un aparato del demonio que solo unos cuantos pueden comprar? Se necesitan nuevos y mejores caminos, transportan tan poca carga.

El viejo con antiparras lo observaba y torcía su boca.

— Esos aparatos son el futuro y les aseguro que en unos veinte años todos querrán uno, es hora de dejar de pensar en el caballo… un auto necesita menos cuidados y dedicación que ese noble animal. Nosotros, como nación fuimos los impulsores de la revolución industrial, pero nos estamos quedando atrás. Yo vengo de América, allá se están inventando nuevas cosas que cambiaron todo, incluso la manera de hacer fortuna… señores, si no arriesgamos nos quedaremos rezagados. Mi esposa y yo no queremos eso.

Isabella, sentada a un lado, se sintió orgullosa, estaba agotada de pelear con la estúpida tradición y los ojos que la miraban juzgándola; ahora, ella se permitía esa debilidad... ahora tenía un hombre que, en todos los ámbito de su vida, la respaldaba.

Y fue la tradición la que ganó, los viejos se negaron a hablar de la inversión en la nueva máquina y en el petróleo el que consideraban una apuesta en el aire.

— ¡Malditos!

Isabella bufaba en el coche, Edward sonreía viendo a su mujer maldecir.

— Déjalos Isabella, no entienden lo que se viene, lo sabíamos.

— Has inyectados millones a la banca, y aún así no te respetan ¡los odio!

— No vale la pena, bruja —tomo su mano, quito el guante y beso la parte inferior de la fina muñeca repleta de venas y sangre— no me importa.

— Lo sé, son unos babosos de mierda.

— ¡Bruja!

— Eso me pasa por andar contigo, pirata.

— ¡Ja! No me eches la culpa de eso, amor mío —miró las calles de la ciudad, Isabella veía su rostro, hace días entendió lo incomodo que le era la ciudad.

Respiró, era hora de irse, ella lo sabía.

— Oye, marino ¿Cuándo es que nos vamos a América? Tengo deseos de ver lo que me pertenece míster riquillo.

Él vuelve su cara, no ha dicho nada, sabía que era su mujer quien debía tomar la decisión.

— ¿Estás segura?

— Donde vayas tú voy yo, te lo dije un día, Londrés no nos merece —ahora es ella la que hace un guiño, mientras los caballos corcovean— además, quiero ver esa máquina del infierno de la que tanto hablas.

— La amarás mi amor, los niños igual —cambia de posición en el carruaje y se hace a su lado— no volveremos.

— No me importa, hace años este dejo de ser mi lugar.

— No juegues conmigo, bruja. Mi casa en Nueva York te espera, es tuya. El rancho en Texas, también. Donde quiera que nos vayamos, allá partimos juntos ¡donde quieras!

— Donde tú estés, Edward. Mi casa eres tú.

Muerde su cuello, desliza su mano bajo el vestido y descorre las medias mientras va tras el tesoro de madame resguardado en su complicado fondo.

— Mmm ¿qué te parece irnos como solo tú y yo lo hacemos?

— Me gusta, mi señor.

— ¡Dios! Londres, lo que te vas a perder, adiós el bastardo y la bruja ¿con quién más van a pasar sus días aburridos y monótonos?

— Sí, ellos se lo pierden.

— ¡Tontos!

Edward saca la mano por la ventanilla del coche y da la orden de un largo, largo paseo por la ciudad. Le decían adiós.

Antes de irse, todos fueron a Forksville, Emmett contestó la misiva invitándolo a partir con su cuñado a América, deseaba hacer fortuna a mano propia, Rosalie también deseaba irse, desde que sus hijos nacieron sabía que ellos serían parias en la enorme capital del reino.


La enorme villa era lo único que Isabella no vendería, ésta quedaba a cargo de la misma gente de la comarca, era lo único de aquellas tierras que la familia amaba. Al llegar, el enorme Thunder apareció como fantasma.

— ¡Demonios! ¿esa jodida bestia no ha muerto? Me quiere atormentar.

— Me cuida.

— Le perteneces, eso es lo que me dice.

— No lo dudes cariño, él ira conmigo a América, él es mi cómplice de crímenes.

— ¡Infiernos! ¿Pero que hice yo en esta vida?

Ella se carcajeó, sacó su cabeza por la ventana y le gritó a su otro amante.

— ¡Cariño! Hoy seré tuya, amor mío.

Era estúpido sentir celos por un caballo, pero era una lucha que él jamás ganaría, ese corcel era su mujer en todo su esplendor, pero ¡maldito sea!

Todos los recibieron con cariño, los niños de la comarca siempre venían con flores, las mujeres con frutos secos y pan y los hombres, con algo de ron. Emmett quien había encanecido joven besó a su mujer con delirio, cargó a sus muchachones enormes y recibió a Edward con un abrazo de hermano. Edward vio en aquel abrazo el respeto por lo que se había convertido, el respeto por manos duras capaces de trabajar y salir adelante.

— Edward ven a cenar, hijo.

El niño jugaba con sus primos, su hermana y los otros niños de la comarca, Isabella lo llamó desde la ventana de la mansión, casi muere de risa cuando ve a su pequeño con un parche en un ojo y un palo a modo de espada.

— Madre, soy Edward Cullen, pirata de los siete mares y no tengo hambre.

Un grito viril salió de su garganta, el padre lo escuchó y salió a observar a su pequeño.

— Hijo, ven, más tarde juegas, Annie cariño dile a la señora Foster y a Melisa que les den comida a tus amigos.

El pequeño corrió bajo la ventana.

— Me prometes, padre, que jugaras conmigo y mis amigos, ellos no creen que tengas tatuajes y todo.

— ¡Como se atreven! Vamos a demostrárselos chico, pero ven a cenar.

— ¡Vamos, tripulación! ¡Todos al rancho!

Los niños corrieron hacia la enorme mesa, Edward hijo todavía tenía lodo, a pesar de haberse lavado, no se sacó el parche del ojo y comió en tres bocados, su madre lo atrapó en un abrazo y en un beso, pero el niño no se dejaba, hablaba como una lora y empujaba a su padre para salir.

— En un momento, hijo —despeinó el cabello azabache del muchacho— prepara mi espada, acabaremos con los malos.

— ¡Si señor!

Annie y los demás lo secundaron, Edward los vio partir, estaba seguro que amarían Texas, el calor, la libertad, los caballos que corrían por el paisaje, sus niños estaban hecho para eso, y pensar que en un tiempo la alegría de su familia estuvo en juego, y fue como si un rayo temible cayera sobre su memoria, la imagen de Sinclair perro olvidado por los años apareciera de nuevo. Había estado tan concentrado en su familia que el fantasma del ex parlamentario se borró de su cabeza, jamás fue rival, sin embargo el maldito tuvo su cabeza en sus manos.

Tomó un poco de vino, Rosalie y Bella se reían de las locuras de sus hijos que tenían loca a media servidumbre, Emmett fumaba un cigarro y reposaba la comida antes de irse a finiquitar el pago de los arrendatarios, como acto de despedida, Bella había mermado los arriendos a una cantidad mínima.

— ¿Y Alistair Sinclair?

La mención del nombre que tanto odiaban cargó el ambiente. Emmett aspiró su cigarro y contestó inocentemente.

— Lo asesinaron una noche en Londres, encontraron su cadáver flotando en el río Támesis.

Rosalie calló y bajó la cabeza, Edward dirigió los ojos a su mujer quien levantó la barbilla con ese gesto que él solamente conocía.

— Vaya, vaya —se levantó de la mesa, levantó la copa— ¡brindemos por quien lo hizo! es más, creo que amo al asesino.

Y todo fue silencio, mientras que Edward se quitaba la casaca para ir en busca de sus hijos y jugar con ellos el resto de la tarde, no sin antes besar el cabello oscuro de su mujer.

En la noche los niños habían caído rendidos, todo en la casa estaba en silencio, Isabella en el balcón recostada miraba el bosque, eran los últimos días en aquel lugar, lo amaba, el único lugar en el mundo donde ella fue ella, con su esposo, sus hijos, Alice, Rosalie y su tormentoso caballo. Lo escuchó pisar fuerte tras ella, olía a tabaco, ella volteó para observarlo con su aire salvaje, su cabello revuelto y con evidencias que estuvo rodando con sus hijos por la pradera. Traía una copa de oporto en su mano.

— Dime, amor mío ¿cómo mataste a Sinclair? Y no me mientas.

Bella tomó la copa de vino hasta el fondo, soltó su cabello, y desabotonó los cinco primeros ojales de su vestido.

—Solo lo hice Edward, estaba harta de sus amenazas —Edward furioso aprieta el vaso y lo rompe con sus manos, es poca sangre, y la furia le impide el dolor, Bella hace un gesto de socorro, pero el ruge un no como respuesta.

— Sigue.

— Fue así que fingí enfermarme en Londres y nos trasladamos aquí para mi recuperación, me encerré en la habitación por días, todos creían que tenían cólera y solo Rosalie me cuidaba.

— ¿Rosalie?

—Es más fuerte de lo que piensas Edward, nunca me ha preguntado nada, jamás ha hecho ninguna alusión, solo calla.

— ¡Dios! —soltó una carcajada— hiciste de mi hermana una criminal, no sé si sentirme ofendido o muy divertido reina mala —su gesto se oscureció— ¡Me encantas!

— Una noche me vestí como mi ropa de hombre —ella prosiguió su relato— monté a Thunder y cabalgué hasta Londres, lo dejé en la caballeriza particular de mi padre y esperé la media noche, yo sabía que era asiduo a los bajos barrios, lo seguí con una de tus pistolas, el maldito se paseaba por la calles haciendo alarde de su poder, sonreía creyendo que podía destruir mi vida, y solo pensé en Michell, en Alice, en ti, y en mi.

«— Alistair —mi voz salió ruda y llena de ira.

El maldito volteó y se me quedó mirando con sorna.

Vaya madame, estaba pensando en usted ¿Por qué está vestida como un hombre? Cuando sea mi esposa le prohibiré semejante vulgaridad, la esposa de un parlamentario debe guardar la compostura.

Jamás seré su esposa, perro infeliz.

¿No? Todavía tengo influencias y poder… sobre todo para quitarte a ese bastardo de hijo que tienes. Ya te lo dije: si no te casas conmigo, te quedas sin él… ¿dime si no es grandioso? finalmente estás bajo mi poder y voy a disfrutar jodiendo tu vida, voy a castigarte como la puta mula que eres, voy a cobrar cada humillación a la que me sometiste ¡es para lo único que vivo!

No vivirá mucho tiempo —saqué la pistola.

El maldito no se inmutó y comenzó a carcajearse, esa risa representaba todo el dolor que él había causado, la muerte de un chico inocente, la de Alice, el que tú te hayas ido, el peligro de mi hijo ¡Todo!

Eres una perra madam, una mujer con una pistola ¡que ridiculez! No pelees querida, ya eres mía, es solo cuestión de tiempo, no puedes matarme, no tienes el coraje, solo eres una ramera buena para follar con bastardos sin dignidad… yo voy a enseñarte a obedecer.

No me tembló la mano, es más, a pesar de la lluvia que me mojaba sentía un fuego dentro de mí que me quemaba, pensé en ti, amor mío, pensé en tus luchas, en los barcos dónde estabas, en como peleabas por mi y por todo, y no hubo Dios, ni miedo, ni culpa, ni infierno y disparé a su cabeza, y sonreía por ello. Sinclair, a la primera bala abrió los ojos y juro que vi su desprecio, su locura, y su deseo asqueroso por mí en su mirada. Si sobrevivía, Edward, no habría modo de escapar, así que disparé de nuevo a su cabeza, la lluvia se puso más intensa y amortiguó el ruido de la detonación, lo vi caer a las orillas de río, la ronda de la policía estaba cerca así que patee su cadáver al río y corrí hasta que un carruaje negro me detuvo una calles más adelante. Mi padre vino a mi rescate, él sabía de mi angustia y apenas supo que Thunder estaba en su caballeriza entendió lo que iba a hacer. Scotland Yard investigó su muerte, pero el maldito tenía tantos enemigos y hubo tantas pistas, que el caso se enmarañó bajo una indiferencia de todos. Lo hice, Edward y no hay un día de mi vida que no me diga que lo haría de nuevo.

— Creo que comenzaré a ver con otros ojos a tu padre.

— Por eso mi amor, cuando me escribiste esa carta diciéndome que habías matado hombres, yo me dije que hasta en eso nos parecíamos, te veo silenciando esa parte de tu vida ante mí y lo sabes, sabes muy bien que tan iguales somos.

Edward la escuchó sin pestañear, entrecerrando los ojos de vez en cuando, midiendo cada uno de sus gestos, trago en seco, haciendo una mueca de complicidad profunda.

Tomó su pañuelo y envolvió su mano herida por los vidrios de la copa.

— Debí matarlo yo.

— Lo hice en tu nombre, también.

Una chispa verde oscura relució en los ojos del esposo.

— Somos tal para cual.

— ¿No me juzgas?

— ¡Por todos los demonios! Claro que no, era una muerte que se dilataba con el tiempo, lo hacías tú o yo —con fuerza la arrastró hacia él— somos dos lobos que hacemos todo por nuestra manada, fue un acto de justicia, conozco esa sensación mi amor, maté llevado por ese sentimiento, Tish y…

— You.

— Sí, lo hice, y si hubiera sido lo fuerte que debí ser en esa época lo habría destazado por mis manos, por eso cuando me fui, sabía que ibas a proteger a todos.

— No podía permitir su triunfo.

— No, no podías bruja —su risa torcida y su mirada devoradora hizo que su corazón saltara, solo él podía entender la justicia de aquel acto— lo hiciste por amor.

— Por nuestro futuro, por todo lo que perdimos para llegar hasta aquí.

— Sí.

Ambos mirándose a los ojos entendieron la profunda conexión que los unía, eran dos parias de la sociedad, capaces de todo, unidos por un amor y pasión por vivir, sobrevivir y por vivir sus vidas bajo las extrañas reglas de aquellos que han dejado atrás el camino correcto.

Barco Reina Victoria.

Los niños corrían por los pasillos del enorme barco, tras de ellos estaba la enorme familia. Edward hijo siempre estaba tras el capitán, diciendo que debería ser su padre quien capitaneara la embarcación.

— Mi padre fue un gran marinero y es dueño de todo el mar, él me lo dijo y yo le creo ¿lo conocen? Se llama como yo; Edward Cullen…—y el chico se despachaba en un monologo y en preguntas hasta que era el mismo capitán decidía llevarlo de vuelta donde sus padres.

A dos días de embarcar, el viejo Swan —asustado de su soledad y de la posibilidad de no volver a ver a su nieto— se presentó en la casa de su hija con tres baúles, maldiciendo a Londres y a toda su gente, manifestando que quería cambiar de aire y que viaja, por razones de salud, con ella a Nueva York. Isabella, estupefacta, entendió que su viejo estaba haciendo un enorme sacrificio y le dijo que siempre encontrarían un lugar donde levantarle una nueva casa, pero en su corazón lloró por ese padre que sin decirle que la amaba, le demostrarle amor con aquella decisión de acompañarla. Edward solo calló, desde que supo que el viejo había sido cómplice en la muerte de Sinclair, lo miraba con otros ojos y pensó que bien podría soportar su agrio carácter.

No hubo adioses, ni melancolías y sin rendirle cuentas a nadie, dijeron adiós a Londres, adiós al pasado, adiós a todo, el futuro estaba del otro lado y no había tiempo de arrepentimientos, ni de miedo, Edward e Isabella estaba yendo a otra vida, fuertes y orgullosos.

— ¡Isabella! ¡Niños! —gritó con fuerza, el viento soplaba con fuerza, era un aire nuevo, todos se arremolinaron al lado del patriarca de la casa Cullen-Swan, señaló al horizontes y todos miraban la enorme estatua apostada en la desembocadura del rio Hudson. La dama les daba la bienvenida a ese país, a una nueva vida.

— ¡Hemos llegado!

La familia aplaudió, el viejo Swan observaba desde lejos, los demás gritaban y saltaban, Edward levantó a su hijo y el niño preguntaba con curiosidad, Annie fue la segunda, la gente del barco observaba la gloriosa imagen de la extraña ciudad que casi ninguno conocía, Isabella rodea la cintura de su esposo y besa su mejilla.

— Voy a amarla cariño, vamos a triunfar.

— Hemos triunfado, bruja, te lo dije, somos ganadores, siempre apuesto a ganar. Vamos a fundar una familia en estas tierras, tú y yo, nuestros hijos, todos.

Isabella sonríe, muerde su boca y respira con fuerza. Desliza sus ojos coquetamente.

— Todos nuestros hijos, bastardo —toma la mano de Edward y la lleva a su vientre— ya tenemos un nuevo americano a bordo, comenzamos bien.

Edward parpadea, por un segundo pregunta inquisitivo y después grita feliz abrazando y cargando a su mujer.

— ¿Otro hijo, mi amor?

— Parece que sí.

— ¡Joder! —besa la boca de Isabella, no teme besarla a la vista de todos— aún puedo apuntar mis balas ¡Demonios! Esto sí que es una bienvenida, esto sí que es un nuevo comienzo, mi amor, una chica es lo que espero Isabella, quiero tener chicas a quien mimar.

— ¡Quiero hombres!

— No, los hombros somos aburridos, las mujeres siempre son un reto para mí, así como tú lo eres, que me tiene hechizado por siempre.

— Te amo, bastardo.

— Debes, mi reina, es una súplica de tu esclavo.

— ¡Familia! —toma a sus hijos de las manos— ¡Estamos en casa!

Vuelve a la boca de su esposa y el beso es dulce, lleno de promesas. Y así, con un beso profundo, lleno de significados y esperanzas, Edward y Bella sellaron por siempre el pasado y frente a la gran ciudad de Nueva York comenzaron su nueva vida. Lo que fue una apuesta años atrás, un comienzo sucio donde todo estaba condenado, ellos, en medio de un mundo de apariencias y prejuicios, fueron capaces de encontrarse como dos almas gemelas, deseosas de encontrar un mundo donde las falsedades no tuvieran lugar.

Nueva York fue un lugar de paso, todos a los meses se encontraron viviendo en un territorio caliente, libertario; Isabella dio a luz a unas mellizas en medio de un doloroso parto, su esposo vistió su sufrimiento de rugidos y mantuvo a todos en vilo hasta que Alice y Marie nacieron y se convirtieron en la locura de su padre que dejo que su alma se ensanchara como su tierra y dio paso a un hombre amoroso, tierno, apasionado y divertido, amante de su hogar y su familia.

El nuevo siglo los sorprendió en aquellas tierras, el petróleo brotó exuberante, rico, oscuro y poderoso.

Los niños crecieron en aquel país, Thunder viejo demonio, partió libre una noche con un millar de caballos salvajes, Bella lo vio marchar y corrió con él una última vez antes de que éste desapareciera en el horizonte, adiós a su viejo amigo, adiós a esa parte de su alma libre, adiós a lo que ella había sido.

En veinte años el rancho estaba lleno de hijos, nietos, gente que los amaba, amigos de todas partes, Eleazar que seguía vistiendo de amarillo, era el tío pintoresco que todavía tenía la particularidad de poner celoso al bastardo; Rosalie —con sus dos portentosos hijos que se habían convertido en ingenieros y lideraban las grandes construcciones del país—, seguía tan enamorada de Emmett que en algunos negocios era socio de su hermano; el viejo Charlie, a punto de morir, rezongaba por todo, pero era feliz como jamás lo fue en su vida, liberado de abolengos y tradiciones, y disfrutando del amor que sus nietos le brindaban.

Edward hijo, aventurero, se iba de veranada con el ganado, pero estudiaba derecho junto a su hermana Annie en Harvard.

La hija de Alice y Jasper, cuando cumplió diecisiete años, supo finalmente la historia de su origen y de mano de su tío Eleazar, visitó la tumba de su madre en Londres y vuelve a Texas con la promesa hecha sobre una tumba de llevar el nombre de su madre muy alto. Las mellizas Alice y Marie viven en Nueva York en un colegio de señoritas, pero faltando un año para graduarse, Marie —quien era un animalito salvaje— se escapa con un chico ruso judío, que la enamoró a punto de poesía. El padre movió medio planeta para dar con el idiota que se había llevado a la pequeña, aunque sospechaba que era ella la que había instigado.

«— ¡Es culpa tuya! Debiste ponerle límites»

«— ¿Culpa mía? Si tú fuiste quien le dio esa cantidad ridícula de miles de dólares para que gastara en lo que quisiera»

Desollar vivo al idiota que se había robado a su hija pequeña era poco y encerrarla a ella en la casa de Texas hasta que cumpliera cien años, también. Sin embargo, cuando la encuentra embarazada de ocho meses en un viejo apartamento de Nueva Jersey, su corazón de padre puede sobre todo y llora con ella en un abrazo sin fin. Él lo sabe, Isabella lo sabe: Marie es la mezcla precisa del ímpetu y deseo que los guiaron en su juventud. El nieto nace y es la alegría de la casa Cullen, a los años, la melliza rebelde se casa con un ranchero simple que la hace feliz tan solo porque la ama y acoge a su hijo como si fuera de su sangre.

Los hijos se van, los viejos quedan en aquella casa echa por amor, entre el polvo, el calor, y los recuerdos de una lucha. Y en medio de todos ellos, Isabella y Edward, amándose como siempre, hablando de todo, riéndose, recordando cada momento; él, burlón y divertido; ella fuerte, tenaz y apasionada, amantes más que esposos, amigos y cómplices, susurrándose en la mesa, cantando en los pasillos, bebiendo vino en las praderas, viendo las estrellas acostados a campo abierto.

Día a día, minuto a minuto.

— ¿Puedes recostarme en tu pecho, mi amor?

— Por supuesto, mi Bella, mi pecho es todo tuyo.

— ¿Quieres que te cargue para que veas la luna?

— No puedes, cariño.

— ¿Me estás diciendo que soy un anciano enclenque, Isabella Swan?

— No cariño, eres un roble gigante, marinero, pero aquí estoy bien —siente el beso en su cabello— junto a ti siempre estoy en mi mejor lugar querido —tose con fuerza, le duele su cuerpo pero no se queja, el brazo de su esposo la rodea y es un abrazo tierno y cálido— los chicos vendrán la otra semana, tenemos que hacer una gran fiesta, cariño.

— Lo que tú quieras, amor mío —no despega los ojos de su esposa, tiene setenta y ocho años y sigue siendo lo más hermoso que ha visto en su vida, ella se está despidiendo, no hay nada que hacer, es su corazón y toda su vida, ambos saben que tras uno irá el otro— haremos una enorme fiesta que durara por días.

— ¡Ja! Es tu excusa para beber como caballo, bastardo.

— Me conoces, no digo no a un buen vino.

— Quiero bailar contigo esa noche, me pondré un hermoso vestido para ti.

— ¿No intentaras seducirme, bruja?

Ella golpea su pecho, sus manos son frágiles y pequeñas.

— Pensé que ya te había seducido hace cuarenta y siete años, Cullen.

— Lo hiciste madam, fui tuyo cuando me besaste y me dijiste lo mala y perversa que eras, ya no hubo salvación ¡Gracias a Dios! ha sido una maravillosa aventura, mi amor, la mejor, mi reto fue que estuvieras orgullosa de ser mi esposa.

— Lo lograste, estoy orgullosa, fui madre y mujer contigo. Fui un buen ser humano a tu lado Edward.

Una lágrima de su esposo cae sobre la mejilla de Isabella, debe ser fuerte, él se desmorona sabiendo que aquella aventura de ser dos está terminando, toca su cara, y con la punta de sus dedos silencia las palabras de tristeza.

— Lo mejor de mi vida has sido tú, milord bastardo, lo volvería a hacer una y otra vez, ir tras de ti, seducirte, amarrarte, cazarte, te gané cariño en tu juego y no hay nadie que me quite eso, ¡nada!, ¡ganamos!

— Somos dos malditos locos afortunados, tú y yo, mi Bella.

— Tú y yo.

— Te amo, Isabella bruja, ¡siempre!

— Te amo, bello bastardo, ¡por siempre!

A los minutos, ella duerme tranquila en su pecho.

Él piensa en todas las cartas que le faltan por escribir.

Mi amor, una vida no es suficiente para nosotros, tengo tanto que decirte, tanto que darte, el amor que te he dado en esta vida es poco, necesito más, necesito más que la eternidad para estar contigo y comprobar si este sentimiento tiene fin, todo el tiempo de Dios me parece corto…

La fiesta llegó, vino y alegría, fue la última fiesta en que toda la familia Cullen-Swan se reunía, después vendría la muerte y la guerra.

— Mi amor —sentada es su silla— te prometo que en nuestra próxima fiesta, si podremos bailar.

— ¿Lo prometes, cariño?

— Lo prometo.

— Hace cuarenta años, cuando lo peor de mí vivía en la selva, yo me juré que nada me detendría para volver junto a ti, ¡nada! ese juramento sigue en pie —la mira con intensidad.

— Y cumpliste, Edward Cullen, cumpliste. Pero si piensas irte de nuevo por ahí, yo te voy a esperar.

En las lápidas de sus tumbas, en la suave colina que está a la entrada de la propiedad, señalan a 1938 y 1940 como las fechas en que Isabella Swan y Edward Cullen, padres fundadores de una familia, murieron.

"AQUÍ YACEN PADRE Y MADRE, ESPOSO Y ESPOSA

ISABELLA Y EDWARD, JUNTOS

Y PARA SIEMPRE, DESTINADOS

DOS FUEGOS QUE NUNCA CESAN, SIEMPRE ARDIENDO"

Un amor impreso en la sangre, en el tiempo, en las calles de Londres, en una mansión olvidada por el tiempo, en un territorio salvaje, en los mares del mundo, en las minas de diamantes de África, en las palabras dichas por un hombre a otro en medio de la selva, en las cartas salvajes escritas y guardadas como tesoros.

La princesa y el bastardo.

Oh bruja, bruja mía:

eres todo lo que soy todo lo que seré, mi sangre, mi corazón, mi alma…

voy por ti, viajo por el mar, entre tormentas, soy tuyo,

como sé que eres para mí ¡espérame mi amor! espérame para que te ame

¿me oyes? Voy a un paso de ti… voy tras tus huellas, no dejes de creer que te amo, espérame,

espérame en los puertos de tiempo… pronto amor mío, muy pronto.

Frankfurt 2040.

«Los pasajeros con destino a Londres abordar por la puerta 32…»

Miraba el trasero de la mujer de cabello oscuro que se movía nerviosa delante de él, llevaba tiempo observándola y no podía dejar de verla. Se la imaginaba desnuda, tirada sobre sábanas de seda cruda, con su piel bronceada y su pelo salvaje desparramado, haciendo un claroscuro perfecto.

— Tienes el cabello más hermoso que he visto y un trasero admirable. Me gustaría descubrir las otras maravillas que guardas bajo tu ropa, preciosa —su voz es suave, ronca y con un suave acento texano.

La mujer voltea, la voz acariciaba una parte secreta dentro de ella, sabe que el chico la ha estado desnudando con los ojos desde que llegó a la fila y sus palabras le dieron el motivo para enfrentarlo de una vez por todas. Lo mira de arriba abajo, las palabras fueron atrevidas y sin embargo, dichas por aquella voz, le parecieron divertidas, hasta tiernas. Ella también se había fijado en él, le pareció irremediablemente guapo pero, a pocos centímetros, sus ojos y su boca le parecieron absolutamente insuperables. El chico era lo más besable que ha visto en mucho tiempo y se sorprende gratamente al descubrir que su imaginación puede volar nuevamente hacia el mundo del sexo y el erotismo. Su esposo murió hace tres años, pero con este pequeño ejercicio mental, la mujer definitivamente lo está enterrando y sin pudor, intuye como se sentirá su boca del extraño de la fila sobre ella. El chico precioso, con una sola mirada, borró de su memoria al hombre que tan mal la amó.

— Sus palabras califican como acoso callejero y eso es un delito —y giró para seguir avanzando en la fila.

— ¿Me mandarías a la cárcel en vez de llevarme a la cama? Te advierto que eso sería un gran desperdicio y no estoy dispuesto a que me derroches.

Alguien empuja al chico de cabello rojo y roza la espalda de la mujer preciosa.

— ¿Siempre es así con las mujeres? —nerviosa, aprieta su costosa chaqueta, regalo de su abuela Marie.

— Solo con las que me gustan, madam.

— Está muy seguro de sí mismo —afirma

— ¡Por supuesto! mi negocio son las mujeres bellas.

— ¿Negocio? Mmm estoy entre un mafioso y un bastardo seductor que deja a las mujeres heridas de muerte ¿Cuál de los dos es usted?

— ¡Dios, ninguno! Ni traficante de mujeres ni un cazador que juega con las señoras. ¡Yo soy peor aún! soy un atrevido sinvergüenza —una mueca lisonjera dibuja en su rostro—, pero es un secreto ¿se lo dirás a alguien? —se quita su gorra y el cabello rubio rojizo de surfista de grandes olas sale despedido por todas partes, la chica quiere halar esa melena y besarla— soy pintor, y admirador de la belleza. Sonó horrible lo que dije ¿no es así? —despliega una sonrisa encantadora y tímida, la mujer quiere besarlo y pasar su lengua por su barbilla— Lo siento, cariño —ambos, en aquel aeropuerto, mirándose fijamente, disfrutando de los empujones que les daba la gente y que los hacía chocar constantemente.

— Ajá.

— ¿Puedo invitarte a un café?

— ¿Nos conocemos? —en el tumulto, entre equipajes, los dos estaban a milímetros de sus bocas.

Parpadearon confusos, cómodos el uno con el otro, sonriéndose como si aquello lo llevaran haciendo toda una vida.

— No lo sé, dímelo tú.

—Creo que te conozco, ¡Dios! te conozco estoy seguro —sin preámbulos el chico toma la mano de la morena de ojos azules, besa su mano— acepta tomar un café conmigo, mujer, sino tendré que ir tras de ti para que aceptes. No te niegues, esto es el destino.

— ¿Crees en eso? —alguien grita que se apuren, ellos no escuchan— ¡es estúpido!

— No sé si es el destino, lo único que sé es que debes ser una bruja, porque quiero tomar ese café contigo y demonios ¡odio el café! pero quiero oírte hablar, di que sí, no me hagas suplicar.

La chica toma su maleta de mano, saca su tiquete, el chico de ojos verdes enreda sus dedos en su mano, se siente bien, se siente como si allí debiera estar siempre.

— Llegaremos a Londres en dos horas.

— Así es, a las tres de la tarde ¿a las cinco? ¿En Nothing Hill? ¿En el Coffee´s Shop?

— En el Coffee´s Shop a las cinco, no me dejes botada.

— ¿Por qué? ¿Vas a cazarme, bruja?

Una necesidad de ser descarada y atrevida arrecia en su cuerpo.

—Voy a cazarte querido.

El hombre de preciosos ojos verdes suelta una carcajada.

— Es una cita ¿lo prometes?

— Una cita.

La chica se aleja, está destinada a primera clase —él está en clase turista— da cinco alegres pasos, un ardor excitante la recorre, nunca en su vida le había ocurrido esto ¡jamás! ahora tenía la cita con un desconocido, pintor, seductor y hermoso.

— ¡Oye, bruja!

Ella voltea instantáneamente, con la mirada brillante y una risa en su boca.

— ¿Tu nombre?

— ¡Elizabeth!... me llaman Beth.

— Mi nombre es… Anthony. Realmente es mi segundo nombre, pero quiero que me llames como nadie lo hace ¡mucho gusto! —una risa burlona y tierna aparece en su rostro— te espero, te espero… ¡una cita!

— A las cinco.

Cien años después se encontraban…

Pronto… pronto mi amor.

Regreso a tu puerto para que empecemos de nuevo juntos.

Tú y yo, destinados, somos uno solo, los dos.

El tiempo no puede con nuestras almas que juntas, son una sola.

Ya estoy llegando, muy cerca… muy cerca.

Fin.


Editado por XBronte

Finalmente mis amigas, esto ha terminado, una historia que amé desde el principio y que cada vez que comenzaba la aventura de un capítulo era solo diversión para mí, porque sí, lectoras, esto fue una hermosa aventura que comencé tan sólo por diversión y que terminó siendo algo lindo y profundo para mi, espero igual para ustedes. Agradezco a cada una de ustedes, a las que me han acompañado, comentado o seguido de manera fantasma en esta travesía por el siglo XIX en una Londres que me fascina como material de escritura, a mis Betas y editoras, a Belen Robsten quien me acompañó durante meses, y a Ximena Bronte mi coequipera en este barco del FF, quisiera nombrarlas a todas, puedo en este momento escribir los nombres de muchas, pero por miedo a omitir a otras no lo haré, porque quiero ser justa con cada una. Gracias a todas, poco a poco Sacha se va yendo de estos puertos, faltan dos historias, ojala mi locura, una vida como estudiante, mis nuevos proyectos y mi salud me permitan terminarlas, saben que doy todo por ellas y trato de llegar hasta el final, adiós a mi Bastardo y a mi Bruja adorados, ellos están de nuevo por las geografías del ensueño y siguen amándose como siempre. Gracias a todas.