¡Sorpresa! ¡Un capítulo salvaje ha aparecido!

No termina de convencerme porque hay mucho diálogo, otra vez, pero… Siempre debo recordarme que esta historia la escribo con estilo "sencillo".

Se supone que debería haber actualizado esto antes que Sombra Escarlata, pero odio hacer capítulos finales y este en concreto ha sido la muerte. ¿He dicho alguna vez que odio hacer fluff porque no me sale? Pues eso.

Espero que, a pesar de todo, os guste~


Capítulo 6.- Vuelve a casa por Navidad

Los dos días que restaban hasta la Nochebuena se pasaron volando, como si el tiempo de repente hubiera querido ponerse de su parte e hiciera que su trabajo como criada finalizara de una vez por todas. Aunque lo cierto era que sus tareas se habían visto reducidas prácticamente al mínimo desde que había visitado el almacén con España. No estaba muy seguro de por qué, pero la actitud del castaño hacia él había cambiado de forma radical, hasta transformarse en una que incluso podría decirse que era cordial.

Él, por su parte, no había dejado de darle vueltas a las últimas palabras del ventolín, puesto que, si estaba en lo cierto, y había deducido bien, España sentía algo por él. Algo que no era precisamente un irrefrenable deseo de aniquilarlo o torturarlo. Y, curiosamente, eso le preocupaba más que cuando pensaba que el castaño hacía lo que hacía por puro rencor. Las cosas se complicaban ahora que creía saber la verdad. Porque no dejaba de preguntarse si él también sentía algo por Antonio. Inglaterra reconocía que su comportamiento había cambiado desde que había empezado a trabajar en casa del español, pero no sabía explicar por qué. Y súbitamente tenía miedo.

Se mordió el labio. No. No tenía lógica. ¿Cómo iba a estar España enamorado de él? Si parecía haberle jurado odio eterno. Un odio que en principio había sido mutuo, aunque él lo había abandonado tiempo atrás. Pero entonces regresaba al asunto de "los suspiros de los enamorados", y la respuesta volvía a surgir. El problema era que seguía sin aclararse él mismo. Nunca se le había dado bien reflexionar sobre los sentimientos de nadie y mucho menos sobre los suyos propios. Quería pegarse un tiro. Sólo le quedaba una cosa, hablar con España. Quiso golpearse a sí mismo por siquiera pensar eso. ¿Dónde tenía la cabeza? Era peor que una mala idea, incluso descontando que aquello podría derivar en que el otro acabara riéndose de él. Al menos contaba con la ventaja de saber que el castaño, supuestamente, sentía algo.

Retomó su tarea de adornar el árbol de Navidad según las instrucciones que le había dejado por escrito España –porque, tal y como le había dicho, no se fiaba de su gusto-, mientras este se dedicaba a elaborar la cena. No era ni de lejos tan grande como los que Estados Unidos ponía en su casa, así que pudo terminar relativamente pronto. Habría ofrecido entonces su ayuda en la cocina, pero sabía que sería rechazada con pánico. Antonio había tenido bastante con aquel arroz que le había preparado. Así que se limitó a sentarse en el sofá, esperando, mientras pensaba en qué podría regalarle al castaño, porque, a fin de cuentas, por mucho que se hubiera comportado de forma desagradable con él, no dejaba de ser un caballero. Y los caballeros eran educados y respetaban las tradiciones; España tendría su regalo de Navidad.

Si es que se le ocurría uno, por supuesto.

Intentó reflexionar acerca de los gustos del castaño, pero sabía que estaba desactualizado. Podía preguntarles a Francia o Prusia ya que, al ser sus amigos, conocerían sus intereses, pero suponía que acabarían tomándole el pelo. ¿Quién más se llevaba bien con Antonio? Bueno, Lovino. Ja. Antes muerto que pidiéndole ayuda a aquel niñato italiano. Si hasta prefería rebajarse al nivel de llamar a la rana francesa. No, ni hablar. Aquello era cosa suya.

De acuerdo, sabía que a España le gustaban los tomates. Dormir. Y, según había comprobado aquellos días, la literatura romántica. Nada que estuviera en su mano para regalarle. Se mordió el labio. ¿Por qué se comía tanto la cabeza? Podía dejar de complicarse la vida y darle cualquier cosa, pero una parte de él estaba empeñada en conseguir algo que le hiciera verdadera ilusión al otro.

Entonces una lucecita se encendió en su cabeza y supo que tenía la respuesta.

Subió a toda prisa a su habitación para prepararlo antes de que Antonio terminara de cocinar.

{o}

Podrían decirse muchas cosas acerca de España, pero no que era un mal anfitrión a la hora de la verdad. Cuando le había llamado para cenar, había descubierto tal festín que estaba seguro que daría para comer una semana. Mientras el castaño terminaba de colocar las copas, él se dedicó a husmear entre los platos. Lombarda, cochinillo, besugo. Y aquello que estaba en un cuenco… ¿sopa de almendras? Arrugó el ceño.

—Debo de haberme perdido el momento en el que has dicho que iba a venir a cenar un regimiento…

—Es que después de que te marches van a venir Lovi y Feli a pasar unos días… Así tengo la comida preparada… y ya me habrás fregado los platos —añadió con una sonrisa, pero al contrario que su comentario burlón, Inglaterra creyó ver que detrás de ella lo que había era tristeza —. Venga, siéntate, que voy a servir la lombarda.

Obedeció sin muchas ganas, tendiéndole el plato para que se lo llenara. La verdad, no tenía demasiada hambre; un nudo se le había formado en la boca del estómago. Los villancicos que sonaban débilmente de fondo no ayudaban precisamente a tranquilizar sus nervios.

—Voy a empezar a pensar que pretendes cebarme como las brujas de los cuentos infantiles.

—Aquí el único brujo eres tú, Arthur. Una parte de mí estará siempre convencida de que tuviste algo que ver en aquella tormenta…

—¿Qué tormenta? ¿La de tu Armada? —recordaba haber leído en algún artículo de internet que había sido supuestamente encargada por parte de su reina a un par de reputados magos. Españoles tenían que ser los que habían inventado semejante tontería para lamerse mejor las heridas— Qué poco me conoces, España. Puede que en aquel entonces empleara métodos de dudosa moral, pero te aseguro que lo único que deseaba aquel día era que llegaras a mí. Para poder vencerte yo mismo.

—Qué más quisieras. Si hubiera llegado a pisar tierra, no habrías tenido isla suficiente por la que arrastrar tu dolido ego tras la derrota…

Inglaterra estuvo a punto de replicar, pero vio que aquella discusión no conducía a ninguna parte. Porque muy, muy en el fondo, sabía que su historia podría haber sido muy diferente si los españoles no hubieran tenido tanta suerte. Tal vez hubiera hablado castellano. Tal vez hubiera formado parte del Imperio al que tanto envidiaba entonces. Se llevó la copa a los labios para darse cuenta de que estaba vacía. Y en la mesa no se veía la jarra que España solía poner para la comida.

—Ay, Dios, ya decía yo que se me olvidaba algo... —dijo el castaño entonces, que también había intentado beber— El agua. Y más importante… ¡el champán!

Arrugó el ceño, ligeramente preocupado. Champán implicaba alcohol. Y alcohol implicaba…

—No creo que sea muy recomendable.

—Oh, vamos, Arthur, eres un aburrido. El alcohol te sienta mal, ¿bueno, y qué? Eres muy divertido cuando estás borracho... Además, te prometo que no dejaré que salgas sin pantalones a la calle...

Inglaterra frunció los labios al recordar aquello. Bien, ya tenía otro motivo que añadir a su ya eterna lista de motivos por los que estrangular a Francia. Maldito fuera, si había prometido no contárselo a nadie… Decididamente nunca más iba a irse de copas con la rana.

—No hablo por mí, aunque me había jurado a mí mismo que, después de ver adónde me conduce el alcohol —señaló a su alrededor, dando a entender la apuesta—, lo dejaría al menos por una temporada. El que más me preocupa de los dos eres tú, España. Creo que ambos somos más que conscientes de cómo te pones cuando bebes. Y... no es agradable. Sobre todo para el pobre desgraciado que tenga la mala suerte de estar cerca de ti.

Antonio se había levantado para rellenar la jarra de agua y sacar la botella de la alacena donde la había guardado. Arthur la miró con cierta aprensión.

—No irás a decirme ahora que te acojonas porque beba un poquito.

—No, pero cuando bebes lo suficiente como para cambiarte hasta el punto de que Rusia parezca jovial e inocente a tu lado, sí.

—Eres un maldito exagerado. Te pones nervioso con cualquier cosa…

—No es verdad. ¿A que cuando sales con Gilbert y Francis no te dejan beber demasiado? Incluso ellos te tienen miedo. Ellos, que son tus amigos. Así que perdona si me inquieta la idea de que te ventiles la botella de champán tú solo teniendo en cuenta que soy la única persona aparte de ti en esta casa…

España fijó su mirada en él durante un rato, sin decir nada. El silencio no era tan incómodo como el de otras ocasiones anteriores, en las que se había hecho insoportable, pero Arthur no se encontraba del todo a gusto. Sin embargo, tampoco sabía qué más decir. Se sirvió un poco de besugo para ganar tiempo. Y de pronto, de forma inesperada, el castaño soltó una carcajada.

— ¿Y de qué demonios te ríes ahora? ¿Qué pasa, se me ha quedado algo pegado en la cara?

—Es curioso porque incluso después de todos estos años... el que mejor me conoce siempre has sido y serás tú, Inglaterra...

Sintió que sus mejillas empezaban a sonrojarse con aquellas palabras, así que apartó la vista, malhumorado. ¿A qué demonios venía eso ahora?

—No digas bobadas. Hay muchísima más gente que está contigo todo el día. Es imposible que yo, que apenas si te veo en las reuniones o en eventos como Eurovisión o la Eurocopa te conozca mejor que ellos.

—Cierto, no solemos coincidir mucho pero... tú siempre has sido capaz de ver más allá. Lo del otro día... Lo del otro día fue una muestra de ello. Supiste ver lo que había detrás de una sonrisa que hasta yo mismo me he llegado a creer. Y ni siquiera sé por qué.

— ¿No? Te diré por qué sé cómo eres. Porque conmigo fuiste sincero. Ya fuera con el odio, el rencor, el deseo, lo que tocara... En aquella época donde lo único que nos importaba era el otro... No, incluso después... has sido sincero —intentó frenar su lengua antes de que soltara algo indebido, pero no pudo evitarlo—. Excepto en estas dos semanas. No me mires así, España. Te has comportado de forma demasiado bipolar, hasta para ti. Dices que querías tenerme de criada por morbo, pero sinceramente, cada vez me cuesta más creer en eso. Porque ni siquiera tú te lo crees. Así que, por favor, deja de joderme. Si tienes algo que decir, dilo ahora. O cierra la boca, pero entonces deja de comportarte como un gilipollas.

El castaño le dirigió una mirada furibunda, pero no se dejó amilanar y se la sostuvo sin pestañear siquiera. Ya le daba igual que se enfadara con él; le quedaban menos de veinticuatro horas para conseguir su tan ansiada libertad, estaba seguro de que podría aguantar entero hasta entonces incluso aunque Antonio bebiera y sacara su vena amenazadora. Entonces el español pareció perder fuelle y bajó la vista hacia la comida.

— ¿Añoras el pasado, Arthur?

Frunció el ceño. No sabía exactamente qué había esperado del otro, o si había pensado que iban a permanecer en silencio el resto de la comida, pero desde luego aquello le descolocaba totalmente. No sabía a qué venía aquello; sin embargo, se limitó a contestar sin darle muchas más vueltas al asunto.

—Pues sí, si te digo la verdad. Echo de menos la sensación de navegar, dirigiéndome hacia tierras inexploradas, descubrir sus tesoros. Echo de menos sentirme poderoso, sin tener que plegarme ante ninguna otra nación. ¿Y tú? Supongo que soltarás que tus mejores momentos fueron cuando el italiano ese lucía sus faldas por toda tu casa, y tenías a toda la tropa al otro lado del océano...

—Podría ser, pero no exactamente… ¿Sabes cuál es uno de los momentos que más añoro?—el castaño esperó a que negara con la cabeza antes de continuar— 1554.

¿1554? ¿Qué tenía de especial aquel año? Entonces cayó en la cuenta y estuvo a punto de atragantarse con la comida. El año en el que sus monarcas se habían casado. El año en el que se había pintado aquel cuadro del almacén. El año en el que Antonio le había dibujado.

El año en el que las cosas habían parecido ser tan sencillas…

Sonrió con tristeza.

—Bueno, de esa época yo recuerdo tener una reina que no se ganó el apodo de Bloody Mary por nada. Recuerdo verte a ti y pensar en cómo tu sombra lo cubría todo. Lo superior que eras a mí. Lo arrogante que eras. Y no me lo niegues. Tenías el mundo a tus pies —"Incluyéndome a mí, por mucho que me duela reconocerlo" —. Pero lamentarse aferrándote al pasado no hace que este regrese.

—El pasado tal vez no… Las cosas que ocurrieron entonces… sí —su mirada pareció perderse entre los recuerdos de aquella época —Bueno, deberíamos terminar la cena antes de que se enfríe la comida.

Y con eso, el resto del tiempo estuvieron ambos en silencio, mientras se escuchaban de fondo los villancicos de dudoso gusto. Para Arthur quizás hasta era mejor así. Tenía muchas cosas en las que pensar, y no podía hacerlo si tenía que buscar réplicas a lo que decía España. Aunque con eso, la cena se hizo un tanto lúgubre. Como si hubiera algo en el ambiente que les recordara que aquella era la última.

La Última Cena.

Quiso echarse la botella de champán que al final España no había abierto por encima. ¿Pero qué chorradas eran aquellas? Ni que uno de los dos fuera a terminar crucificado a los dos días. Que no se acababa el mundo, sólo su "esclavitud". No era como si no le fuera a volver a ver en la vida. Aunque reconocía que, más de una vez a lo largo de su estancia allí, había deseado poder hacerlo. Darse la vuelta y no encontrarse con aquellos ojos verdes nunca más. Lo cual, se dijo mientras empezaba la sopa de almendras, sería una lástima, por mucho que el castaño consiguiera enervarlo.

— ¿Cuándo terminemos puedo subir a mi habitación o vamos a ver algo? —preguntó entonces.

Así como en otras ocasiones había deseado perderle de vista lo antes posible, más que nada para que no le volviera a agobiar con tareas, aquella noche quería aprovecharla al máximo para estar con él.

— ¿En la televisión? ¿Estás loco? No sé cómo serán los programas especiales de Navidad en Inglaterra, pero los que tenemos aquí son como para pegarse un tiro... Había pensado en poner una peli...

De miedo no, por favor. De miedo no, por favor. A Arthur estuvo a punto de reventarle una vena en el cuello de lo fuerte que estaba pensando aquello.

— ¿Te parece bien una de miedo?

"Esto no puede estar pasando"

—Mira, Antonio, por muy malos que sean los programas de la tele, créeme que los prefiero antes que ver tus películas de miedo...

— ¡Pero si no son para tanto!

—España, por favor. Una vez que me largue puedes hacer un maratón o lo que tú quieras. Pero… ahora no.

El castaño frunció el ceño, seguramente preparándose para replicarle que aquella seguía siendo su casa, y él seguía estando a su servicio, por lo que si le daba la gana ver una película de miedo, verían una película de miedo. Sin embargo lo que se escapó de sus labios fue un simple suspiro.

—De acuerdo, de acuerdo... Entonces pondré una película larga que me dé sueño al final... Mmmmm. Titanic. Titanic servirá.

{o}

Inglaterra estaba convencido de que había engordado al menos dos kilos aquella noche. No sólo porque la cena hubiera sido excesiva, sino porque además después Antonio había decidido preparar palomitas para ver el hundimiento del Titanic "a lo grande". Maldita película. Seguro que España que, a pesar de sus palabras no se había dormido en ningún momento, le iba a recordar el resto de su existencia que había llorado. No con la tonta historia de amor de Jack y Rose –siempre había creído que la debería haber muerto era ella-, sino al ver a aquella pareja de ancianos abrazándose mientras el agua inundaba el camarote, a aquella madre tranquilizando a sus hijos con una historia. Sintió un nudo en la garganta. Pero bueno, ¿qué le pasaba? ¿Acaso el aire de Europa del sur, aparte de incrementar tu sonrisa de idiota te hacía hiper sensible o qué? Con un resoplido malhumorado terminó de enfundarse las botas de Papá Noel –Alfred le había pegado aquella estúpida costumbre y ahora sentía que la Navidad estaba incompleta si no se disfrazaba- que sus queridas hadas le habían traído, junto con el resto del traje. Listo, ahora sólo tenía que pasar por delante de la habitación de España, bajar al salón y poner el regalo a los pies del árbol, todo ello a oscuras y sin hacer ni un mísero ruido. Misión imposible. Él no tenía aquella especie de habilidad ninja de Japón y ahora, que su cuerpo protestaba por toda la comida, se sentía más torpe de lo habitual. Entendió a la perfección por qué Estados Unidos intentaba bajar de peso.

—A ver, las escaleras están por aquí… —iba susurrándose a sí mismo, dando pasos diminutos.

Los escalones no decidieron hacerle la vida imposible aquella vez, por lo que llegó al piso de abajo sin incidencias. Respiró hondo. Sí, allí estaba el árbol, y no parecía haber ningún obstáculo en el camino hasta él. Todo iba yendo como la seda. El espumillón se había enganchado a su cinturón. Dando un suspiro, tiró de él. Sabía que así podría romperlo, pero no era como si fuera de oro, seguro que España lo había comprado en una de esas tiendas chinas que ahora estaban por todas partes. Sin embargo, lo que consiguió fue arrancar el espumillón de las ramas del abeto. Arrastrando consigo varias de las bolas que colgaban de ellas. Y que, por supuesto, gracias a aquella maravillosa cosa llamada gravedad, rebotaron contra el suelo. Todas a la vez. Antes de desparramarse rodando por todas partes.

No. No podía estar pasando de nuevo. Quiso estrangularse a sí mismo. Con el mal despertar que tenía el español… podía agradecer si no le amenazaba con echarle a la calle en plena noche. Podía intentar esconderse en algún sitio mientras pasaba el peligro… pero entonces alguien encendió la luz y sus ojos se cegaron por un momento. Entre el súbito estallido de claridad apenas si pudo percibir que España estaba bajando por las escaleras, con algo en la mano. Supuso que sería un libro, o un palo o algo de ese estilo.

— ¿Inglaterra? ¿Pero qué se supone que estás haciendo? Pensé que eras un ladr-¿Qué haces vestido de Papá Noel? —para su sorpresa, su voz no parecía enfadada, sólo un poco somnolienta.

Aunque ver que lo que portaba el español era un alfanje no era algo que le tranquilizara demasiado. ¿Qué clase de persona tenía un arma así en su cuarto?

—Eh… uh… bueno… iba…—"Vamos, Inglaterra, no es tan difícil. Ni que hubieras estado haciendo algo malo". Se aclaró la garganta — Iba a dejarte tu regalo junto al árbol. No quería encender ninguna luz y… eh, me he tropezado. Otra vez —añadió recordando lo ocurrido en el almacén—. Creo que tu casa me tiene manía, porque te aseguro que en la mía esto no ocurre… Y por otra parte… ¿qué haces tú con eso por ahí? —replicó señalando al alfanje —La gente normal usa bates de béisbol. O un palo de golf. No una espada de hace mil siglos.

Por supuesto, que él guardara a Excalibur en su habitación no tenía nada que ver. En la vida se le ocurriría utilizarla para enfrentarse a un supuesto ladrón. Aunque en su momento había llegado a amenazar a Francis con ella.

—Al-Ándalus no existía hace mil siglos, Inglaterra. Y cuando he escuchado el ruido, he cogido lo que tenía más a mano. No guardo absolutamente todos mis recuerdos en el almacén… —para su alivio, el español dejó el arma encima de la mesa— Como simple comentario, sin importancia, te descubriré que aquí se dan los regalos el seis de enero, Arthur... —dijo aquello con un tono divertido — Me parece que te has adelantado un poquito...

Bueno, al menos no parecía enfadado por el hecho de que le hubiera despertado. Un momento… ¿qué? ¿QUÉ? Al principio pensó que le estaba tomando el pelo, pero la voz del castaño sonaba sincera. Oh, fantástico. Deseó que la tierra se lo tragara allí mismo. Ahora sí que iba a pensar que era imbécil. Tragó saliva. Bueno, de perdidos al río, se dijo mientras le tendió el paquete envuelto en papel de revista. Era cutre, lo sabía, pero no había tenido tiempo para nada más –y aparte, ¿qué podía esperarse de él, un papel de envolver rosa y con corazones?-.

—Es un... amuleto de la buena suerte... ahora que parece que no estás en una buena situación... para ver si ayuda a que las cosas mejoren...

El castaño agarró el regalo y se dispuso a rasgar el envoltorio con cierta impaciencia. Se había imaginado que era de la clase de persona que se volvía ansiosa a la hora de desenvolver regalos. Aunque ellos no solían recibir cosas como aquella, la verdad. Celebrar sus "cumpleaños" era una estupidez. Finalmente el otro logró obtener, entre una página de moda para novias y un anuncio de colonia italiana, el premio. Un pequeño frasco, con arabescos dorados que se enroscaban hasta llegar al tapón, del mismo color, sujetándolo con un cierre en forma de estrella. El cristal estaba levemente ahumado, haciendo resaltar la decoración.

—Es … bonito… Aunque no es por chafarte la fiesta, pero… ¿está vacío? —preguntó, con un tono claramente desilusionado, mientras lo agitaba, para ver si sonaba algo dentro que el cristal le impidiera ver.

Cómo sabía que iba a decir eso. Es que cómo lo había sabido. Hizo un mohín cansado.

— Está lleno de polvo de hada. El cual, por cierto, es también dorado. Aunque brilla más.

España esbozó una mueca de incredulidad antes de darse una palmada en la frente.

—Espera un momento, que recapacite... Me has despertado a las cinco de la mañana, a las cinco, para darme un frasco relleno de algo que sólo tú puedes ver, si es que realmente tiene algo dentro… Ay, Dios, la madre que te trajo…

La vergüenza de haber sido descubierto vestido como Papá Noel, unido a la decepción de comprobar cómo su plan no había parecido funcionar, hizo que Inglaterra llegara a su límite. Aunque más que furioso… se sentía dolido. Sabía que los demás no veían el mundo mágico que sus ojos sí eran capaces de distinguir, pero no había supuesto que el otro se mostrara tan reacio. ¡Maldita sea, sólo con el recipiente debería haberle valido!

— ¿Y qué se supone que esperabas de regalo? ¿Gibraltar? ¡Podrías al menos intentar ser educado y agradecerlo, en vez de quejarte por todo! ¡Si hasta me he puesto el estúpido traje este por ti! —lo cual no era cierto, pero qué más daría. Era experto en echarle las culpas a los demás, ¿no?

—Era broma, Arthur —España sonrió entonces, antes de inclinarse hacia delante y darle un beso rápido en la mejilla. Inglaterra notó que la piel allí donde los labios del castaño se habían posado empezaba a enrojecerse. Rezó para que el otro estuviera lo suficientemente adormilado como para no darse cuenta—. Es sólo que me encanta cuando te enfadas por tonterías. Muchas gracias...

Su enojo pareció disiparse como si fuera simple humo, para ser sustituido por otra cosa. Se mordió el interior de la mejilla. Bueno, ya estaba bien. Ya estaba bien de esperar a que las cosas ocurrieran por sí solas. España había empezado la partida, había jugado sus cartas. Y no iban a llegar a ninguna parte si él no participaba también el juego. Porque seguramente el castaño estaba esperando alguna señal de su parte. Y vaya que si se había dado cuenta de que quería dársela.

—E-espera... tengo otro regalo para ti... Pensaba dártelo mañana, pero ya que estás aquí...

España se giró de nuevo hacia él; podía sentir su curiosidad. Dio un paso adelante. No sabía qué cables se habían cruzado en su mente cuando se le había ocurrido aquella idea, pero era ahora o nunca... Colocó su mano en la espalda del castaño y le atrajo hacia sí para poder besarlo. En los labios. Como siglos atrás.

Pudo notar cómo el cuerpo del otro, en un principio tenso por la sorpresa, iba poco a poco relajándose, antes de pasarle los brazos por los hombros para que pudieran juntarse aún más. Sentía un cosquilleo por el estómago, que le indicaba que estaba haciendo lo correcto. Que aquello era lo que llevaba tiempo queriendo hacer. Que si le había molestado tanto la actitud del español durante esas dos semanas era porque albergaba ciertos sentimientos que podían ser heridos. Y lo habían sido.

Se separaron para poder mirarse. Inglaterra estaba seguro de que el sonrojo de sus mejillas era ahora tan notorio que, medio dormido o no, el otro se daría cuenta de ello. Pero España pasó por alto aquel detalle. A fin de cuentas, también se percibía un cierto color en su rostro.

—No voy a quejarme, pero… ¿esto a qué se supone que viene? —preguntó el castaño, esbozando una sonrisa divertida.

—Tú mismo lo dijiste. Que aunque el pasado no regrese, hay cosas que aún se pueden repetir.

—¿Y por casualidad quieres repetir esas ciertas cosas? —había un brillo esperanzado en su mirada.

—No sería una mala idea —dijo tomándole de la mano para poder besársela—. ¿Qué hay de ti?

España dejó el frasco junto al alfanje sobre la mesa, antes de entrelazar los dedos con los suyos, guiándole de vuelta a su habitación.

—Me encantaría.

{o}

Cuando Inglaterra abrió los ojos, despertado por la luz matinal, sintió cierta desazón al pensar que tal vez aquellas imágenes que estaban rondando por su cabeza no eran más que los restos de su sueño. Pero cuando su mente se despertó del todo, se dio cuenta de que había ocurrido de verdad. Básicamente porque estaba en la cama de España y el castaño, aún durmiendo, había apoyado la cabeza junto a su hombro. Esbozó una sonrisa. Estaba seguro de que si le contara aquello a alguien, jamás le creería al decir que lo único que habían hecho había sido dormir. Y abrazarse en algún momento.

Por suerte, no es como si tuviera que salir a vocear aquello a los cuatro vientos. No era una maldita adolescente adicta al Twitter.

Se giró para poder estar frente a frente con Antonio, cuya respiración, tan pausada, le resultaba tranquilizante. Siempre le había chocado cómo podía combinar el estar hasta las tantas de fiesta y ser la persona más feliz del mundo durmiendo. Suponía que por eso dormía la siesta. Le apartó unos cuantos cabellos de la frente. El otro se removió en sueños. Quizás no habituado a dormir con pijama. Desde luego, se merecía ganar alguna clase de medalla por haber conseguido dos veces que España se pusiera más ropa, cuando lo normal sería quitársela.

Una especie de gruñido indicó que el castaño empezaba a escapar de los brazos de Morfeo. Inglaterra no se movió, dejando que fuera a su ritmo. Tampoco es que tuviera mucha por prisa porque el otro se levantara y tuviera que levantarse para terminar sus últimas tareas, ¿cierto? Así que observó en silencio cómo se desperezaba y abría poco a poco sus ojos, antes de fijar su mirada en él.

—Como se te ocurra decir "buenos días, princesa", te tiro de la cama —masculló el otro, el sueño notándose aún en su voz—. Ya hay bastantes canis en el mundo.

Alzó una ceja, confuso. No tenía ni idea de qué estaba diciendo España. ¿Cani? ¿"Buenos días, princesa"? Estuvo a punto de preguntar, pero como no era un tema que pareciera agradarle, lo dejó estar.

—Había pensado en algo más del tipo "por fin te has dignado a abrir los ojos" —apartó las sábanas que le cubrían para poder incorporarse—. Bueno, aún sigo siendo técnicamente tu criada, así que me toca airear las habitaciones mientras haces el desayuno… Y tendría que recoger las bolas que se cayeron del árbol anoche. No sea que alguien se mate con ellas.

España le agarró de la muñeca, deteniéndole.

—Olvídate de eso, no importa…

—¿Oh, me está dando tiempo libre, señor?

—Claro que no, idiota. Te estoy pidiendo que te quedes conmigo.

Inglaterra le observó en silencio durante un rato. En su voz no había burla, ni sarcasmo, ni nada de lo que podía haberla teñido durante aquellas dos semanas. Sólo podía escuchar sinceridad. Aquel era el Antonio que conocía. Así que, satisfecho, volvió a recostarse. El castaño se enroscó junto a él, buscando calor. Lo cierto es que había sido una noche fría. Aunque no necesitaban aquella excusa para estar cerca el uno del otro, desde luego.

—¿Sabes? —murmuró el español, tras haber permanecido abrazados en silencio, sólo escuchando la respiración del otro—Viendo Titanic ayer me he dado cuenta de que yo te dibujaba como a una chica francesa antes de que fuera… ¿cómo es la palabra? Mainstream. Eso.

—Y quedaba bastante mejor que ellas.

—Eso sin duda… —le pasó una mano por el pelo cariñosamente— Lo que me hace pensar si… te gustaría que te dibujara de nuevo.

Su corazón dio un vuelco al escuchar aquello, recordando los bocetos que había encontrado en el almacén. Hasta que el castaño no había formulado aquella pregunta no se había dado cuenta de lo mucho que en realidad había deseado escucharla.

—No tengo pedrusco que ponerme al cuello.

—No lo necesitas… Estás mejor sin nada.

Ambos se miraron a los ojos, antes de que Antonio le diera un beso en la frente y sonriera. Inglaterra se lo devolvió en los labios, pero entonces el sonido del timbre de la puerta hizo que ambos despertaran de aquel trance. Puso los ojos en blanco. Oh, maldita sea, ¿es que no podían escoger un mejor momento para molestarlos? Por un momento pensó en ignorar al poco oportuno desconocido y dejar que se congelara fuera. Aunque España, para su desgracia, tenía otra opinión.

—Será mejor que te vayas, Francis habrá venido a buscarte… Supongo que eso significa que tendrás que perderte el desayuno —su mirada se tiñó de tristeza por un momento—. No te preocupes por tus cosas, ya te las enviaré.

Inglaterra asintió, levantándose. Bueno, entonces sólo tenía que ir a su habitación, ponerse ropa decente, peinarse, y actuar de forma totalmente normal para que Francia no se oliera lo que había ocurrido esa noche. No porque se avergonzara, sino porque no le apetecía que nadie estuviera curioseando en sus asuntos. Muchos menos el gabacho. Recogió con un suspiro el disfraz de Papá Noel que había quedado desperdigado por el suelo de la habitación, antes de dirigirse hacia el pasillo.

—¡Ah, Inglaterra! —aquello le hizo volverse— Hazme un hueco en tu casa para el día seis de enero. Tengo que devolverte el regalo. Aunque creo que también tendré que pedirte cierta cosa para entonces… —terminó con una sonrisa que hizo que se le pusieran los pelos de punta.

—¿Cierta cosa? ¿Qué se supone que me vas a pedir?

—Intenta adivinarlo por ti mismo.

Le dirigió una mirada de incredulidad.

—A saber —por dentro se moría de curiosidad, pero no iba a perder el tiempo tratando de descubrirlo —Hasta otra ocasión. Feliz Navidad, Antonio…

Después de despedirse se encaminó hacia su habitación para ir completando de forma mecánica, como si fuera un autómata, las tareas que se había impuesto a sí mismo para prepararse antes de salir de la casa con Francia. Seguía sin creerse lo que había ocurrido. Cómo había entrado, dos semanas antes, asustado –bueno, asustado no, eso no era propio de caballeros; inquieto era una palabra mucho mejor- por cómo fuera a tratarle España. Y, aunque ciertamente se hubiera comportado como un capullo la mayoría del tiempo, creía entender ahora por qué lo había hecho. Para saber, a su torpe manera, si él le correspondía. Y ahora se iba con un… ¿un qué? Era demasiado pronto y demasiado precipitado decidir qué era aquello. Un "algo". Parecía el guión de una película ñoña. Aunque, al menos, tenía más argumento que los doujinshis que guardaba Antonio en el salón.

Se pasó una mano por el pelo. Bueno, ya estaba listo. Le hubiera gustado que el español le acompañara hasta la puerta, pero sabía que por las mañanas le gustaba remolonear en la cama. No iba a tentar a su suerte exigiéndole que se levantara. Bajó los escalones por última vez, sintiéndose extraño por no tener ya que preocuparse por si la lavadora se había terminado, o por si tenía que quitarle el polvo a la copia de la Copa del Mundial de fútbol que decoraba el taquillón de la entrada. Antes de que llegara a agarrar el pomo de la puerta, escuchó unos pasos apresurados bajando por las escaleras. Se giró a tiempo para que España pudiera besarle una última vez. Fue un contacto corto, dulce. Definitivamente algo a lo que no estaba acostumbrado últimamente. Pero no iba a quejarse, desde luego.

—Es mi "amuleto" para que te dé suerte en el camino a casa —comentó el castaño alegremente—. Y porque sé que no has adivinado lo que te quiero pedir… Es esto… —se movió para poder susurrarle al oído: —Quiero que me haga gritar como antaño, Capitán Kirkland.

Si Inglaterra hubiera estado bebiendo algo en ese momento, seguramente se habría atragantado.

—Feliz Navidad, Arthur —completó España, antes de darle un beso en el cuello y dirigirse escaleras arriba, seguramente hacia el baño—. Si ves a Papá Noel de camino a tu fea y aburrida isla, dile que le estoy más que agradecido por los regalos…

—Eso haré —murmuró, aunque el otro ya no pudiera escucharlo.

Era algo más para sí mismo, para calmarse. Porque las palabras de Antonio habían hecho que su corazón se acelerara y su cuerpo temblara de expectación. Sí. Nunca le había dado importancia a una fecha tan ridícula como el seis de enero. Pero aquella vez… aquella vez iba a ser el día más importante de las Navidades. Y estaba deseando que llegara.

Fue en ese momento en el que recordó que si estaba en la entrada de la casa de España era porque cierto gabacho estaba esperando fuera.

Francia estaba al otro lado de la puerta con una sonrisa de satisfacción en los labios. No hizo ninguna mención a que hubiera tardado media vida en aparecer desde que él hubiera llamado al timbre, pero su cara ya lo decía todo. Inglaterra se contuvo para no darle un puñetazo.

—Deja de sonreír como si te hubiera tocado la lotería, frog. Me das mala espina.

Porque aquella sonrisa sólo podía significar una cosa. Que alguno de sus maquiavélicos planes estaba funcionando o ya lo había hecho. Lo cual seguramente significaría problemas para él.

—Oh, perdona si estoy feliz por ver que gracias a mi inestimable ayuda, Antonio ha conseguido lo que quería. Bueno, y tú, pero obviamente me preocupo más por él.

— ¿Que has estado ayudando a España? ¿Por qué?

Francis dejó escapar un largo suspiro, como si aquello fuera como explicarle algo a un niño pequeño.

—Puede que Espagne sea el "país de la pasión" y tú... tú el de la flema, pero ambos sois más que cortos en lo que se refiere a sentimientos. ¿Y qué mejor que el país del amour para ayudaros? Te recuerdo que cuando te dejé en esa casa hace dos semanas te dije que me lo ibas a agradecer. ¿He acertado o no he acertado? —Arthur farfulló algo incomprensible hasta para sí mismo como respuesta— Y además, ¿quién te crees que le indicó a Espagne cómo podía tantearte?

A su memoria regresó el recuerdo de aquella conversación telefónica que habían mantenido Francis y Antonio el día que había entrado al almacén. En aquel momento había imaginado que estaban urdiendo algún plan para incordiarle, pero quizás el castaño sólo había estado pidiendo consejo… Se sintió engañado como a un idiota.

—Eres un maldito manipulador de mierda, ¿lo sabías?

—El término "Cupido" es más de mi gusto. Además, ¿de qué te quejas? ¿No tienes lo que querías? Deberías agradecerlo, no cuestionar mis… métodos de ayuda.

—No me irás a decir ahora que quieres un beso o algo para darte las gracias.

Francia le dirigió una mirada aparentemente ofendida antes de girar el rostro, haciendo que el viento moviera sus cabellos de forma dramática, como en una de esas estúpidas parodias que se rodaban en Hollywood.

—Por favor. Yo, al contrario que Antonio, tengo buen gusto... —le dirigió una mirada que hubiera asustado hasta al General Invierno— Es broma, Angleterre. Deberías saber después de todos estos siglos que llevo soportándote, que considero que el amor no es algo que deba forzarse. No voy a malgastar mis besos en alguien que no los quiere.

— ¿Y entonces qué pasa con todas esas veces en las que empiezas a insinuarme tus perversiones raras? Ahora me dirás que son como mis hadas, que "sólo existen en mi cabeza".

—No puedo evitarlo. El sonrojo de tus mejillas cuando te imaginas las cosas que digo no tiene precio. Además, mon cher… no sé si te das cuenta de que yo nunca te he dicho nada en concreto… así que todo lo que pase por tu mente… es cosa tuya, no mía… Así que… ¿quién de los dos es el verdadero pervertido aquí, Arthur?

Inglaterra enrojeció hasta las orejas antes de empezar a soltarle toda clase de improperios, aún sabiendo lo que podría llegar a perjudicar a su reputación de caballero. Estaba molesto porque, en el fondo, muy en el fondo, no podía estar enfadado con él. No del todo. Porque le estaba agradecido.

Aunque eso, por supuesto, no era algo que fuera a reconocer en voz alta.

{o}

Los platos que puse son los típicos de Nochebuena/Navidad en España. Aunque claro, son los de mi zona, no sé si en el resto del país se come igual.

{o}

Respuesta a reviews anónimos:

Miss Feari: Me alegro de que hayas surgido de las sombras del anonimato, aunque sea a medias (¿) para escribir el review~ Y me alegro aún más de que te guste la historia. Personalmente, el quinto es también mi capítulo favorito.

{o}

¡Oh, por favor, por fin! ¡Por fin lo he terminado! *corre hacia el atardecer*

Muchas, muchísimas gracias a todos los que habéis seguido con este fic durante todo el tiempo –dos años, tres meses y cuatro días- que he tardado en completarlo. Merecéis un premio por vuestra paciencia. De verdad, no hay agradecimiento suficiente que compense todos aquellos meses –quien dice meses dice un año- que estuve sin actualizar y no mandasteis el fic a tomar por saco (?).

Recuerdo que cuando empecé esta historia apenas si sabía cosas sobre la historia en común entre Inglaterra y España -aunque más que la Armada Invencible sí-, y que ahora les tengo más cariño que antes si cabe.

¡Un abrazo muy fuerte y hasta la próxima!