Love is pure.
Summary: Él, un enviado de Dios, Cardenal e hijo del Santo Padre y ella el objeto de su sobreprotección y amor incondicional. Porque la unión entre hermanos es inconmensurable, sin duda Cesare y Lucrezia eran un claro ejemplo. A sus ojos, la clase de amor que compartían era pura, quizá a los ojos de otros no era más que antinatural, no era más que Incesto.
Disclaimer:Este fanfiction está basado en la serie The Borgias, todos los derechos reservados a Showtime, yo simplemente he tomado el contexto del capítulo The French King (S01e06) y lo he adaptado, desde aquí en adelante la historia comienza a cambiar a mi antojo. La historia es mía, toda la trama ha salido del producto de mis revolucionarías hormonas y la eterna ternura que me provocan estos personajes, por lo que está prohibida la copia parcial o total del texto sin mi previa autorización, demás está aclarar que es mejor que eviten problemas.
Capítulo VI.
Per amore
Previamente en Love Is Pure:Cesare salva a Lucrezia de las manos de Sforza y huyen junto a Giulia Farnese, en el camino Cesare se separa de ellas, mientras que Lucrezia y Giulia van a hablar con el Rey Francés para evitar el evidente confrontamiento. Cuando Lucrezia llega a Roma se entera que Cesare aún no ha llegado. ¿Qué le habrá ocurrido?
Cuando Lucrezia asumió que Cesare no aparecería por el Umbral de su puerta diciéndole que todo estaba bien y que no corría riesgo, decidió buscarle por sí misma. A pesar de los designios de su madre para con ella, no pudo evitar huir cuanto antes al encuentro de su hermano. Preguntas tales como ¿Dónde estaría? ¿Estaría bien? ¿Estaría vivo? Rondaban por su cabeza y hacían que su corazón latiese desbocado preso del pánico.
—¿Qué ocurre Lucrezia? —le detuvo Giulia antes de que entrase en los aposentos de su padre.
—Deseo hablar a solas con mi padre —murmuró Lucrezia.
—Está pensando qué hacer ante la llegada del ejército Francés, sería mejor no disturbar su pensamiento —sonrió Giulia.
—Es imperante que hable con él, cara Giulia, será sólo un momento —insistió Lucrezia.
—Si se trata de tuo fratello, debo decirte que no ha llegado a palacio, de ser así, tu padre ya lo habría comentado—la tomó de las manos Giulia.
—Grazie, cara —sonrió amargada Lucrezia antes de marcharse.
Para su desgracia, Lucrezia no sabía por donde más buscar. Su hermano debía de haber llegado mucho antes que ella hasta Roma. ¿Qué le habría detenido? Se sentó en uno de los jardines del palacio de su padre, acongojada y asustada ante las imágenes que su mente creaba, aterrorizada por aquellos pensamientos en los que Cesare aparecía herido de muerte o preso por Sforza.
El sol parecía ensañarse con Cesare, el calor abrasador incendiaba toda su piel expuesta, sus heridas eran de consideración y los soldados Franceses le había amarrado a un mástil a todo sol antes de marchar. No tardarían en llegar los carroñeros si seguía así de expuesto y al caer la noche estaría completamente inseguro. ¡Maldito momento en el que decidió ir a buscar a Lucrezia! Su boca estaba seca y la necesidad de agua se hacía cada vez más insistente y real. Sabía que sin agua duraría mucho menos de lo que creía y la herida del costado parecía lo suficientemente profunda como para sobrevivirla por mucho tiempo.
Lucrezia esperó la noche, sabía que la única manera de salir del palacio Borgia sin ser vista era la oscuridad de la creciente noche con una luna casi imperceptible, salió en búsqueda de Micheletto, el fiel servidor de Cesare podría saber algo de su paradero o en su defecto ir en su búsqueda. Una vez que llegó a la habitación del sirviente tocó tres veces antes que la puerta se abriera. No le sorprendió ser recibida con la punta de un cuchillo en su frente, pero al ver quién era, Micheletto bajó de inmediato el arma y se disculpó.
—Signora mia, no era mi intención agredirla de esa manera—señaló el criado.
—Comprendo Micheletto, pero en estos momentos no me preocupa mi propia seguridad sino la de mi hermano. Dime: ¿Has sabido algo de él? —dijo angustiada.
—Signora mia, no he sabido nada de su hermano desde que él partió en su búsqueda —reconoció el sirviente.
—Se supone que llegaría primero a Roma, pero por motivos que desconozco él no ha llegado aún y temo por su vida—Lucrezia no tuvo que decir más, Micheletto tomó sus armas y caminó hasta la salida de su habitación.
—¿Dónde fue la última vez que le vio? —le cuestionó mientras caminaba hacía la caballeriza.
—En el camino hacia Roma, dos kilómetros antes del campamento Francés —señaló Lucrezia que le seguía las pisadas.
—Pues por ahí comenzaremos a buscar —fue todo lo que dijo antes de montar su caballo y partir.
Lo que Micheletto no esperaba era que Lucrezia le siguiera, cuando sintió el galope de un caballo tras de él no pudo evitar sorprenderse de ver a la hermana de su señor montar tan bien a caballo que le había alcanzado a una distancia considerable. Puesto que ya no podía hacer nada para evitar que la dama le siguiese, se quedó en silencio cabalgando en la dirección indicada.
—¡Silencio! —exigió cuando entraron en el camino principal —. Evite que su caballo haga demasiado ruido.
Lucrezia obedeció aún asustada por estar sola a mitad de la noche, pero su miedo radicaba en su temor por su hermano, por lo que intentó armarse de valor. Una vez que Micheletto se apartó del camino principal comenzó a rastrear las huellas que parecían haberse marcado en el suelo, por lo que se detenía y desmontaba para tocar el suelo. Cuando ya estuvieron lo suficientemente lejos del camino principal, el sirviente prendió una antorcha.
—En esa dirección estaba el campamento Francés —señaló Lucrezia.
—¿Está segura, Signora? —cuestionó Micheletto no fiándose de la palabra de la joven.
—Así es.
La ansiedad de encontrarse más cerca del lugar la hacía creer que no encontraría a Cesare. Cuando estaban a un kilometro de distancia parecía que su corazón se fuese a desbocar, pero por más que intentaba mantener el control de sus emociones no pudo evitarlo y gritó desesperada el nombre de Cesare.
—¡Signora! —le gritó Micheletto —. ¡¿Qué tiene usted en la cabeza? Acaba de dar nuestra posición exacta a cualquier enemigo que pudiese estar a la redonda, además de no saber si el amo ha sido arrestado por una trampa o algo por el estilo.
Lucrezia se reprendió haber gritado de esa manera desesperada, pero el silencio de la noche y el miedo habían actuado por ella sin pensar en nada más que en la posibilidad de encontrarle. En el preciso momento que aclaró su garganta sintió un quejido a lo lejos.
—¿Ha oído eso? —preguntó Lucrezia.
—Si —susurró Micheletto.
La joven se sintió tentada a gritar o susurrar el nombre de Cesare, pero se abstuvo luego de haber cometido el error de gritarlo a los cuatro vientos. Micheletto desmontó su caballo y ella le imitó y caminaron juntos en el mayor silencio que pudieron. El sirviente alumbraba con la antorcha y buscaba el origen de aquel quejido.
—Cesare —susurró Lucrezia —. Cesare.
Micheletto le reprendió con la mirada, sin necesidad de palabras, Lucrezia comprendió que no le agradaba para nada la idea de llevarla consigo. Otro quejido se escuchó, ya no tan lejos como parecía y se oía claramente a su izquierda. Cuando Micheletto alumbró la zona se encontró a siete metros del mástil y del hombre que estaba amarrado a él.
Lucrezia sin pensarlo corrió hasta el lugar y a pesar de la noche oscura supo que era Cesare. Le desató lo más rápido que pudo, mientras oía a Micheletto refunfuñar.
—Cesare —murmuró —. Cesare.
Este estaba aturdido, había perdido demasiada sangre y yacía casi muerto. El dolor estaba ramificado por todo su cuerpo y su seca boca anheló poder hablarle a su amada, pero la visión angelical que tenía frente a él le nublaba toda posibilidad de cordura.
—Permiso, signora, hay que vendarle y darle agua a este hombre —dijo trayendo consigo una bolsa llena de implementos necesarios.
—No podremos moverlo de aquí, sería muy peligroso traerlo a caballo —dijo Lucrezia luego de ver sus heridas y sus labios resecos.
—Será mejor que vaya a buscar ayuda a Roma —sentenció Micheletto.
—¿Me dejará a mitad de la noche? —respondió asustada Lucrezia.
—Claro que no, es usted la que se marchará en busca de ayuda—aclaró el sirviente.
—Usted no me moverá de aquí, en casos como estos puedo ser de mayor utilidad aquí que en busca de ayuda —sentenció Lucrezia muy segura.
Ante la insistencia de la dama y por temor a que cuando su señor estuviese repuesto le criticase su actuar, decidió obedecer a Lucrezia y se marchó con la promesa de traer ayuda y regresar cuanto antes. Lucrezia tomó la antorcha que Micheletto le había dejado y la enterró firmemente cerca de Cesare para poder verle.
—¡Oh, querido mío! —susurró Lucrezia sosteniendo la cabeza de Cesare en su seno —. Ya estarás bien, te pondrás mejor, amore mio.
Lucrezia no podía negar el miedo que crecía en su interior, ver a Cesare en esas condiciones la hacía reconocer un triste futuro, era temerosa de pertenecer a una soledad en la que Cesare no estuviese más. Fue entonces cuando se preguntó ¿Quién habría sido aquel que le dejó así de esa manera? ¿Habrían sido delincuentes de camino?
Cuando Micheletto fue en búsqueda de la madre de su señor ya eran altas horas de la noche, por lo que tuvo que esperar largo tiempo antes que la dama estuviese preparada para que le atendiese. Una vez enterada de la noticia corrió hasta el mensajero que fue en búsqueda del médico y le daría la alerta al Papa.
—¡Dense prisa! —gritaba la mujer —. ¡No hay tiempo que perder, preparen agua y compresas!
El caos que se desató en las habitaciones del Santo Pontifice fue tal, que hasta Giulia Farnese se dio por enterada del accidente ocurrido a Cesare. Con vagos intentos procuraba mantener la calma de Alessandro, pero este estaba al borde de la desesperación, envió a la Guardia Papal a buscarle cuanto antes y fue así como se hizo.
Mientras Lucrezia estaba temerosa por la vida de Cesare y a la vez por la propia vida que podría verse terminada en segundos si le viese algún malandrín, comenzó a limpiar las heridas lo mejor que pudo. Jamás había tratado las heridas de ningún hombre, no era de su conocimiento el ver y cuidar heridas de batalla, mucho menos unas de estas envergaduras.
—Lucrezia —divagaba Cesare —. Lucrezia —volvía a exigir en su condición.
—Esto aquí —susurraba ella entre lágrimas —. Estoy aquí, Cesare.
La fiebre aumentaba a pesar de la noche fría, Cesare parecía estar hirviendo por dentro y, por lo poco que sabía Lucrezia, eso no era nada bueno. Con la limitada agua que le dejó Micheletto, mojó algunos paños y comenzó a pasárselos por el cuerpo dañado que alguna vez fue majestuoso y sin marca alguna. A pesar de las condiciones en las que su hermano se encontraba y el miedo que la invadía, no podía evitar reconocer a sí misma que era un cuerpo maravilloso. No era un guerrero musculoso y fortachón, pero sin duda tenía un cuerpo trabajado, músculos cuidados en ejercicio frecuente y una piel tostada en su punto justo para parecerle atractivo. Imágenes de sus momentos juntos en los cuales apreciaba su cuerpo se rememoraron en su mente y se criticó fuertemente por eso, no era momento de sentirse así de atraída cuando el riesgo de la vida de su hermano podría ser fatal.
—Cesare —besaba su frente —, per favore, Cesare.
Un atisbo de esperanza nació en los ojos de Lucrezia al ver que Cesare comenzaba a abrir sus ojos, ante el gran esfuerzo que él estaba haciendo ella le pidió en multiples susurros que no se esforzara y que descansara.
—Lucrezia —gruñó ante el dolor, aunque en realidad el resultado fue un sonido gutural que sorprendió a Lucrezia—. Lucrezia, por favor…
—Silencio —le ordenó su hermana —. Descansa y duerme, es lo único que puedes hacer en este estado.
—Lucrezia —volvió a Gruñir —. Sácame de aquí.
—No, no puedes moverte, la herida se abriría aún más, deja de desvariar y duérmete que Micheletto fue por ayuda a Roma —sonrió intentando calmarle.
A los ojos de Cesare, que estaban alterados por la fiebre, Lucrezia parecía un ángel, un precioso ángel lleno de luz que estaba allí. Pero a pesar de lo alterado que podría estar por las heridas y la fiebre sabía lo que había oído y visto, sabía que no debía estar allí, que probablemente fuese una trampa más y que la ayuda de Roma no llegase a tiempo antes que esta se descubriese.
—Debes sacarme de aquí, la ayuda de Roma nunca —se quejó—, nunca llegará a tiempo. Debemos marcharnos, estaré bien si me llevas lejos de aquí, Lucrezia.
Fue entonces cuando Lucrezia apagó la antorcha, llena de miedos y de dudas, no sabía qué hacer y mucho menos que tan cierto era lo que le decía su hermano.
Cuando los caballos del Papa y el médico que había enviado Vannozza comenzaron a acercarse a la zona, Micheletto se extrañó de no ver la antorcha encendida que le guiase hasta donde estaban. Comenzó a pensar en todo lo que podría haber pasado a la mitad de la noche con una mujer sola y un hombre herido. Maldijo en su interior el momento en que aceptó que Lucrezia se quedase con Cesare a solas.
—¿Dónde decías que era? —gruñó el Capitán de la Guardia Papal.
—Por aquí, a unos metros —respondió Micheletto.
Pero cuando llegaron al lugar sólo encontraron señas de donde había yacido Cesare, ninguno de los dos estaba allí, para su desgracia no había señal que pudiese indicarle donde habían ido, una mujer asustada y un hombre herido, no era muy difícil de adivinar, podrían haber sido atacados por cualquiera que estuviese de paso, pero allí no habían señales de lucha.
—¡Aquí no hay nadie! —gritó otro guardia.
—Eso se evidencia —gruñó Micheletto.
Lucrezia era incapaz de haber subido a Cesare al caballo, era imposible y forzarlo a intentarlo sería inútil. Una vez que Cesare intentó ponerse de pie, ella supo que esa forma también sería una pérdida de tiempo, él era incapaz de erguirse y ella no podía levantarlo o ayudarle a caminar por más de diez metros.
—Lucrezia —murmuró Cesare con dolor —. Arrástrame hasta esos matorrales. Haré lo que pueda por ayudarte.
Una vez que Cesare estuvo acomodado y el caballo escondido, fue al lugar donde estuvo con Cesare e intentó borrar toda aquella señal que podría delatar que allí habían estado. Lo único que lo haría sería el mástil que existía allí. No podía quitarlo a buenas y primeras y no tenía la fuerza necesaria para quitarlo de allí. Fue a buscar a su caballo y este de una coz arrancó el mástil desde el suelo. Una vez cubierto el orificio que este había dejado, fue y enterró el mástil a trescientos metros más allá de donde estuvieron y dejó señas que allí habían estado.
No sabía por qué estaba haciendo aquello, pero confiaba en que Cesare, a pesar de su desvarío lo sabría.
—¿Y donde están ahora entonces? —dijo Giulia Farnese que había sido enviada por el Papa para que fuese sus ojos en aquella búsqueda.
—No lo sé, Signora —respondió Micheletto.
—Si no hay nada que buscar, esto es una pérdida de tiempo —respondió el Capitán.
—Devuelvanse ustedes, déjenme al médico y vayan a dar aviso al Papa que estaré en búsqueda de su hijo y que no descansaré hasta encontrarle —sentenció Micheletto.
—La Signora Sforza está con él—le dijo Giulia —, si el Papa se entera que nos hemos dado por vencidos en la búsqueda de sus hijos nos degollará a todos.
Ante esa declaración los veinte hombres de la Guardia del Papa se asustaron, por lo que decidieron no abandonar la búsqueda.
—Nos separaremos —sentenció el capitán —. En dos grupos de hombres que buscarán por todo el norte y el sur. Nos encontraremos aquí a mediodía.
Micheletto esperó que los hombres se marchasen para seguir la búsqueda por las suyas, algo no estaba bien y lo sabía. La Signora Sforza sería incapaz de mover a Cesare y este en las condiciones que estaba sería incapaz de moverse por sí mismo.
—¿A dónde nos dirigimos? —le dijo una voz a sus espaldas.
Giulia Farnese no había seguido a ninguno de los dos grupos, algo en la mirada de esa mujer le hacía desconfiar.
—Usted, Signora, se irá a informar al Papa, mientras que yo ayudaré en la búsqueda —sentenció.
—¿Pretende usted que me marche así, sin más a decirle al Papa que no tengo ni la más mínima idea de donde están sus hijos? —alzó una ceja—. ¿Me cree idiota?
—No he dicho eso, Signora—gruñó Micheletto.
Pensó en que tendría que buscar la manera de deshacerse de ella para poder seguir en la búsqueda de su señor y la única forma en la que se le ocurría hacerlo era siguiendo uno de los grupos de la Guardia Papal.
Lucrezia esperó que los ruidos de los caballos se alejasen antes de comenzar a revisar las curaciones de Cesare. No parecía haber mejora, pero la fiebre ya no estaba tan alta como hacía un par de horas. Esperó que Cesare durmiese lo suficiente y decidió dejarle allí para ir en búsqueda de ayuda en las cercanías de un pueblo que quedaba cerca del arroyo por el que habían pasado cuando venían hacía Roma.
—Te dejaré aquí por unas horas —le susurró a Cesare —. Volveré por ti con ayuda.
Hola queridas.
Perdonen la tardanza, la Universidad me tiene al borde del Colapso.
Por las cosas y movimientos estudiantiles ocurridos en mi país, aún no puedo tener vacaciones. Probablemente ni las tenga.
Quería dejarles el penúltimo capítulo de esta historia.
Cariños.
Manne Van Necker