Disclameir: X-Men no me pertenece. Es cosa de su franquicia y de aquellos que han pagado por sus derechos. Esta historia es sólo por diversión.


Capítulo VII.

"Según la teoría de Crah Laber en cuanto a Física Metalistica, nuestro universo no es más que una aglomeración de simbiosis afortunadas dadas, en la mayoría de los casos, como meras coincidencias. Sin embargo, la exponente al cuadrado de…"

Para Charles Xaviers, esta era la tercera vez que sus ojos recorrían dicho párrafo sin percatarse de nada. La culpa de semejante hecho, se temía, no radicaba en la dificultad de la materia; había dedicado un semestre entero ha estudiarla a fondo y, para la conclusión del mismo, él ya dominaba la teoría con más precisión que el profesor que la impartía. La causa de su problema, más bien, radicaba en la concentración.

Tal era un problema que había estado acosándolo por varios días.

El joven profesor Xavier exhaló un suspiro de rendición, cerrando las tapas del grueso volumen de Física y depositándolo sobre la mesa del despacho. Era inútil intentarlo por más tiempo. Casi inconscientemente, sus manos descendieron hasta los mandos de su silla mecánica y se halló deslizándose a sí mismo hacia la ventana.

El día era esplendido. Todavía era temprano, pero ni una mísera nube enturbiaba el azul cielo, ni daba señales de empañar esta claridad más adelante. El horizonte brillaba, salpicado de matices dorados que dotaban su azul de una luminosidad única, una luz especial que de vez en cuando poseían también los ojos de Charles.

No era de extrañar que los muchachos hubieran decidido asaltar el jardín antes del comienzo de sus clases. Los labios de Charles dibujaron una pequeña sonrisa ante la visión de sus extraordinarios alumnos. Casi todos hallaban practicando el combate cuerpo a cuerpo en el área de césped lateral a entrada principal. Hank y Alex fueron los que primero atrajeron su atención, quizá porque el enorme cuerpo azulado del primero y los destellos de haces de luz encarnada que emitía el segundo, de cuando en cuando, era difíciles de ignorar.

Sin embargo, tras los primeros segundos observándolos, sus ojos se vieron atraídos por otras dos figuras un poco más discretas, pero igualmente extraordinarias. La primera poseía un cuerpo femenino alto y esbelto, salpicado por escamas marinas, y el cabello color caoba. El segundo era igualmente alto y fornido, con el cabello oscuro y los músculos poderosos, sin que su densidad fuera tan excesiva para dejar de resultar atractivo a la vista.

Erik vestía un cómodo pantalón deportivo y una camisa sin mangas, que debido al ejercicio se adhería sinuosamente a la piel de su torso. Raven carecía de cualquier retazo de tela para ocultar las sinuosas curvas de su formado cuerpo. A Charles le costaba un esfuerzo importante reconocer en esta nueva mujer llena de confianza en sí misma y en su sexualidad, a la Raven que era —y sería siempre en su mente— su pequeña y querida hermana. Había cambiado tanto en tan poco tiempo.

Ellos estaban combatiendo contra el otro. Sin piedad. Sin refrenarse. Era tan sólo un ejercicio físico, como el que Alex y Hank estaban realizando a una docena de pasos a distancia, como el que Sean rehuía siempre que le era posible. Sin embargo, sus movimientos eran tan perfectos, tan compenetrados… Ella golpeaba con contundencia y sin dar muestras de cansancio, con movimientos tan flexibles como precisos. Él rechazaba cada golpe y se preparaba para impartir el siguiente.

A ojos de Charles, desde su posición, confinado en su silla de ruedas, contemplando la imagen desde de su improvisado despacho en la primera planta, a través del marco de la ventana, observando… pero incapacitado para formar parte de ellos… Ellos peleaban el uno contra el otro, sí, pero también bailaban, un baile tan compenetrado que bien podía ser considerado como un baile de seducción.

El aguijón de los celos golpeó contra su estómago. El demonio dentro de él, ese que Charles siempre ignoraba —tomando gran placer en fingir incluso ante sí mismo que ni siquiera existía—, gritaba para conducir sus dedos índice y corazón al lado izquierdo de su cerebro, y emplear su poder para tomar el control de sus cuerpos y detenerlos. Su conciencia —esa que a cada paso guiaba sus acciones— rechazo radicalmente y con repugnancia tal sugerencia.

Aun así, Charles no fue capaz de silenciar las tortuosas corrientes de disgusto que apabullaban su garganta.

Sigue siendo mi hermana pequeña, se oyó en su mente excusarse ante sí mismo. Era un hecho poco extraño que el natural instinto protector que siempre había sentido hacia ella, especialmente con un hombre más mayor y experimentado a su lado se le acercaba, se activara ahora. Al fin y al cabo, eso es lo que Erik era: un hombre mayor que ella, atractivo y experimentado.

Una pequeña parte de sí —esa correspondiente a su mente de científico, cuya curiosidad nunca poseía fin, siempre acostumbrando a cuestionárselo todo—, se recordó a sí mismo que no era la figura desnuda de Raven la que sus ojos perseguían casi con obsesión. No era su piel perlada por el sudor la visión la que enviaba escalofríos a su espalda, y no era esa silueta femenina por las que sus dientes mordisqueaban sus labios con mezcla nerviosismo y anhelo.

Por sobre todo, no la silueta de su hermana pequeña quien despertaba su hambre, un hambre devorador desconocido hasta entonces y que lo aterraba. Era él. Siempre él. Erik.

Erik era el culpable de su falta de concentración; quien invadía sus pensamientos día tras día desde aquel incidente en su dormitorio, exprimiendo su cerebro hasta la última gota. Charles Xaviers estaba celoso de la visión que acontecía ante sí, porque en su corazón, en lo más profundo de su ser, creía que debía ser él que ocupara esa posición al lado de Erik, de su mejor amigo, de su único igual.

La impotencia lo invadía. Por primera vez en su vida se sentía verdaderamente confuso. Sus poderes no podrían ayudarlo en esta situación, lo había prometido. Y ni siquiera contaba con la gracia de sus piernas, sino que seguía atrapado en una maldita silla de ruedas.

Si tan sólo supiera…

— Profesor, ¿se encuentra bien?

Las palabras lo sobresaltaron. Charles giró la silla de ruedas hacia la puerta de su despacho, desde donde Sean lo estaba contemplando con una expresión en su rostro que denotaba una mezcla de preocupación e idolatría ciega. Por su postura, podía deducirse que había estado allí por un par de minutos al menos. Y Charles ni siquiera lo había sentido llegar.

Sus pensamientos lo había absorbido más de lo que era previsto. Un hecho que, por otra parte, erabastante habitual en estos días.

— Oh, Si. Gracias, Sean. Simplemente estaba pensando acerca de la escuela.

En ese momento, Charles percibió como la preocupación desaparecía para ser sustituida por un sentimiento de entusiasmo e impaciencia mal refrenada en la mente de su alumno más joven.

— ¡He visto los nuevos dormitorios! Son realmente geniales.

Charles formuló una sonrisa, satisfecho ante su alegría. Sus ojos brillaron con chispas de azul, y la punta izquierda de sus labios se curvó ligeramente hacia arriba. Era una sonrisa que tenía reservada para compartir la felicidad de quienes cuidaba.

— Me alegro de que te gusten. Imagino que Alex y tú ya habréis elegido el vuestro…

Se había determinado en una reunión hacia unos días que, por el momento, los dormitorios estudiantiles serían compartidos por parejas, salvo casos especiales donde la mutación no lo permitiera. Pero Mística había preferido conservar su vieja habitación, como privilegios de ser la hermana del fundador, y Hank ocuparía una individual en el área del profesorado.

El dormitorio de Erik continuaría siendo aquel que se le concedió en un primer momento, en el primer piso, a una pared y una puerta de distancia del de Charles. Incluso si por el momento Charles se hallaba incapacitado para hacer uso del mismo, hasta que el moderno sistema de ascensores fuera correctamente instalado en la mansión.

— ¡Seguro! Ventajas de ser los primeros. ¿Cuándo crees que comenzaran a llegar más estudiantes?

Charles frunció el ceño, meditando la repuesta. Él y Erik habían estado de acuerdo, tras varias discusiones basadas en opuestos puntos de vista, que el mejor método para recolectar estudiantes sería visitar personalmente a los padres de los alumnos potenciales, exponiendo ante ellos la oferta de la escuela como si de un instituto para jóvenes superdotados se tratara. Únicamente a los propios jóvenes se les confesaría la verdad, brindando a ellos la elección de sincerarse con sus padres o continuar manteniendo el secreto.

— Pronto —prometió Charles—. El curso escolar comienza en Septiembre y todavía estamos en Mayo, por lo que tenemos tiempo. Pero Erik y yo estamos de acuerdo en que lo mejor será comenzar las entrevistas lo antes posible.

Sean asintió, sin preocuparse en refrenar su entusiasmo.

— Hank ha concluido ya la remodelación de Cerebro. Nos dijo ayer que había aumentado el alcance y que era completamente seguro para ti usarla.

— Sí, lo sé.

Una de las principales preocupaciones de Charles, una vez instalado en la mansión y acomodado a sus nuevas limitaciones, había sido los restos de Cerebro que había quedado en el cuartel de la CIA después del feroz ataque de Shaw.

Había temido, incluso si su inherente fe en los seres humanos le había impedido confesar dichas preocupaciones en voz alta, que la CIA los reconstruyera y hallase un modo de rastrear a los mutantes sin su ayuda. Pero, de alguna manera, Erik había intuido su temor —¿Cómo? Se preguntaba Charles, si él era el único mutante con capacidad de leer mentes ajenas— y había intentado disipar sus temores.

No estés tan preocupado acerca de ello, Charles. Ellos no podrán encontrar nada, ni siquiera en el improbable caso de que lo intentasen. Yo me he ocupado de todo.

Si bien era imposible negar que tales palabras hubieran aligerado la preocupación de Charles en algún grado, también era cierto que habían acrecentado su inquietud en muchos otros sentidos. Erik no había añadido nada más, y Charles no había preguntado. Había transcurrido apenas un día desde aquel incidente en su dormitorio que Charles prefería olvidar, y la confusión y la culpa le había frenado de inquirir más información al respecto.

Así que había callado. Erróneamente, hoy día todavía callaba. Durante casi dos semanas, Erik había cumplido su promesa de permanecer junto a Charles, y ayudarlo en todo cuanto estuviese a su alcance. Charles no tenía motivo de queja. Su ayuda había sido valiosa, tanto con la puesta en marcha de la escuela como en lo relativo a su rehabilitación.

Jamás había vuelto a ofrecerse para ayudarlo con sus ejercicios, un hecho que Charles agradecía por varios motivos. Porque ignoraba si él era lo bastante fuerte para negarse, porque no sabía a dónde habría conducido otra sesión como aquella, y porque desconocía completamente qué tipo de sentimientos o deseos ocultos Erik pudiera sentir por él, en el improbable caso de que tales emociones existieran.

No había vuelto a producirse un tipo de intimidad como la de aquella noche, y el contacto físico entre ambos parecía haberse limitado escrupulosamente, como si existiera una barrera invisible manteniéndolos separados en dos extremos opuestos de un mismo punto, sin que ninguno de los dos se atreviera a franquearla.

Sin embargo, sus partidas nocturnas de ajedrez se habían reanudado con tanta naturalidad como si nunca hubiesen sido interrumpidas. Charles contaba con Erik para ayudarlo a tomar decisiones sobre el futuro de la escuela, y el apoyo de Erik le resultaba especialmente útil en las materias más personales. Juntos estaban construyendo la escuela para jóvenes mutantes, estaban construyendo el sueño de Charles.

Pero era aún más que eso. La parálisis de sus piernas había expuesto al joven profesor de genética a la crueldad de un mundo para el cual no estaba preparado. Por causa de su minusvalía, su arraigado sentido de superioridad, uno cuya existencia él no había sospechado nunca pero que había estado viajando con él toda su vida, sosteniéndolo sobre las mentes de otros, había estallado repentinamente en añicos arrojando a Charles a una caída libre sin pausa… Él temió que iba estrellarse. Había estado convencido de que no habría nada ni nadie para sostenerlo…

Hasta que Erik lo había atrapado a tiempo.

A veces, Charles pensaba, su amigo era lo único que lo sostenía y le brindaba la fuerza para seguir adelante. A veces, temía, sin él no sería capaz de continuar… Por esa razón se aferraba a él, y esa era la razón por la cual todavía no había preguntado, aún si debiera.

Si sus temores se tornaban ciertos, si la respuesta resultaba lo suficientemente grave para no dejarle otra opción que apartarse de él, entonces Charles no tendría otra elección. Y la sola idea lo atenazaba de terror.


A diferencia de la actual, aquella mañana de hacia casi ya dos semanas había resultado nublada, si bien libre del goteo incesante de la lluvia que era tan usual en la primavera Neoyorquina. El trayecto en coche a través de la autopista había resultado largo y salpicado de incomodos silencios. Los acontecimientos de la noche anterior era aún recientes, lo acaecidos juntos en el dormitorio de Charles y los que más tarde cada uno llevaron a cabo en privado.

Erik se negaba a pensar en ello. Había experimentad noches de sexo gratuito en su vida, y se había hallado anteriormente bajo el influjo del deseo sexual. Charles era atractivo y, pese a ser un hombre, lo ocurrido no escapaba de la rutina habitual. Eso era todo cuánto había acaecido, simplemente porque no podía suceder nada más.

Existían demasiados secretos entre ambos, puntos de vista diametralmente contrarios que podrían separarlos, difusas memorias de una vida que aún no había vivido, y a las que todavía no se había atrevido a enfrentar. Erik respetaba a Charles como el poderoso mutante que él era, lo admiraba profundamente por su integridad, lo compadecía porque sus elevadas esperanzas sobre la humanidad jamás se tornarían verdad, y lo consideraba su único igual. El único con suficiente derecho sobre él para llamarlo "amigo mío".

Pero eso debía ser todo, y era ya demasiado. Confundir o entremezclar sentimientos más poderosos con lo que sentía por él… sería básicamente un suicidio. Porque Erik ya estaba comprometido. Y su primera lealtad, eternamente e independientemente de lo que él pudiera sentir, radicaba y radicaría siempre en sí mismo y en la protección de su especie. Y ni siquiera cruzaba por su mente la posibilidad de compatibilizar ambas cosas.

El descapotable rojo desaceleró mientras se introducía en el área de aparcamiento del hospital.

— Has estado muy callado este viaje —señalizó Erik, tratando de minimizar la gravedad del silencio entre ambos—.

Charles se encogió de hombros, con la expresión todavía distante.

— No se me ocurre nada de comentar.

— Lastima entonces que Raven y el resto de tus estudiantes no estén aquí. Ayer me decía que los tienes a todos aburridos de escucharte.

— Son adolescentes —se excusó el profesor, con una muy ligera sonrisa antes ausente—. Alguien tiene que poner freno a sus intentos descabellados por destruir la casa.

— Siempre tan responsable, Charles… —una sonrisa burlona curvo sus labios, remplazada a continuación por una expresión repentinamente seria y profunda mientras apagaba el motor y extraía las llaves del cuadro de mandos—. ¿Estás preparado?

Charles exhaló un suspiró divertido y sus labios se curvaron ligeramente hacia la izquierda, en una mueca que no pretendía ser una sonrisa, a la par que sus pópulos adquirían un matiz de resignación o escepticismo severo. Sus ojos, sin embargo, traslucidos respecto a la conversación, parecieron cobrar una pizca de brillo al coincidir con los Erik, que en esta ocasión resplandecían en un color azul oscuro sobre matices castaños.

— ¿Serviría de algo afirmar lo contrario?

— Por supuesto. Di una palabra, y yo enciendo el motor y volvermos a casa —prometió—.

La mueca en los labios de Charles se hizo más amplia, pero sus ojos recuperaron parte del brillo perdido, aún si sólo por un instante.

— Estás tentándome, amigo mío… Pero no creo que el doctor Halle vea el asunto de la misma manera. Y vistos mis escasos progresos, creo que voy a depender de él por una larga temporada.

— Siempre puedes echarme a mí la culpa —bromeó Erik—. Su opinión sobre mí no puede caer más debajo de lo que ya lo está.

— No. Está bien —claudicó Charles—. Estoy preparado —conformé sus palabras, su expresión adquirió un brillo decidido—.

— En ese caso…

Erik abrió la puerta del descapotable rojo —ese mismo que había alquilado para su anterior trayecto y a cuya velocidad se había vuelto tan aficionado—, se apeó, rodeó el auto, extrajo la silla de ruedas del departamento trasero, la armó, y la condujo hasta el compartimento del acompañante, donde Charles lo esperaba con la puerta ya abierta.

Se acercó a Charles y elevó su cuerpo en sus brazos, trasportándole desde el asiento del auto a la silla. No fue un contacto prolongado ni intenso. Ni tampoco empleó su control sobre el magnetismo para levitarlo. Erik se las ingenió para que sus brazos sujetaran su cuerpo con fuerza sin que ello conllevara ningún contacto con su propio torso. Fue un contacto breve y distante.

Y aun así abrasante en las mentes de ambos.

Los recuerdos de la noche anterior los golpearon a ambos… y ambos optaron por ignorarlos. El silencio se extendió de nuevo en el trayecto al hospital.

El doctor Halle estaba ocupado con otro paciente. La amable recepcionista, una muchacha rubia de ojos verdes y muy tiernos, con una mirada de compasión hacia Charles, les prometió que quedaría libre en seguida y les recomendó aguardar en la sala de espera. Las paredes blancas y carentes de adornos parecían empequeñecer torno a ellos, mientras las agujas negras del reloj de pared avanzaban cada vez más lento.

Al cabo de quince minutos, Erik se incorporó de su asiento y se dirigió a la maquina de café. Introdujo un par de monedas de veinte centavos y encargó un capuchino. Se ofreció también traer algo para Charles, ya sea una bebida o un aperitivo del bar del hospital, pero este declinó su oferta con un movimiento de cabeza. Carecía de apetito.

Veinte minutos más tarde, el doctor Halle los recibió en su consulta.

— Es un gusto para mí verlo de nuevo, Charles. Y veo que el señor Lensherr lo acompaña —apuntó estirando las mejillas al máximo, como si le fuese necesario un esfuerzo extra para no congelar la sonrisa—. Examínennos sus progresos.

Cincuenta y una jornadas después de que la crisis de los misiles hubiese sido evitada por un grupo anónimo de mutantes adolescentes, las extremidades inferiores Charles continuaban tan incapacitadas como el primer día. La herida de bala de su espalda sanaba adecuadamente y estaba cicatrizando rápido, y si alguien arañaba con las uñas sus piernas y Charles se lo proponía con determinación, podía ser capaz de sentir un minúsculo hormigueo ante tal contacto.

Eso era todo. Así se resumían los progresos de cuatro largas e irritantes semanas. Y así lo corroboraron las pruebas.

El médico no pareció desanimarse, sin embargo.

— Sería un desatino esperar milagros tan temprano en su recuperación. Fue un disparo desafortunado, y el mero hecho de que pueda volver a caminar algún día debe hacernos sentir dichosos.

Erik permaneció en silencio, mientras el aguijón de la culpa volvía a abrirse camino hacia su pecho. Charles no lo percibió. Su mente estaba demasiado inmersa en sus propios pensamientos, esquivando la decepción y la lastima que exudaba el doctor, envuelto en una merecida conmiseración hacia sí mismo.

Era difícil ser dichoso cuando básicamente se había convertido en un ser tan indefenso como un bebé. Cuando requería de ayuda y asistencia constante para cumplir hasta la más minúscula de sus necesidades. Cuando hacía un mes era un persona independiente y tan normal como el resto —mejor que la mayoría, con una buena vida, una prestigiosa carrera, una cuenca bancaría inagotable, y una apariencia lo suficientemente atractiva—, y ahora era incapaz de entrar en una habitación sin que los ojos de todos sus integrantes se girasen hacia él con miradas que divergían entre la repulsión o de lastima. Incluyendo en su propia casa.

Procuraba evitar ese tipo de pensamientos. Las semanas anteriores habían sido tan ajetreadas con la puesta en marcha de la escuela, el alivio por haber evitado la guerra, la partida de Moira, Erik… que había sido fácil arrinconar esos sentimientos de derrota en un rincón profundo de su mente. Ahora, sin embargo… cuando día iba aproximándose más a la rutina habitual, cuando Charles comenzaba a comprender lo que iba a ser su vida por un tiempo muy, muy largo… Resultaba difícil no sentirse frustrado, y agotado.

Charles no reconoció nada de esto ante el doctor Halle, sin embargo. El médico inquirió algunas cuestiones más sobre su régimen de rehabilitación, la exactitud con la que estaba siendo seguido, su frecuencia. También mencionó a Charles la posibilidad de someterse a un examen psicológico para comprobar el nivel de adaptación que había adquirido hacia su nuevo (y forzado) estilo de vida, y descartar cualquier depresión patológica derivada del mismo. Una oferta que fue declinada con educación pero con firmeza.

Casi cuarenta minutos más tarde desde que comenzara la consulta, el doctor Halle se despidió de ambos abriendo la puerta y citando a Charles para verse de nuevo en otras seis semanas. Erik tomó el control de su silla de ruedas y juntos se dirigieron hacia el exterior del hospital. Era casi mediodía.

— ¿A dónde vamos? —indagó Charles con voz cansada, tras constatar que la ruta para el aparcamiento quedaba en el lado contrario—.

— Te invito a comer algo —respondió quedamente su acompañante, sin detenerse—.

— Erik, estoy muy cansado. Quiero ir a casa.

El judio sabía que era cierto. No necesitaba ser un telépata para reparar en las bolsas oscuras bajo sus ojos, las profundas ojeras que empañaban su rostro, o el color enfermizo de su piel, dos o tres tonos más pálido de lo normal.

— No soy idiota, Charles —puntualizó voz seca—. Te has negado ha desayunado cualquier cosa esta mañana, y anoche apenas tocaste tu cena. Estás débil y necesitas alimentarte. Y yo voy a alimentarte.

Su última frase no dejaba espacio para la réplica.

El ceño de Charles se arrugó con irritación, mientras planteaba insistir de nuevo en su deseo de regresar a casa. Sabía que si lo exigía con suficiente firmeza, su amigo acabaría claudicando. Pero no lo hizo. Optó por callar y conservó el ceño fruncido como única señal de disgusto.

Cuando cualquier otro se preocupaba por él hasta ese extremo, cuidando de su salud y tratándolo casi como si fuese un niño, Charles no sólo se disgustaba sino que sentía una impotencia absoluta sobre su situación, y su genio estallaba. El pobre Hank, así como Sean, Alex e incluso Raven, habían sido testigos y victimas de ese suceso con asiduidad en los últimos tiempos.

Cuando era Erik quien mostraba dicha preocupación, sin embargo, la emoción que lo embargaba era diametralmente diferente… si bien Charles no era capaz de clasificarla correctamente.

— Alegra esa cara, amigo mío —lo instó su compañero, haciendo gala de una inusual jovialidad en él—. No puedes negar que guardas buen recuerdo de la última vez que estuvimos juntos en New York.

Charles bufó, pero supo al instante que Erik se refería a su la vez que viajaron hasta aquí para recolectar mutantes, no a su posterior estadía en el hospital.

— Si, bueno. Si no recuerdo mal, la última vez que estuvimos aquí yo todavía podía caminar, y los dos nos dirigíamos a un bar donde preciosas mujeres se quitan la ropa por unos pocos cientos de dólares —repasó, no carente de amargura—. Las circunstancias son un poco diferentes ahora.

Erik ignoró su comentario y continuó hablando como si paréntesis de Charles nunca se hubiera producido. Sus labios, no obstante, se hallaban torcidos en una sonrisa nostálgica plagada de buenos recuerdos. Una sonrisa que Charles fue capaz de apreciar debido a su posición en la silla.

— Te llevaré a uno de esos caros restaurantes vegetarianos que tanto te gustan —dijo—. Sé que hay uno bastante próximo al hospital por cuando me estuve hospedando por aquí cerca.

— ¿No vas a rendirte, verdad?

— Tú nunca te rendiste conmigo —fue su concisa repuesta.

Charles sonrió. Una sonrisa auténtica, de esas tan especiales que únicamente narraban sobre su propia felicidad, independiente del resto del mundo, tan resplandeciente como la luz que había iluminado sus ojos de repente. Sus labios se curvaron con timidez, casi avergonzados ante el cambio de un humor tan brusco e inexplicable. El mal humor y la frustración habían desaparecido, incluso si él no alcanzara todavía a comprender del todo el porqué.

— Por supuesto que no —corroboró con naturalidad y contundencia—. ¿Un restaurante vegetariano? Jamás accediste a almorzar en uno de esos durante nuestra pequeña gira. Tú odias las verduras.

— Considéralo mi contribución especial para hacer las circunstancias de este viaje un poco mejores —pese a la ligereza con la fueron pronuncias, existían profundas riadas de culpa bajo esas palabras—.

— Lo son —afirmó rápidamente Charles—. Has cumplido tu palabra. Has venido conmigo.

— Fue lo que te prometí —recordó el otro—. E incluso si no fuese así, estoy contento de estar a tu lado, Charles.

Esa era la magia de Erik. La razón por la que Charles se aferraba a él incluso cuando le asaltaba el temor de que no debiera. De repente el cielo no parecía tan gris; y la perspectiva de estar atrapado en una silla de ruedas, incapacitado para valerse por sí mismo durante años, no sonaba tan horrible, —no mientras fuese Erik quien condujese sus pasos—. La conmiseración escrita en los ojos de los transeúntes, los pocos aragüeños pensamientos hacia él… eran casi hasta soportables —la mente de Erik le ofrecía suficiente confort para sentirse a salvo y preciado—.

El resto del camino discurrió con sencillez, entre conversaciones fluidas y silencios templados que los envolvían a ambos como dos partes de un todo. Sólo tardaron unos pocos minutos en llegar al restaurante, que se les hicieron menos.

Se trataba de un local bastante amplio, pero de aspecto íntimo, en una de las avenidas secundarias menos transitadas del centro, frente de un pequeño parque. La puerta de entrada estaba franqueada por dos pares de escalones, pero no requirió un esfuerzo para Erik alzar la silla y a Charles, y subirlos a ambos con él. Tras traspasar los portones, un recepcionista aguardaba a los comensales para guiarlos hasta una de las mesas desocupadas.

O eso se suponía.

— Mis disculpas, señor. Me temo que debo pedirles que se retiren antes de que importunen a nuestros otros clientes —fueren las primeras palabras del joven en tono mecánico e impersonal, como si las hubiera memorizado directamente de su manual de trabajo—.

— ¿Qué?

La mirada que Erik le dirigió bastó para hacerlo retroceder un par de pasos.

— Lo lamento —se excusó—. Este restaurante no está habilitado para acomodar a personas… personas como su amigo. Debo pedirles que se retiren…

— ¿Y cuál es exactamente el problema con mi amigo? —el judío había alzado la voz, acrecentada por la ira, y contemplaba al recepcionista como si fuera el polvo que sus botas sacudían cada día—.

— Lo lamento, señor —tartamudeó—. Son las reglas del restaurante, yo no puedo…

La atención de varios comensales había sido atraída por el alboroto, y los observaban ahora, algunos contemplándolos como si fuesen simples molestarías, alborotadores, otros con el ceño fruncido compartiendo su indignación. Este hecho perturbó todavía más al joven camarero que la presencia imponente de Erik.

Él sólo estaba siguiendo las normas. Y no podía permitirse perder este trabajo. Necesitaba el dinero para…

— ¡Erik, es suficiente!

La cabeza de Erik se giró hacia su amigo; sus labios separados ligeramente por la sorpresa. Se resistían a creer que Charles…

— Es suficiente —repitió el telepata con firmeza, sin desviar sus pupilas oscuras de las de Erik, consciente quizá, de alguna manera, de que este era el único modo para contener a la bestia que habitaba bajo su mente racional, tatuada con el nombre de un número en su brazo derecho—. Nos vamos.

— ¿Cómo puedes permitir que te traten así? —Erik estaba indignado, si bien había bajado de nuevo el tono de voz—. Tú mereces más de lo que cualquier de ellos…

— Conozco mis derechos, Erik —interrumpió Charles con voz calmada—. Pero hace poco tú has afirmado que pretendías hacer las circunstancias de este viaje un poco mejores para mí. Y yo te lo estoy pidiendo por favor, vámonos.

El mutante permaneció en silencio durante varios instantes, indeciso. Por supuesto que deseaba hacer el viaje más agradable para Charles, se lo había propuesto así desde el principio, consciente de su ánimo, pero esto… esto…

Con todo lo que su amigo había hecho por ellos, con la fe tan gran que mantenía en estos despreciables… seres humanos. Si alguien le hubiese negado la entrada a él, a Erik, quizá podría haberlo soportado. Pero Charles… Él era el mejor de todos. Se merecía todo cuánto el mundo no estaba dispuesto a darle. Pero tan sólo estaba pidiendo una cosa. Una única acción que iba en contra de todo lo que la naturaleza había enseñado a Erik durante años.

— Está bien —claudicó, tomando los mandos de la silla de ruedas con tanta fuerza que podría haberlos quebrados—. Nos vamos.

Charles exhaló un suspiró de alivio y le regaló una mirada completamente agradecida, que estuvo a punto de hacer sentir a Erik un poco mejor. Los deseos de regresar y destruir el restaurante, sin embargo, hasta colocarlos a todos suplicando de rodillas y rogando perdón, seguían siendo demasiado tentadores para sentirse verdaderamente satisfecho.

El telépata clavó la vista sobre el camarero, que contemplaba la escena casi como si no la creyera, y le regaló una sonrisa agradable.

— Discúlpanos las molestias que te hayamos causado. Espero que disfrutes de un buen día—deseó con sinceridad—.

Por primera vez, el muchacho se atrevió a mirar a Charles de verdad, no sólo de reojo, como una realidad demasiado triste que prefería escapar, sino de frente, con la culpa royendo sus mejillas escarlata y la vergüenza en sus ojos castaños.

— Lo siento mucho, señor —se disculpó—.

Charles asintió, agradecido, y permitió a Erik arrastrar la silla de ruedas fuera del restaurante. Le pidió por favor si podía conducirlo hasta el pequeño parque en frente suyo, en vez de tomar la dirección hacia el hospital, pues lo cierto es que necesitaba calmar su mente y pensar.

Su amigo no pensaba hacérselo fácil.

— No sé cómo lo toleras —estalló, en cuanto sus botas pisaron la yerba verde del parque—. No sé cómo no estás enfadado, o furioso, o…

— Sí que lo estoy —lo interrumpió Charles, mirándolo a los ojos con una mirada grave—. Me siento enfadado, furioso, triste y frustrado. Pero lo más curioso de todo, es que la mayor parte de esas emociones van dirigidas contra mí mismo.

— ¿Qué? Tú no tienes la culpa.

— No, pero yo nunca lo vi antes. Así era como Raven se sentía —explicó el mutante ante el interrogante silencioso de su amigo, con voz triste y cansada—. Así era como se sentía Hank.

— ¿De qué estás hablando? —inquirió Erik mientras se acomodaba en uno de los bancos de piedra del parque para quedar a su altura, frente a frente con él, aunque ya creía intuir a qué se refería—.

— Diferentes. Siempre diferentes. Incluso si iban disfrazados de normalidad, eso no es lo importante. Lo que cuenta es lo que ellos sentían. Lo que yo siento ahora, por primera vez. ¿Sabes? —elevó los ojos de su regazo para encontrar los de Erik; el azul que brillaba en sus pupilas había crecido apagado, casi vencido, pero, de alguna manera, también un poco más sabio—. Yo creía que lo entendía. Estaba convencido de entender con precisión como se sentían ellos. Al fin y al cabo soy un lector las mentes —sonrió con amargura—, ¿cómo no iba a saberlo?

— Charles…

Erik deseó decir una palabra para animarlo, cualquier cosa que lo hiciera sentir mejor, pero no halló ninguna que fuera cierta. Además, una parte de él sentía que Charles necesitaba expresarlo en voz alta.

— La verdad es que yo no sabía nada. Estaba cegado por mi propio deseo de humanidad. Yo era diferente… pero era uno más. Nunca experimenté lo que es ser rechazado a cada paso del camino, lo solitario que te sientes, cómo percibes el acoso de los otros señalándote siempre como una cosa distinta, acosándote... anómalo, lisiado, inferior. Yo colaboré para que ellos se sintiesen de ese modo. Incluso a mi propia hermana la hice sentir indeseada. La obligué a ocultar lo que era contra su voluntad… Sólo porque yo disfrutaba tanto de mi pretensión de normalidad, que estúpidamente creía que forzarla a esconderse era la mejor opción para ella. ¿En qué tipo de monstruo me convierte eso, Erik? —concluyó alzando la vista hacia él con la voz desgarrada—.

— En uno mucho mejor de lo que yo soy —afirmó éste resueltamente, al instante—.

— Eso no es un consuelo —suspiró el otro muy cansado—.

No lo era. Lo que Charles deseaba en el fondo de su corazón es que Erik desmintiera sus palabras, que Erik le prometiera que tal anormalidad no sería eterna, que pronto volvería a ser uno más, que todos podrían ser uno más… Que Charles no había estado equivocado durante toda su vida, que todas sus creencias se fundamentaban en una idea falsa. Pero él jamás podría hacer tal cosa. Jamás mentiría en un asunto tan serio, ni siquiera para hacerlo sentir mejor.

Erik suspiró.

— Eres un mutante, Charles. Los mutantes cometemos errores, del mismo modo que los seres humanos. No somos perfectos. Tú nunca has exigido perfección de cualquier de nosotros, pero la esperas de ti mismo. No es una ecuación muy justa.

— Es la ecuación que me ha guiado toda una vida.

— No, no —rechazó Erik—. Lo que a ti te ha sostenido toda tu vida es la creencia de que no somos diferentes, que a excepción de un pocos poderes extra, no hay que nos diferencie a nosotros de ellos.

— Y no lo hay —afirmó Charles tozudamente—. No somos mejores que ellos, Erik. No podemos…

— ¿Quién está hablando de superioridad ahora? —interrumpió el mutante más viejo—. Te conozco bien, Charles. Sé cuál es tu problema. Dentro de ti, en lo más recóndito, siempre has creído que eras superior al resto, incluso a los otros mutantes… Pero eres demasiada buena persona. Y ese complejo de superioridad te hace sentir tan culpable que te destroza. Y el único medio que tienes para derrotarlo es pretender que no hay diferencias, que todos somos iguales. Pero no lo somos. Aparquemos la discusión sobre si somos o no superiores, dudo que algún día nos pongamos de acuerdo, pero somos diferentes… Y si quieres que esto salga bien, que la escuela salga bien, tienes que comenzar a aceptarlo.

Un largo silencio se produjo ante tan extensa declaración. Erik había dicho cuánto debía y Charles no sabía cómo contestar. A los pocos minutos, se incorporaron. Erik compró un bol de ensalada para Charles en un puesto ambulante, y nada para sí mismo. Se dirigieron entonces hacia el coche, mientras el más joven digería su alimento y su silla era guiada por el más viejo.

El viaje de regreso a casa también resultó silencioso. Charles necesitaba tiempo para asimilar y conciliar esa verdad, y Erik se lo concedió.

A veces, Charles creía, varios días más tarde, todavía continuaba asimilándola.


— Jaque al rey —la profunda voz de Erik resonó en el estudio con fuerza—.

El fuego de la chimenea crepitaba con ansias, dotando al despacho de una cálida iluminación que incrementaba la intimidad entre ambos. Ambos se hallaban sentados en sus butacas habituales. Erik con la pierna derecha cruzada sobre su pierna izquierda, Charles, ahora en su silla de ruedas, con el vaso de bourbon en una mano y la otra recostada muy próxima al tablero.

— Te encuentro distraido hoy, Charles —observó el judio—. Estás muy lejos de tu mejor juego.

— Me siento un poco cansado —replicó Charles con naturalidad, moviendo su arfil blanco dos cuadrados adelante para confrontar el ataque—.

— ¿Ah, si? —la voz de Erik era grave, casi tentativa, y su ceja izquierda estaba enmarcada, casi como si no creyera la excusa de Charles—.

Este ignoró su escepticismo. En vez de replicar contra ello, eligió conducir el tema hacia la cuestión que indagaba su mente desde hacia tiempo.

— ¿Cuándo tiempo vas a estar fuera esta vez?

— Te lo dije.

— No lo recuerdo.

— Han sido ya tres veces las que me he visto obligado a ausentarme este mes, Charles —puntualizó con llamativo deje de ironía—, y siempre he estado fuera por el mismo lapsus de tiempo.

Charles, sin embargo, se negó a dar su brazo a torcer y rechazó entrar en su juego.

— Yo te agradecería una respuesta más concisa a ser posible, amigo mío.

Erik se limitó a sonreir, dejando en claro para ambos que no entraba en sus planes cesar en su acto tan rápido.

— Es sólo que estoy sorprendido —se burló. Siempre tan omnisciente para todo, y lo difícil que te resulta recordar un dato tan minúsculo acto seguido su espalda se irguió, su pierna derecha, antes cruzada sobre la izquierda, descendió hasta el suelo, y Erik inclinó su cuerpo hacia Charles, adquiriendo su rostro una expresión seria. ¿Por qué no me preguntas lo que verdaderamente deseas preguntar?

La mano de Charles, que en ese momento estaba moviendo su caballo hacia una posición más segura, se detuvo. Sus ojos se alzaron para enfrentar los de Erik. Las llamas del fuego eran reflejadas por sus pupilas adquiriendo estas un aspecto encarnado, pero sus ojos brillaban muy azules, casi sin sombras. Por lo general, ese color era una buena señal.

— ¿Puedo confiar en que me digas la verdad?

— Nunca te he mentido —afirmó Erik, contemplándolo con fijeza—.

— Creo que a veces me hallo a mí mismo deseando escuchar una mentira —reconoció a su amigo con un suspiro de derrota—.

— ¿Tanto temor albergas sobre mis actividades privadas?

Charles no contestó. Esa preguntaba albergaba demasiado entresijos, demasiados matices complicados para ser acallada con una respuesta sencilla.

— Puedes preguntarme prometió con la voz grave y con una pizca de condescendencia. Quizá mi respuesta no sea de tu agrado completo, pero dudo que resulte tan terrible como temes.

— Sólo respóndeme una cosa. Después de lo de Shaw… después de que tú… después de que él muriera… ¿has vuelto a derramar sangre en tus manos?

— No.

— Tampoco he ordenado a nadie que lo haga por mí —se adelantó a las dudas de su amigo, siendo capaz de leer ese temor en sus ojos—. Tenías razón en una cosa, amigo mío. El derramamiento de sangre no es la solución. Ellos nos superan… Nos aventajan a nosotros en número, en armas, en conocimiento. Sería una guerra que no podríamos ganar.

Su afirmación atrajo la atención de Charles, quien aunque confuso, también se reclinó en su asiento para quedar más cerca de Erik.

— Entonces, ¿qué? inquirió con verdadero interés. Me encuentro un tanto escéptico para creer que mis soluciones integradoras sean lo que tú estás buscando.

— Por supuesto que noErik desechó la posibilidad con un gesto desdeñoso. No aguardaré sin garantía a que los humanos resulten ser mejores de lo que ya demostraron o a que nos aniquilen, mientras pueda hacer algo para protegernos. Ni siquiera por ti, Charles.

Este hecho no era nuevo para él, por lo que tampoco resultaba decepcionante. Charles siempre había sido muy consciente de tal realidad, y respetaba su postura tanto como la suya propia. Sin embargo, que Erik abogara ahora por una postura diferente a la guerra sí era una sorpresa. Su curiosidad iba en aumento.

Las dos figuras se hallaban muy cerca la una de la otra. La mesa y el tablero de ajedrez eran los únicos objetos que se interponían entre sus cuerpos, pero mientras ambos se inclinaban todavía más hacia el otro, absortos en su conversación, nada en el mundo pudiera haberse interpuesto. Eran tan sólo ellos dos.

— Entonces, ¿qué? —Charles repitió su pregunta—.

Erik lo observó a los ojos durante varios instantes, en silencio. Su amigo aguardó. Finalmente, el momento que tanto había temido estaba sucediendo. Ya no más medias tintas, no más secretos, no medias verdaderas. Ahora Erik tenía que decidir si confiar definitivamente en Charles… o no hacerlo. Con todas las consecuencias.

Era su turno. Él movía pieza.


Estoy dividida. Muy feliz de haber terminado el capitulo y muy satisfecha de como ha quedado, incluso si el romance va a tener que esperar por un rato. También quiero daros las gracias a todas y a todos. Vuestros comentarios son mi fuente de inspiración. Y pediros perdón. Hace una eternidad que no actualizaba y seguro que creistes que lo había abandonado. Yo también lo pensaba a veces. Pero entonces os leía, y sabía que no podía decepcionaros, que tenía que seguir con él. Pero al mismo tiempo abría el word y era incapaz de escribir al respecto, ¿me entendeis?

Muy frustrante.

Pero ahora ya está, he acabo el capi y creo que no tendré problemas para continuar con el siguiente, aunque me tarde otra eternidad. Intentaré que no sea tanto, claro, pero lo que si os prometo es que no voy a abandonar. Aunque la inspiración muera de nuevo y tenga que esperar al verano que viene para que estrenen la jodida peli (jodida porque va con un año de retraso) para inspirarme, pues ahí estaré. El fic tendrá un final os lo prometo. Es lo menos que os mereceis después de todo el estupendo apoyo que me habeis dado.

De momento espero que hayais disfrutado de este capi, y os envio un gran abrazo a todas. Os quiero, chicas!

Anzu.