EL NIDO DE HEDWIG

CAPÍTULO III

Cuando su último paciente abandona la consulta, Draco se quita la bata verde lima y la deja en el perchero. Recoge el historial, que se ha dejado abierto sobre la mesa, y lo guarda en el archivador. Seguramente su consulta es la más pintoresca de San Mungo, donde los despachos de los sanadores suelen ser sobrios y llenos de artefactos que, de entrada, impresionan mucho a los pacientes. Pero la consulta de Draco es diferente. Para empezar, una de sus paredes está llena a rebosar de dibujos, firmados por los pequeños artistas que los han hecho (la mayoría con ayuda de papá o mamá). La sábana de su camilla tampoco es verde como la del resto de consultas, sino que está llena de muñequitos que, cuando él quiere, se mueven y hasta hacen cosquillas. Sobre su mesa, además de los utensilios típicos como tintero, pluma o pergamino, hay un gran frasco de cristal lleno de piruletas de todos los colores. La sala de espera que precede a la consulta está pintada de un azul pálido sobre el que se mueven perritos, gatitos o preciosas princesas y hadas de largos cabellos. También hay dragones que escupen fuego y guiñan el ojo y leones que rugen y se dejan acariciar por las princesas. En medio de la sala hay una mesa bajita, rodeada de sillas a medida, con lápices de colores y pergaminos. Y en un rincón, un baúl sin tapa lleno de desgastados juguetes que han pasado por un montón de pequeñas manos. Draco recoge a golpe de varita un par de peluches que han quedado abandonados en el suelo, bajo la mesa, y los guarda en el baúl. Se siente satisfecho y feliz. Pero no siempre ha sido así.

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Diez años atrás, una vez terminada la especialización en envenenamientos provocados por pociones y plantas, Draco esperó en vano un puesto en la tercera planta del hospital mágico. Trabajó un año más en Accidentes Provocados por Artefactos, en la planta baja. Después le trasladaron a Heridas Provocadas por Criaturas, en la primera, donde casi muere de hastío curando mordeduras, aliviando picaduras, sanando quemaduras o sacando espinas de incautos magos que metían la mano donde no debían. Sus pacientes seguían observándole con cierto recelo, como si en vez de una pomada para las quemaduras estuviera aplicándoles algún ungüento venenoso que fuera a matarles en cuanto pusieran un pie fuera del hospital. A pesar de su insatisfacción profesional, no todo fue malo en aquella época. Tenía a su lado al hombre más maravilloso del mundo. Y hasta su padre, a finales del tercer año de convivencia con Harry, acabó diciéndole: ponle de una vez el anillo en el dedo a Potter, hijo. No queremos que piense que no le quieres lo suficiente, ¿verdad? Así que celebraron una maravillosa ceremonia de enlace en los jardines de la mansión Malfoy: los novios, las familias y amigos de ambos, y cuarenta y nueve niños (contando a los hijos de los asistentes) que dejaron a los pobres pavos albinos de Lucius desquiciados por el resto de lo que, hasta ese momento, había sido una existencia tranquila y anodina.

Draco no sólo consiguió ese día un marido, sino que se convirtió en el padre de dos niños y de un tercero que venia en camino. Bien, de hecho, lo que venía en camino eran los papeles de su adopción. Siguiendo su consejo, Harry había decidido ser algo más que egoísta y había adoptado no sólo a Amy, sino también a Kevin. Todo había sido mucho menos traumático de lo que director del orfanato se había imaginado. Kevin y Amy sabían que ahora Harry era su papá; pero seguían durmiendo en sus habitaciones de siempre, con sus compañeros de siempre y ocupaban los mismos sitios en la mesa a la hora de comer. Durante aquella época muchos niños dejaron el orfanato para ser recibidos por familias que les ofrecieron un hogar y el amor que necesitaban. Todos estaban un poco tristes cuando se marchaban. Pero esa tristeza les duraba el tiempo de llegar a su nueva casa. Sin embargo, no todos querían irse…

—¿Qué ha pasado esta vez? —preguntó Draco, metiéndose en la cama.

Harry negó con la cabeza y agitó un poco la mano, como si quisiera ahuyentar sus problemas. Draco extendió el brazo para que su compañero pudiera acurrucarse si lo deseaba.

—Ya no sé qué hacer con él —reconoció Harry, aceptando el ofrecimiento—. Hoy se ha peleado con todo el que se le ha puesto por delante. A Billy le ha roto las gafas de un manotazo —Billy era un niño de diez años que había llegado hacia apenas un mes al orfanato—. Y eso que le saca casi dos palmos…

—¡Ese es nuestro Eddie! —se rió Draco.

—Por favor, Draco, no es como para tomárselo a risa —se molestó Harry—. Te recuerdo que la semana pasada tuviste que coserle la ceja a Kevin.

El sanador dejó escapar un suave suspiro.

—¿Quieres que hable con él? —preguntó.

—Te lo agradecería. Yo no puedo acercarme sin que me suelte una patada… La única que ahora mismo consigue calmarlo un poco es Molly.

Draco depositó un beso sobre el negro cabello de su compañero.

—Siempre ha sido un niño travieso —habló de nuevo Harry—, pero no difícil. Jamás se había comportado de forma tan… agresiva. Miedo me da la entrevista de mañana con los Lowet.

El matrimonio Lowet era la tercera pareja que se interesaba por adoptar a Eddie. Y Harry se temía que el niño montaría el mismo espectáculo que con los Williamson y los Turner. Eddie, que ya tenia ocho años, había pataleado y berreado a todo pulmón, hasta el punto de espantar a las dos parejas en ambas entrevistas y de tener que darle después una poción tranquilizante para calmarlo.

Harry no se equivocó. Los Lowet se excusaron y dijeron que necesitaban a un niño "más tranquilo". Y pocas semanas después Billy, el recién llegado, tendría un nuevo hogar. Cuando Draco llegó aquella tarde al orfanato estaba ansioso por saber cómo habrían ido las cosas por la mañana. Sólo tuvo que ver a Harry para saber que habían marchado incluso peor que en las dos anteriores ocasiones. El director del orfanato tenía una mejilla arañada, una buena mordida en el antebrazo izquierdo y las espinillas llenas de moretones.

—¿Dónde está? —preguntó Draco, preocupado.

—En su habitación —respondió Harry—. Ni siquiera ha querido bajar a comer…

Cuando el sanador abandonó la sala, Harry trató de seguirle pero Andrómeda le detuvo.

—Deja que Draco lo intente —le dijo—. Puede que tenga más suerte que nosotros.

El sanador encontró a Eddie sentado en su cama, la viva imagen de la desolación. El niño ni siquiera le miró, a pesar de haberle oído entrar en la habitación. El adulto se sentó en la cama de enfrente y guardó silencio durante unos momentos. Hasta que por fin Eddie levantó la cabeza y sus pequeños ojos azules se clavaron en Draco.

—Debe ser muy aburrido acabar todos los días castigado en tu habitación. Solo.

Eddie se encogió de hombros.

—Tampoco quieren jugar conmigo…

—A nadie le gusta acabar mordido, arañado o con un ojo morado —aseguró Draco—. Yo tampoco jugaría contigo si fuera ellos.

Eddie volvió a encogerse de hombros.

—Son idiotas. Como si yo quisiera jugar con ellos…

—Antes lo hacías.

Draco estudió detenidamente la postura del niño, que había pasado del abatimiento a una actitud desafiante.

—Pero ya no me quieren, así que…

—¿Quién no te quiere, Eddie? —preguntó Draco suavemente.

—Pues nadie, por eso me buscan papás, para que me vaya.

—Y tú no quieres irte…

El niño negó rotundamente con la cabeza. El labio inferior le temblaba ostensiblemente, a pesar de que se notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para mantenerse firme. Draco esperó pacientemente hasta que, por fin, Eddie rompió a llorar.

—Ven aquí.

Eddie dudo unos segundos, pero después saltó de su cama y corrió a los brazos del sanador.

—¿Tú si me quieres un poco? —preguntó entre hipidos.

—Todos te queremos, Eddie —aseguró Draco.

—Harry no. Él quiere que me vaya.

—Eso no es cierto.

—¡Sí lo es!

—¿Quieres que se lo preguntemos?

—¡No! —exclamó Eddie, abriendo mucho los ojos mientras grandes lagrimones resbalaban por sus mejillas— Está enfadado conmigo…

—Estoy seguro de que Harry no está enfadado contigo, Eddie.

—Le he mordido… —confesó entonces el niño, muy bajito, al oído de Draco.

Cuando Draco entró en la sala de estar con un cabizbajo Eddie de la mano, Harry dejó el rompecabezas que estaba haciendo con tres de los más pequeños y se levantó.

—Eddie quiere decirte algo —anunció Draco con una pequeña sonrisa.

Y le dio un empujoncito al niño en dirección al joven director del orfanato.

—Lo siento —murmuró Eddie, casi inaudiblemente.

Harry simplemente se puso en cuclillas para estar a su altura y le abrazó.

—Está muerto de celos —le dijo Draco a Harry aquella noche—. Y demasiado apegado a todos nosotros como para querer irse con cualquier matrimonio que quiera adoptarle, por muy bueno que sea.

—Sé por donde vas… —suspiró Harry.

Era tarde y se encontraban solos en la sala de estar conversando como solían hacer muchas noches antes de subir a su habitación para acostarse.

—Vamos a enlazarnos en un par de meses —prosiguió Draco—. Tú vas a aportar dos hijos, que siento como míos también. Si yo aportara uno, seria incluso más divertido, ¿no crees?

Harry sonrió.

—Supongo que ahora es cuando yo debería decir que tienes un extraño sentido de la diversión…

—La culpa es tuya —se defendió Draco, mordiéndole la oreja—. Por obligarme a pelar guisantes ese día en la cocina. Por hacer que me encariñara con tanto mocoso…

Harry soltó una carcajada. Sabía lo que Draco iba a pedirle, como también sabía que él iba a decirle que sí.

—Quedémonos con Eddie.

—De acuerdo —aceptó Harry, sin duda enternecido por el gesto de su compañero—, quedémonos con Eddie.

Poco después de su enlace con Harry, Draco subió una planta más en su particular periplo por el hospital mágico: Virus Mágicos. Harry le animaba y le decía que tuviera paciencia y, no sin cierto humor, le recordaba que ya sólo estaba a un botón de ascensor para alcanzar su objetivo. Sin embargo, Draco estaba seguro que aquel lento ascenso, planta a planta, no era más que una manera de marearle y acabar con su paciencia. Los sanadores que trabajaban en cada planta de San Mungo, eran especialistas en las enfermedades, hechizos o lo que fuera que se tratara en cada una de ellas. Draco se había especializado en envenenamientos con las mejores calificaciones, ¿por qué diablos no estaba ya en el tercera planta? La excusa habitual era que todas las plazas estaban cubiertas. Pero Draco estaba convencido de que no era cierto. Los sanadores con años de experiencia tenían uno o dos ayudantes jóvenes que se curtían en cada especialidad bajo la guía de su mentor. Draco sabía que Miriam Strout solo tenía uno y Dylis Derwet ninguno. Y a pesar de que la suya era una especialización difícil por la que no demasiados estudiantes se decantaban, no parecían tener ningún interés en aceptar al hijo de Lucius Malfoy como ayudante.

Una virulenta epidemia de viruela de dragón, fue la causante de que Draco reconsiderara seriamente sus objetivos como sanador.

Como durante la famosa Gripe Rusa cinco años atrás, la que había postrado en cama a más de la mitad de los habitantes del mundo mágico, no importaba a qué especialidad o planta del hospital perteneciera un sanador. Todos, absolutamente todos, estaban volcados en atender a los numerosos enfermos que cada día caían bajo la fiebre de dragón. Virus Mágicos, donde trabajaba Draco, se había llenado en menos de una semana, así que habían tenido que habilitar dos salas de la cuarta planta para mantener aislados a los pacientes que seguían llegando y evitar más contagios. Gracias a Merlín, después de los tres primeros casos, Draco le había dicho a Harry que ni se le ocurriera sacar a los niños del orfanato. Él mismo, a pesar de tomar todas las precauciones posibles, había preferido quedarse en el hospital para evitar llevar con él el virus y contagiar a los niños. Sin embargo, había muchos pequeños que llegaban cada día a San Mungo quemando de fiebre y echando chispas por la nariz cada vez que estornudaban. Se sentían mal, estaban asustados y lloraban. Y no todos los sanadores tenían la suficiente paciencia como para tratar con ellos.

—¡Maldita sea, Prewet! —Draco apartó a su colega prácticamente de un empujón— ¿Cómo quieres que deje de llorar si no paras de gritarle?

—¡Pues ocúpate tú de él! —respondió el sanador, harto de bregar con el crío.

La madre del pequeño miró a los dos hombres, entre asustada y enfadada. No estaba muy contenta con las maneras del sanador que hasta el momento había intentado atender a su hijo. Pero tampoco lo estaba de que fuera Malfoy quien ocupara su lugar.

—Por favor, señora, cójale usted en brazos.

La mujer se apresuró a recuperar a su hijo, que berreaba histérico sobre la camilla, sin dejar de observar a Draco con desconfianza. Éste empezó a hacer calmadamente lo que el otro sanador había intentado a la brava. Comprobó la temperatura, observó detenidamente los sarpullidos entre los dedos de los pies del niño y logró que abriera la boca a cambio de un pequeño muñequito de goma que lleva en el bolsillo de su bata. Amy tenía la manía de meterle cosas en los bolsillos de sus batas recién planchadas. A veces eran muñequitos, otras galletas. Una vez incluso encontró un montón de piedrecitas de colores mezcladas con tierra del jardín.

—Vamos a ingresarlo. La fiebre es demasiado alta y es necesario controlarla —dijo finalmente—. ¿Hay alguien más en su familia que se haya contagiado?

La mujer negó con la cabeza.

—Yo la pasé hace unos años —dijo.

Draco lo consideró unos momentos.

—Entonces no habrá ningún problema para que se quede con él —a la mujer se le iluminó el rostro—. Voy a hablar con ingresos. Esperen un momento en la sala y una enfermera vendrá a buscarles.

Cuando Draco regresó, había otro niño sentado en su camilla. Prewet le dirigió una sonrisa maliciosa. A lo largo de ese día y los siguientes, un goteo continuo de pacientes infantiles fue a parar a sus manos, gentileza de Prewet y otros colegas que, como él, carecían de la paciencia necesaria. Y Draco se dio cuenta de que si lo que habían pretendido era fastidiarle, habían conseguido todo lo contrario. Pero ni él ni sus colegas podían sospechar en ese momento las consecuencias que tendrían para Draco el gesto de los otros sanadores.

Percival Strout se consideraba un tipo listo. Era un buen sanador, pero todavía mejor administrador. No había llegado a jefe de sanadores por nada. Se jactaba de saber manejar bien a las personas, de tener un sexto sentido para saber colocar a cada uno en el lugar preciso y sacar el mejor rendimiento tanto de sanadores como de enfermeras. Sin embargo, Malfoy había sido un grano en su culo durante demasiado tiempo. Era un joven inteligente y, sin lugar a dudas, un buen sanador. Al paso que iba, habría trabajado en todas las especialidades de San Mungo y Strout tenía que reconocer que había desempeñando una buena labor en todas ellas. No sabía cómo enfrentarse a una nueva solicitud del joven sanador para su traslado a la tercera planta y ejercer su propia especialidad. El obstáculo tenía nombre y apellido: Dylis Derwet, uno de los pesos pesados en San Mungo y toda una institución en el hospital mágico. El veterano sanador no quería ni oír a hablar de tener a Malfoy trabajando con él. Strout también era consciente de que Malfoy estaba llegando al límite de su paciencia y que, finalmente, el hospital podía acabar enfrentándose a una demanda por discriminación que no podría ganar de ninguna manera. Los argumentos de Derwet para negarse a trabajar con el joven no serían muy bien recibidos por el Ministerio después de todos los esfuerzos que éste había realizado para normalizar las cosas después de la guerra. Y para complicar un poco más las cosas, Malfoy estaba sentimentalmente unido al héroe del mundo mágico. Y todo el mundo sabía que Harry Potter era amigo personal del Ministro de Magia, Kingsley Shacklebolt.

El jefe de sanadores había empezado a darle vueltas a la idea después de la epidemia de viruela de dragón. Si bien era cierto que existían pediatras en el mundo mágico, su número era muy reducido y sus consultas tenían carácter privado. No todas las familias podían permitirse pagar los galeones que costaba llevar a su hijo a uno de esos sanadores. En San Mungo un niño era atendido por el especialista del mal que le afectara, simplemente. Percival Strout pensaba que había llegado el momento de cambiar las cosas.

Cuando Draco Malfoy llamó a la puerta de su despacho, Strout estaba preparado con un arsenal de argumentos para llevar al joven sanador a su terreno.

—Siéntese, sanador Malfoy.

Había una especie de cautela en la actitud del joven. Como si no estuviera muy seguro de qué esperar de aquella inesperada entrevista.

—Se preguntará por qué le he llamado…

El rubio sanador sólo asintió. Como si prefiriera mantenerse callado hasta saber a qué atenerse.

—He estado pensando sobre su futuro en este hospital, sanador Malfoy.

Apenas un ligero fruncir de labios estuvo a punto de delatar la incomodidad de Draco.

—¿Debo pasar por administración a recoger mi finiquito? —preguntó fríamente.

—Todavía, no —repuso Strout—. Primero tenemos cosas de las que hablar.

Genial, pensó Draco, ni siquiera piensan pagarme.

—Verá, sanador Malfoy, he estado siguiendo su trabajo en los últimos meses y me he dado cuenta de que tiene usted una gran facilidad para tratar con los niños.

Francamente sorprendido, Draco guardó silencio. Empezaba a sentir curiosidad.

—Como usted sabe, en San Mungo no tenemos un departamento de pediatría propiamente dicho. Le ofrezco la posibilidad de crearlo.

Antes de que Draco pudiera salir de su asombro y hablar, Strout levantó las manos como si quisiera refrenar la avalancha de objeciones que pensaba podían llegar por parte del otro sanador.

—Ya sé, ya sé… Usted es especialista en envenenamientos. Pero sé que es lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que el sanador Derwet es una persona difícil de convencer…

¿Difícil? Difícil era quedarse corto.

—¿Me está diciendo que jamás obtendré un puesto en mi especialidad, sanador Strout? —preguntó Draco, a sabiendas de que estaba poniendo al jefe de sanadores en un compromiso.

Pero Strout no estaba dispuesto a comprometerse, así que ni afirmó, ni negó. Simplemente dijo:

—Le estoy ofreciendo una oportunidad única, sanador Malfoy —y añadió—: ¿Le apetece un té?

Cinco minutos después, con una humeante taza de té en las manos, Draco escuchaba la propuesta del jefe de sanadores de San Mungo casi sin pestañear.

—El hospital se hará cargo de cualquier formación complementaria que necesite específicamente aplicada al área de pediatría —explicó Strout, contento de no haber recibido todavía un "no" rotundo por parte de Malfoy—. Además, usted ya cuenta con experiencia en prácticamente todas las especialidades de este hospital, lo cual es una gran ventaja…

Draco se permitió esbozar una sonrisa irónica.

—He pensado que podríamos colocar su consultorio y un ala de hospitalización en la quinta planta —siguió hablando Strout—. La tienda de regalos y el salón de té para visitas no la ocupan por completo. Hay una gran parte cerrada al público, vacía y criando polvo. Ya es hora de rentabilizarla —el jefe de sanadores sonrió, prácticamente seguro de su victoria—. ¿Qué le parece mi propuesta?

Draco dejó su taza de té sobre la mesa, casi llena.

—¿Debo responder ahora? —preguntó en un tono que no dejaba entrever si la idea le entusiasmaba o le repelía por completo.

—No, por supuesto que no —respondió Strout, que ya había esperado esa respuesta—. Tómese el tiempo que necesite para pensarlo. Tal vez quiera hablarlo con su familia…

Draco se levantó y estrechó la mano que el jefe de sanadores le tendía. No recordaba que ese hombre se la hubiera estrechado nunca hasta ese momento.

Aquella noche, mientras Harry le embestía con vigoroso entusiasmo, Draco pensaba que nunca habría esperado ser tan feliz. Y era una felicidad inesperada porque, tal como pintaban las cosas una vez terminada la guerra, jamás habría esperado que su vida pudiera alcanzar la plenitud de la que ahora gozaba.

—Vas a decir que sí, ¿verdad? —jadeó Harry junto a su oído.

—Odio esa mirada… resabida en… los ojos de mi tía… —respondió el rubio, apenas sin aliento.

Harry dio un par de rápidas bocanadas antes de poder volver a hablar. Estaba tan cerca…

—Los niños te adoran… —dijo con voz entrecortada—… Draco…

Pero Draco estaba corriéndose con tanta fuerza que era incapaz de vocalizar otra cosa que no fuera un largo y profundo bramido de placer.

—Sí —jadeó cuando pudo recuperar su voz—, claro que diré que sí —sonrió al puro estilo Malfoy—. Pero antes le haré sufrir un poco…

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Tras dejar todo en orden, Draco cierra su consulta y se dirige a la planta baja para utilizar una de las chimeneas a disposición del personal y volver a casa. Cuando sale de la del Nido de Hedwig le recibe la algarabía de siempre. Puede que los nombres hayan cambiado, pero los niños siguen siendo niños. Chiquillos felices que gritan, se pelean, juegan… Ahora se encuentran a mediados de julio, así que los que ya estudian en Hogwarts también están aquí.

—¡Papá!

Amy llega corriendo a abrazarlo. Su pequeña princesa ya tiene trece años. El tiempo pasa demasiado deprisa, piensa Draco.

—Hola, cariño. ¿Y papá?

—En el jardín —responde Amy. Y añade en voz baja—: Han venido unos tíos muy estirados del Ministerio y les están enseñando el orfanato. A ver si esta vez aflojan la mosca…

Draco deja escapar una carcajada. Aflojar la mosca, ¿de dónde ha sacado esa expresión?

—Hoy Eddie se ha metido en un buen lío —explica Amy mientras se dirigen a la cocina.

Draco suspira. El chico ya tiene quince años y las hormonas tan revolucionadas como su cerebro.

—¿Qué ha hecho esta vez?

—Papá le ha pescado fumando. Pero se supone que yo no puedo decírtelo porque papá le ha dicho a la tía Andrómeda que hablará contigo esta noche…

Llegan a la cocina, donde Molly —pobre mujer, cada día cojea más—, Andrómeda y Jocelin ya han empezado a preparar la cena.

—¿Un té, Draco? —pregunta Andrómeda en cuanto le ve entrar.

—Sí, gracias, tía.

—¡Yo te lo traigo! —se ofrece inmediatamente Amy.

—¿Hace mucho que los del Ministerio rondan por aquí? —pregunta el sanador.

—Desde las cuatro —responde su tía—. Harry y Dennis les están haciendo la "visita turística"... —después baja la voz y dice—: ¿Sabes lo que ha hecho tu hijo?

Siempre que alguien incluye "tu hijo" en alguna frase, el único hijo posible es Eddie. Draco asiente con una especie de conformismo.

—Amy, ¿verdad? —Andrómeda sonríe— Ay, esa boquita…

—¿Dónde está ahora?—pregunta Draco, refiriéndose a Eddie.

—Castigado en su habitación.

Amy llega con el té y los dos adultos callan. Susan entra en la cocina y en cuanto ve al sanador se apresura hacia él para decirle:

—Draco, tendrías que echarle un vistazo a Paul. Creo que son anginas…

—Me tomo el té y voy —dice él.

Ya hace tiempo que se ha resignado a que el trabajo no acabe en el hospital. En el orfanato siempre hay alguien que necesita de su atención, revisiones médicas periódicas, vacunaciones… También se ocupa de los vástagos de sus amigos. Jamás podrá olvidar el día que Ron Weasley llegó al orfanato en plena madrugada, llamando al timbre y aporreando la puerta, dado que la red flu estaba cerrada, porque su pequeña Rose había llegado casi a cuarenta de fiebre y tenía una fuerte diarrea.

Cuando examina a Paul determina que efectivamente son anginas. Revisa su pequeña (o no tan pequeña) farmacia sin encontrar lo que busca. ¿Se ha terminado ya? No le parece que haga tanto que elaboró poción para las anginas. Tiene que decirle a Harry que no deje a los niños comer tantos helados. Regresa a la cocina, donde ahora tiene un pequeño rincón con su propio fuego, su caldero y un armario y varias estanterías llenas con todos los ingredientes que necesita. Esta parte de la cocina siempre está protegida por un hechizo que impide que los niños puedan acercarse. Empieza a hacer la poción que necesita gozando de la calma y el entretenimiento que le proporciona este tipo de trabajo. Nadie le molesta cuando le ven delante del caldero. Hasta los niños saben que Draco "muerde" si alguien le distrae mientras está elaborando una poción.

Está tan concentrado en su labor, que Draco no se da cuenta de que Harry ha entrado en la cocina. Pero siente el suave beso en su sien, que no pretende distraerle.

—Paul tiene anginas —dice, volviendo un poco la cabeza hacia su marido.

—Sí, Susan me lo ha dicho. Y también todo lo que has despotricado en contra de los helados…

—Pues toma buena nota —el tono de Draco es de advertencia—. La semana pasada fueron Erin y Violet.

Ahora no puede ver el rostro de Harry, porque no puede distraer su atención del reloj, pero oye perfectamente su bufido.

—Hablo en serio Harry —insiste—. Ya sé que hace mucho calor, pero demasiadas cosas heladas no son buenas para la garganta.

—De acuerdo, nada de helados—accede Harry con un suspiro.

Draco apaga el fuego y retira el caldero para que la poción se enfríe. Sólo entonces Jocelin se acerca a él.

—Draco, cariño, se me ha terminado la poción para el dolor…

Él se vuelve hacia ella y le sonríe.

—Hice más la semana pasada—abre el armario y coge un frasco de color azul oscuro—. Tenga.

Antes de cogerlo, la bruja toma la cara de Draco entre sus temblorosas manos y besa su frente.

—Eres una joya.

—Y de las más caras—se ríe Harry entre dientes.

—Ni lo dudes —responde Draco, alzando su rubia ceja con presunción.

Con cariño, ambos observa a Jocelin alejarse a pequeños pasos de regreso a los fogones.

—¿Qué han dicho los del Ministerio? —pregunta después Draco— ¿Aflojarán la mosca, como dice nuestra hija?

Harry contrae los labios en una mueca y se rasca la cabeza.

—Hablar con esta gente es como conversar con un loro que se ha aprendido un discurso. Y al final no sabes qué pensar porque hablan mucho y no dicen nada.

—Ya les vale… —refunfuña el sanador.

—No sé, Draco —Harry suena un poco desanimado—. Construir la nueva ala nos hace falta. Y también contratar, al menos, a un par de personas especializadas en gente mayor.

Después del orfanato, este es el segundo gran proyecto de Harry, que Draco comparte plenamente. Todo empezó por pura casualidad un par de años atrás. Jocelin estaba ingresada en San Mungo por culpa de una neumonía. Y cuando empezó a sentirse un poco mejor, comenzó a salir a pasear por los corredores; después se atrevió a coger el ascensor y explorar otras plantas. Una mañana, Draco se la encontró en la sala de su consulta explicando cuentos a los niños que se encontraban esperando. No le dijo nada porque le pareció un episodio entrañable, pero puntual. Sin embargo, al día siguiente Jocelin volvía a estar allí; y el siguiente; y el siguiente. Finalmente decidió averiguar quién era aquella anciana tan simpática que entretenía la espera de sus pequeños pacientes.

—Harry —empezó a explicar aquella tarde cuando llegó a casa—, ¿sabes que ahora tengo una viejecita muy simpática que explica cuentos a los niños mientras esperan que les visite?

—¿De veras? ¿La has contratado?

—¡No! Es una paciente. Dentro de un par de días le darán el alta.

Harry habría dado por terminada aquella conversación, sin darle más importancia, si Draco no se lo hubiera quedado mirando como si tuviera alguna cosa más que decir, pero no se atreviera. Y Harry era incapaz de recordar alguna ocasión en la que Draco no hubiera sabido qué decir o no se hubiera atrevido a expresar lo que pensaba.

—¿Y? —había preguntado con curiosidad.

—La cosa es que la pobre vive sola y no está muy bien —había continuado hablando Draco—. Y he pensado que ahora que tenemos algunas habitaciones libres, la podríamos alojar una temporada… No sé, si te parece bien.

Conociendo a Harry, Draco ya contaba con que no se negaría. Había llevado a Jocelin al Nido de Hedwig un par de días después y la anciana bruja ya no lo había abandonado. Jocelin sabía un montón de historias, cuentos, leyendas y juegos. Entretenía a los niños y también echaba una mano en la cocina. La experiencia había resultado tan enriquecedora para los niños y para la propia Jocelin que, con el tiempo, habían acogido a tres personas más. Albert, que se pasaba el día en el jardín. Había terreno de sobras y el hombre disfrutaba plantando, regando y cuidando tanto flores como las verduras y legumbres del pequeño huerto que había cavado. A Rita le encantaba hacer punto y se había convertido en una apreciada proveedora de jerséis para los niños, haciéndole una amigable competencia a Molly Weasley. El último en llegar había sido Jeremias, un hombre algo huraño, pero que a la vez era un pozo de sabiduría y que se había nombrado a sí mismo ayudante de Tracy a la hora de enseñar a leer o sumar y restar a los más pequeños.

Ahora tenían a varias personas esperado una plaza en el orfanato, pero en el Nido de Hedwig no había sitio. La construcción de la nueva ala era imprescindible para poder atender las solicitudes que les llegaban.

—Podrías considerar la oferta de mi padre... —insinuó Draco.

Harry asiente despacio, con la mirada perdida al fondo de la cocina. No sabe qué hacer. Lucius Malfoy se ha ofrecido a financiar la ampliación del orfanato para dar cabida a más ancianos. Pero Harry tiene la sensación, más bien la seguridad, que si resuelve el problema del financiamiento exclusivamente con capital privado, el Ministerio se lavará las manos la próxima vez que solicite algún tipo de ayuda, y le darán largas a la espera de que resuelva el problema por su cuenta.

—Al paso que van las cosas, tal vez no tenga más remedio que aceptar la oferta de tu padre… —responde finalmente a su marido.

A pesar de que Draco le aconseja y le apoya en todo momento, las decisiones con respecto al orfanato son exclusivamente de Harry. Draco solamente decide en las cuestiones médicas y ahí sí que no acepta ningún tipo de discusión. Tampoco es que Harry tenga una mala relación con Lucius. Dejando atrás el pasado y algunas ideas que podrían enfrentarlos, se lleva bien con sus suegros. Los padres de Draco han aceptado de buen grado que su hijo se haya casado con un hombre (y no cualquier hombre), y que sus nietos, Kevin, Eddie y Amy no lleven sangre Malfoy en sus venas. Son sus herederos, conscientes de que no habrá otros. Cosa que Draco ya se ocupó de dejar lo suficientemente claro en su momento.

—Esperaré una semana, a ver si los del Ministerio respiran. Si no lo hacen, hablaré con tu padre —decide finalmente Harry—. No puedo alargar esto eternamente.

Draco le abraza y después busca los labios de su marido. Amar a Harry es tan fácil, tan agradecido.

—Cambiando de tema —dice, no muy dispuesto a seguir dando el espectáculo en la cocina—, ¿dónde está Kevin, hoy?

Harry deja escapar una risita y pone los ojos en blanco.

—¡Cómo si no lo supieras! En casa de Laura, ¿dónde, sino?

Kevin tiene diecisiete años y cursará su último año en Hogwarts. El abuelo Lucius le ha convencido para que después estudie finanzas y poder dejar en sus manos los negocios de la familia. Kevin es un chico listo, y la verdad es que se le dan bastante bien los números. Está encantado con la perspectiva de trabajar con su abuelo. Desde hace un año bebe los vientos por una compañera de escuela, Laura, Ravenclaw como él. Y parece que hay tontería para rato.

Eddie quiere ser auror. Y no hay manera de que Harry pueda quitarle la idea de la cabeza. Pociones, una de las asignaturas exigidas para la carrera, es una de sus favoritas y tiene un promedio de Extraordinario que hace sentir muy orgulloso a Draco.

En cuanto a Amy… bien, Amy todavía no sabe si quiere ser sanadora como su papá, o quedarse a trabajar en el orfanato con su otro papá. También considera la posibilidad de crear su propio grupo de rock, ser jugadora de quidditch o viajar alrededor del mundo buscando animales raros como Luna, la extravagante amiga de sus padres…

Sorprendentemente, el que desde hace años dice que será sanador como Draco es Teddy, que tiene la misma edad que Eddie. De hecho, Harry y Draco consideran a Teddy su cuarto hijo "oficial". Pero tienen un montón más. De todas las edades. De ambos sexos. Con diferentes colores de piel. No importa de qué estado de sangre… Son una gran familia. Y como en todas las familias, los hay que de vez en cuando abandonan el nido y otros que vienen a anidar con ellos por primera vez. Harry tiene un lugar en su corazón para todos ellos. Y Draco hace años que ha aprendido a tenerlo. En el Nido de Hedwig caben todos. Grandes y pequeños. Seguramente, el espíritu de la amada lechuza de Harry no pueda sentirse más honrado. Ni habría imaginado jamás tener su nido tan lleno de personas felices y amadas.

FIN