Cuerpo cautivo


Albert Wesker & Claire Redfield


Capítulo treinta y dos: El ocaso de un tirano

At the end of the day there's consternation

hastily scrawled commiseration

But an empty promise won't bring us up

or calm us down

...

So this is how things'll now remain

despite the friction they will stay the same

You'll never get more back than you paid

It always ends in waste

Thomas McNeice | Robin Thomson - Starving


Descargo de responsabilidad: Los personajes de Resident Evil pertenecen a Capcom. La trama de Cuerpo cautivo es de mi propiedad (sí, después de todos estos años).


Nota de la autora: Tuve un serio problema de inspiración (muy, muy serio) aunado a la distracción proporcionada por mi vida adulta como asistente de investigación, becaria, enfermera, secretaria y lo que se juntó en el camino. Lamento mucho mi tardanza (no puedo creer todavía que en esta ocasión hayan sido años, años y no meses). Lo siento mucho. Seguramente, decepcioné a muchos de mis lectores, pero estoy segura de que otros muchos de ellos, los que no se han ido a pesar del tiempo esperando por el final de esta historia, serán sensibles y comprensivos con mi situación: terminé los créditos de una carrera y en el camino me encontré un trabajo como asistente de investigación con un profesor de carrera quien se convirtió en mi mentor de vida. Luego, desde el último año hemos estado como locos inundados de trabajo, él se puso malo de salud y me entró una depresión medio intensa por verlo así. Después me di cuenta de que así no podía ayudar así, por lo que hice un voto propio de cuidar de él y de cuidarme a mí. Si alguno de ustedes piensa que conoce el estrés y el miedo, tal como yo pensaba, en realidad no es ni la mitad de lo que se siente cuando alguien a quien admiras y reconoces como ejemplo a seguir empieza a depender de ti. Miedo puro. Eso es lo que ha pasado a grandes rasgos en los últimos tres años. Quien quiera detalles siéntase libre de preguntar; sé que no tengo por qué rendir cuentas a nadie, pero sé que habrá quienes estén sinceramente preocupados o quieran saber por qué dejé la historia como lo hice.

Dedicatoria especial: Este capítulo está dedicado a Light of Moon y Ariakas DV. Y por supuesto, a quienes, a pesar de la espera, disfrutan del Weskerfield. No dejen al fandom de Resident Evil morir. Lean y comenten a los autores; es la única forma de preservar nuestra existencia como consumidores y creadores de contenido.


El tremor humano más profundo y perturbador que experimentó en la vida fue el que le recorrió las piernas, la espalda y los hombros, y llegó hasta su cabeza al leer la primera sílaba de aquella carta. Las manos le temblaban; sentía en el corazón la taquicardia; en los labios, el grito muerto, lacerante, capaz de carbonizar la garganta. Había incredulidad, miedo, duda; emociones en frenesí que lo dominaban, ensombreciendo su razón. No había pensamientos, sólo impulsos; no había reflexiones, sólo respiraciones entrecortadas y deseos de destrucción.

Chris encontró el pedazo de papel debajo del soporte de la cama hecho añicos. Un simple, inocuo, pero tan llamativo en su soledad que no pudo evitar sentirse hipnotizado por su reluciente blancura. Ahí estaban, las palabras, que a diferencia de su material, no eran inocentes: destruían, quemaban y rasgaban lo que encontraban a su paso. Eran las palabras de una mártir y, al mismo tiempo, las de una condenada a muerte, las de un pecadora que persigue redención antes de salir a la horca. No dudó de su autenticidad: reconocería una y mil veces esas "a" abiertas, esas "s" excesivamente curvas al final, esas "b" redondeada a la perfección; caligrafía prácticamente imposible de imitar. Era de Claire Redfield, su hermana menor.

Sí, soy culpable. Chris, perdóname.

¿Perdonarla? ¿Por qué? ¿Por haber sido secuestrada por el diablo? ¿Por perder la cabeza en el encierro? ¿Por sucumbir a las torturas del engendro? ¿Por haber olvidado que alguien la esperaba en casa?

Perdóname a mí, Claire, por llegar demasiado tarde siempre, por no llegar hasta a ti y salvarte. Perdóname por fallar en mi deber de hermano y no cuidarte, tal como le prometí a mis padres al pie de la morgue.

(...) he caído de la forma más baja y vil que hayas tenido que presenciar en todos estos años.

Nunca: Claire era digna, fuerte, valiente y orgullosa; las cualidades de un Redfield. Ambos eran dignos portadores de su apellido. Era incapaz de cometer algún acto que lo decepcionara irreparablemente. Cualquier herida, trauma, rotura, la enfrentarían juntas: no volvería a dejarla enfrentar la tormenta. Juntos sanarían.

¿Cómo podré mirarte a los ojos nuevamente, sabiendo que he pasado todo este tiempo buscando a una persona que murió hace doce años, en el cuerpo de un monstruo, de un insensible asesino que ha acabado con la mitad de nuestro mundo y condenado a la otra mitad a la miseria?

¿Es… es acaso posible que ella se refiriera a Albert Wesker? ¿A ese asesino a sangre fría que condenó al equipo a la muerte, a Jill a las interminables pesadillas de su encierro, a él al sofoco de la carne muerta y los ojos vacíos de sus soldados? No, no lo acepto, se repetía internamente mientras más letras aparecían ante su vista, letras que sólo adquirían sentido cuando las repasaba en su lectura una segunda vez. Las palabras del testigo Downing resonaban en su cabeza cual música de fondo, junto a las sospechas de Rebecca y de Jill; una especie de ópera macabra que se mezclaba con esa carta maldita.

No podría mentirte… no diré que fue algo repentino. No, yo sentía algo por él aun cuando no era lo suficientemente madura para etiquetarlo. Lamento tener que decirlo. Lamento tener que romperte el corazón y hacerte dudar sobre la lealtad que desde nacimiento te he profesado como sólo la familia puede hacerlo. Lamento decepcionarte y se me parte en dos el alma al tener que considerar lo que siento como algo que no es pasajero ni una consecuencia del encierro al que me he visto sometida; es algo más fuerte que eso.

No niega que una parte de él estuvo considerando la posibilidad después de que llegaran hasta él las palabras del moribundo Downing. La ceguera del amor fraternal era, sin embargo, aún más potente que la del amor romántico; era su último salvavidas para no sucumbir en ese justo momento, en medio de una habitación que olía a campo de batalla, a sueños rotos y hermanas muertas, a la locura del soldado errante, a la depresión sin nombre. Porque incluso en el escenario insano donde Claire amaba a Albert Wesker y ninguna coerción externa, enfermedad mental o delirio de supervivencia habitaba detrás de dicho sentimiento, él iba a rescatarla; de sí misma o de ese hijo de puta que acaba de robarle lo más preciado de su vida, de la manera más inesperada, sin necesidad de aparatos de control, armas biológicas o bombas nucleares: sembrando y cultivando un sentimiento que él juraba Wesker era incapaz de experimentar o provocar en otros.

No hay ni cielo ni infierno, Chris, todos los llevamos dentro.

Un gemido escapó de los labios del mayor Redfield; a la mitad entre un gruñido furioso y una súplica herida. Cayó de rodillas, porque era la única parte que confiaba podría sostenerlo a partir de ese momento y hasta que viera a Claire sana y salva, y escuchara de su propia boca que aquellas eran mentiras de una mente agotada en medio del delirio, en medio de la soledad del martirio, que formaba parte de una narrativa aberrante que construyó para escapar de la incluso aún más deprimente realidad donde su hermano la dejaba a merced del demonio.

No hay ni cielo ni infierno, Chris, todos los llevamos dentro.

Sí, a partir de ese momento, Chris llevaría en el corazón un infierno.


...

Jill fue quien encontró las grabaciones de seguridad. Por un momento se preguntó si acaso habían sido puestas al alcance de cualquier ojo curioso a propósito, pero descartó la idea al hallarla paranoica. Ni siquiera tuvo que hackear la computadora: la contraseña era dejar el espacio en blanco. Se preguntó desde cuándo el antiguo capitán era tan confiado. De inmediato llegó a la conclusión de que aquella conducta era producto de su arrogancia: nadie se atrevería a inmiscuirse en sus asuntos debajo de su propio techo, ni siquiera su prisionera. Después, una voz irritante le murmuró al oído que quizá aquello era producto de la seguridad y confianza que Wesker experimentaba en ese lugar: uno donde podía dejar caer sus barreras, sin repercusión; un lugar donde convertirse en un dios sin cadenas.

No fue difícil encontrar los correspondientes al periodo de desaparición de Claire. Estaban ordenados por días, y el resumen del día mostraba lo que ocurrió en cada una de las estancias, incluidos los cuartos privados. El gran hermano; El ojo que todo lo ve, pensó Jill con el entrecejo levantado.

Los primeros videos retrataban una relación de tensión palpable; una serie de encuentros e interacciones que casi le costaron la vida a Claire; manotazos, gritos, reproches, tal como Jill había esperado. Había elegido hacerse oídos sordos en aquellos meses que siguieron a la desaparición de la ciudad de Raccoon, pero la intuición femenina de la rubia no le fallaba: la pelirroja fue, sin lugar a dudas, la más afectada emocionalmente por la traición de Albert Wesker. Ni los miembros más cercanos, quienes lo recordaban como un líder estricto pero justo, sufrieron el mismo grado de decepción que la hermana de Chris Redfield. Era evidente que tenía mucho que liberar al respecto, y el encierro le había dado la oportunidad perfecta.

Las respuestas y maltratos no eran, sin embargo, los que Jill recordaba de su tiempo como esclava de ese infeliz. El trato era distinto; si bien no amable, estaba lejos de ser tan violento e invasivo como el que ella había recibido. ¿Sería porque Claire significaba algo distinto en la vida de ese genocida? ¿O era él, quien había ido perdiendo fuerza con el pasar de los años?

Wesker tuvo la amabilidad de confesarle sus razones antes de apoderarse por completo de su mente. Todavía sufría dolores de cabeza al intentar reunir esos fragmentos de su memoria, pero después de largas meditaciones y terapias cognitivas había conseguido algo de lucidez; encuadres difusos pero entendibles de esos días de oscuridad. No es por ti, Jill. Tú y yo… tuvimos una relación amena, antes de que te convirtieras en un dolor de cabeza, en buena medida por seguir a ese imbécil. Hubiera preferido que murieras en la mansión, no hacerte sufrir más de lo absolutamente necesario. No atendiste a mi consejo, sin embargo, de que enamorarte de Chris Redfield no traería nada productivo a tu vida. Se han convertido en un verdadero fastidio. No obstante, te respeto como se respeta a un enemigo: dándole la oportunidad de probar que es digno oponente. Te respeto porque yo te entrené, porque te salvé la vida, porque salvaste la mía cuando pensabas que era lo correcto. Te respeto porque sé de lo que eres capaz. Eres un contrincante digno, Jill Valentine, y por ello voy a darte un papel importante en mis planes. Vas a protegernos a mí y a mis allegados, ¿no te gusta la idea? Tal como lo hiciste en algún tiempo por convicción, porque eras ingenua, con principios, obediente a un código de ética que te hacía sentir satisfecha contigo misma, después de que papi te obligara a delinquir para comer. Eres fuerte como pocas mujeres de tu edad. Leal, audaz, valiente; por eso me resultas de suma utilidad y no pienso desperdiciar ese potencial matándote de rodillas suplicante. No pienso torturarte sin motivo y destruir algo que yo mismo crie y cultivé durante años. Sin embargo, harás lo que te pida en cuanto así lo disponga, porque eres un elemento valioso; una agente entrenada para matar incluso cuando te resistes a hacerlo. No podrás resistirte más. Lástima que eso le resulte mucho más dañino a nuestro buen amigo Redfield, quien está lejos de valer tanto como tú. Voy a enseñarles una última lección a ti y a Chris: soy inmortal.

La lucha de poder simbólico al inicio de las interacciones entre el tirano y su prisionera era evidente y, al mismo tiempo, silenciosa. Él la agredía física y emocionalmente; ella respondía con los mismos tipos de agresión, siendo más fina y certeza en la segundo. En ese tira y afloja, en apariencia, Wesker había obtenido la victoria en la mayoría de sus encuentros. La estrategia no dicha de Claire, no obstante, le había permitido desmoronar la coraza, colocarlo justo en la posición en que era más vulnerable; en la parte donde le restaba alguna pizca de humanidad, y que la joven pelirroja taladró constante hasta encontrar; una especie de batalla de resistencia, la cual, a largo plazo, el capitán perdió. Jill lo vio en la forma en que la protegió del ataque de Krauser, en su postura defensiva ante la visita de Frederic, en la manera en que permitió a la chica cuidar de su lecho de enfermo: sin lugar a dudas, derrotado. Sólo que Albert Wesker no lo sabía. Al menos no en ese momento.

En los siguientes videos, a Jill le costó entender y acostumbrarse a los cambios; su convivencia era una normalidad casi hogareña, como la de dos viejos conocidos que se respetan y, aunque no lo admitan, se tienen mutuo afecto. Veía en las acciones y decisiones de Claire el conflicto interno, la marabunta de emociones que no dejaban de circular a través de sus venas, capaz de enloquecerla; y a Wesker, taciturno, estoico y reservado, acortar la distancia, bajar la guardia, convertirse en la persona que debió ser y no se permitió.

Luego, quizá lo peor. Las peores noticias que desintegrarían las esperanzas de un muy desgastado Chris Redfield. La joven Valentine atestiguó los abrazos, las caricias taciturnas, las risas complacientes, las danzas a la orilla del fuego de la chimenea, los besos apasionados sobre el diván. Llevó su mano a la boca en un gesto de incredulidad; aunque nunca fueron cercanas y su principal —y tal vez único— punto de convergencia era Chris, la apreciaba y admiraba por su trabajo humanitario; por su auténtica batalla por salvar al indefenso y sanar el dolor, físico y emocional, de las víctimas; por su amor incondicional a su hermano, profesado casi devotamente y expresado en múltiples lenguajes. La traición dolía: por ella, en menor medida, por las atrocidades que Wesker la había obligado a cometer y que Claire conocía a la perfección, ya que en las madrugadas llegó a querer consolar sus sollozos; por Leon, quien estaba desesperado por encontrarla y a quien la culpa no dejaba descansar en las madrugadas solitarias donde se reprochaba no haber atinado un balazo más certero; por Chris, porque iba a destruir su núcleo, su fuerza, sus ganas de vivir cuando él se percatara de que su hermanita menor le dio la espalda y corrió a los brazos de su más acérrimo enemigo, quien en más de una ocasión intentó acabar con su vida dolorosamente; por las miles y millones de personas que continuaban pagando el precio de la locura de hombres como Albert Wesker; los huérfanos, las viudas, los sin hogar, los que sucumbieron en un altar de putrefacción y pagaron con su sufrimiento la ambición ajena; y, sobre todo, por ella misma, por Claire, porque Jill entendía, mejor que nadie quizá, que la mente propia es capaz de acometer las torturas más aberrantes: nos atrapa, nos obsesiona y nos vulnera de maneras que ninguna otra persona conseguiría. Las grabaciones no mentían: culpa, remordimiento, miedo, y más culpa; pesadillas, llantos y autoreclamaciones. Con Wesker ni el amor era miel sobre hojuelas de maíz.

No lo entendía. ¿Cómo era posible perdonar a un asesino, a un genocida, al demonio personal de su sangre? ¿Enamorarse, querer, amar a alguien que llevaba tantas lápidas a cuestas? ¿Era posible que aquél fuera amor real, aún cuando estaba fundado en una promesa de silencio mutuo, una promesa de ignorar el sufrimiento de años y años de guerra, una guerra que él mismo inició? Un amor erigido sobre una débil fantasía, el castillo en el aire, el oasis de agua y comida que salva a los mendigos de una muerte de hambre.

Como si quisieran responder a sus preguntas, las cintas de seguridad siguieron su marcha. Sí, el debate interno, las temibles dudas confesadas al espejo, los rezos a la medianoche de Claire continuaron cristalizándose, pero también aparecieron la luz, las alegrías inocentes, las risas coquetas y los juegos improvisados. Sus juveniles ojos irradiaban una alegría incluso para Jill desconocida. Era presa de una vitalidad que la empujaba a pintar los bosquejos más hermosos y usar en ellos las tonalidades más brillantes, a bailar sola con la música del reproductor y a cantar cuando pensaba que nadie la estaba escuchando; una felicidad y plenitud que la motivaban a abrazar al capitán espontáneamente, a pedirle que le leyera un poco más de aquel libro que absorbía su atención, a juguetear con sus dedos mientras se acurrucaba en su regazo, víctima del frío; una calidez de pecho que la orillaba con entusiasmo a cocinar uno que otro postre y prepararle un café matutino, tal como si de una dedicada esposa se tratara.

Y Wesker. Ese no era el Wesker que el mundo, los medios de comunicación y ella conocían. La sombra de Raccoon. El mito de Alaska. El demonio del África. No. Aquel era el capitán de los S. T. A. R. S. Era el policía que le había esposado a una patrulla para evitar que la hirieran en una misión de rescate suicida. Era el hombre inteligente y perspicaz que bromeaba con la chica a la que estaba cortejando. En esas escenas relajaba los hombros y retiraba sus eternas gafas, la protegía del clima, le obsequiaba material para su pasatiempo predilecto. El monstruo, por supuesto, se resistía y, a veces, en la tormenta, revelaba su siniestros dotes: la brutalidad, la ira ciega, la resistencia a no revertir los males o regresar sobre el camino humano, el enojo por sentirse cada vez más mortal y menos divino, y la soledad… Oh, esa soledad para la que ella fungía como escudo. Al final de las cintas, la humanidad, la enfermedad y el sacrificio. No lo cree. Está enfrente de sus ojos, pero ella no da crédito, porque ese era el comportamiento… No, ese es un actor. Un excelente actor. Tiene que serlo.

Encendió su comunicador: —Rebecca, ¿puedes venir un momento? Estoy un piso debajo de la biblioteca.


León admiró el coloso metálico y le pareció una curiosa sentencia de muerte para Claire, si es que realmente se encontraba allá adentro, y, tal vez, para ellos. Él no era ningún caballero de brillante armadura y ella no era una damisela en peligro, repetía para sus adentros.

—Me encanta tu modo contemplativo, guapo, pero es hora de que empecemos a movernos —. Ada lo sacó de su ensimismamiento.

— ¿Aquí es donde Wesker tiene a Claire? Pensé que iríamos a su residencia…

—Él la dejó hace dos días, aproximadamente.

—¿Y la trajo aquí?

Ada liberó un suspiro: —León…

Tenía que ser sincera con él. Lo que enfrentarían requería de máximo esfuerzo y concentración, pero no seguiría ocultando sus sospechas casi certezas de que Claire estaba en manos de su antiguo colega, el irreparable Jack Krauser, aún si eso le costara lo que le quedara de ecuanimidad después de su plática en el avión.

—León… —repitió— dudo que Claire esté con Wesker ya.

— ¿Disculpa?

—Él la dejó ir y, según me informaron, Krauser la tomó presa.

El gesto de incredulidad de León resultó duro de afrontar. Ella, por supuesto, no permitió que su máscara se moviera ni un sólo centímetro.

— ¿¡Cómo!? ¿Cuál podría ser el puto interés de ese hijo de puta con Claire?

—Destruirlo.

— ¿A quién?

Ada giró sobre los tacones de sus botas altas, sin decir nada más; sospechaba que su silencio era mucho más rico en significado. Destruir a Albert Wesker. Ella sonrió: como si eso fuera realmente posible. El muy infeliz siempre retornaba como el hijo pródigo de la tumba de los gusanos. Silencioso a la voz punzante que, guiada por su intuición, le dijo que esta vez no sería tan sencillo.

León conocía los síntomas de un ataque de ansiedad. Como agente de campo veterano había soportado las pesadillas, los síndromes derivados del estrés, la tentación de la adicción, y el era familiar el temblor de las manos de la abstinencia (de alcohol, de amor, de adrenalina); el sudor frío que resbala gota a gota por al espalda, la compresión insoportable de las costillas y el vacío del estómago que llamaba a las arcadas de vómito. Por un momento quiso caer sobre sus rodillas, porque siempre fue demasiada muerte, demasiados engaños, demasiada soledad para soportarla de pie; luego recordó que delante de él estaba una mujer fuerte y admirable, dura como sierra, poderosa y hábil como serpiente, y no quiso que alguien así lo viera flaquear. Apretó los dientes y los puños, blancos de la rabia, al tiempo que repasaba en su cabeza cinco cosas que veía, cinco cosas que sentía, cinco cosas justo delante de él: botas negras, pelo negro, vestido rojo, chamarra de cuero, pistola, metal, muerte, muerte, muerte.

Por siempre será su culpa. Si Claire está con Wesker, tal como Ada insinuó, será su culpa. Si Claire está muerta en brazos de Krauser, será su culpa. Si Claire lo ha olvidado y se ha dejado ir a los brazos de lo insano, será su culpa. No habrá copa de vino o vaso de vodka capaz de convencerlo de lo contrario. La primera por nunca confesarle sus sentimientos a causa de su debilidad; la segunda por falta de pericia y conocimiento, por no haberlo dejado todo por encontrarla; y la tercera por inepto e insensible, por no su incapacidad de demostrarle cuánto la quería y todavía la quiere, y regresarla a los años en que era feliz. Finalmente, después de varios respiros profundos, León recuperó control sobre su cuerpo para seguir la sombra de su tintineante mariposa.

Ada y León ingresaron a la fortaleza por lo que pareció una puerta alterna que daba a un conducto de ventilación. Kennedy se preguntó si acaso ella habría estado alguna vez allí o simplemente esos movimientos tan naturales y sueltos eran producto de su costumbre a escabullirse entre los más lúgubres e inaccesibles terrenos. Él la siguió, no sin dificultad por lo cerrado del acceso y por la claustrofobia que despertó su estrechez. Recorrieron un largo pasillo de tubería, apenas iluminados por las lámparas ubicadas en sus armas, hasta llegar a una puerta de ventila que les permitió descender a un pasillo de tamaño normal. León preparó su arma, al igual que Ada. De un salto grácil, la espía cayó al suelo, y por poco resbala de no ser por el brazo varonil que le sostuvo: no había esperado un río de sangre, todavía circulante, deslizarse desde la parte alta del pasillo hasta sus pies. Le intrigó el porqué no percibieron la fetidez antes, mas supuso que estaban tan acostumbrados a esas sustancias que para su olfato pasaban por habituales. La masacre era escandalosa en la quietud metálica que los circundaba: cuerpos, fragmentos de cuerpos y la acumulación de sus sangres y sus vísceras; humanos, criaturas, innombrables. Aquella era la puesta en escena de una obra bien conocida, la que inició en un laboratorio y terminó con una rata escondida en las alcantarillas; la conclusión de una década de masacres sin gloria; el punto y final de una saga que tenía como protagonista al hombre de los mil adjetivos, Albert Wesker. Ada estaba tan horrorizada como maravillada por la destrucción tendida a sus pies. Quizá su mente era demasiado torcida a causa de tantos años de querellas e intrigas, pero había en esa destrucción un desviado sentimiento romántico de lo que un hombre portador de su oscuridad era capaz de hacer por la mujer que ama; de destruir e incendiar el mundo a su paso; de enfrentar a los enemigos más poderosos y morirse en la raya.

— ¿Wesker hizo esto?

—Que de eso no te quede duda. Él… o alguien que aprendió muy bien su escuela.

El camino hasta la torre de vigilancia resultó entonces para ellos relativamente despegado. Llegaron justo a tiempo para ver la conclusión del enfrentamiento final, aunque a varios metros de distancia, tal como Ada había querido, porque no habría soportado ver a León pelear por otra mujer y morir en el intento.


El odio de Krauser estaba tan incrustado en sus raíces, tan poderosamente ciego, que lo empujó a lanzar el primer ataque. Trató de ir directo y sin preámbulos al pecho del tirano, utilizando su brazo cual lanza; era, sin embargo, demasiado pronto en el enfrentamiento como para aplicar un ataque fatal. Wesker lo esquivó fácilmente, pero su contrincante, motivado a dar el todo por el todo, alcanzó a acertar un puñetazo en el mentón de su antiguo jefe, uno que lo elevó varios centímetros del suelo. Albert retrocedió algunos pasos sólo para planificar sus siguientes movimientos: eligió dar un par de zarpazos marciales dirigidos a las coyunturas de las piernas, los huesos del brazo y las costillas, la mayoría de ellos atinados. El ataque de Wesker iba encaminado a provocar el mayor daño posible, si acaso a largo plazo y a través de una táctica de resistencia. Los cálculos no solían fallarle y, con la motivación adecuada, se desplazaba en el campo de batalla como prediciendo el futuro. Krauser, en cambio, elegía la fuerza por encima de la técnica, sacrificaba certeza por brutalidad, lo que aseguraba que cada golpe atinado resultara dañino, si bien sus aciertos no eran constantes, cual cornada de toro.

Albert Wesker se entrenó en diversas artes marciales de oriente; era riguroso, cuasiperfeccionista, con un ojo cirujano que le permitía encontrar el movimiento en falso, el titubeo, la equivocación. No obstante, la furia ciega de Krauser no le daba tregua y resultaba complicado concentrarse con el punzar de su cabeza —un tipo de dolor añejo, bien conocido, del abuso desmedido de sus habilidades— y la ira, alimentada con la leña del recuerdo de las heridas de su niña; sin importar lo racional que se comportara en batalla, una parte de él estaba sediento, sin importar el costo, de la agonía de ese infeliz. El muy imbécil logró romperle con una patada un par de costillas del lado izquierdo y, al tratarse de un sucio contrincante, repasó varias veces la misma herida a puñetazos y patadas hasta que Wesker consiguió alejarlo y darse un respiro.

—Estás… oxidado, camarada. ¿Se te acabó la energía?

—Tengo la costumbre de quitarme a las putas de encima.

—Hablando de putas, ahora sé por qué estás tan aferrado con la niña Redfield: uno puede acostumbrarse a los gemidos de esa perra.

Wesker reajustó sus lentes.

—Lamentarás haberla tocado. Te arrancaré la piel por eso.

El antiguo capitán retomó el ataque y logró acertar un puñetazo a la altura del pulmón derecho del militar, uno más cerca de la cicatriz y otro que le partió el labio, le hizo perder el equilibrio e irse de espaldas. Krauser se limpió la sangre que brotó de la herida con una sonrisa socarrona: — Así me gusta. Entre más violento ataques, más rápido caerás.

Jack Krauser se levantó con transparentes intenciones de tomar a su oponente del brazo, en un intento miserable por jalarlo y tumbarlo al suelo, sin éxito. Sin embargo, sí consiguió propinarle varios dolorosos codazos sobre los hombros antes de que Wesker se irguiera y lo neutralizara con severos golpes a la altura del riñón. El rubio sonrió satisfecho ya que pudo arrebatarle a ese lunático un alarido de dolor. Jack trató de revertir el ataque y lo que recibió como respuesta fue un golpe brutal en la nuca que lo desorientó al punto de la frustración. Agitó la cabeza para despejarse, viendo con ira la manera en que Albert Wesker se pavoneaba, paseando sus mano a través de su cabello, como si tuviera el control de la situación. Quizá lo tenía, pero no por mucho tiempo.

—Admito que conservas buenos movimientos, pero ambos sabemos que tendrán un alto costo para ti. Te estás muriendo. Todos los saben. Tú los sabes. Tus hombres lo saben. Ella lo sabe.

—No me interesa el costo, Jack —exclamó el ex—capitán antes de lanzarse nuevamente contra su enemigo, quien lo estaba esperando con su defensa bien colocada. Krauser consiguió esta vez castigar el brazo derecho de su oponente con un feroz zarpazo y luego un rodillazo a la altura de las costillas fracturadas; una de ellas entró a los tejidos blandos, desgarrándolos. El capitán cerró los ojos y apretó la mandíbula: no iba a darle el gusto a ese bastardo de quejarse. Estoico, alzó la cabeza y con un impacto marcial de sus piernas felinas consiguió poner al rebelde de rodillas. Con una patada al aire lo tumbó sobre el frío metal, al tiempo que sentía el corazón latir despotricado dentro de su pecho. No pudo evitar el reflejo que movió su brazo derecho para colocarlo a la altura del órgano vital. Jack notó la debilidad en ese gesto, la debilidad de un virus bamboleante, así que continuó su estrategia de mantenerlo desconcentrado mentalmente: —No entiendo por qué te esfuerzas tanto en salvarla, Albert. Ella estará en mis brazos otra vez o en los del imbécil de Kennedy antes de que tu cuerpo se enfríe. Mírate, eres un remedo, una broma de ti mismo.

Wesker prefirió guardar silencio y retomar la ofensiva a una velocidad sobrehumana. Sin mayor ceremonia, le propinó a su enemigo una estocada con ambas manos a la altura del cuello, antes de que el mercenario pudiera recuperarse de la embestida anterior, y experimentó un placer anhelado al escuchar el ruido sordo que produjo ese cuerpo al momento de impactar contra la superficie metálica. El precio por tan poderoso colmillo de tigre, sin embargo, fue una contracción caliente de su pecho y el desconcierto por la falta de oxígeno en sus pulmones. Ninguno de esos síntomas se alivió al escuchar la risa burlona de Jack Krauser: — ¿Te estás divirtiendo? Podrás vencerme, pero te llevaré conmigo. Sabes que los efectos del virus no durarán mucho tiempo más.

El mercenario volvió a ponerse de pie con una agilidad que no había visto antes. A la misma velocidad sobrehumana lo embistió con el peso completo de su cuerpo, asegurándose de aplicar un castigo despiadado sobre la anatomía media del hombre de las gafas negras que, según sus análisis de combate, era su debilidad. Wesker cayó al suelo con Krauser aún encima de él. Con el acero de su bota derecha empezó a castigar el pecho de su antiguo jefe, haciéndole sentir que su diafragma y esternón cedían ante la presión. El capitán de los S.T.A.R.S. consiguió librarse aprehendiendo las pantorrillas del oponente y torciendo su talón, para después levantarse de un salto casi acrobático y atinar con el antebrazo algunos impactos contra los nervios expuestos del cuello de su oponente. No iba a soltarlo, no ahora. Le propinó un rodillazo a la altura del vientre que lo obligó a doblarse y después un puñetazo con todas sus fuerzas en su mentón, impregnado del rencor de sus días de enfermedad y su negación de que Claire era lo más importante en su vida ahora que había perdido todo lo demás. Con Krauser en el suelo, Wesker dio rienda suelta a su ira: lo sometió a puñetazos en el rostro y cuando estuvo satisfecho le aplicó el Talón de Aquiles directo al estómago, provocando en él vómito con sangre.

No obstante su dominio del enfrentamiento, el rubio tuvo que retroceder porque la punzada en el cerebro resultó aguda, de alucinante fiereza, arrastrándolo casi al borde de la náusea, y para cuando recuperó la compostura, los colores distorsionados y la ira insaciable transformaron a Krauser en una imagen de sí mismo, derrotado y sangrante, y entonces escuchó a su propia voz decirle que no era ya lo suficientemente fuerte para salvarla, que iba a morir sin escucharla, sin verla, sin sentirla… Una voz que le susurró que era el desecho de su gloria, una causa perdida, un montón de basura destinado a pudrirse en esas tierras rusas olvidadas de Dios. La distracción de esa alucinación fue suficiente para que el cazador de boina roja recuperara el aliento y prepara su siguiente embestida. Tomó a Wesker por sorpresa, en medio de su lucha consigo mismo, y le propinó una serie de puñetazos entre el pecho, el abdomen y las costillas, una que el mayor no pudo desviar debido a su descontrol. Para disipar la visión, el capitán de sus propias fuerzas armadas trató de trasladar su mente a las piernas de una sirena, a su aroma cálido por la mañana, al rozar de sus pechos cuando la hizo suya, y rememoró lo delgado de su anatomía malnutrida, el resplandor rojizo de sus flagelaciones, la ausencia de ese brillo alegre en sus ojos verdemar. Tenía esa única oportunidad de masacrar a ese maldito hijo de perra y no iba a desperdiciarlo en las tonterías de su virus en decadencia. Antes de que su contrincante pudiera acertar otro golpe, Wesker detuvo su brazo y con el descender brutal del suyo sintió la clavícula de Krauser doblegarse. Luego, tal como se había prometido, enterró su mano libre en su pecho, casi a la altura de su hombro, liberando un río de sangre espesa. El grito bestial llegó hasta oídos de una débil Claire, quien luchaba por mantenerse consciente y alcanzar una posición óptima para atestiguar el enfrentamiento sin convertirse en una distracción o debilidad. El de lentes negros tuvo la satisfacción de, aprovechando su sufrimiento, patearle la cara y verlo estrellarse contra la pila de una torre de vigilancia.

El ataque que le permitió obtener la preciada sangre de su enemigo le causó un largo escalofrío acompañado de la pérdida temporal de su vista; la escena se transformó en un montón de manchas color sepia. El mayor retiró sus lentes con un ademán furioso. Respira, respira, aguanta, aguanta, le murmuró al patógeno que vibraba en su interior. Mientras, Krauser trató de controlar el flujo salvaje, ya con la locura y la desesperación de una derrota próxima; una derrota que no planeó y que no merecía, pues había hecho hasta lo imposible por volver a Wesker humano: sensible ante sus fracasos, quebrado a causa de la traición y la pérdida, jadeante por un poco consuelo y de calor. La debilidad, Claire, no obstante, se transformó en la motivación incalculada, en la flama al interior de la decadencia, en la venganza prometida, incluso a costa del sacrificio: vida por vida, y la única que habría de pagar el precio completo era ella cuando no quedara ni huesos a los que llorar. Krauser gruñó, presa de la humillación y el recelo, porque a pesar de su condición de desventaja, con un virus tambaleante, Wesker seguía siendo demasiado rápido, demasiado fiero, demasiado soberbio como para ser vencido, y tendría que recurrir a medidas a extremas para terminarlo de una buena vez. Ya no importaba Claire, Gionne, Ada o Kennedy; sólo el más puro y quemante resentimiento, el fantasma de la envidia, al no poder ser igual a ese arrogante malnacido que tuvo el dominio del mundo entero sin siquiera sudar; al no poder reclamar como propias sus conquistas.

— ¡¿De verdad estás dispuesto a morir por ella?! ¡Podrás destruirme, pero no saldrás de aquí, no saldrás! —le gritó Krauser con los brazos extendidos, cual si estuviera en medio de un ritual maligno— ¡Aquí estás, matándote por tu puta! ¿No crees acaso que esa es mi victoria? ¿Crees que eres el único que tiene trucos bajo la manga? ¡Quienes me pidieron que acabara contigo me dieron un regalo también! —.Al tiempo que vociferaba las que a oídos del capitán eran amenazas vacías y alaridos desesperados de un hombre frente a su aniquilación, las heridas del mercenario iban cerrándose, como si en verdad se tratara de un tejido que se construía artificialmente capa a capa y de un repulsivo color violeta.

Entonces, el tirano fue consciente de que la táctica de resistencia, de quemar lento y cavar profundo, de ir avanzando poco a poco hasta arrancar las extremidades de Krauser una a una, no funcionaría porque a él ya le temblaban los brazos y le fallaban las piernas, su corazón latía enloquecido y sentía que la cabeza le iba a explotar; síntomas de que los efectos del patógeno y el suero estabilizar estaban mermando. Aquel laberinto había conseguido su cometido de no permitirle llegar entero a ese enfrentamiento. Lo que necesitaba era reunir sus energías para una estocada fatal que destruyera el sistema de su contrincante incluso con sus habilidades de regeneración. Finalmente, Albert entendió que él no se iría de ese mundo callado y elegante, en una lucha limpia de su sangre; no se iría de ese mundo sin un ataque capaz de incinerar a sus enemigos hasta sus cimientos porque, cuando se trataba de él, no había guerra a medias, sino destrucción total y cenizas.

Ambos de pie, frente a frente, con el color asesino en sus ojos, con el deseo de sangre en sus pasos, se retaron silenciosamente, como los caballeros de antaño que en una carrera dejan la vida al filo de la espada, corriendo a velocidades inusitadas para que ni la muerte pudiera alcanzarlos, y al final a alguno de los dos lo alcanza. Aquel era su último enfrentamiento, lejos de los reflectores y muy cerca de nieve, en una fortaleza olvidada donde él perdía su reinado, su divinidad, la tan ambicionada inmortalidad; y la recuperaba a ella, por unos segundos, o unos minutos, ¡qué importaba ya!, para redimir con sus pecados y brindarle descanso. Wesker corrió hacia su enemigo declarado y Jack también; vio la garra mutante brotar de los dedos de Krauser y él mismo convirtió su mano en el más afilado de los cuchillos. El tirano entró directo a la parte izquierda del pecho, en donde suponía estaba el corazón de ese engendro, y logró desviar, gracias a años de experiencia y un colmillo agudo como ninguno, el ataque de Krauser que iba dirigido en el mismo sentido, aunque no pudo prevenir que la garra de hueso entrara a su cuerpo. Te arrancaré cada órgano desde adentro, hijo de puta, pensó el mayor escarbando dentro de esa anatomía modificada hasta dar con su objetivo.

Wesker sintió el duro filo perforando la carne blanda de su costado derecho y parte de su vientre. No pudo evitar gruñir con dolor, pero se negó a detener el ataque; era el recurso final, la estocada que le daría la victoria o lo conduciría al fracaso y la muerte. La de él y la de Claire. Era una agonía añeja, alguna vez experimentada, la de ser atravesado por un brazo mutado en navajas y ácido espeso. El brazo de Krauser traspasaba su cuerpo sin piedad. El militar de boina estaba dedicando sus segundos de existencia restantes a intentar arrastrar a su férreo enemigo con él; ambos viajarían directo y sin escalas a las llamas de un infierno en el que ninguno de los dos creía.

El tirano de gafas negras percibió de manera surrealista la extremidad mutada tratando de girar en su interior, como las cuchillas de una licuadora al rotar, con la intención de provocar el mayor daño posible: rasgar el músculo, liberar la sangre y reventar los órganos que encontrara a su paso; riñón, estómago e intestinos sufrirían el peor castigo. No había vuelta atrás, como no lo hubo desde un principio, y Wesker estaba plenamente consciente de ello. Sin embargo, no podía retroceder: eliminar a Jack Krauser era el último pendiente en su lista; después, era libre de descansar entre los brazos de la única mujer de su vida. Era una recompensa a la que el hombre de ojos bermellón no estaba dispuesto a renunciar. Había esperado demasiado; había perdido demasiado tiempo en resolver sus conflictos externos y reconocer sus emociones. La perdió a ella una vez, y no estaba dispuesto a perderla una vez más sin haberla sentido, porque sentir era lo único que le restaba.

Albert Wesker enterró su brazo con mayor profundidad en la parte izquierda del pecho de su némesis. No tiene permitido reconocer la derrota, y especialmente no puede morir antes de arrebatarle el último latido a ese infeliz. El antiguo capitán de los S. T. A. R. S. escuchó las explosiones y los disparos a metros de distancia. Mad debía estar cerca. Los gritos de Claire resonaron en su cabeza como tambores, como un bálsamo, como una brisa fresca que le brindó un poco más de fuerza. El tirano reafirmó entonces su imposibilidad de rendirse ante la muerte; le pide que lo espere, que le dé garantía de que podrá hablar con la de cabellos rojos para decirle lo que calló durante más de veinte años. Luego partirá sin renegar, porque es consciente de que la ha burlado en demasiadas ocasiones, incluso para un hombre que pretendió ser Dios durante un parpadeo. Además, no va a darle el gusto a ese malnacido de verlo morir antes, y no se irá sin saber si Claire Redfield abandona esa pesadilla a salvo.

Jack intentó arrancar el brazo que lo perforaba con su extremidad libre, mas fue inútil. Wesker estaba a punto de reventarle el corazón por la presión. El antiguo CEO de Umbrella estrujaba con cada uno de sus dedos las cavidades del órgano que bombea sangre y provee vida; y, a pesar del virus que lo protegía, dicho órgano se sumergió en una lenta agonía. Krauser reconoció que la vida lo abandonaba más rápido de lo que la sangre a su contrincante, pero eso no evitaba que él estuviera dispuesto a invertir hasta el último de sus recursos con tal de aniquilar a ese bastardo y privarlo del reencuentro con su ramera en peligro.

Los dos titanes continuaron de pie, aplicando sin clemencia sus ataques fatales el uno sobre el otro, mientras una ventisca arrancaba las telas que cubrían a los vehículos convertidos en chatarra a causa del abandono. Eran estatuas; eran poder en la putrefacción; eran sentidos apagándose; villanos anulando sus reinos de miserias con el poder de sus garras. Krauser profundizó la invasión de su mutación en el abdomen enemigo y el mayor no pudo evitar sentir que le fallaban las rodillas. El tirano gritó de dolor y la sangre subió por su tracto digestivo hasta su boca. Durante un instante experimentó la incertidumbre del desenlace. Albert Wesker nunca ha elevado una oración; jamás ha cedido a la tentación de rezar, de admitir que quizá no es más que otra mota de polvo en la infinidad del universo y que no posee ninguna clase de poder sobrenatural o divinidad. No obstante, en el segundo en que percibió que sus extremidades superiores empezaban a perder la brutalidad de su ofensiva marcial, el pulso le temblaba y su vista se ennegrecía, repitió una oración en su cabeza, una súplica a sí mismo de terminar lo que se atrevió a empezar ingresando a esa fortaleza rusa. Pensó en su dearheart, mientras un sudor frío recorría su frente por el agotamiento y su respiración era transformada en un montón de aspiraciones desiguales. Pintó a la pelirroja con la imaginación, en esos instantes en que habría pagado fortunas por volverla eterna a su lado, con sus vestidos de reina y sus facciones de ciruela perfecta. La escuchó reír, la contempló juguetear con sus acuarelas, la recordó disfrutando de una siesta de sueño redentor. Y, en tiempo real, sintiendo la sangre caliente resbalar por su pierna, suplicó para sus adentros: No me dejes irme, Claire, sin haber tenido oportunidad de tocarte las mejillas. Las mejillas, los labios, las yemas de sus dedos, pensó en tono suplicante. Acariciar ese rostro que desde la mansión Spencer fue tanto maldición como agua bendita. No quedar allí, en manos de Jack Krauser, lejos de su alcance. Escuchó la voz del canario, llamándolo, llorando por él, y se dio cuenta de que, pese a no identificarse con la raza humana, era lastimosamente capaz de sentir su esperanza. La esperanza de Pandora, como le dijo a Claire en aquella fiesta a las orillas de las playas griegas, era la plaga más terrible y contagiosa, y ahora él estaba contagiado.

El mayor tirano de todos los tiempos sacó fuerza de flaqueza e, invirtiendo un esfuerzo descomunal, apretó el órgano que concentraba el poder del virus de su oponente. El mercenario emitió un grito desgarrador, cual si hubiera sido lanzado a un recipiente relleno de líquido hirviente, y su torso convulsionó sin reparos en una explosión de sustancias desconocidas. La membrana reventó liberando un pus anaranjado, eléctrico y quemante, fuente de su mutación, mientras Krauser soltaba los últimos zarpazos desesperados, rasguñando las ropas de cocodrilo de su contrincante hasta romperlas en completo pánico y provocar líneas rojas ardientes en la piel expuesta.

De la boca de Krauser brotó una cascada bermellón, y a Wesker le pareció venganza suficiente por el daño infligido en la cabellera de su amada. Los ojos azules dejaron de moverse dentro de sus cuencas para quedar fijas en un punto más allá de la vida. La boca del mercenario continuó abriendo y cerrando como la de una trucha fuera del agua, mientras Wesker degustaba la satisfacción de haber aniquilado finalmente a quien provocó semejante tortura en esa anatomía de diosa griega que adoraba profano. El asesino a sueldo expiró en un largo bramido y su cabeza se desplomó como un peso muerto sobre los hombros del tirano. Jack Krauser no era más. El rubio sonrió de medio lado; cumplió su promesa de venganza, aunque en el pasado había roto otras tantas.

—Nos vemos en el averno, hijo de perra —murmuró Albert mientras sostenía el cadáver cuyas partes parecían derrumbarse como las piezas de una construcción de arena. El general de sus propias fuerzas armadas se aseguró de desprender el corazón podrido de ese pecho inmóvil y lanzarlo donde nadie pudiera recuperarlo y éste se congelara, pasando desapercibido como un pedazo de roca más.

El alivio del triunfo le duró poco tiempo. El tirano sintió la urgencia de toser escalando por su laringe, y cuando lo hizo un par de veces, escupió varios coágulos espesos. Los estragos de la batalla no iban a darle descanso. Los picos de la navaja gigante en el que se había transformado el brazo de Jack continuaban clavados en su vientre y eran el origen de múltiples hemorragias internas. Después de unos segundos de permanecer estático llegó a la cuenta de que lo peor terminó y a la mierda lo demás. A la mierda la BSAA, Chris Redfield, Umbrella y Tricell; a la mierda Valentine, Gionne y el virus Progenitor; a la mierda Spencer y su programación de convertirse en la forma de vida perfecta. Empujó el cuerpo sin vida que lo aprisionaba hacia atrás, sintiendo las cuchillas volver a cortar su carne y su piel al ser expulsadas de su interior. Los restos orgánicos se derrumbaron cual costal de cemento mientras Wesker se mantuvo en pie por puro orgullo, tal como había predicho, en una demostración de superioridad ante las demás expresiones de soberbia posibles. Trastabilló, con la respiración en estado de emergencia, y se giró en la dirección en la que Claire debía estar esperándolo. Colocó la mano izquierda en el costado sangrante, intentando con sus escasos medios no quedar vacío antes de llegar a su destino, aunque la sangre brotaba a borbotones. Trató con la otra mano también. El virus reinyectado hacía amagos de cerrar las laceraciones, pero no encontraba la energía necesaria dentro de su portador para realizar la tarea de manera más eficiente. La humanidad del capitán estaba extenuada al punto del desfallecimiento, y de aquello no había solución a corto plazo. Se forzó a caminar porque debía volver a Claire. Debía asegurarse de que saldría junto con Mad de la locura y partiría lejos, tan lejos como el luto le permitiera irse. La necia pelirroja debía estar buscándolo, pese a su debilidad, si es que no había desmayado víctima de la desnutrición.

El mayor tirano de todos los tiempos alzó la mirada al cielo que se mostraba nublado, y esas nubes fueron desdibujadas por el mareo y la confusión que empezaba a apoderarse de sus ojos de volcán hambriento. Y sonrió de medio lado porque, pese al clima, percibía el firmamento negro, tan negro que lo hipnotizaba y absorbía hacia su oscuridad. Quizá era la muerte tocando una primer campanada. Wesker obligó a sus piernas a transportarlo un par de pasos más hasta que divisó a la pelirroja entre la negrura del metal de la construcción. Padeció un largo escalofrío, producto de las corrientes de aire, que lo hizo sentirse desnudo y vulnerable, y no ocultó la sacudida de entrañas que le generó el ver como la artista se aproximaba con un gatear lastimero pero tenaz, envuelta en su abrigo de piel de cocodrilo, empujándose nada más que con ambas manos y la voluntad herida.

Claire lo distinguió por la palidez de la piel y la pose autoritaria, y trató de ponerse sobre sus dos piernas para desplazarse más rápidamente y arrojarse a sus brazos buscando su calor, pero no lo consiguió; estaba demasiado débil. El llanto liberado durante la noche incrementó su intensidad, al igual que su frustración: no pudo auxiliarlo en el combate, no fue capaz de estar ahí, meramente acompañándolo en el enfrentamiento final, y ahora estaba limitada a trasladarse sobre sus rodillas, humillada y penante, desesperada por comprobar que era él quien seguía en ese mundo y no el autor de sus pesadillas.

— ¡Wesker! ¡Wesker! —lo llamó la chica con un tono histérico, como si estuviera siendo perseguida por cientos de criaturas vomitivas. La ventisca se mostraba cruel: ella dejaba en un grito los pulmones y la brizna los ocultaba a oídos del tirano.

Entonces no pudo avanzar un paso más. Albert Wesker se desplomó sobre una de sus rodillas y luego en su espalda, víctima de un agotamiento inimaginable para cualquier ser humano. Eran cincuenta y dos años de locura e insensibilidad, de nunca detenerse, de cuidarse la espalda de presuntos aliados y de enemigos declarados, de intentar dominar al animal insaciable de sus ambiciones programadas en su código genético. Eran cincuenta y dos años de estudio, traición y ambiciones. Eran cincuenta y dos años de vivir en las sombras, de atacar vípedo, sin aviso; cincuenta dos años de no conocer emoción. Eran cincuenta y dos años de la soledad más irremediable, del dolor negado, de la humanidad vendida al mejor postor. Nadie lo culparía de estar terriblemente cansado.

La joven llevó su frágil palma sobre su boca, expresión de puro horror, cuando lo vio derrumbarse sobre sus espaldas. Murmuró un tímido "no" que ni siquiera ella pudo escuchar. No estaba preparada para contemplarlo tendido, cada minuto un poco más ausente de lo que acontecía a su alrededor. Entonces, llamando al espíritu incansable de la huérfana motociclista, pintora de utopías, la mujer capaz de plantarle cara al más cruel de los dictadores consiguió erguirse sobre ambas plantas de los pies y recorrer cual potro recién nacido los pocos metros, transformados por su fragilidad física en kilómetros, que la separaban de Albert Wesker hasta arrodillarse a su lado.

El mayor se quedó recostado, con la vista clavada en la bóveda celeste, absorto en su contraste de blancos y negros, y los puntos en plata que aparecían tímidamente, desaparecida ya la luna de sangre. Y reflexionó, con la calma de un condenado, en el sendero recorrido para llegar hasta ese capítulo de su vida. Era una revisión que calificarían nostálgica en alguien tan objetivo como él; y la tenía permitida, pues estaba llegando al nivel de sufrimiento físico y extenuación emocional que incluye arrepentimientos por acciones pasadas y por lo que no fue. Pensó en sus años de entrenamiento para Umbrella, su doble vida —capitán de policía de día y científico de noche—, en el despertar de sus afecto ante el constante contacto con los demás y en el asesinato rapaz que cometió a las mismas con la traición de Arklay. Pensó en William Birkin, el único hombre al que consideraría un amigo, en su violento deceso, y en lo que debió significar para él convertirse en el monstruo que aniquiló a la mujer amada. Pensó en que un día estuvo en la cima de un mundo caótico y a merced de las armas de Umbrella; esos tiempos en los cuales se regodeaba de haber dirigido la farmaceútica, sólo para destruirla desde adentro y aprovecharse de sus cenizas. Pensó en esa visita por respuestas a la decadente mansión Spencer, cuando raptó a ese canario furtivo y lo introdujo al fuego de sus aposentos, sellando sus destinos en un juego de cartas, en una noche de fuegos artificiales y besos que jamás debió reservarse. Pero, por sobre todos esos fragmentos de la vida de un villano, pensó en la mujer que se aproximaba con modos de magdalena, y en el ciento de imposibilidades que le son permitidas soñar a un moribundo; la imaginó por siempre en su lecho, despertando a su lado con sus labios sedientos de amor y con olor a gardenias en el cabello. Olió el aroma de una comida casera, el del vino a la orilla de la chimenea, el del perfume de su mujer al danzar en la intimidad de su sala.

El mayor tirano que ha visto la Tierra cierra los ojos para no perderse ni un segundo de las fantasías de un oxígeno privado de oxígeno, apartadas por su fría objetividad durante la mayoría de su vida adulta. No resiste la tentación de visualizar a Claire junto a él en cada paso de lo que pudo haber sido una vida normal. O simplemente saber que en otra realidad pudo haber sido suya y sólo suya. Atestigua años que no vivió; abrigos que no colocó sobre los hombros de Claire Redfield, abrazos que no fingió estar forzado a darle, deseos de buenas noches que jamás escuchó. Ante sus ojos aparece una taza de café matutina que no degustó, preparada con un enternecedor toque femenino; la declaración de amor más profunda hacia un hombre —el labial en las orillas de la taza, pues desea saber si le ha quedado lo suficientemente endulzado para el ser amado—. La observa mientras se ducha y recostada en su cama con el gesto seductor y la invitación a recordarle a esa piel de fresas con crema que tiene dueño, con nombre y apellido.

El antiguo capitán imagina un baile durante una noche tranquila; ve sus ojos aguamarina, acaricia una de sus palmas y la coloca sobre su corazón para recordarle que es portador de uno y, sorprendentemente, sigue su ritmo. Escucha cientos de sonrisas, berrinches y reproches por infinidad de bromas pesadas que podría haberle jugado. Imagina los cientos de obsequios absurdos que ella le habría regalado en celebraciones insignificantes —gemelos de joyería, pañuelos, rasuradoras, lociones y hasta chocolates amargos— , porque es una sentimental fanática de las festividades del calendario.

Y está tan sumergido en esos espejismos de un cerebro agotado y un corazón al borde del infarto que no nota las frágiles manos de Claire rodear sus mejillas e inclinar la cabeza sobre la suya; los rizos pelirrojos le llueven encima como hojas de maple triste. Wesker, a pesar de tener los ojos abiertos, no consigue verla; continúa abstraído, luchando y disfrutando de sus anhelos prohibidos. Son los sollozos taimados de esa muchacha sentimental los encargados de devolverlo a esa lúgubre realidad; le recuerdan cuánto ha esperado para tenerla. Con una sonrisa débil en el rostro conecta miradas, sorprendido de la intensidad de las lágrimas que le llueven encima.

—Claire… deja a un lado el sentimentalismo… Está bien —solicitó el tirano mientras la consumía entera en un vistazo.

Ella sonrió sin ganas.

—Tienes que levantarte. Dime qué hacer… —suplicó ella, sin reserva. El estado de catatonia que aparentaba en presencia de su captor era apartado por una inyección de adrenalina directa en su torrente sanguíneo. Aunque, irónicamente, esa misma adrenalina estaba paralizándola en sus intentos por ser útil.

—Sólo escúchame.

—No, no voy a escucharte. Te escucharé en unas horas cuando hayamos salido de aquí. Estarás bien.

—Necia como siempre… pero, ¿quién puede culparte? No puedes arriesgarte a perder otra vez… Aunque sea… —. Él rió sin gracia. Tosió. Otra vez sangre— a tu enemigo.

Ella vio con pánico la sangre de sus labios. Lo escaneó en busca de las lesiones de mayor gravedad, haciendo caso omiso de su innecesaria dramatización. No tardó en encontrar la abertura de donde provenía una laguna de sangre que ya lo había abandonado. Claire se ahorró la exclamación lastimera y de pánico que la sacudió desde los huesos; era en verdad, demasiada, demasiada sangre. Sin embargo, invertir lo que le restaba de racionalidad en fungir de médico estaba sumamente alejado de sus posibilidades; temblaba de frío y miedo, se sentía nauseabunda, inservible, víctima de los efectos de las largas sesiones de tortura, de la malnutrición degenerada en anemia. Pero aún intentó contener la hemorragia con ambas manos.

— ¿Qu-qué pasa? ¿Po-por qué no cierra la herida? —logró preguntar Claire entre tartamudeos. Era vulnerable al shock y no ligaba la información de las últimas horas con lo atestiguado en la mansión; para ella, el militar y científico no era un hombre enfermo y decadente, sino un guardián del poder de huracanes y emperador de los terremotos a sus pies. Para ella, el agujero en su abdomen debía cerrar como muchos otros disparos, quemaduras y rasguños recibidos en el pasado. Porque Albert Wesker logró la inmortalidad vendiendo su alma al demonio; imperecedero, estaba destinado a ser el único hombre sobre la Tierra luego del cataclismo final, y Claire no terminaba de procesar que otro escenario fuese posible. La chica siguió tratando de poner orden entre el músculo rasgado y el estómago perforado, sin comprender el porqué Wesker estaba tan tranquilo ante la severidad del daño.

Él se mordió los labios para no decirle fríamente que la herida ya no cerraría porque invirtió el impulso restante del virus en eliminar a Jack Krauser de una vez y para siempre, agotando sus energías en el proceso. El virus mantendría las funciones primordiales; la respiración, el latido, la irrigación sanguínea a los órganos vitales, todo hasta que su sistema diera de sí y sucumbiera a la múltiple falla orgánica, lo que seguramente no demoraría demasiado considerando sus dificultades para entender lo que ocurría a su alrededor. Por esa razón no moriría de desangramiento; la médula sanguínea, como el resto de los procesos metabólicos, estaba a la orden del patógeno, funcionando a velocidad sobrehumana, y se detendría sólo cuando el colapso fuese total. Pero no iba a malgastar tiempo explicándoselo a Claire Redfield. Ella, sin embargo, no se rendiría o aceptaría con resignación el final que Wesker había elegido para su historia. Y eso, lejos de hacerlo rabiar, lo aliviaba, porque significaba que aún lo amaba lo suficiente como ver detrás del genocida, y que todavía lo prefería vivo a pesar de la variedad de sus faltas y pecados.

—Vamos, ¡arriba!. Tienes que ayudarme. ¿Viniste solo?, ¿dónde está Mad? ¿Cómo planeas que salgamos de aquÍ? —cuestionó ella, con tantas preguntas como deseos de resolverlas.

—Hay… un transporte en helicóptero. Mad… no debe tardar en llegar. Él te llevará a un lugar seguro —respondió el mayor con la expresión seria.

—Quisiste decir que nos llevará…

—Claire, escucha…

—No, Wesker, por una vez en tu vida acepta que no tienes la última palabra en esto, maldita sea —musitó ella. La frustración se filtraba por sus labios ausentes de su matiz cereza.

Él guardó silencio porque el cansancio empezaba a hacer mella y porque de pronto pensó que si no la dejaba luchar por él como él había luchado por ella, Claire jamás se lo perdonaría. Era un ser egoísta; no quería extinguirse de la memoria de su amazona. Quería lo reservara como recuerdo que no cesa, que aparece en las noches de tormenta, en las de luna llena, en esos minutos en los que estuviera recostada en la cama y no dejara de repasar los capítulos de su vida turbulenta. Quería que Claire lo oliera en la loción de un caballero al pasar, que lo saboreara en un trago de su café mañanero, que lo sintiera protegerla en los días más fríos que le quedaran por vivir. Sin embargo, odiaría convertirse en un lastre, en un trago amargo, en un fantasma torturante que no la dejara seguir y la encadenara al llanto y a la depresión. Quería que Claire viviera en la paz de sus nostalgias, con resignación y libre de crueles arrepentimientos. Por eso no emitió queja cuando notó que lo tomaba por detrás de la espalda y aplicaba fuerza para intentar sentarlo.

—Venga, Albert, no conseguiré alzarte por mi cuenta. Necesitas echarme una mano.

Él invirtió esfuerzos prestados, aprovechando el apoyo que la artista le proveía, y quiso complacerla y terminar sentado sobre sus dos piernas. Sin embargo, el movimiento, lejos de permitirle erguirse, revivió la tortura insaciable de la llaga funesta, superando la insensibilidad del virus al punto de arrastrarlo a un grito de dolor que envió escalofríos directos a la espina dorsal de Claire, quien de inmediato lamentó su decisión de obligarlo a levantarse estando tan malherido. La humanidad del militar convulsionó agónica, en una sacudida animal producto del estímulo, la cual no fue capaz de reprimir ni con su infinito orgullo. Al terminar los espasmos, él ya estaba de nuevo recostado sobre el acero frío, cayendo en cuenta de que había sido dañado mortalmente en batalla y estaba a la orilla del océano que cruzan los espíritus del purgatorio. Su respiración se volvió sumamente irregular; inhalaciones aceleradas que no proveían a sus pulmones del aire necesario, y tuvo que cerrar los ojos para capear la sensación de estar convirtiéndose en carbón ardiente. Estaba resultando mil veces más doloroso que su primer y segundo encuentro con la muerte, a manos del demonio y en las fauces del volcán; y quizá no tanto por el dolor físico como por verla a ella en medio de la desesperación, sabiendo que nada que ella pudiera hacer iba a salvarlo.

— ¡L-lo, lo lamento tanto! ¡Lo siento, lo siento! ¡¿Pero dónde diablos está Mad?! ¡Lo necesitamos, maldita sea! ¡No, no puedo hacer esto sola! —exclamó la joven con actitud de esquizofrénica; había aprisionado sus orejas con ambas palmas y sacudía la cabeza de un lado a otro, como si se negara a escuchar las voces de su interior. —Dios, no sé qué hacer…

Él logró estabilizar su estado segundos después, aferrado al glorioso pasado en el que fue incapaz de experimentar malestar alguno y por evitarle el trauma de revivir sus gritos luego de difunto. En verdad perdía la lucha en esta ocasión, y aún le quedaba tanto por decir y por pedirle, y supo lo paralizante que es el miedo humano, el miedo a dejar asuntos pendientes antes de partir. Un miedo absurdo, un miedo surgido en la nada, el miedo a dejar de existir y toparse con la verdad de verdades: sólo somos un sueño de los dioses.

Claire continuó su labor de contener con las palmas el mar sanguinolento, notando los intentos torpes de regeneración del patógeno. La menor levantó la vista al cielo sin dejar de presionar, pero no divisó ningún transporte aéreo. Sin embargo, sí distinguió a varios francotiradores abriendo fuego contra el cada vez más escaso ejército de la sombrilla y otras siluetas ocultas en el anonimato.

—Ella… Ella no está… muerta —fue lo primero que pronunció el tirano cuando recuperó la respiración.

— ¿Qué? ¿De qué hablas?

—Sherry Birkin… la joven que encontraste en el contenedor, ella no está muerta —repitió el antiguo capitán de escuadrón de policía.

—¿Co-como?

La joven mujer llevó una de sus manos a la boca entreabierta sin recordar que terminaría manchada de sangre ajena. Empezó a negar lentamente con la cabeza, al tiempo en que echaba la parte superior de su cuerpo hacia atrás, como si aquello la apartara de la punzante verdad o así le restara veracidad.

Ella vio a Sherry, desnuda y escalofriante, flotando en un enorme líquido verdoso amarillento, e inmediatamente supuso lo peor. El que la niña, ahora adolescente, rubia, compartiera la apariencia del fallecido Steve Burnside le fue prueba suficiente para establecer la analogía; no hizo preguntas, sólo acusaciones inmediatas inspiradas en su sentimiento de traición; en el ardor de una vieja herida, a punto de cicatrizar, que es abierta de par en par sin ningún tipo de anestesia. Había tenido el derecho de sentirse dolida por la falsedad, por su cruel hipocresía de construirle un imperio de oro encima de los cadáveres de dos personas que amaba de corazón; no obstante, eso no aminoraba la culpa que como un hielo en el estómago la iba enfriando de adentro hacia afuera ante la confesión. Pero que nadie lo confunda; él sigue siendo un genocida, un asesino que intentó masacrar a su hermano Chris en severas ocasiones y la secuestró no sólo a ella, sino también a Jill, convirtiéndola en una desalmada sirvienta de la oscuridad. No había motivos para culparse por decirle que lo deseaba muerto. Pero quizá sí. Y eso sólo Claire habría de determinarlo.

—Tú… no es posible… —. La noticia le dejó enmudecida.

—Lo es, dearheart. Tienes… tienes que encargarte de que no la saquen de ese tubo… Morirá si lo hacen. La encontré en el orfanato al que ese policía imbécil la llevó… poco después del incidente de Raccoon. Estaba… enferma… deliraba... por lo que su padre le hizo. Al parecer… la afectó a un nivel… no tratable con la cura que ustedes le aplicaron. Ella… estaba desgastándose… por más que intenté… encapsular el virus G. Iba a morir… si no la congelaba en el tiempo; así que la encerré y la dejé ahí, esperando algún día encontrar la forma de reanimar sus funciones sin que el patógeno la aniquile —Wesker hizo una pausa—. Ella pagó la locura de su padre… y la ineptitud de su padrino.

Los ojos aguamarina se mostraban incrédulos, brillantes ante nuevas y frescas lágrimas, mientras esos labios cuarteados temblaban en rápidos aleteos. Apretó las pestañas, y sus puños tocaron la superficie sucia de tierra y polvo con las uñas incrustadas en su interior. Él estaba muriendo —aún con el optimismo Redfield, la artista ya no tenía mentiras disponibles para negarlo— y aquello era resultado de un enfrentamiento que pudo ocurrir en otras circunstancias, quizá más favorables, si ella no hubiese sido raptada por Krauser en esa tormenta de nieve. Miles de escenarios atravesaban su cabeza, en especial aquel donde le permitía explicar al ex—capitán que la menor Birkin estaba enclaustrada por su bienestar. Ella supo que Steve Burnside estaba muerto desde que escapó de Rockford, y quizá habría sido capaz de pasar eso por alto —porque Claire lo amaba—, dado que el pecado, como muchos otros, se pudría en el pasado. Lo que no pudo perdonarle, y por ello la discusión ríspida en el laboratorio, fue cobrar la vida de una chiquilla cuya única mancha era llevar el apellido Birkin; un ser puro inocente, valiente pese a su corta edad, sonriente pese a sus tragedias…

Y al final, Sherry Birkin estaba con vida.

—Si ellos la extraen de la cámara, la sentencia seguirá su… curso —. Wesker no era estúpido como para suponer que los miembros de la BSAA no estarían ya por dar con la ubicación de su refugio, pero contaba en que les tomaría más tiempo hallar el laboratorio subterráneo. Suponía que la prioridad en la agenda de Redfield sería encontrar a su hermanita...

Claire lo miró a los ojos. Notó entonces que el antes hirviente bermellón estaba tambaleándose entre un violeta oscuro y su original azul eléctrico. El poder sobrenatural de Albert Wesker desaparecía junto al resto de sus sentidos.

—Yo cuidaré de ella —afirmó Claire, con la voz cortada, dispuesta a sí cumplir su promesa en esa ocasión. Se lo debía a Wesker y a Sherry también.

Él asintió con debilidad. Confiaba, ¿cómo no iba a confiar en Claire de que mantendría su palabra? Su fracaso para recuperar a su ahijada fue el primer síntoma de que no era amo y señor de los dones que la genética ofrecía, mas la arrogancia colocó alrededor de sus ojos una gruesa venda que lo dirigió al barranco del Génesis, en una partida donde apostó la mano completa y perdió su fortuna sobre la mesa. Claire era la indicada, la única, la que se aseguraría de que alguien hiciera algo por la triste chiquilla del frasco.

El mayor sintió entonces una nueva sacudida, como si fuera drenada la palpitación caliente de su pecho, y la tortura de su costado empezó a ahogarlo con una inundación roja en el tracto digestivo que escaló hasta sus delgados labios. Él buscó aferrarse al piso para contraponerse a la convulsión, pero experimentaba el dolor de manera sobrehumana dada su recuperada sensibilidad y eso atrofiaba el resto de sus extremidades. Claire no consiguió reaccionar más allá de sostenerlo de la mano, sin importarle que él tuviera el vigor suficiente como para romperle los dedos. Al terminar el ataque, él trasladó su palma libre a la nefasta lesión, apartando las manos de ella al darse cuenta de que no quería que lo siguiera viendo morir una muerte tan repulsiva, ahogado en su propia sangre, y que si Claire no se iba pronto cabía la posibilidad de que llegaran Chris, Jill, Leon o cualquiera de esos ineptos y la arrastraran fuera de su alcance mientras agonizaba. Tenía muy presente que eso sucedería; con él muerto, Claire volvería al sitio donde pertenecía por naturaleza, pero Wesker rogaba no vivir lo suficiente para atestiguarlo. Primero muerto, primero muerto, primero muerto. En su lecho, admitía no ser tan fuerte como para soportar la idea de que esos imbéciles la tendrían y él no. Nunca más.

Entre su malestar sólo pronunció una única palabra: —Mierda.

—No estás aplicando la presión suficiente. Dé-déjame hacerlo, Wesker —dijo ella mientras intentaba retirar la mano masculina que se sacudía entre la tela rasgada y el músculo expuesto.

Él la apartó con un amago violento de su brazo, presa de la rabia que le provocaba saber que ninguno de esos bastardos podrá amarla como él, ni la cuidarán como él, ni le permitirán pensar en él como algo distinto a un asesino en masa. Era consciente de que no estaría allí el día de mañana y que tal vez no sería el último hombre de la vida de esa mujer. Los celos de un moribundo, los celos sin sentido, lo tentaban a regresar a su soledad, a perderse la oportunidad de un beso apesadumbrado y del contacto con esa piel vibrante y primorosa capaz de redimirlo.

—Largo... de aquí, Redfield. Tu deseo se ha cumplido.

Ella comprendió de inmediato a lo que se refería. Y también comprendió que sus intentos de ahuyentarla estaban más relacionados con un impulso patológico de ocultarle su vulnerabilidad, que con un rencor real. Claire no iba a abandonarlo, ni aunque fuera una orden expresa del presidente, del papa o de cualquier otra autoridad divina. No obstante, fue incapaz de fingir que las palabras no la atravesaron de lado a lado cual daga en alfiler. Él sabe dónde perforar; sus debilidades, sus miedos, los errores y lamentaciones que la atormentan en ciclo infinito.

La pelirroja utilizó las manos ya no para contener el río rojo que corría del cuerpo de su primer captor, sino para ocultar sus ojos aguamarina iluminados de vergüenza y arrepentimiento; le quemaba el iris de las lágrimas ácidas que se negaban a dejar surcos de carne a su paso.

—No quería decirlo… No quiero que mueras… N-no lo soportaría —. Luego de murmurado lo anterior, Claire Redfield se desmoronó en cientos de fragmentos de cristal; sus sollozos se intensificaron y no quedaron ocultos detrás de sus dedos ensangrentados.

Albert Wesker escuchó la desgarrada confesión con una sensación agridulce en la garganta. Quiso, como en un pasado, rechazarla con crueldad suficiente como para que ella perdiera todo el entusiasmo de verle. Deseó conservar la frialdad necesaria y la vanidad de antaño, y así gritarle que le repugnaba por su apellido y que esos días de ensueño no fueron más que una fachada, un juego para atraparla como a un pececillo en su red. Anheló horrorizarla con una declaración abierta de odio y jurarle que nunca sintió por ella nada más que repudio. Sin embargo, ya no ostentaba ese poder… Era un endeble moribundo que no renunciaría a sus últimos segundos de paz en la piel de una mujer.

El rubio alzó la mano despacio, sorprendido por los lentos y torpes que eran sus movimientos, hasta depositarla sobre el fino mentón de la pintora de sus obsesiones. Admiró la belleza pavorosa y tímida que se asomaba entre los rastros de sangre que manchaban su piel, el maltrato, la desnutrición que la sumió en los huesos y la blancura lechosa de su tez agrietada por el frío. Con el terror de perderlo y el elixir que prometían sus labios cubiertos de saladas lágrimas, le pareció la mujer más hermosa que había pisado la Tierra. La obligó a conectar miradas, mientras un soplo de aire vaciaba sus pulmones.

—Perdóname, dearheart. Yo…

La chica alzó la cara sólo para encontrarse con un electrizante topacio y no el bermellón incendiado de sus ojos somnolientos. Fueron esos ojos los que la miraron con sorpresa al entregarle a su orgulloso portador una pequeña caja de terciopelo el día de su cumpleaños; los mismos que la recorrieron de pies a cabeza en medio del barullo aeroportuario. Era inhumano; la diosa fortuna regresaba a la a su capitán, sólo para arrebatárselo en un desenlace triste y húmedo. El virus, como un hechizo, se desvanecía, junto con la vida del militar.

Wesker eliminó todo estímulo adicional —dolor, escalofrío, ahogamiento, sueño y los copos de nieve que llegaban a impactar contra su piel— para concentrarse en el contacto de esos pómulos cuya textura era la gloria. Irónico resultaba que para un sujeto distante, solitario desde que tenía memoria, el alivio proviniera del roce y calor ajenos. Se trataba de un poderoso calmante que anuló la abstinencia del suero estabilizador y el burbujeo irreparable de sus entrañas desgarradas; le devolvió dignidad, serenidad y, por encima, resignación ante el destino elegido.

—Perdóname —repitió el tirano.

—No hay nada que perdonar.

Él sonrió sin gracia.

—Sabes que no es cierto. Y aunque no lo hubiera, lo habrá…

—Albert...

—Romperé otra de mis promesas.

Ella talló los surcos de sus mejillas.

—No tiene importancia. Seguirás cometiendo errores, como yo. Gritarás, como yo. Te molestarás conmigo y yo dejaré de hablarte por días enteros. Pero continuaremos, sin importar lo fuerte que alcemos la voz, y eso está bien —mencionó la joven con falsa esperanza, deseando que sus palabras y la necedad del tirano de continuar en ese plano de existencia lo empujaran a decirle que efectivamente no se libraría tan fácilmente de él. Sin embargo, ningún discurso arrogante brotó de su barítono.

—Me juré que estaría contigo en Navidad —. El antiguo capitán hizo un gesto de amargura, al tiempo que carraspeaba. A Claire no le gustó ni un poco lo líquido en sus respiraciones —. Una de tantas mentiras a la lista, supongo, de-dearheart —. La dificultad con que pronunció el mote cariñoso la hizo estremecer. Instantes después, la mano varonil que se empeñaba en acariciarla cayó como peso muerto, renunciando finalmente a la utopía de mantener el contacto más allá de su moribundo aliento.

—¡No, no, no, basta! Estaremos juntos. Tú-tú sabes cuáles promesas importan —. Ella negaba veloz y violentamente, con la histeria atorada en las cuerdas vocales. A la joven de ojos verdemar le dejó de interesar que moverlo acentuara la hemorragia provocada por la perforación porque la parte más racional de su cerebro empezaba a aceptar que no habría refuerzos ni posibilidades médicas de salvarlo; mientras, la parte emocional suplicaba por la cercanía; se amarraba al irracional ímpetu de acunarlo entre sus brazos y aferrarse a sus ropas de combate, como si la proximidad física evitara que el alma se le escapara del cuerpo. Claire se las arregló para colocarlo sobre sus rodillas, brindándole sostén a la parte superior de la anatomía malherida contra su brazo y pecho. Ella levantó la palma manchada de Wesker y la colocó en el lugar que había estado ocupando antes de desplomarse rendida y la forzó a mantenerse allí, cargando con su peso muerto.

—Corazón… —dijo el rubio con una voz apenas audible. Era extraño: ceder ante una muerte que en el pasado rechazó, incluso atravesado en dos partes por el Tyrant. Despacio, con la negrura apoderándose con parsimonia de los rincones de su campo visual, aquella avanzaba como una experiencia distinta. La aceptación le garantizaba una paz que no merecía y, a medida de que su sistema nervioso iba apagándose, la agonía desaparecía con él, en un acto de clemencia después de más de treinta minutos en completa degradación. — ¿Harías algo por mí? —preguntó con evidente retórica, tosiendo el líquido que inundaba su esófago. Iba a morir asfixiado en su propia sangre. Patético, patético, patético. Todo fuera por ella. Siempre ella.

Ella asintió. No iba a permitirse cometer el mismo error de, por la terquedad y el egoísmo de negarse a la realidad, rehusarse a escuchar cualquier petición que pudiera darle tranquilidad en su lecho de muerte al hombre con modos de dictador al que amaba.

—Siempre.

—Aléjate de… de todo esto. Siempre habrá otro hombre con ambiciones; otra cabeza de la hydra. Nunca terminará. La ambición es una condición inherente al humano. No te quedes a contemplar al mundo irse a la mierda… —le pidió él con los ojos entrecerrados como estudiando sus expresiones. No, estudiando no era la palabra correcta para describirlo. Estaba… fotografiando esas expresiones; esas gemas que le suplicaban quedarse, esos labios que prometían no más dolor, esa barbilla preciosa de piel afrutada, esas mejillas contraídas por la tensión de tanto llorar.

—Alejémonos juntos… Albert, por favor, no me dejes sola. No me dejes aquí sin ti —suplicó Claire. Las lágrimas borraban la suciedad de su rostro, y una tras otras, caían sobre el pecho del capitán, cada una más ácida que la anterior. Él le sonrió, pensando en que la escena era sumamente surreal. Si alguien le hubiera dicho, meses atrás, que así terminarían sus días de reinado, lo habría mandado a encerrar en un manicomio de inmediato. No por ello la propuesta de Claire parecía menos atractiva. Quizá debió considerarlo antes; la posibilidad de huir, y dejarlo todo y tomarla a ella para siempre como su único tesoro. Sin embargo, hablamos de Albert Wesker, después de todo. El hombre que no escapa de una pelea. Él, quien no podría esconderse de su programación. Él, quien jamás se conformaría e iría siempre en pos de otra victoria, de otra masacre. Él, quien para la muerte significaba la única liberación. Él, el único cuerpo cautivo.

Ella decía esas cosas con tal facilidad porque sabía que él se estaba muriendo. La propuesta era irreflexiva, impulsiva y emocional; Claire jamás renunciaría a su hermano o a sus viejas amistades.Él habría podido ocultarla del mundo; los dos podrían haberse escondido de todos, menos de ellos mismos.

—Estarás bien, dearheart… Voy a protegerte—. Él sintió que la vida se le escapaba en esas sílaba. La vio tan desamparada, tan rota, que por un instante sopesó si no hubiese sido más piadoso dejarla morir a ella también, tal como le había dicho a su alucinación antes de entrar a la fortaleza. Y, al mismo tiempo, agradeció no ser él quien se quedara a enterrarla y a sus recuerdos, pues la pérdida lo habría enloquecido en pocas horas.

Anheló beberse el aire, que tanta falta le hacía, de esos labios entreabiertos, los cuales parecían dispuestos a recibirle en los mares de su licor como remedio de la agonía. Le bastaba con sesenta segundos de ella, de la caricia húmeda, del pasear de su lengua entre los fragmentos de historia que le restaban, en los segundos que le quedaban por ofrecer.

—Eres tan hermosa, Claire.

El tirano le acarició la mejilla, apartando la mano que lo había estado ayudando a mantener el contacto, hasta llegar a su mentón y conducirlo con debilidad hasta su boca. Ella consumió los varoniles labios con la timidez del primer día y la pasión del amor literario. Lo besó cual si hubiera estado esperando por él más de mil vidas, mientras una lágrima solitaria resbalaba hasta los límites de su rostro y terminaba adherida a la de él.

Porque para Claire Redfield no existirían otros besos que no fueran los del enemigo, y eso la condenaba a no volver a sentir. Claire Redfield se transformaba, con ese beso, en un ser insensible, al tiempo que Wesker recuperaba, en sus últimos minutos de vida, la sensibilidad, en un abrupto golpe de gracia. En su garganta magullada se combinaban el jazmín de su gloria femenina con los vestigios sanguinolentos de su sacrificio, y no le importaba que ella le estuviese arrebatando su ahora patético intento de respiración. Porque Albert al fin era capaz de admitirlo: había sacrificado absolutamente todo cuanto tenía por ese beso que le obsequiaba los treinta años que no llegarían para él y pretendía compensar la vejez que no compartiría junto a su artista en el ocaso de sus días.

Ambos continuaron prendidos en ese beso infinito e infinitesimal hasta que la sangre que le escalaba por la garganta lo dejó sin espacio para respirar y tuvo que separarse de ella para evitar el ahogo. Ella se quebró al saborear la sangre ajena y sentir que Albert perdía fuerza entre sus brazos, y el alma se le escapó en un sollozo profundo, una viuda no proclamada, a la que el latido paraba en su pecho para comenzar a palpitar sólo en la memoria. Lo abrazó con desesperación para decirle que todavía lo necesita, que necesita que aguante, que necesita termine con las pesadillas, que siga comprando caballetes y óleos, que le prometa cada día un nuevo y maravilloso imposible. Lo agitó de las mejillas para evitar que cerrara los ojos y él respondió con el alzar débil de sus cejas, recuerdo de las viejas glorias de su gesto arrogante.

—Está… bien… estoy aquí, Redfield… Sólo…. necesito… un minuto, ¿de acuerdo? Dame… sólo un respiro.

—No. ¡Tienes que aguantar, por mí! ¡No-no puedes hacerme esto! —. Volvió a agitarlo nuevamente, sin los efectos esperados.

—Claire, por favor… detente. Sólo… Pinta tus cuadros. Estarás bien. Por favor…

Me estás lastimando… Y te lastimas a ti.

Entonces, al escuchar la única súplica que cruzó los labios de Albert Wesker en su medio siglo de existencia, Claire llegó al final de ese callejón sin salida. Se percató de que él estaba aguantando, extendiendo su agonía, solamente por no dejarla en medio de la histeria, pero incluso en sus estoicos rasgos leía el sufrimiento revestido de agotamiento y los ojos espesos, turbios y distantes, de un moribundo presa de un sueño crudo. No hay otra oportunidad, ni más noches encima de su pecho, ni latidos en arrullo susurrantes o mentiras al odio tibio; hay muerte, frío y la falta de movimiento; hay rezos que no llegan a nadie.

—Te amo.

Tal vez ya no la escuchó.

—Albert, te amo.

Y él sonrió, débil, incapaz de pronunciar palabra alguna ante el colapso de sus pulmones; pero ella, quizá por primera vez, lo vio sonreír sincero y cómplice de sus afectos. No era esa sonrisa despiadada, ni el gesto de desdén acostumbrado o la mueca de burla producto de su arrogancia; era la sonrisa real con la cual le decía lo mucho que la amaba. Claire percibió el cuerpo de Wesker perder cualquier energía restante y convertirse en un peso inerte entre sus brazos, tan pesado para su debilitada anatomía que tuvo que depositarlo contra su voluntad sobre el metal frío mientras su pánico incrementaba diez niveles en intensidad, al punto de arrastrarla a la hiperventilación y a la orilla del desmayo. No va a negarlo: trató de devolverlo a la vida a gritos desesperados y sollozos de una garganta destrozada por el invierno que no cesa; le rogó que abriera los ojos inteligentes mientras le arañaba las ropas con las uñas quebradas y trataba de abrazarlo como si con dicho acto lograra devolverle glorias prestadas; lo besó y él ya no pudo devolverle el gesto; lo besó tragándose el asco de la sangre desbordada y anhelando el roce de la loción de su piel fría. No iba a funcionar: sin retornos milagrosos, la cuenta del tirano estaba saldada: el cuerpo cautivo era al fin libre de su misión despiadada. La joven se arrojó contra el pecho inerte, hallando un calor morboso en la todavía tibia sangre que la acurrucó como de vuelta a su hogar; un reino parecido a su oscuro paraíso. Claire cerró los ojos al sentir que le enterraban la más fina daga en lo que le restaba de pulmón y su respiración se detenía por completo. Albert estaba muerto y con él había muerto la calma, el sueño y la dicha de saber que amaba; que amaba profunda, desnuda y vulnerable; que ama loca, incomprensible e incomprendida; simplemente que amaba y no volvería a ser porque ya no había vida en esos ojos, en esas palmas, en esos brazos.

La luz de un helicóptero la iluminó, pero lo sintió más una sentencia a vivir vacía que un anhelado grito de liberación. Ni siquiera notó cuando un par de brazos fuertes, pero delicados, quisieron apartarla del cuerpo de Albert Wesker. Apenas estuvo lo suficientemente prendida de la realidad para percatarse de que se trataba de Mad Hemingway, el costurero, quien intentaba levantarla en brazos. Ella se agitó endemoniada, cual gato asustado, y cayó nuevamente al duro suelo, arrastrándose hasta el cuerpo del ser amado, sin intenciones de dejarlo ir.

—Mad… Mad, tienes que ayudarlo… por favor… no podemos dejarlo aquí, por favor —le suplicó con las orbes desorbitadas y la voz quebrada.

Por supuesto que el francotirador tenía las últimas órdenes de su jefe y no iba a empezar a desobedecer después de años y años de ciega obediencia: sólo uno de ellos subiría al helicoptero, tal como le encomendó el general. Sin embargo, al verla ahí tirada, con la voluntad destrozada y el luto cruzado con un ataque de ansiedad, como a quien se le termina el mundo a mitad de una convulsión, no pudo evitar pensar si acaso al abandonar el cuerpo de su jefe no estaba condenándola a muerte a ella también.

—Mad, por favor, no puedo… No viviré sin él, por favor, hay que llevarlo. Ellos lo lastimarán. No puedo… no voy a permitirlo.

La ternura moribunda de esos ojos verdes bastó para convencerlo. De cualquier forma, él tenía la instrucción de mantenerla con vida a cualquier costo, y si ese costo implicaba llevar los restos del capitán a salvo al lugar en que ella pudiera despedirlos o enterrarse con ellos, entonces así sería. Mad asintió al tiempo en que ella se derrumaba en cenizas y desaparecía.


...

Vio como Él, a pesar del profuso sangrado que dejaba una larga mancha a su tambaleante paso, se obligó a llegar, aunque las fuerzas no se lo permitieron y se derrumbó sin ceremonia. La vio a Ella arrastrarse hasta Él con el cabello caído, el cuerpo desnudo apenas cubierto por su gabardina, los modos de magdalena, las lágrimas que no se divisaban, pero que de alguna manera se sentían y llegaban hasta él en esa torre de vigilancia. La contempló tratar de detener el sangrado con las manos, para después, al no encontrar modo, resignarse y acunarlo entre sus brazos; agitarlo de las mejillas y de los hombros cuando dejó de moverse y responder; abrazarlo y tumbarse sobre su pecho cuando éste paró de subir y bajar, y entonces supo que había perdido a Claire Redfield para siempre e, incluso, llegó a la conclusión de que desde los días en que la sombra de ese tirano volvió a hacerse presente en sus vidas, nunca tuvo oportunidad. Le dio la espalda a la imagen trágica del amor enfermo y abandonó el cuarto ante la mirada decepcionada de la espía.


Eso es todo, queridos míos. Lamento muchísimo la espera. Realmente me pregunto si alguno de ustedes sigue allá afuera, esperando la actualización, y si acaso a estas alturas la leerán. Realmente espero que sí. A continuación breve respuesta a sus mensajes:

sylverd: Perdón, no quería romperte el corazón. Espero que el mensaje de actualización llegue hasta a ti. Muchas gracias por leerme. Saludos.

Amara Wesker: Sí, pienso que te debo una disculpa si realmente me esperaste todo este tiempo. Si es que regresas, espero que disfrutes del capítulo y puedas perdonar mi ausencia. A veces las circunstancias nos empujan a abandonar incluso lo que más amamos. Abrazo.

rukiaishida366: Me alegro muchísimo de que la historia te gustara. Es para mí siempre un placer enganchar a alguien con la prosa. Espero que te guste el enfrentamiento final. Muchas gracias por leer y estaré esperando tu opinión con ansias. Saludos.

Paola Franco1: Toda espera tiene su recompensa. Espero que este capítulo sea recompensa suficiente. Trataré de no demorar años esta vez. No te preocupes por Albert. No quiero dar spoilers, pero tendrá el magnífico final que se merece. Nos leemos pronto.

Alan Shepard Cousland: Tienes toda la razón, querido, y muchas gracias por confiar en mí y en mi compromiso con la historia. Hay mucho trabajo invertido; horas de desvelo, lágrimas y sonrisas. No la abandonaría. No sin un final, como bien dices. Espero que la actualización sea digna de la espera. Saludos. Ojalá nos leamos pronto.

Sarah: Muchas gracias por tu mensaje. Prometo terminarla no en años, sino en apenas unos meses. Tus palabras me alientan a continuar. Saludos.

AndreaN: ¡Querida mía! ¡Ya volví! Espero no sea demasiado tarde y que sigas halla afuera, lista para leer una nueva actualización. Perdón por el retraso abismal. No fue, como ya dije, mi intención desaparecer.

Julieta: Me alegro de que la historia sea de tu agrado. Muchas gracias por leer. Saludos.

Teresa: Muchas gracias por tu mensaje. Es reconfortante saber que alguien me lee todavía.

DaemonDmerlicht: Me tardé un montón. Estoy muy avergonzada, de verdad. Ojalá todos los sepan, y ojalá también sepan que no me iría sin terminar esta historia que significa tanto en mi vida.

LadyDarco: La dinámica de Albert y Claire me parece sumamente fascinante. Me gustó retratarla a lo largo de tantos y tantos capítulos. Sólo estoy planeando la conclusión. Saludos.

ErzaRose: Mucho me motiva tu mensaje. En los peores días solía leerlos para decirme que tenía que volver. Saludos.

Jime: ¡Ya no tendrás que esperar más!

Guest: Muchas gracias por tu comentario. Ja, ja, bienvenida al mundo del Weskerfield. No somos muchos, pero somos bien intensos, que es lo que importa. Agradezco muchísimo tu apoyo y ánimos.

Wowdeshal: ¡Wow! Leíste los capítulos muy rápido. Espero que disfrutes de la actualización. Saludos.

DarknecroX: De hecho el capítulo 31 fue uno de mis favoritos de escribir por la cuestión de esta travesía gore. Traté de meterle bastante descripción para que fuese gráfico. Espero sigas ahí. Muchas gracias por leer y por esperar.

hkmadara: ¡Hola! Realmente me conmovió tu mensaje y me motivó a continuar, a pesar del tiempo y de la posible decepción que causé en muchos de mis lectores más fieles. Es para mi un verdadero privilegio el tener lectores tan apasionados, dulces y entregados. Espero no decepcionarte con esta actualización y que todavía estés ahí, con tus dibujos y tus historias. Tengo la convicción de que si hacemos las cosas con pasión siempre trascenderán la mera ficción y nos permitirán tocar los corazones de otros. Abrazo fuerte donde quiera que estés.

Andabel: Me encantó hacer esa adaptación inspirada en la Divina Comedia. Ese capítulo me parece muy rico hablando en términos simbólicos. Tardé mucho en actualizar y te pido una disculpa por eso. Espero que todavía sigas por ahí, en algún lado, y pases a leerme porque no me he ido, e incluso tengo planes para más historias Weskerfield. Saludos y nos leemos pronto.

siranuy: Te pido una disculpa por el retraso y te agradezco enormemente el deseo de feliz cumpleaños. Tu mensaje es muy lindo. Agradezco tu paciencia y lealtad como lectora de esta historia que está por llegar a su fin. Abrazo.

Frozenheart: ¡Querida mía! Realmente siglos sin hablar, sin compartir lo que ha estado pasando en nuestras vidas. Empecé a publicar Cuerpo cautivo muy joven; ahora me siento toda una anciana. Y me siento algo frustrada por no haber podido ya concluir. Y en buena medida algo consternada porque pienso que hay una gran diferencia en maduración mental, emocional y de aptitudes entre el primer y el último capítulo (éste). En fin, así es la vida: a veces tenemos que hacer cara a ciertas responsabilidades y afrontar los problemas con buena actitud. Muchas gracias por tu amistad y tu lealtad. Realmente me apoyaste en momentos difíciles. Abrazo.

Cerceidany7: ¡Aquí está la actualización! Muchas gracias por la paciente espera. Saludos.

Claire Zayra wesker: Creo que aquí ya se super derramó el vaso, querida.

Light of Moon: ¡Querida mía! ¡Amiga maravillosa! Agradezco muchísimo tu mensaje y análisis, siempre tan atinados y apasionados, tan llenos de vida, pero sobretodo agradezco tu ciega confianza en mí. Sin ti nada de esto habría sido posible. No habría terminado este capítulo si no fuera por tus recomendaciones, tu cariño y comprensión, tus opiniones. Eres una de las pocas personas que todavía piensa que tengo algo que decir, que esta es una historia que vale la pena ser contada y leída. Tú eres de esas amigas que, sin importar la distancia, saben cómo apoyar, alegrar y reconfortar. Realmente te admiro por eso. Eres una lectora y escritora apasionada como pocas, lo que siempre supondrá una fortaleza, y sé que como persona e incluso como profesionista también eres así. Espero que toda la espera y las molestias que te he dado a lo largo de estos años hayan valido la pena. Prometo no tardar tanto esta vez. Nuevamente, agradezco de todo corazón tu apoyo.

Ariakas DV: ¡Usted, mi lord! Muchas gracias por ayudarme a concluir este capítulo. Como con mi querida Ale, este milagro no sería posible sin ti, sin tus consejos, apapachos, bromas y oídos pacientes. Espero haberle hecho justicia a la escena de acción que discutimos. Abrazo y beso.

Yuna-Tidus-Love: ¡Querida! Espero que no te hayas decepcionado tanto de mí, después de estos años de espera… En verdad lo lamento muchísimo. Realmente me rompería el corazón que no estuvieras aquí para esta actualización. Te pido un perdón muy sincero. Abrazo fuerte.

LunarCry: Muchas gracias por dejarme un mensajito. Espero sigas allá afuera. Perdón por el retraso; en verdad, no era mi intención desaparecer así. Ojalá te agrade el capítulo y en algo recompense mi desaparición. Saludos.

.Wesker: ¡Amiga! Espero darte una muy grata sorpresa con esta actualización, que no habría sido posible sin tu constante apoyo y comprensión. Las dos lloraremos cuando comentemos juntas este capítulo, estoy segura, quizá más que el anterior. Sé que esperabas el enfrentamiento y que Wesker le pusiera unos buenos golpes, que lo hizo, y espero que con la intensidad adecuada. Lo que importa aquí, sin embargo, es el romance, es la entrega, es el beso que no había sido dado en circunstancias tan trágicas como estas. Me encanta leer tus reviews. En los momentos difíciles los repasaba y pensaba que no podría decepcionar a alguien que se muestra tan interesado y entregado por una de mis locas ficciones. Ojalá no te haya decepcionado mucho y que el capítulo compense la larga espera.

El solitario: ¡Muchas gracias por tu mensaje! Espero sigas ahí y que la actualización sea de tu agrado.

Esos son todos los mensajes. Fue una espera muy, muy larga. Creo que, aunque me dolerá, entenderé que muchos de ustedes ya no estarán aquí. Aun así, agradeceré toda la vida sus muestras de afecto y apoyo. Terminé esta historia porque me gusta y por orgullo, porque no me gusta dejar las cosas a medias.


Título de la siguiente entrega: Candelabro