PREJUICIOS

Prólogo

16 de Marzo, 1970

Kagome Higurashi frunció el ceño, acto jamás efectuado en sus años de soltera. Aunque sonara exagerado. Estoy cansada de esto, se dijo mentalmente. Soltó un suspiro y siguió pelando los tomates con un poco más de energía de la requerida. Kouga de nuevo se había vuelto a enfadar estúpidamente. No lo entendía. Realmente…, no lo entendía. ¿Era tan malo para él quedarse a cuidar a los niños durante unas horas? ¡Dios, ella se pasaba todo el tiempo trabajando tanto en la escuela como en la casa! Era ella, y solo ella, la que pasaba tiempo con los niños. ¿Acaso ellos no eran también hijos de él? ¿No tenía ella derecho a salir con sus amigas al menos una sola vez en el año? Bufó molesta y retiró la fuente de la encimera para colocarla en la mesa. Esta estaba impecablemente puesta por ella, como de costumbre. Salió al pasillo y se apoyó en la baranda de la escalera, alzando la cabeza para llamar a los niños a almorzar.

– ¡Sam! ¡Lucy! ¡A comer! –su voz resonó entre las paredes de la casa.

Después de su matrimonio con Kouga, se habían trasladado al sector norte de la ciudad, en un barrio tranquilo y barato, aunque con unos vecinos un poco hostiles. La casa era mediana y de dos plantas. Estaba pintada con un color damasco claro en el frente y por dentro la mayoría de las paredes eran blancas. A Kagome se le hacía un sitio frío y poco hogareño, a pesar de que con sus pequeños se llenaba de risitas infantiles y juguetonas. En realidad, lo único que le gustaba de aquella casa, era el antejardín. Al llegar allí, hace cuatro años, este era solo tierra. Sin embargo, ella se encargó de darle vida poco a poco, plantándole muchas flores y césped. Luego, había plantado su mayor orgullo: un rosal.

Sonrió mientras se sentaba a la mesa y miraba el florero con rosas rojas encima del mueble de cocina.

Se escucharon pasitos y enseguida pudo ver a sus dos retoños entrando al comedor.

–Mami –la llamó Sam. El pequeño, de cuatro añitos, agarraba de la mano a su hermanita Lucy, de dos.

–Dime, cariño.

–Lucy y yo nos hemos lavado las manos, pero Lucy se mojó todo el vestido…

Kagome soltó una pequeña risita. Adoraba a sus hijos. Sam, a pesar de su corta edad, era muy independiente y le ayudaba muchísimo con Lucy. Entre el trabajo de maestra en la escuela pública de la ciudad y los quehaceres del hogar, sentía que le era muy difícil mimar como era debido a sus hijos. Eso, contando con que no tenía el apoyo de su marido estrella.

–No importa, cariño, enseguida voy yo y la cambio de ropa. Debe ponerse ropa limpia y salir a jugar un rato en el jardín contigo. Hace un día precioso –le dijo con dulzura. Tomó en brazos a Lucy y la sentó en su sillita de comer de madera.

Unos golpes muy fuertes en la puerta la sorprendieron y sus hijos parecieron exaltados.

– ¡Kagome! ¡Soy yo, abre de una maldita vez! –se escuchó a Kouga.

Enfadada, y nuevamente con el ceño fruncido, fue dando grandes zancadas hacia la puerta. ¡¿Quién demonios se creía que era? Estaba harta de los arrebatos de Kouga. Abrió la puerta de un solo movimiento.

– ¿Se puede saber qué te pasa? –le espetó.

Kouga pasó rápidamente de ella y entró a la casa. Dejó su abrigo en el perchero y entró al comedor, arremangándose la camisa. Ella lo siguió.

–Se me olvidaron las llaves –adujo –. Debo comer rápido, porque tengo una reunión urgente en la empresa. Han citado a todos los mecánicos de la fábrica.

Kouga recorrió con la mirada la cocina y luego posó la vista en ella, que estaba apoyada en el umbral de la puerta.

–Maldición, Kagome. ¡¿Quieres servirme o tendré que comer en la posada?

Kagome apretó fuertemente lo puños a los costados. Era ese tipo de situación las que la hartaban más allá de la coronilla. Antes de casarse con Kouga, ella no era ni la sombra de lo que era ahora. Ella era alegre, risueña, extrovertida y siempre el alma de la fiesta. Cuando conoció a Kouga, a él le encantaba que fuera así. Pero después de casados, como por arte de magia todo cambió. De repente, fue como si hubiesen cambiado a su amado esposo y puesto en su lugar a un hombre completamente posesivo, imponente y que no aceptaba no por respuesta. Ella con suerte podía replicarle en las discusiones. Pero no la dejaba salir con sus familiares, no le gustaba ir a casa de su madre los fines de semana, no le gustaba ir a pasear con los niños. Prácticamente, vivía encerrada y se la pasaba de la escuela a la casa y de la casa a la escuela. Kouga siempre tenía trabajo extra y reuniones, que le impedían poder cuidar a sus hijos para que ella salga, en algunos casos, a sus propias reuniones de trabajo. Nunca pensó que el matrimonio podría ser así. La concepción de esposa que tenía su marido, era totalmente diferente a lo que ella imaginaba. Sí, ella quería una familia. Pero no quería un marido posesivo y violento, incapaz de ayudarla y que le coartaba su libertad de expresión.

–Quedamos en que te quedarías con los niños –le dijo pausadamente.

– ¡Ya hablamos de eso en la mañana, Kagome! ¡¿Es que no te cabe en la cabeza? –le gruñó fuertemente. Demasiado fuerte, porque hizo llorar a Lucy.

Kagome de inmediato fue y cogió a la niña en brazos, acunándola. Kouga apoyó un codo sobre la mesa y se llevó los dedos pulgar e índice al puente de la nariz, cerrando los ojos.

–Dile que se calle… –comenzó. Pero luego, explotó. Golpeó con ambas manos la mesa, haciendo saltar las cosas que estaban encima de ella–. ¡Esta maldita familia me está haciendo pedazos mis malditos nervios! ¿Hasta cuando voy a soportar esto? Me saco la mierda trabajando y llego cansado como un puto perro a recibir un mísero plato de comida para comer en paz, y ¿qué es lo que encuentro? ¡Una mujer que me reclama por no poder cuidar a unos pequeñajos que se portan mal todo el santo día!

Kagome observó a los pequeños. Sam miraba seriamente su vaso puesto en la mesa, completamente absorto. Lucy no paraba de llorar con la carita enterrada en su cuello.

–Deja de gritar, Kouga. Estas asustando a los niños –trató de hablar con tono normal para no asustarlos más.

– ¡Y un cuerno! ¡Me tienes harto, ¿me oyes? No soporto que trabajes para que todos digan que no puedo mantener a mi familia. No soporto que piensen que mi mujer tiene que ejercer de maestra para comer. Tu trabajo está aquí, en la casa, ¿me entiendes?

– ¡Y yo no soporto que me trates como si estuviésemos a principios de siglo! –subió un poco el tono de voz.

–Pues te lo bancas, porque soy tu esposo y me debes respeto –replicó. Observó con la cara roja de la irritación a su hija. – ¡Y dile a esa cría del demonio que pare de llorar!

En un arranque de furia, Kagome colocó a la niña de vuelta a su silla y avanzó derecha y rápidamente hacia Kouga. Alzó la mano y la estampó contra la mejilla de su esposo. Gran error. No lo vio venir, puesto que estaba tan sorprendida de su acto como él. Pero él se espabiló primero. Él también alzó su mano. La cual también se estampó –aunque con el triple de fuerza– en su mejilla. Como en cámara lenta, Kagome cayó de costado al suelo de madera. Desde esa perspectiva observó que Sam la miraba pasmado y con los ojitos brillantes de lágrimas. Su hijo no era demasiado pequeño como para comprender que las cosas no iban bien. Lucy seguía llorando aún más fuerte.

Pausadamente, se levantó; quizás esperando otro golpe. Los ojos le escocían por las lágrimas reprimidas. Kouga solo la miraba con furia contenida.

– ¡Serás perra! –le gritó. Avanzó hacia ella y le agarró con violencia de los antebrazos, levantándola un poco del suelo–. Nunca, escucha, ¡nunca te atrevas a volver a golpearme! Querer que me quede cuidando de los niños… –soltó una risotada burlesca–. Yo no soy un maldito macabeo, ¡¿me entiendes?

La soltó bruscamente y se devolvió al pasillo a por su abrigo, mirándola de reojo.

–A ver si Ayame me prepara algo digno –dijo antes de cerrar de un portazo.

Ayame era la hija de los dueños de la posada del barrio. Era una mujer voluptuosa y de cabello rojizo. Siempre había estado enamorada de Kouga.

¡Reunión de los mecánicos! ¡Maldito sea! ¿Creería él que ella no sabía que Ayame era su amante?

Tomó nuevamente a Lucy y cogió de la mano a Sam. Esa, se dijo, iba a ser la última humillación que recibiría. Dejaría a Kouga. Estaba cansada de soportar sus atropellos y arranques de violencia, de despotismo. Lo odiaba con toda su alma. Nunca más cometería el error de caer en las redes de un hombre que simulaba ser tierno y gentil, cuando en realidad era un completo demonio. Golpearla nuevamente… Aquella era la tercera vez que lo hacía. Lo había perdonado porque sus bebés eran aún pequeños y no quería alejarlos de su padre. Pero, ¿qué clase de padre era el que les estaba dando a sus retoños? Maldita fuera su estampa si volvía a permitir que una situación como esa se volviera a repetir.

Vistió a Lucy y acicaló un poco a Sam. Les besó en la frente y los sentó en el sofá de la salita de estar. Telefoneó al director de la escuela en la que trabajaba y concertó una cita. Su destino y el de Sam y Lucy dependía de la decisión que estaba tomando en esos momentos. Pediría el traslado al campo, a las afueras de la ciudad para la escuela rural. Le pediría el divorcio a Kouga, por más que su familia se escandalizase o porque el trámite costara bastante dinero. No le importaba. Tenía un amigo abogado que siempre estaría dispuesto a ayudarla. Se trasladaría ese mismo día al pueblo con sus hijos, ya que tenía algo de dinero ahorrado. Le pediría alojo a su tía Kaede, quien estaba segura de que con gusto los recibiría.

No más humillaciones. No más violencia con ella y sus hijos.

No más Kagome sensata, sometida, aburrida y dueña de casa.

De ahora en adelante sería la madre más alegre y menos deprimida para sus niños.

Sería ella, con su personalidad de antaño.

Le gustase a quien le gustase.


Holaa!

Bueno, es mi primer fic publicado *o* Así que... bueno, solo espero que les guste! Les agradecería por montones que me mandasen sus comentarios o sugerencias, para ver qué les pareció. No sean malitas.

Un beso y un abrazote para todos.

Saludos!