Capítulo 4. El recóndito árbol solitario

En cuanto bajé de un salto del coche de Mark, tuve el presentimiento de que hoy todo iba a ir bien. No por nada en concreto; fue una de esas sensaciones relámpago que a veces asaltan tu mente y te hacen pensar algo como "hoy voy a arrasar", o un optimista "recordaré este día durante el resto de mi vida". Aunque la mayoría de las veces que algo así ocurre no significa nada, lo cual reduce nuestras esperanzas cuando volvemos a tener ese presentimiento en otra ocasión.

– ¡Buenos días, Bonnie!

Un sonriente profesor Schuester me saludó con la mano cuando pasó a mi lado. Yo imité su gesto con alegría, y me uní a él de un salto.

–Buenos días, señor Schue. Sólo quería decirle que me alegro mucho de que me haya aceptado en el Glee Club. La verdad es que ayer estaba bastante nerviosa, y temía que se hubiese disgustado con todo lo que dije antes de comenzar a cantar…

–Tranquila, lo entiendo. Es normal sentirse desubicada en una situación así, pero no te preocupes: irás mejorando poco a poco.

– ¡Gracias!

Aminoré el paso para unirme a mi hermano, que me miraba con cara rara. La misma expresión que vi en su rostro ayer cuando llegué a casa y le comenté a mi madre que había entrado en el coro del instituto.

–Bonnie, es un club de perdedores. Todos lo dicen.

– ¿Ah, sí? Eso quiere decir que Puck es un perdedor, ¿no?

–Puck es una excepción. ¿Los has visto bien? ¡Jamás había visto a tantos imbéciles juntos!

–Mira Mark, sé que ahora mismo me odias por haberme metido en el "club de los perdedores" –hice el gesto de las comillas con los dedos, algo que hizo que mi hermano resoplase y pusiese los ojos en blanco–. Pero sé que todo va a ir bien. Con Quinn y sus chicas y cuatro tíos del equipo de fútbol nadie se atreverá a decir nada malo sobre el Glee Club.

–El Glee Club, el Glee Club… –farfulló Mark con recelo–. Lo lamentarás.

Me separé de él, harta de escuchar sus objeciones, insultos y maldiciones. Ya era un hecho: mi propio hermano fingiría no conocerme durante todo lo que quedaba de curso.

Continué caminando hasta entrar en el edificio. Me dirigí a mi taquilla a paso rápido, y en cuanto la abrí, lo primero que hice fue mirarme en el pequeño espejo que había pegado en la parte interior de la puerta. Todo perfecto. Le sonreí con satisfacción a mi reflejo, y cogí mi carpeta, mi estuche y mi libro de Biología.

– ¡Bonnie! Te he estado buscando en el aparcamiento, pero no te he visto.

Cerré la puerta con brusquedad y me encontré con la cara de Rachel frente a la mía. La sorpresa inicial fue mayúscula, pero me recuperé con relativa rapidez.

–Oh, es que entré corriendo al instituto. Ya sabes… mi hermano me odia y no tenía ganas de aguantarle.

–Ah. Bueno, sólo quería comentarte lo de nuestras clases de entonación –Rachel comenzó a hablar presurosa y sin apenas detenerse a repirar–. Lo que hablamos ayer durante el ensayo. Me he tomado la libertad de organizar los horarios y las lecciones con antelación porque sé que lo necesitas: una novata como tú debe aprender y ponerse al nivel del resto del grupo si quiere llegar a tener un solo alguna vez, exceptuando la disparatada idea del señor Schuester de darte el papel de Anita en el ensayo de ayer.

–Oh, genial. Mi vida social no es demasiado agitada… así que cualquier día me iría bien –contesté, abrumada por su imponente verborrea.

No, no penséis mal; aquello no era para nada un suicidio social. Ya conocéis esa especie de código entre estudiantes de instituto por el cual cuando hablas con alguien siempre (y digo SIEMPRE) eres popular, tienes una vida ajetreada y cientos de amigos fuera del instituto. Todo lo que te ocurre es bueno y nunca estás disponible porque probablemente salga a dar una vuelta con mi pandilla.

Eso está muy bien si eres un hipócrita desesperado, pero yo soy tan sincera que ni siquiera soy capaz de decirle a mi compañera de "el club de los perdedores" que tengo que consultar mi ajustada agenda.

–Pues eso es… perfecto –lógicamente, Rachel no se esperaba esa respuesta por mi parte–. ¿Qué te parece mañana después de clase?

–De acuerdo.

Sonrió, y se alejó de mi lado con rapidez y paso apresurado. Me encogí de hombros, y cerré mi taquilla con bastante más fuerza de la que me hubiese gustado.

No es que tuviese nada en contra de Rachel, ¡al contrario! Poseía la voz más hermosa que jamás había escuchado. Tenía las cosas claras y sabía lo que quería. Su ambición me aturdía hasta el punto de hacerme sentir esa admiración innata que no siempre está justificada, pero es tan pura y real como si fuese lo más corriente del mundo.

El timbre sonó con insistencia, y esta vez fui yo quien echó a correr. Si no quería llegar tarde a las "apasionantes" lecciones del señor Brubacker sobre la célula vegetal, debía darme prisa.

– ¿De verdad te gusta tanto la soledad como dices?

Levanté la cabeza, algo desorientada. Me había quedado dormida sin darme cuenta, y lo peor era que el hombre más guapo del mundo estaba mirándome fijamente desde lo más alto de su metro noventa de estatura.

–A día de hoy, puedo afirmar que la soledad es la única que no me da la espalda, se ríe de mí o ignora mis estúpidos esfuerzos por llegar a ser alguien en la vida.

–Vaya –Finn dejó escapar un silbido–. No estoy seguro de haber entendido eso... pero es un poco exagerado, ¿no crees?

Elevé la vista hasta sentir el abrasante sol en los ojos y lograr vislumbrar su rostro.

–Si estuvieses en mi piel ahora mismo, sabrías que no exagero ni una pizca.

Finn sonrió, y se encogió de hombros. Desperté de golpe, siendo por fin consciente de que aquello no era un sueño. Con en rápido gesto de manos, le invité a sentarse junto a mí bajo el alejado árbol de hojas todavía verdes y llenas de vida que se había convertido en mi particular refugio.

–Vengo aquí todos los días después de clase. Mark no quiere ni verme, y en el instituto no tengo amigos… ni fuera tampoco, para qué vamos a engañarnos. Soy tan cerrada que ni siquiera tengo valor para acercarme a los chicos de Glee.

–En Glee puedes ser tú misma, y nadie te juzgará.

–Ése no es el problema. Acostumbro a ser yo misma allá donde voy… y bueno, puede que con el tiempo eso se vuelva en mi contra, pero a veces soy tan real y fiel a mis principios que doy miedo.

–Pues ya es un paso –volvió a reír, aunque esta vez con más soltura. Juraría que sentí cómo mi corazón se detenía para que mis estúpidos y ruidosos latidos no interfiriesen en ese sonido divino–. La mayoría de la gente teme mostrarse tal y como es, sobre todo los nuevos como tú.

–Créeme; ni siquiera me he planteado mentir sobre lo que pienso.

El silencio se apoderó del ambiente, pero lejos de ser molesto e incómodo, era un respiro para mí. Pude concentrarme en escrutar esos ojos almendrados que rebosaban dulzura y frescura a partes iguales. Hubiese comenzado a coquetear si el rostro de suficiencia y rabia contenida de Quinn Fabray no estuviese siempre presente en mi (calenturienta) mente.

– ¿Nunca antes habías hecho nada parecido? Quiero decir… cantar en el coro de tu instituto, o colegio…

–No. La verdad es que esto de los aplausos y las alabanzas es nuevo para mí.

Resoplé mientras pensaba en todo lo que me había sucedido durante mis dos primeros días de clase. Con cierta melancolía de los tiempos en los que nadie conocía ese don natural que ahora me abría tantas puertas, pasé mis dedos por mi despeinado flequillo y lo eché para atrás. Mis ojos reflejaban una luz atrayente y sincera que hizo que Finn se acercase todavía más a mí y me mirase con curiosidad y una atención que rozaba lo intimidante.

–Mira, llevo lo que se dice toda la vida viajando –continué, algo más animada–. He vivido en tantas ciudades que ya he perdido la cuenta… y cuando por fin me acostumbro a un nuevo lugar, ¡zas! Mi padre acepta dar clase en otra universidad, aunque esté en la otra punta del país. Eso me ha vuelto demasiado individualista, y después de que me rechazasen en todos y cada uno de los colegios a los que he ido, comprendí que mi vida iba a ser monótona y llena de sinsabores hasta que cumpliese los 25, terminase de una vez los estudios y fuese libre de beber hasta caer redonda para olvidar y quejarme de mi horrible y asquerosa vida –aunque Finn se esforzaba por ocultar esa sonrisa de medio lado que estaba a camino entre la comprensión, la risa y el qué se le va a hacer, fui yo la primera en soltar una amarga carcajada–. Vamos, puedes reírte; sé que es patético.

–No es patético, es diferente. Y curioso.

–Y penoso.

–Pero todavía no has contestado a mi pregunta.

– ¿Acaso la contestación no iba incluida en mi sarta de maldiciones, desprecios y traumas infantiles? –ironicé, sonriendo con una mueca burlona– Siempre creí que mi voz era horrible y que desafinaba cada vez que abría la boca para cantar. Mi hermana pequeña me dijo en una ocasión que sonaba como un gato siendo forzado a meterse en un barreño lleno de agua, y de todas las coñas de mi hermano… ya ni hablemos. Tuve una época en la que me obsesioné tanto que incluso me grababa cantando con un viejo radiocasette de mi madre, y como tenía una calidad pésima, me horroricé todavía más –hice una pausa, y Finn me animó a seguir alzando una ceja y mirándome con curiosidad–. Pero un buen día, no sé por qué, me dio por cantar mientras nos cambiábamos en los vestuarios después de la clase de Educación Física cuando todavía vivía en Nueva Jersey. Una de las pocas compañeras que se llevaban bien conmigo me escuchó por casualidad, y comenzó a gritar que mi voz era preciosa y que no había oído en su vida una interpretación amateur de Satisfaction con tanto sentimiento.

–Y recuperaste la fe en ti misma.

–Exacto. Y comencé a cantar a todas horas y delante de todo el mundo cuando me daba la gana o cada vez que me lo pedían, sin importarme un comino quién me escuchase; a bailar por la casa con el iPod a todo volumen y toda mi familia delante observándome y alucinando. La verdad es que me creí la reina del universo durante un par de meses, hasta que la gente comenzó a decir: "Bonnie, cantas genial, pero ya cansas" –sonreí tras escucharme a mí misma repetir esa frase, y contagiándole a Finn esa nostalgia tan poco corriente–. Pero nadie nunca me había animado a llevar esa pasión a un terreno más… digamos, "profesional".

–O sea, que siempre podré considerarme tu descubridor.

–Jamás lo habría hecho sin ti.

Finn sonrió, agradecido. Yo encogí las rodillas y apoyé la barbilla sobre ellas, y suspiré.

Los chicos eran un espécimen que todavía no había explorado demasiado… ¡no seáis malpensados! Me refiero a que siempre he pasado un poco de los tíos. Soy una salida, no lo puedo evitar (¡soy una adolescente!), y por supuesto, me gustan los temas sexuales tanto como a un tonto un lápiz… pero esa inseguridad y mi bajísima autoestima me impedían desenvolverme con soltura frente a ellos.

Ni que decir tiene que los labios de un hombre eran terreno absolutamente desconocido para mí.

–Eres genial, Bonnie.

Interiormente, me sentí más feliz que en toda mi vida. Bueno, quizá no fue una sensación tan extremista… pero en ese momento me lo pareció. No pude evitar cerrar los ojos e imaginar que todo iba a ir bien de ahora en adelante y mientras estudiase en este instituto.