La segunda vez que "cayeron en tentación", como lo llamaba Candy, prometieron que "nunca más". La promesa no les duró ni un día. Es verdad que pudieron comportarse en público como personas comunes y corrientes, se hablaban con cordialidad y podían mirarse a los ojos sin tartamudear, pero cuando se quedaban solos, aunque fuera por cinco minutos, se sentían atraídos como por un imán y se besaban con ansias todo lo que podían.

Era un milagro que Susana y Albert no se hubieran dado cuenta, pero ellos estaban tan concentrados en su película, que jamás se percataron de nada. De hecho, pasaban poco tiempo los cuatro juntos; Susana y Albert estaban muy seguido en "locación".

A veces Terry les preguntaba por los actores y el guión, pero ellos siempre sonreían y agradecían su interés sin responderle nada concreto.

Y como a Terry nunca le interesó realmente el famoso proyecto de la película, no insistía.

Claro que Albert y Susana comenzaron a comportarse de manera muy extraña. Susurraban demasiado, se callaban cuando alguien entraba súbitamente a la habitación, ambos adelgazaron mucho y se veían atormentados... si no fuera porque era imposible, Terry habría pensado que tenían una aventura.

Candy también había notado todo eso, y creía que era culpa de ella.

-Si no hubiera vuelto a caer en tus brazos, aristócrata presumido, te aseguro que ellos no estarían sufriendo. Ellos saben algo, o lo perciben – le decía ella, cuando estaban solos.

-No saben nada, pecosa. Y no hemos hecho nada malo. Besos y abrazos no sacan pedazos – replicaba él.

-Sigue siendo traición. ¿Acaso no lo ves?

-Creo que el amor verdadero es superior a cualquier papel legal entregado por un estado que se toma el derecho de velar por el cumplimiento de una ética social impuesta por la mayoría a sus ciudadanos.

Candy se reía tanto con las palabras de Terry que ya no seguía pensando en pecados o culpas.

De hecho, cuando estaba absolutamente sola en su cama, pensaba que eran los mejores días de su vida, descontando el penoso asunto del adulterio, por supuesto. Era la primera vez que se sentía realmente viva. Amaba a Albert, era el padre de sus hijas y el hombre que le dio estabilidad, pero Terry era aquel que la hacía desear reír, y correr, y amar a todo el mundo. Pensó que en su matrimonio ella y Albert realmente se veían muy poco. Ambos trabajaban todo el día y dejaban a sus hijas a cargo de una niñera. Quizás desde esos tiempos que ella, inconscientemente, quería escapar de una relación en la cual había una amistad tan grande y profunda que ambos confundieron con el verdadero amor.

Con Terry había sido algo parecido, pero no fue la amistad la que él confundió con amor, sino la compasión, la que sentía por Susana, que aparentemente basaba en él toda su esperanza de felicidad. Y con Candy perdida para siempre, o al menos él creía eso, se dedicó a intentar hacer feliz a la mujer que trató de dar su vida por él.

Y pensó que se había enamorado, por fin, porque ella le dio dos hijos y la vida de familia que jamás había experimentado. Era extraño y fascinante llegar a un lugar donde se alegraban de verlo. Él, que toda su vida había sido un marginado, había obtenido un hogar.

Pero no era amor. Y jamás se habría percatado de lo vacío de su vida de no haberse reencontrado con ella, con Candy, la única que le aceleraba el corazón y lo hacía soñar imposibles.

No quería engañar a Susana, no deseaba ser un adúltero, pero, según pensaba, sólo sería por esos meses. Se regalaría esos meses de felicidad y luego sería un esposo fiel y abnegado para Susana, dejando a Candy con Albert.

Y ahora tanto Albert como Susana habían desaparecido.

-Candy, perdóname... perdóname por no confiar en ti.

Esas habían sido las últimas palabras de Albert antes de desaparecer hace diez días. De vez en cuando él la llamaba para preguntarle por las niñas y decirle que la quería. Candy, muy a su pesar, no estaba tan preocupada como hubiera debido.

Sin embargo, era su marido y debía hacer algo. Llamó a todos los conocidos y los puso en antecedentes. La familia movió cielo, mar y tierra, pero no pudieron dar con Albert. La única que le dio una pista era Susana, que no se sorprendió con la noticia de la desaparición de Albert. Simplemente dijo que nadie encontraba al que no quería aparecer.

Candy, como es obvio, se negó a moverse de Hollywood. Decía que si ahí había desaparecido Albert, ahí tendría que reaparecer. Terry no dijo nada, pero hacía oídos sordos cuando Susana insistia en que era hora de volver a Nueva York.

-Tú pasaste mucho tiempo con él, Susana- le decía Candy - ¿No recuerdas nada que haya dicho, algo...?

-Querida Candy... - le decía Susana y le tomaba la mano – No vale la pena que lo busques. Si amas algo, déjalo libre...

-¡Pero él tiene un hogar, sus hijas!

-Hay cosas más importantes que un hogar – respondía Susana, con los ojos llenos de lágrimas, mirando a sus hijos que jugaban con las niñas de Candy.

-No la entiendo – terminaba siempre Candy, dejando sola a Susana en la sala.

Pasaron cuatro días más. Terry se había portado como un ángel, pensaba Candy, él era quien hablaba con la policía y el que había pensado en contactar con la prensa, aún cuando la familia de ella no quería que se expusiera lo que había pasado. Además, Terry era el que viajaba a todos los lugares donde les daban una pista de Albert. Menos a Hawai, por supuesto. Alguien les dijo que había sido visto tomando un barco para allá... Pero Candy lo veía imposible. ¿Qué tenía que hacer Albert en Hawai?

Susana seguía insistiendo en volver a Nueva York, casi con desesperación. Terry la ignoraba. Los gemelos, intuyendo que algo pasaba entre sus padres, trataban de mantenerse el mayor tiempo posible junto a las hijas de Candy.

-Lo encontraremos – le decía Terry a Candy, tomándole la mano para darle ánimos.

-Lo sé – asentía ella, con una sonrisa.

Una tarde, Susana ya no aguantó más y se largó sola a Nueva York en un tren.

Dejó a los gemelos con Candy y Terry.

La carta de despedida decía lo siguiente:

Querido Terry:

Gracias por estos años de felicidad junto a ti.

Desde pequeña estoy acostumbrada siempre a obtener lo que quería, a recibir de los demás. Quise ser actriz, tenerte a ti, ser madre, y lo logré, pero nada parecía llenar el vacío en mi corazón. Hasta que comprendí que sólo Dios podía darme todas las respuestas.

Muchos me considerarán una mala madre por la decisión que he tomado, pero la Biblia nos dice que para seguir a Dios hay que dejar todo atrás. Y yo sé que los gemelos estarán bien contigo.

No me busques, porque mi decisión está tomada. Lamento los problemas que esto te pueda causar.

Te amo

Susana

-Maldita sea, Susana – murmuró Terry, arrugando la carta. ¿Qué demonios pretendía hacer ella? Seguramente se había largado a Nueva York para que él la siguiera, como siempre. Ella se "sacrificaba" y él debía hacer lo que ella quería.

Pero esta vez no le iba a resultar. Claro que no. Candy contaba con que él la ayudara a encontrar a Albert.

Qué irónico. El amante ayudando a encontrar al marido.

Ahora sí amante, con todos los derechos. Albert había abandonado a su esposa. Susana se había largado también. Y esa misma noche, cuando los chicos se hubieron dormido, Candy y Terry, sin ponerse previamente de acuerdo, se reunieron en la habitación de ella para pasar la noche.

-¿Crees que se fugaron juntos? - preguntó ella, preocupada.

-Quizás; pero no pensemos en eso, Candy. Esta noche no.

Ella se mordió los labios.

-¿Qué pasa? - preguntó él – Estás muy callada. Habitualmente hablas como un loro.

Ella le pegó un codazo.

-Estoy preocupada, Terry. Si Susana se fue a Nueva York y era tan cercana a Albert, no sé... quizás estén juntos. ¿Cómo lograré que él vuelva conmigo y con las niñas? ¿Tengo derecho a pedírselo? ¿Y si él es feliz con ella?

-¿Tú eras feliz con él? - quiso saber él, acariciándole un hombro.

-Sabes la respuesta, Terry. Pero lo correcto es que él y yo estemos juntos, como familia. Las niñas dependen de nosotros. Y tú deberías ir a buscar a tu esposa y recuperarla.

-Pero... nosotros...

-No debe haber un nosotros – murmuró ella, apegándose más a él.

Él no dijo nada. Sabía que ella tenía razón. Así que lo correcto era ir en busca de su esposa y tratar de fingir que nada mágico había pasado en su vida. Como lo había hecho todo el tiempo.

Pero algo le decía que lo realmente correcto era esto, dormir al lado de Candy, respirar su perfume, oírla reír y llorar, vivir junto a ella como una familia.

Ojalá que el destino lo dejara para siempre brazos de Candy.

Ya incluso uno los gemelos le habían dicho "mamá" un par de veces, sin querer, por supuesto.

Y las hijas de Candy insistían en que él fuese el que las arropara en la noche, junto con su mamá.

Seguramente los chicos aceptarían de buen grado que ellos formaran una nueva familia.

Se lo comentó a Candy, y ella respondió que lo correcto era lo correcto y no podía permitir que su inválida esposa anduviera sola y desamparada por ahí.

Así que a la mañana siguiente Candy le dio a Terry un beso en la nariz y lo fue a dejar al aeropuerto para que buscara a su desaparecida esposa.

-Yo me quedaré con los niños, no te preocupes por mí – le dijo Candy, sonriente – Albert debe estar bien, y si surge cualquier problema podemos hablar por teléfono.

Y precisamente surgió un problema, pero Candy no quiso llamar a Terry, pues era un problema que ella podía manejar.

Llegó la factura de un hotel en Malibú a nombre de Albert. Varios días que supuestamente Susana y Albert estaban "en locación", realmente la habían pasado en el hotel.

Dejó a los cuatro chicos con sus niñeras y partió al hotel a averiguar más. Los encargados recordaban perfectamente a la hermosa dama inválida y el elegante señor rubio. Sí, usaban una sola habitación. Paseaban mucho por la playa y sólo comían ensaladas.

Candy agradeció las informaciones y dejó el hotel realmente furiosa. Sí, Bertie y Susy andaban en lo mismo que ella y Terry, pero al parecer sin tantos remordimientos de conciencia.

¿Cómo pudo? ¿Cómo pudo? Se decía ella una y otra vez, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que no tenía derecho a reclamarle nada. Después de todo, si Bertie fue amante de Susy, ella lo había sido de Terry.

Pero seguía molesta. Aunque pudo disimular delante de los chicos, y cuando Terry la llamó no quiso decirle nada. No había encontrado a Susana, a pesar de buscarla en todos los lugares que ellos frecuentaban en Nueva York. Parecía haber desaparecido. Prometió volver en una semana, la encontrara o no.

Candy ahora estaba segura de que Bertie y Susy se habían fugado juntos. Se sentía extrañamente aliviada, pero su orgullo estaba muy dañado. ¿Cómo no pudo percatarse de que esos dos se estaban enamorando?

Claro. Porque me la pasaba pensando en un esposo ajeno. Y no supe cuidar el mío. ¿Qué dirán mis hijas? ¿Y los gemelos de Terry?

Mientras pensaba en eso, sonó el teléfono.

-¿Candy? ¿Cómo están las niñas?

Vaya. Bertie llama. ¿Habrá llegado Susy a reunirse con él?

-Bien – contestó con voz seca.

-¿Pasa algo, querida?

-No me llames así – pidió ella, tratando de serenarse – Bertie, hace unos días llegó la factura del hotel que usaste tantas veces con Susy. Quería que supieras que ya lo pagué, no te preocupes.

Albert guardó silencio. Pensó que Susy tenía razón. Deberían haberle dicho la verdad a Candy y a Terry desde un principio.

-No es lo que parece, Candy...

-Dime dónde estás. Iré a buscarte. O más bien, Terry irá a buscarte. Yo me quedaré cuidando a nuestras hijas y a los hijos que Susy abandonó. Porque supongo que Susy está contigo, ¿verdad?

-Candy, no empieces así, estás entendiendo todo mal.

-¡Entonces ven a explicármelo en persona! Pensar que me sentía mal por... por... bueno, no importa. ¿Cómo pudiste, Albert?

-Por favor, déjame explicarte...

-Ya sé lo que dirás. Que el amor es ciego, que no elige a quien lanza su flecha, te enamoraste... pero ven a decírmelo a la cara, Albert. Y explícales a las chicas que papá tendrá una nueva esposa.

-No puedo ir, Candy.

-Porque Susy no te deja, supongo.

-No he hablado con la hermana Susana desde que llegué a Molokai a trabajar con los leprosos después de que fue aceptada mi petición de ser misionero, Candy.

Candy, impactada, no supo qué responder.

-Candy, sé que debí confiar en ti, pero desde hace mucho tiempo que no me sentía completo con esta vida...

Y entonces le contó todo: en una convención religiosa encontró por casualidad a Susana. Fue ahí que la invitó a cenar, sólo para charlar de espiritualidad. Desde hace un tiempo que ser el empresario cristiano y caritativo ya no le llenaba la vida.

Susana le habló de un retiro que se llevaría a cabo cerca de San Francisco. Querían ir, pero no deseaban alejarse de sus parejas, y fue entonces que se les ocurrió la idea de inventar que querían hacer una película.

En el retiro tuvieron que usar la misma habitación porque estaba demasiado lleno, pero Albert durmió en el suelo, aunque Susana le aseguró que no le molestaba compartir la cama con él.

Fue en el primer retiro que tuvo una visión que lo hizo llegar al éxtasis espiritual: debía abandonar su vida de empresario y dedicarse a ser misionero en Molokai con los leprosos.

Susana tuvo una visión diferente: por su condición de inválida debía convertirse en monja contemplativa. Había encontrado un monasterio en Nueva York.

-Candy... realmente creí que te amaba, pero mi vocación fue más fuerte. No hubiera servido de nada que me negara a ella y me quedara contigo y las chicas porque las hubiera hecho infelices. Y en verdad, si reflexionas, jamás fuimos una familia totalmente feliz...

Candy sabía a lo que se refería: el cariño estaba, sí, pero no era el amor que debía unir a una familia. Ambos trabajaban todo el día, no se echaban de menos, dejaban las muestras de afecto para la privacidad del dormitorio y casi siempre estaban demasiado cansados... las niñas siempre pasaban el tiempo con su niñera o en el colegio. Pero como Candy y Albert venían de hogares poco comunes, no echaban de menos nada, no consideraban que fuese necesario amor de pareja verdadero en el matrimonio. Les bastaba con el afecto que se tenían, pero Candy nunca se había dado cuenta de la diferencia, porque recién ahora tenía a Terry para comparar.

La vida matrimonial de Terry seguramente fue muy parecida a la mía, pensó.

-Perdóname, Albert. Lamento haberte juzgado, y haber creído que...

-No te preocupes, Candy. Yo hubiera hecho lo mismo en tu lugar.

Pero él no lo hizo, pensó Candy, ni él ni ella desconfiaron de Terry y de mí, aunque ellos sí tenían razones.

-A propósito... - continuó diciendo Albert – Quizás lo que te diga te parecerá una locura, pero creo que si Terry y tú dejan de comportarse como adolescentes y se tratan bien de vez en cuando, podrían tener algo... no digo que sean pareja, pues parece que se odian, pero al menos podrían ser amigos...

Candy aguantó estoicamente las ganas de llorar; estuvo a punto de confesarle todo, pero después pensó que no valía la pena. Sería terrible para Albert enterarse de la traición de su mujer y su amigo, lo desmoronaría, y la única beneficiada sería ella que podría limpiar su conciencia.

No, los remordimientos los sentiría el resto de su vida, pero no pensaba atormentar a Albert para sentirse aliviada.

Albert, con la voz mucho más alegre, le contó de su trabajo en la misión, de la construcción del hospital, de sus pacientes... se le sentía más contento que nunca en su vida. Candy lo escuchaba en silencio, llena de remordimientos. Después de un rato, Albert se despidió y prometió llamar antes de tres días. Candy, con la voz falsamente alegre, dijo que estaría esperando su llamada.

Albert cortó y Candy pensó que debería llamar a Terry para contarle dónde podía encontrar a Susana. Pero se sentía cansada, muy cansada...

Sabia que sería feliz con Terry, que formarían una familia, pero la oscura manera en que retomaron su relación siempre sería un dolor para ellos.

Quizás, algún día sus hijos les pedirían explicaciones.

Pero ahora no se preocuparía de eso. Tenía que contarle a Terry las noticias. Él necesitaba saberlo. Ya pensaría cómo decirle a las niñas lo que había pasado con su padre. Algún día estarían orgullosas de él.

Se levantó y fue al teléfono.

Epílogo

1989

Podía recordar tantas cosas...

Su misión en Molokai, que en cierta forma fue un éxito porque disminuyó la tasa de muertes aunque no bautizó a muchas personas. Sin embargo, todos lo llamaban "San Albert"; hubiera seguido todo bien de no ser porque sus superiores le aconsejaron que no fuera tan crítico con el gobierno. Entonces fue que se mudó a la India.

Allí fundó una misión y pudo conocer en directo el drama de los pobres, pero no pudo quedarse mucho tiempo, ya que sus superiores volvieron a trasladarlo. Esta vez a Alemania.

Alemania en esos momentos había sido un infierno: casi comenzaba la segunda guerra mundial y él, un sacerdote viviendo en el anonimato, trataba de sacar la mayor cantidad posible de judíos y gitanos antes de que estallara la masacre.

Las cosas no resultaron tan bien, porque lo descubrieron y si no fuera por Archie, habría muerto en un campo de concentración.

Después de eso viajó a Rusia, en contra de los deseos de sus superiores, para brindar consuelo a los perseguidos políticos.

En los años setenta volvió a sus raíces naturales: se unió a Greenpeace y donó un barco. Navegó un par de veces con ellos pero su salud no le permitió seguir.

Cada cierto tiempo viajaba a Estados Unidos para visitar a sus hijas. También fue a visitar la tumba de Susana, que había muerto poco después de entrar al convento y ahora estaba en proceso de canonización. Y fue a pasar una temporada con Candy y Terry, que vivían en una comunidad hippie de Malibú.

Siempre se asombraba de que estuvieran casados, sobre todo porque parecía que jamás se hablaban. Por lo menos en su presencia.

A veces creía que se habían casado sólo para darles un hogar a las niñas y a los gemelos, pero habían tenido juntos cuatro hijos más.

"No hablan, pero hacen otras cosas", pensaba y sonreía con ternura. Era magnífico que Candy y Terry pudieran ser tan felices como él lo era.

Y ahora, en 1989, viejo pero no cansado, estaba contemplando la caída del muro de Berlín. Sentía que este era un signo, los tiempos estaban cambiando, y esta vez, ojalá que fuera para bien.

"No me arrepiento de nada", murmuró. Sus amigos pensaron que estaba rezando. Luego sonrió débilmente e inclinó la cabeza.

FIN

Nota de la autora: Hola, chicas! Gracias por leer y por la paciencia. Me tomé unas libertades increíbles con eso de convertir a Susy y Bertie en monja y cura, ¡jamás los habrían aceptado en un seminario o en un convento! Pero igual. Licencias creativas, jejeje... De todas formas mejor que convertirlos en amantes, hubiera sido como "Marmalade boy" y nadie me hubiera perdonado por dejar a Albert con la Gusana.

Espero que les haya gustado el final, me cabeceé por mucho tiempo!

Nos vemos en otra oportunidad.