Bueno...soy un ser horrible y merezco que me golpee. El problema es que estas últimas semanas han sido un ABSOLUTO CAOS en mi vida y no tuve ni un mínimo segundo para sentarme a escribir. Afortunadamente, conseguí hacerme un espacio para poder escribir este capítulo, que es el uno de los últimos. No puedo creer que ya esté terminando "Entre la luz y la oscuridad"...nunca pensé que llegaría este día.

Disclaimer: El Legado no me pertenece.

Agradecimientos: A MarySLi y Dark-nasky. Espero que sepan perdonar y continúen leyendo...

Lean, disfruten y dejen reviews!


53

La Ciudad Negra

Ariana sujetó las riendas con fuerza. Su yegua blanca resopló y golpeó el suelo con los cascos, parada junto a los demás miembros de la caballería de los Vardenos. En la vanguardia, los elfos, liderados por Islanzadí, serían los primeros en entrar a la ciudad cuando los tres Jinetes consiguieran romper las puertas de Urû'baen.

Ella conocía muy bien esas puertas. Eran enormes, de hierro fundido, y sabía que se necesitaban al menos cinco hombres fuertes para abrirlas. Nasuada pretendía destruirlas usando la fuerza de los dragones y los eldunarís, lo que no era una idea descabellada, pero que podía llegar a tomar tiempo. Ninguno de ellos estaba al tanto de las protecciones que Galbatorix podría haber puesto en ellas.

En el cielo, se arremolinaban las nubes grises que anunciaban una tormenta. Los tres dragones volaban sobre las tropas rebeldes, con los ojos fijos en la Ciudad Negra. Ariana aferró con más fuerza las riendas entre sus manos enguantadas y respiró profundamente para intentar calmar los temblores de su cuerpo.

La cota de malla le pesaba tanto que sentía los hombros doloridos, y la armadura de cuero endurecido era demasiado incómoda para ella, que no estaba acostumbrada a usar ese tipo de cosas. Ariana siempre había luchado con ropas ligeras para poder escapar rápidamente y ocultarse entre las sombras de una ciudad, pero ésa no era una de sus misiones, sino una verdadera batalla. Sin protección, moriría, y no pretendía perder la vida en aquella guerra sin sentido.

Tenía miedo. ¿Cómo no tenerlo, sabiendo que pronto tendría que enfrentarse a toda la fuerza de Galbatorix, oculta tras las altas murallas de Urû'baen? Era lógico estar aterrada, pero también entendía que debía ser valiente, por todos y por ella. Se había jurado a sí misma que lucharía con todo lo que tenía y no pensaba darse por vencida.

A su lado, sobre un caballo pardo, había un chico, tal vez de su edad. El yelmo le cubría el rostro, pero Ariana sabía que tenía tanto miedo como ella, o quizá más. Eran niños, muchos, que nunca habían visto lo que la muerte podía hacer. Los compadecía, en cierta forma.

—Todo estará bien —murmuró, para ella misma y para todos los que quisieran escucharla.


Kavor temblaba.

Loivissa y él estaban en la dragonera, acurrucados en la cueva que la dragona había clamado para sí, en completo silencio. Tenía más miedo del que había tenido nunca en su vida, porque sabía que allí se decidiría todo, que ése era el final de la guerra, para bien o para mal.

Galbatorix le había dado órdenes de luchar contra los Jinetes, pero Kavor no quería. Él quería ayudar a los Vardenos a ganar, pero todavía no sabía cómo hacerlo, porque el rey tenía su nombre real. ¿Qué tenía que hacer? No podía desobedecer…era tan esclavo como Shruikan, estaba atado con cadenas al él, sin posibilidades de escapar.

La única solución era matarlo, pero él no podía hacerlo. Tal vez sería capaz de dejarse vencer por Murtagh o alguno de los otros, y así poder ayudar.

Ya veremos qué haremos, pequeño —le dijo Loivissa suavemente—. Si Murtagh nos vence, entonces seremos libres.

Seguramente lo hará —respondió Kavor esperanzado—. Es más fuerte que nosotros, ¿no? Y sabe más sobre magia, así que nos ganará y nosotros no tendremos que pelear.

Loivissa se quedó en silencio por unos instantes.

¿Y si intenta matarnos?

Kavor no había pensado en eso, realmente. No creía que Murtagh trataría de asesinarlos…él mismo había desafiado a Eragon para evitar que éste le asestara el golpe mortal en Dras-Leona. El Jinete Rojo estaba dispuesto a arriesgarse para salvarlos, a él y a Loivissa, y no los mataría. No podía matarlos.

No lo hará —contestó—. Se arriesgó para salvarnos en Dras-Leona, Loivissa.

Quizás los Vardenos lo cambiaron —discutió ella—. Tal vez ahora quiere vernos muertos.

Murtagh no es así —Kavor se negó a aceptarlo—. Él no nos traicionará, confía en mí.

En ti, sí. Pero no confío en él.

Kavor no respondió, porque el fuerte sonido de un cuerno lo interrumpió. Era el llamado a la guerra, la señal de que todas las tropas debían prepararse.

Se puso de pie e hizo una mueca al sentir el peso de la cota de malla y la armadura en su cuerpo pequeño. Era todo demasiado pesado, y la espada Deloi era muy larga para sus brazos. No sabía cuánto más podría aguantar la tortura de tener que soportar aquellas cosas.

Loivissa no llevaba armadura. Los herreros no habían tenido tiempo de hacerle una y ella estaba segura de que las flechas de los Vardenos no la alcanzarían. Sus escamas pardas brillaban con la poca luz que entraba por el techo abierto de la dragonera, desprendiendo destellos que casi conseguían cegar a Kavor.

En un rincón oscuro, Shruikan alzó la cabeza y olisqueó el aire. El gran dragón negro gruñó suavemente y se levantó, apoyándose en las cuatro poderosas patas. Sus ojos oscuros encontraron a Kavor y a Loivissa e hicieron que el corazón del chico diera un vuelco. Siempre le había tenido un poco de miedo a aquella enorme bestia de color azabache, casi tres veces más grande que su dragona.

Sintió una presión en su mente y supo que era Shruikan. Luego de dudar un momento, lo dejó entrar.

Buena suerte, muchacho —oyó la voz del dragón, profunda y masculina—. La necesitarás.

¿Lucharás tú también, Shruikan? —preguntó Kavor tímidamente.

Él dio un paso hacia el chico.

Galbatorix quiere terminar con esto de una vez por todas. Piensa participar en la batalla y derrotar a Eragon y a Murtagh con sus propias manos.

Kavor volvió a temblar.


¡Ahora!

Murtagh apretó los dientes y concentró toda su fuerza en las enormes puertas de la ciudad, murmurando un hechizo. Eragon, montando en Saphira, tenía los puños contraídos y una gota de sudor le caía por la frente. El elfo, Blödhgarm, fijaba los ojos en la entrada, moviendo los labios, pronunciando las palabras en el idioma antiguo necesarias para destruirla.

Te prestaremos nuestra fuerza —dijo Lenora en su mente.

No es una tarea fácil —añadió Eridor.

Murtagh les estaría eternamente agradecido, porque sin ellos las puertas no habrían cedido tan rápidamente. Primero, temblaron con suavidad, luego con violencia, hasta que se salieron de los goznes que las sujetaban y cayeron sobre los desafortunados soldados del Imperio que se encontraban demasiado cerca de ellas.

Luego, se desató el caos.

Nunca supo quién disparó la primera flecha, o quien atacó primero, pero sí oyó el potente sonido metálico cuando los dos ejércitos colisionaron con fuerza. Los casi cincuenta mil hombres de Galbatorix se apiñaban dentro de la ciudad, todos con la armadura de un brillante color rojo, la insignia del Imperio. Los Vardenos se enfrentaron a ellos y lucharon por conseguir la entrada a la ciudad.

Inmediatamente después, los tres Jinetes se lanzaron al ataque. Illian echó el cuello hacia atrás y quemó viva a una columna entera de soldados con su fuego verdoso, mientras Saphira dejaba caer grandes escombros sobre ellos.

Vamos, amigo —dijo a Espina.

Todo termina aquí —fue la respuesta del dragón.

Espina rugió con potencia y se abalanzó sobre una de las primeras filas del ejército enemigo. Los arqueros entre ellos apuntaron sus flechas a él, pero las barreras que Murtagh había puesto alrededor de los dos las detuvieron antes de que pudieran causarle daño. Como respuesta, arrojó su mortífero fuego sobre los soldados.

El Jinete escudriñó el cielo oscuro en busca de señales de otro, pero no encontró nada. Parecía que Kavor no se había unido a la batalla todavía.

Poco después, se desató una tormenta. La lluvia cayó con fuerza sobre los ejércitos, empapando el terreno hasta convertirlo en un barro espeso y oscuro y apagando los fuegos de las flechas encendidas que disparaba el Imperio. Los dragones continuaban atacando las filas enemigas con sus llamaradas, dientes y garras. Saphira tenía atrapado a un hombre entre las mandíbulas, e Illian había desgarrado a diez soldados con sus patas.

Espina y Murtagh arrasaban el ejército del Imperio. El fuego del dragón los quemaba vivos y sus garras y dientes los destrozaban cuando trataban de escapar. Pero había algo que le llamaba la atención al joven Jinete…todo era demasiado fácil, casi no habían encontrado resistencia, ni siquiera con las enormes puertas de la ciudad. Era casi como si Galbatorix quisiera que estuvieran cerca.

Algo me huele mal, Espina —dijo a su compañero—. No entiendo cómo hemos podido pasar tan fácilmente; Galbatorix debe estar tramando algo.

El rey es muy astuto —respondió él—. Debe tener varios trucos preparados para nosotros. Tenemos que andar con cuidado.

Avisaré a Eragon y Blödhgarm.

Con cuidado, extendió su mente y tocó la de su hermano, quien le permitió acceso casi inmediatamente.

¿Qué pasa, Murtagh? —sintió la preocupación de Eragon.

Mantengan los ojos abiertos —advirtió—. Galbatorix debe tener algo planeado, así que tengan cuidado. Todo ha sido demasiado fácil hasta ahora, por lo que estará esperando el momento justo para soltar su ataque sorpresa.

Los tres dragones se lanzaron hacia las filas enemigas, rugiendo con fuerza, con sus Jinetes a las espaldas, los tres con las espadas desenvainadas.


Naí atravesó el estómago del soldado del Imperio con su espada, manchándose las manos blancas de sangre. Vio la luz escapándose de sus ojos mientras moría, y pateó el cadáver a un costado para ocuparse del siguiente.

Los elfos avanzaban, implacables, contra las filas de Galbatorix, comandados por Islanzadí. Naí luchaba junto a varios de sus hermanos y amigos de Ellésmera, atacando con una ferocidad que ninguno de aquellos humanos podía igualar. Sus espadas danzaban bajo la lluvia, manchadas de sangre y de la suciedad de la guerra. Tenía las botas empapadas y completamente cubiertas de un barro negro y espeso, y las ropas tan mojadas que comenzaban a pesarle.

La elfa dio una patada en la cabeza a un hombre caído y continuó su avance. Sobre ellos, los tres Jinetes volaban y se lanzaban en picada sobre los soldados, echando fuego por las fauces.

Encontró un hechicero, vestido con una túnica púrpura. Era un hombre anciano, de cabello blanco, con los ojos inyectados en sangre. Naí lo observó atentamente por unos segundos y murmuró una de las doce palabras de muerte. El mago cayó al suelo, sin vida, como una marioneta con los hilos cortados.

— ¡Avancen! —oyó la potente voz de la reina, que encabezaba el ejército.

A su lado estaba Liotta, el primo del Jinete Blödhgarm, con el pelaje teñido de color rojo. La miró con sus grandes ojos amarillos y mordió el cuello del soldado que tenía delante, destrozándolo con sus colmillos afilados. Laufin y Yaela, dos de los hechiceros que protegían a Eragon Asesino de Sombra, luchaban cerca, espalda con espalda, contra dos hombres corpulentos del ejército enemigo.

Naí le cercenó la cabeza a uno de esos repugnantes engendros que no sentían dolor e hizo una mueca de asco al ver que moría con una pequeña sonrisa en el rostro. Eran abominaciones, de las peores creaciones del rey Galbatorix, que no merecían vivir. Siguió avanzando con los demás elfos, atacando a los soldados con ferocidad.

Nasuada y la caballería de los Vardenos pasó junto a ellos, todos con las espadas desenvainadas, y con ella a la cabeza.

— ¡A mí! —gritaba—. ¡A mí!

El rey Orrin y sus caballeros la siguieron, adentrándose en la ciudad por una de las calles principales.

El suelo estaba cubierto de cadáveres y el aire olía a muerte y a destrucción. Era el olor de la guerra. Naí clavó su espada en el pecho de un soldado y se giró para atacar al siguiente, cuando oyó un grito.

Una de las elfas hechiceras había caído. Frente a su cadáver, estaba de pie un hombre alto, vestido de pies a cabeza con una túnica de color rojo sangre. Llevaba una espada envainada colgando del cinturón, y sus cabellos negros y finos se agitaban con el viento. Miraba a la elfa muerta, pero cuando levantó la cabeza, todos pudieron ver sus fríos ojos verdes.

—Craltos —murmuró Liotta. Naí lo miró. —. Es la Serpiente Roja de Galbatorix, su hechicero supremo.

Ella lo analizó con la mirada. No parecía un hombre poderoso, no más que cualquiera de los mediocres magos de los Vardenos por lo menos. Frunció el ceño.

Un elfo lo enfrentó y batallaron en silencio por varios minutos, hasta que el hechicero rojo venció y asesinó a su hermano. Naí estaba horrorizada. ¿Cómo podía ese humano ser tan poderoso? No era posible…

La reina Islanzadí dio un paso al frente para enfrentarse a Craltos, con la decisión brillando en sus ojos oscuros.


Pateó la cabeza del soldado que tenía enfrente y le clavó su espada en el cuello, soltando un aullido. El hombre cayó al suelo, muerto, y Ariana asesinó al siguiente con la misma velocidad.

Parecía inútil matarlos. Siempre aparecía otro a ocupar el sitio del muerto, como si fueran infinitos. Sabía que eran casi cincuenta mil fuerzas, pero aún así era increíblemente frustrante, y a ella ya le dolían los brazos.

La caballería de los Vardenos había avanzando dentro de la ciudad, tomando la calle principal de Urû'baen, por entre las filas de los soldados enemigos. Liderados por Nasuada, galopaban hacia la plaza central, seguidos por los caballeros del rey Orrin, lanzando ataques a diestra y siniestra.

Ariana levantó la cabeza para observar a los tres dragones que volaban sobre ellos, echando enormes llamaradas de fuego por la boca. La lluvia le empapaba el rostro y el cabello, haciendo que se le pegara a la cara y le impidiera ver. Se maldijo por haber olvidado de ponerse un casco.

De repente, su yegua blanca soltó un fuerte relincho de dolor y cayó de costado, arrojándola de la silla hacia el suelo de la ciudad. Ariana golpeó con fuerza las piedras y quedó tendida, demasiado conmocionada para moverse. Abrió los ojos y pestañeó para aclararse la vista y trató de ponerse de pie, haciendo muecas por las punzadas en el brazo izquierdo, y se tambaleó hasta llegar a su montura. Estaba muerta de una flecha en el pecho. La chica le apoyó una mano en el pelaje blanco y murmuró un simple "gracias".

Miró alrededor y se percató de que un solado se dirigía a ella con un hacha en la mano. Violentamente, trató de rebanarle la cabeza, pero era más rápida y esquivó el golpe, para luego apuñalarlo por la espalda y echar a correr en la dirección opuesta, apartando con su espada a los enemigos que se le ponían delante.

Un fuerte tirón de su cabello la hizo caer de espaldas y golpearse la cabeza contra el frío y empapado suelo de piedra. Gritó de dolor y se le nubló la vista, por más que ella luchó para aclarársela. Creyó ver una figura parada enfrente, con una espada en la mano, lista para dar el golpe final, pero otra forma la empujó y la alejó de Ariana.

Se puso de pie trabajosamente y miró a su salvador. Era muchacho de ojos oscuros y cabello rubio, más alto que ella.

—Gracias —dijo, haciendo una mueca de dolor.

El chico asintió con la cabeza y desapareció entre la multitud de soldados que luchaban entre sí.

Ariana echó a correr hacia las puertas, mirando al cielo de vez en cuando para ver si Murtagh seguía vivo. Espina rugió en ese mismo instante y ella sonrió. Pero entonces un fuerte dolor en su pierna derecha la hizo detenerse y gritar.

Tenía una flecha clavada en el muslo, y el arquero se encontraba a pocos pasos. Ariana palideció al verla allí, vestida completamente de negro, con los ojos brillantes y un arco grande y elegante en la mano. Mylnïa sonrió con falsa dulzura y se acercó a su hija, que luchaba por mantenerse en pie a pesar del dolor.

—No pensé que te vería aquí —dijo al detenerse frente a ella.

Ariana apretó la empuñadura de su espada con la mano e intentó clavársela en el estómago, pero la media elfa fue más rápida y la desarmó sin problemas.

—Por favor, Ariana —siguió su madre—, no hagas las cosas más difíciles. Quédate quieta y todo será más rápido, ¿sí?

Pero ella se lanzó a un costado e intentó correr hacia donde estaba su espada. No pudo dar más de tres pasos y cayó al suelo; usando sus manos, comenzó a arrastrarse, tratando de huir de Mylnïa.

El corazón se le paralizó de horror en cuanto sintió una bota estrellándose contra su espalda.


— ¡No!

Todos los elfos gritaron al unísono cuando la reina Islanzadí, la soberana de Du Weldenvarden, cayó al suelo, muerta, con la sangre empapando su cabello azabache.

Naí sintió las lágrimas derramándose por sus mejillas y el odio acumulándose en su interior. Liotta clavó sus ojos amarillos en Craltos y gruñó, mostrando sus afilados dientes, mientras que los demás elfos se lanzaban, enloquecidos de ira y dolor, contra la Serpiente Roja.

— ¡No pueden vencerme! —exclamaba el hechicero—. ¡Soy más poderoso que ustedes!

Wyrden, Laufin y Yaela unieron fuerzas para derrotarlo. Naí los observó desde donde estaba, rogando que consiguieran matarlo, pero el hechicero pudo escapar del ataque de los elfos. Muchos otros lo intentaron, y aún así él logró huir.

Liotta y Naí, enfurecidos más allá de la razón, lo siguieron y acorralaron contra una de las murallas de la ciudad.

— ¡Maldito seas! —gritaban, con las voces cargadas de odio.

Ese ser asqueroso había matado a su reina, a Islanzadí, y no se iría sin pagar aquél terrible crimen. Tenía que morir, aunque ellos mismos perecieran en el intento.

Naí atacó su mente con toda la potencia de la que era capaz, y Liotta sumó sus fuerzas. Y a él, inesperadamente, se unieron otros elfos. Ella reconoció a Nuala y a Vanir, ambos de Ellésmera, pero había muchos que también aportaban su energía para luchar contra Craltos.

El hechicero se resistía, haciendo muecas de dolor y apretando los puños. Ella se maravilló de la fuerza que tenía, que era demasiada para ser un simple humano. Allí había intervenido Galbatorix con su magia negra, de eso estaba segura. Percibió un atisbo de un recuero de la Serpiente, un niño frente a una casa en llamas, pero Craltos los expulsó inmediatamente de allí.

Estaban cerca de conseguirlo…hasta que el fuerte rugido de un dragón consiguió desconcentrar a los elfos y, cuando dirigieron la mirada hacia donde el hechicero estaba acorralado, éste había desaparecido.


Illian rugió y echó fuego por la boca de nuevo.

Están empezando a dolerme las alas, Blödhgarm —se quejó.

Tranquilo, Illian. Todo terminará, ten paciencia —respondió el elfo, palmeándole el cuello a su compañero.

Saphira y Espina atacaban a los soldados con sus poderosas garras, mientras que Illian les rociaba fuego desde las alturas. Blödhgarm no quería que se acercara mucho a los enemigos por temor a que le sucediera algo; era un dragón joven que no había crecido naturalmente y, en consecuencia, tenía mucha menos experiencia que los otros dos.

Illian batió las alas y se elevó, girando la cabeza en dirección al castillo negro, que se veía a la distancia. Olisqueó el aire y rugió.

¡Dragones! —exclamó.

Blödhgarm miró a Eragon Asesino de Sombra y a Murtagh y gritó:

— ¡Se acercan otros dragones!

Saphira gruñó y voló hasta quedar junto a Illian, agitando sus poderosas alas azules. Espina, luego de intercambiar una mirada con Murtagh, se les acercó, mostrando los dientes.

—Tiene que ser Kavor —dijo el Jinete Rojo—. Pero no debemos matarlo, no cuando somos tan pocos Jinetes vivos.

—Es sólo un muchacho —siguió Eragon—. No lo mataremos, Murtagh, te lo prometo. Pero sí tenemos que eliminar a Galbatorix lo antes posible.

Illian resopló.

Propongo que nos adentremos en el castillo —dijo, entusiasmado—. ¿Qué puede hacernos el rey?

Espina y Saphira lo callaron de un pequeño rugido.

¡Calla, polluelo! —exclamó ella—. ¡No entiendes cómo funcionan las guerras todavía!

No podemos entrar al castillo nosotros solos —añadió Espina—. Galbatorix debe haber puesto todo tipo de defensas, por eso debemos forzarlo a salir y enfrentarse a nosotros aquí.

Blödhgarm sintió la ligera vergüenza de Illian y sonrió. Era muy joven todavía, ni siquiera había cumplido tres meses de vida y ya debía comportarse como un adulto.

No te preocupes, Illian —lo tranquilizó el elfo—. Todo está bien.

Saphira, entonces, soltó un fuerte rugido de advertencia.

Loivissa, la dragona parda de Kavor, volaba hacia ellos a toda velocidad, con las mandíbulas abiertas, lista para echar fuego. Los tres Jinetes se separaron para esquivar las llamas parduscas y Espina le enseñó los dientes. Sobre su espalda estaba el chico humano, Kavor, que lucía muy pequeño en esa armadura diseñada para adultos. El yelmo le quedaba demasiado grande y la espada color tierra que cargaba lucía muy larga para sus brazos delgados.

Murtagh tenía la mirada fija en su aprendiz. El niño lo miró con sus ojos azules y esbozó la más pequeña de las sonrisas. El Jinete Rojo frunció el ceño, extrañado.

Blödhgarm, aferró con más fuerza su espada y se preparó para la batalla. Todos permanecieron en silencio, inmóviles, sin atreverse a hablar o desplazarse por temor a desatar una lucha sangrienta. Ni siquiera Loivissa, quien pasaba sus ojos marrones de un dragón al otro, se movió.

Pero un rugido que no pertenecía a ninguno de los presentes los sobresaltó y aterró.

El elfo lobo dirigió su mirada al frente, más allá de Kavor y Loivissa, y sintió que su corazón se encogía de temor al ver al enorme, gigantesco, dragón negro volando hacia ellos. Shruikan.

Shruikan —dijo Illian, atemorizado.

Sobre la silla, blandiendo una espada negra como la noche, y luciendo una armadura de hierro brillante, estaba el rey Galbatorix.