7. ENVIDIA

Lanzando una maldición por lo bajo, esperó con las manos congeladas y escondidas en los bolsillos de su caro abrigo a que el dichoso aparato muggle se pusiera en marcha. Cruza solo cuando el muñequito se mueva en verde, le había dicho ella. Y allí estaba él, Draco Malfoy, esperando a que un dichoso muñequito cambiase de color. Regent Street estaba a tope a aquellas horas, pero tras cruzar la calle atestada de tráfico, le fue más sencillo distinguir su camino, St. James Park estaba justo frente a él.

Calculó brevemente las probabilidades que tenía de salir bien parado si se aparecía en algún punto de Buckingham Gate, pero no conocía bien el lugar y las probabilidades de que alguien le viese o ella se entera parecían altas. Además, había salido de casa con tiempo suficiente como para cruzar el canal de la Mancha a nado. Los finos zapatos de cuero italiano apenas hacían ruido al pisotear la hierba perfectamente cuidada del parque. Entre otras cosas que le asombraban, Draco no dejaba de fascinarse con la capacidad de los muggles para hacer cosas tan agradables sin la ayuda de la magia. Sin duda alguna, algún mago perturbado había colaborado de su creación.

Sumido en pensamientos menos puros que ese, continuó caminando a buen paso, tratando de mantener el calor. Recordaba cada detalle del bar al que se dirigía como si el mismo lo hubiese creado. Las paredes forradas en preciosa madera de nogal, el suelo pulido, las mesas gastadas con sus sillas a juego y esos enormes maceteros llenos de flores. El vaho que escapaba entre sus labios le hacía anhelar el humo de un buen fuego y sin poder resistirlo más, desapareció con un vulgar chasquido tras un roble centenario.

Con pereza, abrió la puerta sin cerrar del baño y se encontró a dos mujeres esperando que le miraban con los ojos como platos. Increíblemente, había vuelto a aparecerse en el baño de mujeres. Que lamentable. Salió del estrecho pasillo mirando al frente mientras un escalofrío de repugnancia le recorría la columna. En días como ese, al salir de casa pensaba que soportar toda la sangre impura del mundo no era nada en comparación con sentir su cálida piel bajo sus dedos una vez más. Por supuesto, sus deseos se desvanecían en la nada cuando sentía esos cuerpos pegajosos y malolientes rozarle mientras avanzaban sin ninguna educación avasallándole sin piedad.

Una de las mesas en las que solía sentarse estaba vacía, aunque aún quedaban en ella un par de jarras de cerveza vacías y migas esparcidas. Limpió una de las sillas con su pañuelo de seda y tomó asiento, esperando que una de las camareras vestidas de época acudiese a limpiar ese desastre y a ponerle en sus manos congeladas una de esas deliciosas tazas de chocolate que jamás admitiría ante nadie adorar sobre todas las cosas.

La olió antes que verla. Su aroma envuelto en una ráfaga de aire helado y cerró los ojos un instante para saborear su aroma antes de abrirlos para encontrarla justo frente a él. Ya no era esa niña a la que adoraba avasallar, disfrutando como la rabia la consumía con su presencia. Llevaba una bufanda gris cubriéndole el rostro y un fino libro de Edgar Allan Poe sujeto entre sus manos enfundadas en gruesos guantes de lana.

Aún tras todos esos años e innumerables lecturas a petición de ella, no lograba entender que encanto lograba encontrarle a esos libros muggles con ridículas historias que poco o nada tenían que ver con la magia real y que sin duda alguna, solían padecer una vergonzosa falta de imaginación.

Perdido en sus pensamientos, sintió sus labios rozarle la mejilla y una ola de calor se expandió, calentando su rostro hasta ahora helado como no era posible que lo hiciese nada más.

- ¿Acabas de llegar? – le preguntó tomando asiento a su lado y arrugando el ceño ante la suciedad de la mesa.

- Hace unos minutos – sonrió sin poder evitarlo – la que aún no ha hecho acto de presencia es esa guapa camarera que se empeña en ignorarme cada vez que aparezco por aquí

- Te he dicho mil veces… - empezó ella, pero lo dejó al ver su abierta sonrisa – Es igual.

Se levantó bruscamente dejando sobre la silla su abrigo y se dirigió a la barra donde tras una breve discusión, logró volver con dos enormes tazas de chocolate hirviente, las dejó sobre la mesa y tras ello, apartó a un lado el abrigo sobre el que dejó su bolso, guantes y bufanda y se sentó a su lado, dejando que sus piernas se rozasen en abierta insinuación.

- No te esperaba tan temprano – le confesó Draco, sujetándose las manos indeciso, sabiendo que no debía tocarla.

- He cogido el día libre – dijo ella agachando la mirada – mañana Rose empieza el colegio y tenía que preparar aún tantas cosas…

Draco asintió distraído. Scorpius también empezaría Hogwarts al día siguiente, claro que sus cosas ya se habría encargado de prepararlas alguno de sus elfos domésticos. Sin poder evitarlo, cogió su pequeña mano entre las suyas y la estrechó con fuerza.

- Dijiste que nos veríamos hace dos semanas – gruñó enfadado. Hermione siempre lograba ponerlo nervioso.

- Ya te dije que no he podido – cuchicheó liberándose de su agarre y dando un pequeño sorbo a su chocolate – Tengo una vida.

- Siempre dices lo mismo Granger – le escupió Draco – una vida que ni tu deseas, ¿y qué haces? ¡Empeñarte en disfrutarla!

- Shhh – dijo ella en voz baja – Estás haciendo que todo el mundo nos mire estúpido.

- ¿Acaso alguien de este lugar infecto conoce a tu querido Ron? ¿O es solo miedo a que escandalice a tus amados muggles? – furioso, Draco metió la mano en el bolsillo sujetando la varita.

Hermione sujetó su brazo con fuerza y le miró asustada.

- Vámonos si quieres, pero por favor – le pidió con esa mirada de cordero degollado a la que no podía resistirse – Por favor no la tomes con ellos. No tienen la culpa

- ¿Y dónde demonios quieres ir Granger? ¿A un lugar oscuro donde seguir jugando conmigo? Eso se ha terminado – se deshizo de su agarre para sujetar la taza y beberse su contenido a grandes sorbos, agradeciendo el dolor que le provocaba que le quemase la garganta.

Se mantuvieron unos minutos en silencio, acabando cada uno con su bebida y sumidos en sus pensamientos. Habían pasado diecinueve años desde aquella maldita batalla en el colegio. Noche en que ella, sin palabras, le había demostrado que le importaba solamente para despreciarle una y otra vez después de eso. Condenándole a ser el amante agraviado e ignorado.

Aún recordaba como si hubiese pasado tan solo minutos atrás como le había besado con fuerza antes de decirle que se casaba con otro. Solo entonces, después de meses de alcohol y de ignorar su paradero, había accedido a los deseos de su padre de desposar a la mujer que le habían elegido cuando nació, como forma de restaurar a cualquier precio la dignidad de su familia. Cómo había sido incapaz de mirar a su preciosa mujer a la cara porque siempre se transformaba en los rasgos cálidos y amados de Hermione Granger. Cómo, el día que nació su hijo no había sido capaz de alegrarse, sabiendo que solo en unas semanas ella tendría otro y el no iba a ser el padre.

Toda una vida de amargura, rencor… Toda una vida de envidia, maldita envidia que le había desgarrado las entrañas. Furioso con su propia debilidad para con ella se puso en pie. Dispuesto a desaparecer de su vida para siempre. A comenzar a comportarse como lo que era, un Malfoy.

- Espera Draco – pidió ella y sintió que se paralizaba, durante veinte años, jamás había podido negarle absolutamente nada – Tenemos que hablar.

- Soy todo oídos Granger – admitió con sorna – todo oídos.

Hermione se puso en pie y se enfundó en el grueso abrigo embutiendo el resto de sus cosas en el enorme bolso que ya colgaba de su brazo. Entrelazó sus dedos con los de él y se dirigieron juntos al baño de mujeres.

Una chispa de lucidez iluminó el rostro de Draco. Jamás había entrado en el baño de hombres de aquel lugar, pensó, por eso le resultaba tan sencillo aparecer siempre en el de mujeres. Una risita escapó de sus labios cuando se dio cuenta de ello pero Hermione no se dio cuenta de nada. Pronto, Draco no pudo concentrarse en otra cosa que en el calor que la mano de ella irradiaba en la suya. Sintió el conocido tirón en sus tripas y luego la suavidad de las alfombras Aubusson que decoraban todo su piso en Londres, ese piso franco que solo él y ella conocían. Cuya existencia ocultaba incluso a sus mejores amigos.

Hermione soltó su mano y se alejó unos pasos de él, temerosa de lo que podría sucederle ahora que no tenían a nadie más a su alrededor. Había sido testigo de la furia de Draco en más de una ocasión y no era algo que le gustase contemplar. Pero el rubio, solo se dejó caer en uno de los sillones de cuero, enterrando sus frías y angulosas manos en el perfecto pelo platino que adornaba su cabeza. Se había convertido en la viva imagen de la desesperación.

Hermione dio un paso hacia él pero después se detuvo. Algo en su interior le decía que había perdido el derecho de acunar la cabeza entre sus brazos, de sentir su piel siempre fría, salvo cuando estaba en contacto con la suya y de decirle tan bajito que lo amaba que él casi nunca se daba cuenta de que lo hacía. Miró el reloj, se estaba haciendo tarde y aquella cuestión tenía que quedar zanjada. Él no podía ser su marido, se lo había dicho de todas las formas que había sabido pero para él, ser su amante no era suficiente.

- Yo ya lo he decidido – confesó Draco con la voz seca, tan despectivo como en sus tiempos en Hogwarts. Un nudo se instalo en la garganta de Hermione, hacía demasiado tiempo que no le oía hablarle así – He dejado a Astoria hace un mes, ella también lo prefiere así. Vuelve a Francia mañana.

Hermione se acercó a él. Al principio con la intención de consolarlo, pero en el fondo sabía que era ella quien debía responder a esa pregunta implícita que le había hecho. ¿Se fugaría ella con él? Agobiada, se dejó caer sobre el sillón que estaba junto al de Draco, permitiendo que el cuero la absorbiese hacia sus profundidades.

Se mantuvieron en silencio unos minutos. Hermione con las piernas recogidas, encogida sobre si misma y Draco, Draco Malfoy, haciendo ruidos exasperantes una y otra vez, removiéndose en su asiento. Finalmente, no pudo más y se levantó bruscamente para poner sus enormes manos en los reposabrazos del sillón de Hermione.

- ¿Y bien? – preguntó exasperado - ¿La sabelotodo de Granger no tiene nada que decir hoy?

Hermione negó con la cabeza. Esta vez sus ojos llorosos no le sirvieron de nada a Draco. Esta vez, no pensaba ceder.

- Lo imaginaba – escupió dándose la vuelta – En realidad todos se confunden contigo, no eres la sabelotodo de Granger, sino la cobarde de Granger.

Cogió el abrigo que había colgado del sillón descuidadamente y se lo puso. Hermione levantó la vista sobresaltada cuando oyó cerrarse la puerta con brusquedad. Muy enfadado tenía que estar para salir de la habitación como un muggle.


La mañana era heladora. Hermione sirvió dos tazas de café y se sentó en uno de los taburetes de la cocina. Profundas ojeras demostraban que no había pegado ojo en toda la noche y ni siquiera había amanecido aún. Un pesado baúl ocupaba su puesto junto a la puerta de entrada y la enorme jaula que se encontraba sobre él daba a todo el conjunto un aspecto de abandono. Mordisqueó una galleta y se sacudió las migajas de la apretada falda que llevaba puesta. Ron no debería tardar en bajar. Aún tenían que preparar las últimas cosas y Hugo aún necesitaba ayuda para vestirse.

Se puso en pie con rapidez y acabó con el café que le quedaba en la taza. La habitación de su hijo pequeño tenía la puerta abierta, aún tenía miedo a la oscuridad. Pero ya estaba levantado y vestido.

- Papa dijo que era un día muy importante – le dijo a Hermione cuando ella le cogió en brazos para darle un beso – Pero yo no quiero que Rose se vaya.

- Dentro de dos años irás tu cariño – le dijo acariciándole el pelo – Y entonces, desearás haber podido ir antes. Te va a encantar.

Bajó con él en brazos a la cocina, agarrándole como si fuera el único anclaje que le quedaba en el mundo. Y así era, sin Rose en casa solo le quedaría Hugo para seguir con la farsa.


Draco ayudó a su hijo a subir en el Rolls y después a su mujer. Ambos sonreían, para los dos, había terminado una larga tortura que duraba ya veinte años. Se dieron la mano por última vez mientras el coche cogía velocidad para dejarlos en Kings Cross en menos de veinte minutos.

-Mira papa – le dijo Scorpius rozándole una mano. Su hijo, perfecto Malfoy, jamás caería en la humillación de cogerle la mano a sus padres bajo ningún motivo – Los Goyle han llegado.

Pero Draco, ignorando sus palabras cogió a su esposa del brazo y se apartaron de la multitud mientras su hijo iba a guardar la maleta al tren. Se sentía liberado, para bien o para mal, en horas comenzaría una nueva vida y la excitación estaba haciendo presa de él. Sabía que como Black, como Malfoy y como aliado de los Grengrass sería repudiado, pero el hecho de poder hacer por fin aquello que deseara sin pensar en lo que otros dijeran había comenzado a atraerle en sobremanera. No se lo habría confesado a nadie, pero ahora, la vida salvaje de su tio Sirius Black le resultaba muy apetecible en comparación a la cárcel de oro que había sufrido toda su vida.

De nuevo, el aroma a ella le infectó la nariz antes de verla siquiera. Llevaba a un crio de la mano y Weasley la sujetaba fuertemente por la cintura. La rabia creció en su interior y apretó con fuerza el brazo de su esposa.

- Será mejor que nadie sepa de nuestra separación – le informó ella entre susurros mientras acariciaba el abrigo de piel – yo me tomaré unas vacaciones y tu otras, como hemos hecho siempre. Me alegro de que al fin, hayas sido sincero.

- ¿Intentas evitar que el mundo mágico me repudie? – preguntó divertido

- En realidad, nos repudiarían a los dos – le aclaró ella – Y a mi me encanta mi forma de vida.

Draco asintió, por suerte, el tren comenzaba a echar humo. Ambos se despidieron del niño y pusieron rumbo a Malfoy Manor. Pero Draco sintió la mirada de Hermione clavada a su espalda.

No bien hicieron su entrada triunfal en la mansión, Draco le dio un beso a su esposa en la mejilla.

- Me voy a Londres – le dijo con una sonrisa que parecía feliz – Mándame un búho si necesitas algo.

Se sentía eufórico cuando apareció en su piso franco. Ni siquiera se había llevado un elfo domestico, pero no le importaba. Abrió las ventanas, deseando que desapareciera el olor a soledad y se sirvió una copa de bourbon sin sentirse culpable de tambalearse mientras iba a la cama tras su esposa. Puso una pieza de música en el tocadiscos muggle que Hermione le había regalado y se meneó de un lado a otro, aireando el lugar, sintiéndose libre y emborrachándose por ello.

Había hecho falta que ella le dijese por enésima vez que no quería nada de él, que no pensaba en él como parte de su vida para que se diese cuenta de que todo había terminado. Radiante de felicidad y absolutamente borracho se dejó caer en el sillón donde tan solo el día anterior ella había estado llorando. Reía a carcajadas cuando oyó que se abría la puerta, pero no se dio cuenta.

Entonces la vio, ante él, empapada en agua y con los ojos rojos e hinchados de llorar. Llevaba su eterno bolso gigante tan lleno que parecía a punto de reventar. Lo dejó caer al suelo mientras el agua hacía un charquito a su alrededor.

- ¿Puedo quedarme aquí? – preguntó.

He aquí la última viñeta, la envidia. El pecado capital que faltaba… Espero que os haya gustado y os agradezco haberme seguido hasta aquí, a pesar de todo. Un saludo…=*