Iügis
Cada noche, los sueños esperan a Linalí.
Se agazapan bajo la cama, afilando sus cuchillos y una vez que las defensas bajan, la apuñalan con visiones terribles.
Desde alguna parte, la campana que marca las doce en punto, taladrando sus oídos, astillando su cordura.
La sangre que brota en sus manos. De Allen, de Komui, Kanda, alguien a quien ama mucho. Y que ha muerto.
Los lamentos le nacían en la boca y el caudal de lágrimas se hacía paso por sus ojos.
Pero dentro de su desesperación, con los golpes de la hoz oscura, se cosechaban unas cuantas imágenes, demasiado frescas para ser analizadas, furtivas, lumínicas, almibaradas y felices.
Linalí sabe que tiene dos vidas: la que sucede con sus ojos abiertos y la que procede cuando los cierra.
En ese mundo de en sueños, hay personas que ya conoce, esperando a revelarse, ocultas por la sombra de los paisajes. Se da el lujo de explorar infiernos y paraísos, vuela por el cosmos, envuelta en el manto estelar, baja nuevamente con una pirueta fallida, al mar lleno de sal.
Y cuchillos helados en el verdor repleto de oscuridad. Hay niños llorando en sus recuerdos atrapados en los escombros de su ciudad natal, devastada por demonios. También los akumas hablan, con los labios y la lengua retorcidos en dolor.
En el cielo, vio a sus padres muertos, tomados de las manos, una cara contra la otra, unidos en amorosa armonía. Le gustaría saludarlos, pero desvían la mirada de su figura, como si ella los avergonzara con su mera existencia.
Han pasado años desde los comienzos, cuando adolescente, en donde los sueños se le presentaron como un horror natural y ahora son leche agria cada noche. Linalí descubrió el mecanismo de su propia psiquis, pese a que ignora cómo. Y despierta gritando, llorando, ahogada en la oscuridad, con el colgante del que pende el anillo de matrimonio (sus dedos eran tan flacos y al ser herencia de Cross Marian, ni pensaron en cambiarlo por otro) casi estrangulándole y buscando a Allen entre las mantas, que siempre está dispuesto a recibirle a dormir sobre su pecho. Aunque después ella no duerma, solo se quede mirándole respirar lo que dure esa noche, agradeciendo que aún están juntos, preguntándose cuánto durará antes de que la noche eterna reclame a uno de los dos. "Que no pase, por favor" y no sabe a quién le reza porque desde que le metieron por la fuerza en ese edificio gobernado en la cima por una cruz, dejó de creer por rabia. Pero a sí misma, al destino inevitable y aprieta el anillo con su cadena, tan fuerte contra la palma que le deja una marca rojiza, morada, por la que Allen preguntará a la mañana, preocupado solo a penas porque ha visto cosas mucho peores mancillándole la piel sin cobrarle grandes secuelas. Y Lina le dirá solo de la pesadilla, porque el horror de la pérdida posible es el modo de vivir día a día.