Todo era confuso, un borrón en su mente. De nuevo, hizo un esfuerzo por volver a recordar, retroceder en el tiempo, y poco a poco, le fueron llegando las primeras sensaciones;

Oscuridad.

Miedo.

Vacío.

Muerte.

Un aguijonazo de dolor le recorrió la parte superior de la cabeza, produciéndole una sensación de desmayo y obligándole a recostarse sobre el lavabo, al borde de las nauseas.

Abrió el grifo y dejó que el agua corriese junto a ella, a escasos milímetros de su cara, esperando a que el frescor le reconfortarse, pero fue en vano.

Juraría que aún podía escuchar la explosión junto a los gritos de Ron, desesperado por protegerla.

Los sentimientos empezaron a tomar forma y color, hasta convertirse en imágenes difuminadas provenientes de los rincones más inhóspitos de su mente; Una mansión en ruinas. Fuego por todas partes. Los aurores. La ambulancia y sus sirenas. Y después, todo negro.

Parecían diapositivas, partes de una presentación inmóvil, y, sin embargo, ahí estaban; sus recuerdos, apenas minutos antes de haber perdido el conocimiento.

Sus manos temblaban mientras luchaban por mantenerla en pie, ya que, como cada vez que intentaba hacer memoria, sintió como las piernas dejaron de sostenerla, fallando a causa de la emoción. Ni si quiera sabía como podía haber llegado al baño en aquellas condiciones. Se sentía débil, patética.

Apretó los párpados con fuerza y tomó aire profundamente, intentando recuperar la serenidad.

Calma, no pasa nada. Se dijo. Solo ha sido una pesadilla.

Solo una pesadilla. Eso se decía a sí misma, pero se trataba de una pesadilla que visualizaba cada vez que cerraba los ojos, una pesadilla que la atormentaba. Era una pesadilla real; aquello realmente había pasado, y por mucho que intentase consolarse, no cambiaría nada.

Se irguió frente al espejo y fue la mirada de una extraña, y no la suya propia, la que le devolvió el escrutinio, desafiante.

No se sorprendió; al fin y al cabo llevaba conviviendo con su nueva apariencia desde hacía meses, pero aun así le seguía pareciendo extraño. Se había sumido en un coma con 18 años, y, de repente, sin ninguna explicación médica aparente, había despertado tres años después. Esas cosas no deberían pasar, había pensado, era antinatural y muy raro.

De todas formas, debía admitir que el tiempo le había favorecido; como es lógico, había perdido todo el peso que le sobraba e incluso más, dejándole una figura estilizada de la que antes carecía. El rostro se le había afilado, sus facciones ahora eran las de una mujer más que la forma redondeada de alguien recién salido de la adolescencia, y aunque despertó estaba espantosamente pálida, con el tiempo iba recuperando el color. Su pelo, antes cortado a media melena, ahora le llegaba casi por la cintura y debido al largo ya no parecía un nido de pájaros, como antaño.

Sin embargo había cosas que odiaba desde que había despertado; sus ojos habían oscurecido notablemente y había algo que no terminaba de cuadrar en ellos, tenía la impresión de que contenían demasiado sentimiento, se había acentuado la expresividad que siempre había tenido y ahora, acorde con su inestabilidad, le daban un aspecto frenético, casi agresivo, como si fuese a saltar en cualquier momento. Eso no le gustaba. Otro de sus nuevos defectos era una enorme cicatriz abdominal, que le cruzaba el dorso en diagonal de izquierda a derecha. Parecía que la habían abierto en canal. Una de las secuelas de haber pasado por todo aquello, supuso. Aun así, no le hacía la más minima gracia.

Y ahí estaba; había despertado con la mentalidad de una chica de dieciocho años en un cuerpo de veintiuno, de algún modo su mente rechazaba el cambio, se resistía a creer que a partir de ese momento esa sería ella.

Veintiún años. Increíble, pensó. Tengo veintiún años.

El golpe del shock volvió a azotarla de nuevo, esta vez desestabilizándola psicológicamente; ¿Cuántas cosas se habría perdido? ¿Qué habría pasado mientras dormía? Tres años de su vida le habían sido arrebatados completamente, jamás podría recuperarlos.

Ahora, poco a poco, iba haciéndose a la idea de que aquella era su nueva vida, tendría que vivir con ello como pudiese. Al comienzo fue más duro asimilar y sobrellevar las noticias que habían sobrevenido al mundo en los últimos años. Se había sentido desbordada, desorientada y perdida. Sobre todo cuando aquellos aurores le dijeron lo de Ron… No pudo soportar el dolor y perdió completamente los estribos.

Siempre le faltaban las palabras para intentar plasmar lo que sintió en aquel momento, por que simplemente no las había. Jamás podría describirlo en voz alta.

Recordaba haber perdido la cabeza, el mundo dando vueltas y su magia desbordando sin ningún control, emanando de todos sus poros, como una mera extensión de su alma. Hubo un momento o en que cayó de rodillas, sujetándose la cabeza y sollozando sin control. Cuando los escoltas de las fuerzas especiales habían intentado sedarla, su magia reaccionó automáticamente contra ellos, como un mecanismo de defensa, involuntario, pues ella se había hallado en un estado de semiinconsciencia, abstrayéndose del mundo, perdiendo la noción del tiempo, espacio o el lugar. Y tampoco le había importado. Solo quería no creer lo que ya sabía.

La primera reacción de la que fue consciente después de su pérdida de razón fue de haber escapado por la ventana, huyendo de aquel sitio desconocido para ella y deslizándose sigilosamente, sin ser vista, por las oscuras aceras de un Londres nocturno, las lágrimas desbordándose de sus ojos. Lo siguiente que recordaba era haber estado frente a las ruinas de la antigua Mansión Black, simplemente contemplando su hogar, ahora destruido, una mera sombra de lo que una vez fue su vida.

En un acto de valentía, luchando por mantenerse en pie y cuerda, rebuscó entre las cenizas hasta encontrar, debajo de lo que antes había sido la alacena, una cajita que había guardado para casos de emergencia; ahorros, documentación falsa y cualquier cosa necesaria para una huida rápida. Al fin y al cabo, la guerra le había preparado para aquel tipo de situaciones, y eso era algo de lo que no se podría desprender aunque lo intentase. Una vez la desenterró se quedó allí sentada, entre los restos, pensando, hasta que las luces del amanecer aparecieron en el cielo.

Huyó. Lo reconocía. Había huido lo más lejos que pudo, y no se avergonzaba de ello. Tampoco se avergonzaba de que, una vez se habiéndose sentido a salvo, haber llorado hasta que los pulmones le ardieron y la voz se le desgarró. Aquello la había hecho más fuerte, le había convertido en lo que era ahora, y, aunque no acabase de gustarse del todo, era lo que le había tocado.

Cuando la depresión dejó de ser suficiente, nuevas preguntas que necesitaban respuesta empezaron a surgir. Se convirtieron en su obsesión; su vía de escape para evadir la tristeza y salir de la cama, aunque fuese arrastrándose.

Empezó a entrenar duro, mejorando su rapidez y agilidad, controlando perfectamente cada movimiento de su cuerpo, poco a poco recuperando sus músculos, que habían quedado atrofiados tras su convalecencia. Cada golpe era más certero que el anterior, cada hechizo más fuerte. Nunca había estado mejor en la materia de combate.

Lo único que se le resistía eran los ataques de ansiedad. Bloqueos repentinos en los que le abordaban los recuerdos y hacían que se viniera abajo a una velocidad vertiginosa. Eran incontrolables.

Hermione era consciente de que se debían al trauma psicológico, había leído algo sobre ellos en un libro de medimagia años atrás. Eso lo hacía más frustrante; sabía que aquel tipo de heridas solo podían curarse con el tiempo, paciencia y una vida estable y tranquila. Ella carecía de todas ellas, y no pensaba renunciar a sus objetivos por ello. La mayor parte del tiempo pretendía ignorarlos hasta que finalmente colapsaba, siendo éstos normalmente más fuertes que su propia terquería.

Por supuesto, eran un problema. Rara era la vez que conseguía dormir más de cuatro horas seguidas, o que en momentos cruciales de presión no atacasen con más saña. Es más, le sorprendía que con semejante impedimento hubiera conseguido permanecer oculta a los ojos del mundo mágico durante tanto tiempo. En condiciones normales, jamás se hubiera arriesgado a abarcar una misión autoimpuesta tan ambiciosa, puesto que suponían un grave obstáculo incluso en su día a día. Pero estas no eran circunstancias normales.

Podía sentir su corazón bombeando a mil por hora dentro del pecho, como si fuese a escaparse de su sitio en cualquier momento.

Respiró hondo de nuevo, mirándose en el espejo sin pestañear. Tenía un aspecto horrible.

Se lavó la cara con agua fría, intentando serenarse, aún agitada por los recuerdos del pasado, y disfrutó del contacto helado de las gotas contra su piel aliviando el calor febril de su piel.

Poco a poco empezó a volver en sí, recuperando fuerzas progresivamente y volviendo a ganar control sobre su cuerpo de nuevo.

Pensó en volver a la cama, aunque estaba segura de que no podría volver a conciliar el sueño después de aquello, nunca podía. Se soltó lentamente del lavabo, poco segura de haber ganado el equilibro por completo, y una vez se sintió estable se encaminó hacia la habitación continua, abandonando el baño.

Meses atrás, después de su precipitada huída de Londres, había alquilado aquel modesto estudio en el que se había establecido temporalmente, aunque en más de una ocasión se hubiese planteado quedárselo por el apego que le había cogido. No era gran cosa; un baño de tamaño decente apartado del resto del lugar y una amplia habitación en la que se unían las funciones de habitación, salón y cocina, todos ellos compartimentados en su propio espacio distribuido, además de un pequeño balcón por el que de vez en cuando contemplaba las calles de Praga, en aquellas noches en las que se desvelaba, pero era mas que suficiente para ella.

Por supuesto, siempre tenía el lugar hecho un desastre con montones de libros desperdigados por todas partes, hojas arrugadas de periódicos de los últimos años y ropa sucia por los suelos. Tampoco es que le importase, nunca tenía visitas y su casero había dejado claro que mientras que el lugar quedase en buen estado cuando se fuera, el resto daba igual, así que no se había pensado dos veces el hacer de aquel lugar una leonera.

La castaña se dejó caer sobre la cama, gimiendo ligeramente, mientras se acurrucaba entre las mantas.

Sobre su mesilla de noche, el reloj marcaba las tres de la mañana.

No pudo dejar de pensar que en menos de dos horas tendría todo lo que había estado planeando durante tanto tiempo se pondría en marcha y no habría marcha atrás, una vez empezase con la operación estaría metida hasta el cuello en un millar de asuntos de dudosa legalidad. Repasó el plan mentalmente; asalto, allanamiento, robo, extorsión, resistencia a las autoridades… Si aquello salía mal acabaría con el culo directo en Azkabán, sin ninguna duda. Fallar no era una opción.

Se encogió sobre sí misma ante el pensamiento, acordándose del pobre Sirius e intentando analizar al más mínimo detalle todo lo que había aprendido recientemente a modo de consuelo.

No había estado entrenando en vano, se dijo. Una vez allí debería mantener la concentración, ser fría, calculadora. Debería aprovecharse de su entorno al máximo si quería que aquello saliese bien. No dejaría que las cosas se fueran de las manos.

Intentó distraerse y pensar en otras cosas, pero siempre acababa dirigida hacia el mismo punto una y otra vez; el plan. No podía parar de pensar en ello.

Después de lo que le parecieron horas volvió a mirar el reloj de nuevo; las tres y cuarto. Imposible. Ahogó un grito en la almohada.

No podía seguir con aquella tortura, tenía que hacer algo ya, sino se volvería loca.

Abandonando la calidez de la cama, se dirigió hasta el balcón, saliendo fuera, esperando que la helada nocturna le disipase las dudas y aportarse cierta claridad y tranquilidad. Se apoyó en la barandilla, que estaba prácticamente congelada, sin importarle el frío al que se vio expuesta tan bruscamente, y se quedó allí quieta, en silencio, simplemente observando las calles de la ciudad, jugando con la nieve bajo sus pies descalzos.

Praga en invierno era absolutamente sobrecogedora, simplemente increíble; la ciudad entera había quedado bajo un manto blanco de nieve y hielo y la gélida brisa traía consigo los aromas de los árboles de las calles y parques del centro. Todo el encanto quedaba amplificado bajo esas condiciones; los monumentos parecían más bellos, las calles encantadas y los páramos de las afueras sacados de un cuento de hadas.

Hermione amaba la capital. Echaría de menos aquel lugar.

Por Merlín, ni si quiera sabía si la idea de dejar Praga la entristecía o la ilusionaba. Desde que empezó con toda aquella operación dejar la ciudad entraba dentro de la cantidad de cosas que eventualmente debía hacer, pero nunca se había planteado si de verdad le apetecía. Nunca se había planteado si asentarse allí le hubiese hecho feliz. Hasta el momento, no le había dado ni si quiera una sola oportunidad a rehacer su vida, continuar viviendo como una persona normal; mudarse definitivamente, sin la paranoia de ser encontrada o de siempre tener un plan de escape anti-rastreo, continuar sus estudios, hacer amigos y quizás conocer a alguien que le ayudase a olvidar su pasado. Llevar una vida muggle y renunciar a la magia.

Sonrió con nostalgia. Aquello sí podría haberla hecho feliz, si tan solo hubiera podido renunciar a todo. Pensó que era curioso, como semejantes pensamientos solo la asaltaron cuando estaba a momentos, golpes del puntero de reloj, a ponerlo todo en marcha, y sin embargo, en todo este tiempo, no le había asaltado ni una sola duda antes. Era irónico, pero no dejaría que la debilitase. Su fortaleza se mantendría férrea hasta el final.

Quizás, en un mundo paralelo, si hubiera podido hacer todas esas cosas y más, olvidarse de todo y seguir hacia delante, sin retorcerse entre las pesadillas del pasado, pero ahí estaba cada vez que cerraba los ojos; la cara de Ron sonriéndole. Después, sus gritos aquella noche, mientras agonizaba intentando resistir con su vida. No, no podía darle la espalda a su memoria, no podía traicionar y abandonar a su amigo.

Hermione Granger necesitaba respuestas, y estaba determinada a encontrarlas, incluso si eso suponía violar las líneas de la legalidad. Nadie la detendría hasta que encontrase la paz para su amigo, y, en cierto modo, la suya propia.

Necesitaba saber por qué. Por qué su mejor amigo los había masacrado a sangre fría. Por qué los había abandonado a morir allí, entre las ruinas de una casa que solo traían memorias de su tiempo juntos.

Ni si quiera podía recurrir a las autoridades, aquello estaba fuera de cuestión. Tratándose de un asunto tan delicado, nunca se podría saber quien podría estar implicado.

Tras meses de pensarlo, había llegado a una sola conclusión de la que estaba absolutamente segura; El cuerpo de aurores era un cuerpo corrupto.

Cualquiera con estudios en criminología mágica, dos dedos de frente y un poco de experiencia en el campo de batalla podría haber deducido de la escena que en aquella casa no habían estado solo dos, si no tres personas. No solo eso, si no que estaría claro el lugar de procedencia de la explosión, si hubiesen conducido una investigación seria. La escena de un crimen no solo revela sus cuerpos, si no que grita los sucesos con voz clara a través de las pruebas para cualquiera que los quisiera escuchar. Y estaba claro que nadie había querido.

Había visto las entrevistas. Había visto al jefe del cuerpo afirmar a los medios que se había tratado de una explosión de las tuberías de gas por el mal estado de la mansión. Le había visto mentir a todo el mundo mágico y el propio Primer Ministro había respaldado su versión, declarándolo tan solo un accidente.

La pregunta del millón era si semejante conspiración se había limitado solo a los altos cargos de la jerarquía política de Londres o si también habría llegado a los aurores de a pie y a los trabajadores del ministerio.

Y la extraña desaparición de Potter tras el suceso… no dejaba más que acentuar sus sospechas.

Apretó sus puños con fuerza, hasta sentir sus uñas arañar su propia piel, causando que sus nervios le enviaran pequeñas corrientes de estímulos adoloridos. No podía confiar más que en sí misma.

Ron y Harry habían encontrado algo, habían sabido algo peligroso. Algo lo suficientemente peligroso como para que quisiera protegerla. Algo lo suficientemente grande como para separarles hasta el punto de enfrentarles de aquella manera. Algo lo suficientemente poderoso como para haberle costado la vida a Ron. Y Hermione pensaba descubrirlo.

Volvió a entrar en la casa, ensimismada en sus pensamientos y empezó a vestirse automáticamente con las ropas que había elegido tan cuidadosamente para cuando llegase el momento; pantalones negros ajustados, botas militares, un top negro de licra y los cinturones, anchos y pesados, colgándole a ambos lados de las caderas, sujetando sus dos varitas mágicas, una a cada lado, y varias bolsitas con diversos instrumentos de asalto hechos a base de pociones caseras, por si se encontraba con algún tipo de complicación.

Después caminí hacia el espejo, y tras haberse cepillado el pelo, lo recogió en un nítido moño, aunque un par de mechones rebeldes todavía le colgasen sobre la frente, acabando con el look de militar de asalto.

Cualquiera hubiera pensado que era ridículo vestirse de aquella forma, pero teniendo en cuenta lo que pensaba hacer, necesitaría toda la ayuda que podría encontrar, aunque fuera incluso por parte del vestuario.

Hermione abrió decidida uno de los cajones de su mesilla de noche, rebuscando en él insistentemente hasta encontrar lo que buscaba; de él salió una máscara, de aspecto casi demoníaco. De rasgos deformados y en una mueca feroz, enseñando los colmillos, veteada en blanco y un azul intenso, y la zona de los ojos, oscuros como la noche.

En el momento en que se la puso, y ató sus lazos tras la cabeza, supo que no había marcha tras.

Volvió a mirar el reloj.

Las cuatro menos cuarto de la mañana.

Había llegado el momento.