Adevertencias: Los personajes de Twilight no me pertenecen.

Aquí va el final de la historia. Gracias a todos por leerla y muy especialmente a los que, con sus comentarios, me han animado siempre a seguir.

Capítulo 15

Al principio sólo vi la luz. Era brillante, incluso molesta. La luz dolía, los párpados pesaban y no podía ver nada más. Hice un esfuerzo por situarme. Estaba tumbada. Me dolía todo el cuerpo, pero en especial, mi cuello. No podía moverme. A mi lado se oía un pitido intermitente, casi inaudible. Tardé un poco en reconocer en él el latido de mi propio corazón. A medida que recuperaba más y más la conciencia, percibí más cosas: las sábanas, los cables, y la voz de Cabalieri que hablaba con mis padres.

-¿Qué ha dicho el médico?

–Que sigue en coma, que si no despierta esta semana, duda de que lo haga.

-Eso es terrible.

-Sí, lo es. ¿Qué se sabe de Edward?

-Aún no lo hemos encontrado.

-¿No deberían haberlo encontrado ya?

-Sí, me temo lo peor.

-Que esté, que esté…

El pitido de la máquina se aceleró. Intenté moverme sin lograrlo. Por fin, con dificultad, mis labios lograron articular una palabra.

-¡No! –grité.

-Es la voz de Bella –exclamó mi madre.

-Imposible –dijo papá.

-Ya me dirás entonces de quién, aquí no hay nadie más. ¿Bella?

Quería responder, pero no podía. Me encontraba paralizada. Veía el rostro hermoso de Edward cubierto de sangre.

-Bella, Bella, bendito sea Dios, ¿me oyes?

Oí carreras y luego sentí que alguien se aproximaba y comenzaba a examinarme.

-Ha hablado, Dr. Ha hablado –oí la voz emocionada de mi madre. ¿Por qué no podía verla, si tenía los ojos abiertos? ¿Estaba ciega?

-Doctor, sus ojos se mueven.

-Es sólo un reflejo.

-Pero…

-Miren, no quiero quitarles la esperanza pero cada vez lo veo más difícil, ¿comprenden? La bala tocó la base de su cerebro y puede que dañara algunos centros vitales. Es ya un milagro que esté aquí, incluso, esto no sería posible si el agua no hubiera frenado la velocidad de la bala. –La voz del médico tenía un fuerte acento latino.

Muerta, podría estar muerta. ¿Pero de verdad seguía viva?

Alguien se arrodilló a mi lado. Sentí el perfume de mamá.

-Hija, no puedes morir. Edward te espera. Te necesita.

¿Era posible? No. Mi madre mentía para que me recuperara. ¿No había dicho Cabalieri "lo más seguro es que esté muerto"? Si él había muerto yo no quería vivir. Me dormí mientras la imagen de Edward cambiaba una y otra vez en mi cabeza, pero siempre, su rostro era el de un cadáver.

Abrí los ojos. La luz ya no dolía, al menos, no tanto como antes. Parecía que habían pasado unas horas. En cualquier caso, nada había cambiado. Bueno sí, ahora había menos cables y estaba en una habitación en la que olía de una manera familiar.

-¿Edward?

-¿Bella? Por fin has despertado. Sabía que lo harías, confiaba en tu apego a la vida, a mí.

Estaba vivo. Todo había sido un sueño. O quizás lo habían encontrado. Podían haber pasado días desde mi último estado de conciencia. Pero él tenía muy buena apariencia para alguien que había estado varios días secuestrado. Quise hablar pero no pude. Me cogió las manos y las besó. Luego besó mi pelo, mis mejillas. Las suyas estaban húmedas. Traté de decir con los ojos todo lo que no podía decir con palabras.

-No te esfuerces Bella, me basta con verte y con saber que tú me ves, que has vuelto a mi lado.

No era posible. NO.

El terror me invadió. Preferiría estar muerta a esto. Al rostro de Edward le faltaba algo: una pequeña cicatriz. Quise gritar pero mis labios seguían sin responder a mi cerebro. Y él comenzó a reírse y reírse mientras su cara se deformaba y se convertía en la de un monstruo.

La habitación estaba en penumbra y era distinta a las que había visto anteriormente, cuando las había podido ver. Recorrí con la mirada la estancia. Techo blanco. Un gotero vaciando su contenido en mis venas. El familiar pitido de la máquina que medía mis constantes vitales. Una mascarilla de aire en mi boca. Cortinas a uno y otro lado de la cama. No. No cortinas, parabanes. El techo se prolongaba más allá de mi campo de visión. ¿Una unidad de cuidados intensivos? Probablemente.

Comencé a hacer recuento de daños, a auto-observarme. Parecía que mi vista y mi oído eran tan buenos como siempre. Por la mascarilla, deducía que necesitaba oxígeno para respirar, pero respiraba yo solita, sin respirador. Eso era bueno. Estar pegada a una máquina de por vida no era mi mayor ilusión.

Intenté moverme. No podía. Mi cuello estaba rígido. Algo no le dejaba hacer el menor movimiento. Como si llevara un collarete de metal. Tenía que haber sido la bala. Recordaba el dolor… Y lo que el médico había dicho. Pero, ¿no había sido un sueño? No podía estar segura. Al menos, esperaba que algunas cosas lo fueran.

Seguí con el inventario ¿la bala me habría dejado tetrapléjica? Dios, no. Intenté mover un dedo de la mano. Para mi sorpresa, se movió un poco y al hacerlo, rozó la sabana. Sensibilidad y movimiento en las extremidades superiores.

¿Y si volvía el monstruo, el conde? Bella, racionaliza, fue un sueño. Sigue inventariando. Podía mover las piernas. Bien. Aunque dudaba que me sirvieran de mucho si aparecían los Vulturi.

Sentí pasos que se acercaban por la izquierda. Al otro lado de la cortina, se escuchó una tos.

-Tranquilícese, señor Merino –Escuché, en portugués, o al menos eso entendí-. Vamos a llevarle a su habitación. ¿No está contento de…?

Tosí yo, también. Ya había acabado con el inventario y quería llamar la atención de alguien. La obtuve inmediatamente. Oí pasos apresurados y una enfermera entró en mi campo de visión. Me miró, se detuvo y abrió mucho los ojos. Dirigió una mirada rápida a la máquina y luego salió de allí casi corriendo, gritando en portugués.

-Doctora Porto, venga Dra. Porto. La paciente de la ocho ha despertado del coma.

Tuve de manera inmediata a tres médicos –al menos-, en derredor mío.

-¿Cómo se encuentra? –preguntó el más joven, casi un crío, en un inglés casi perfecto.

-Calma, Dr. Rio, no la agobies. Ha estado en coma tres semanas.

-Siempre supe que despertaría ¿sabe? Muchos aquí pensaban que no lo haría ¿Verdad, Dra. Porto?

-¡Rio! Deja de marearla y corre a avisar a su familia pero que sólo venga uno. No los quiero a todos aquí.

Mi familia. Suspiré. Cuánto los echaba de menos. ¿Quién vendría? Seguramente mi madre. Ojala fuera Edward. Pero ¿y si no era él sino alguien que lo había sustituido? Todas mis pesadillas volvían a removerse. No sabía cuál era peor.

La Dra. Porto me sonrió. Tenía un gracioso y musical acento en inglés.

-Tenía razón su madre cuando ha dicho esta madrugada que la había oído gritar. El Dr. Lorenzo creía que eran imaginaciones.

No, no quería ver a mi madre, quería ver a mi marido, quería que no estuviera muerto pero no me sentía con fuerzas para hablar, para preguntar.

Oí una puerta que se abría y unos pasos rápidos. No podía ver a nadie aún.

-No puede entrar así, debe vestirse –dijo la Dra. Porto. Se alejó de mí. Dejé de verla.

-Siga las normas, por favor, y póngase la bata estéril –continuó hablando-. La señora Cullen estará despierta también dentro de cinco minutos.

Creí detectar un tono divertido en su voz. A continuación, se acercó a mí sonriendo para sí misma y moviendo la cabeza. Mi corazón se aceleró de impaciencia, y ella debió notarlo en la pantalla de la máquina.

-Ha despertado de un coma del que nadie creía poder sacarla, señora Cullen. No se me muera ahora de un infarto.

Su sonrisa se hizo más amplia. Suspiró.

-¡Quién tuviera un corazón tan joven y vigoroso como el de ustedes! Esperaré fuera y luego volveré para examinarla cuidadosamente. Debería de hacerlo ahora, pero su marido ha estado como loco durante tres semanas. Si no lo dejo pasar, me temo que habré de atenderle de un ataque de nervios.

Se alejó y le escuché hablar al pie de la cama.

-Recuerde no cansarla. En cinco minutos volveré y lo echaré si no se ha ido ya.

-Tendrá que echarme –escuché decir. Era su voz, aterciopelada, suave y masculina a la vez, nunca había sonado también en mis oídos. No podía ser el monstruo, seguro que no. Él no hubiera estado como loco durante tres semanas. Pero debía asegurarme, por duro que me pareciera ahora, no podía alentar falsas esperanzas.

Edward entró en mi campo de visión y se acercó a mí. Iba vestido de verde, incluso llevaba un gorro de ese color. Cogió mi mano entre las suyas y la llevó a sus labios. Los míos intentaron formar una palabra y lo consiguieron a duras penas.

-Edward.

-No te esfuerces. Estás muy débil. Incluso creyeron que morirías al quitarte el respirador, pero respiraste por ti misma. Yo sabía que lucharías. Eres más fuerte de lo que muchos creen, incluso más fuerte que yo.

Intenté liberar mi mano y él me dejó, sorprendido al ver que le acariciaba la mejilla y mis dedos llegaban hasta su frente, cubierta por el gorro casi hasta las cejas. Lo subí hacia arriba, él me miró extrañado y luego pareció comprender. Aproximó su rostro a mí y esbozó una sonrisa sensual y retorcida, sin despegar los labios.

-Haces bien en asegurarte –me dijo, mientras yo le quitaba completamente el gorro y deslizaba mis dedos sobre su ceja. Mi mano se relajó y, de inmediato, buscó el pelo alborotado sobre su frente y se sumergió en él. El placer recorrió el rostro de Edward, que cerró los ojos para disfrutarlo. Intenté mover mi otra mano y lo conseguí poco a poco. Él la acercó a su cara. Recorrí su rostro con mis dedos, a placer, mientras él sujetaba mis manos y las llevaba a dónde yo quería, adivinando mis deseos.

-Edward, mi Edward –susurré con esfuerzo, aunque con la mascarilla, era dudoso que me oyera. –Bésame, por favor.

-No creo que a la Dra. Porto le gustara –dijo, mientras mis manos se abandonaban, demasiado cansadas por el esfuerzo. Él las dejó suavemente sobre las sábanas y las suyas estuvieron en mi cara, dibujando mi perfil como antes yo había hecho con el suyo-. He recorrido muchas veces este rostro, pensando desesperado que quizás no lo volvería a ver con vida. La Dra. Porto te ha traído de vuelta y no pienso desobedecerla.

Debió ver la desilusión en mi cara.

-No te preocupes, te van a sacar de la UCI. Ya iban a trasladarte antes porque aquí no podían hacer más por ti. Dependía de tu mente el despertar o no. Cuando estemos en la habitación y ya no necesites oxígeno, te besaré. Créeme. Tú no lo deseas más que yo.

-Lo sé –dije.

Edward caminó todo el tiempo al lado de mi cama mientras me trasladaban. Su mano tenía sujeta la mía. En los pasillos, me esperaba el resto de mi familia. Se sucedieron las sonrisas, las bienvenidas, los saludos y las palabras de ánimo: "¡Bella!", "Bella", "Bella", "dejadla, debe estar cansada, "por fin, Bella", "oh, hija, te quiero", "nos has tenido a todos tan preocupados", "Bella, gracias al cielo", "¡no la agobiéis!", "ya era hora de que despertaras, dormilona", "¡calla, tonto!", "sabía que eras más dura de lo que los médicos decían", "¡mi mejor amiga!, te quiero"… Y a continuación un gran abrazo de Alice que hizo perder la timidez a los demás. Un segundo después, los demás también me abrazaron. Vi que la habitación estaba llena de flores.

-¿Te gustan?

-Claro que sí, Alice.

-Las he elegido yo. Por encargo de Edward, claro.

-Son preciosas.

-Cabalieri quiere venir un día para agradecerte que le salvaras la vida –dijo Edward.

-Yo no hice nada.

-Al contrario. Y casi mueres por ello.

Había una pregunta en mis labios, pero temía la respuesta.

-¿Y… el conde? ¿Lo pudo atrapar?

-No con vida. Al saltar, distrajiste al conde, y eso le dio tiempo a Cabalieri para disparar. Tiene buena puntería. El tiro fue directo al corazón. Se ha lamentado muchas veces por no haber podido evitar que el conde te hiriera. Yo en cambio le estoy muy agradecido; porque te sacó de allí y te trajo en el helicóptero al hospital. Si hubieras llegado más tarde habrías muerto.

-¿Entonces, Vulturi?

-Está muerto, Bella.

-¿Estás seguro? –dije, incapaz de creérmelo-. No quisiera encontrármelo otra vez en la ducha, ni en ninguna otra parte.

Alice se sentó sobre la cama a mi lado.

-Fuiste muy valiente, Bella.

Emmett gruñó y masculló entre dientes una maldición contra todos los Vulturi. Edward rio despacio pero había un tono protector y amenazante en su voz cuando continuó hablando.

-Si no estuviera muerto, lo mataría yo.

-No te preocupes. Puedes matarlo siempre que quieras en mis pesadillas. Voy a tener muchas.

-Bella, Bella, Bella –susurró y apoyó al tiempo su frente sobre la mía un instante, para luego besarme con cuidado en los labios-. No sabes cuánto siento no haber podido evitarlo.

Alice se mostró impaciente.

-¿Sabes que si no hubiera sido por ti y por tu llamada de teléfono ahora seguramente estaríais muertos los dos? ¿Edward y tú? Los Cullen tendremos que agradecértelo de por vida.

Cogí la mano de Edward.

-¿Qué pasó?

-Me cogió desprevenido en la playa aquella noche. Me anestesió y me llevó al continente en mi propia barca. Me dejó atado en una vieja cabaña, cerca de la orilla, en un lugar solitario. Luego volvió a por ti. Me lo dijo antes de irse. Me explicó, además, cuáles eran sus planes: engañarte y, si no era posible, matarte. Estaba convencido de que se haría pasar por mí con facilidad. Después volvería para acabar conmigo. Luché contra las cuerdas durante horas. –Me mostró las muñecas, en las que aún quedaban cicatrices de la pelea-. No logré escapar y eso me desesperó durante días.

-¿Días? –Acaricié los arañazos y las heridas en la piel que, en algunos lugares, habían necesitado puntos.

- Cabalieri tardó tres días en encontrarme. La cabaña estaba en un lugar poco accesible. Con razón no acudía nadie a mis gritos. Pero el hambre y la sed no eran lo peor. Cada hora era un suplicio, porque no sabía qué estaría haciéndote. A medida que el tiempo pasaba y el conde no volvía, empecé a sentir esperanza.

Alice asintió.

-Cabalieri nos dijo que estaba deshidratado pero consciente cuando lo encontró. Lo primero que hizo fue preguntar por ti. Le dijo que estabas viva y sólo entonces consiguió que callara, bebiera y durmiera un poco mientras lo trasladaban en barca hasta Río para llevarlo al hospital.

-No me dijo nada más. –Miró con cierto aire de reproche a su hermana-. No me contaron nada de tu coma hasta que me recuperé un poco. Tres días escuchando que estabas bien. Casi los mato cuando supe la verdad.

-¿Y qué querías que hiciéramos? –Alice se encaró con su hermano. Luego me miró a mí – Que nos matara, era lo de menos; lo peor fue cómo se descompuso al saber lo que te pasaba: imagina si se lo hubiéramos dicho desde el principio. –Alice lanzó un gran suspiro-. ¿Qué ocurrió, Bella? ¿Cómo lo reconociste, al conde? Y sobre todo, ¿cómo lograste engañarle?

-No lo sé –dije. Rememoré la escena y sentí un escalofrío.

-No le hagas recordar, Alice –dijo Esme.

-No, no importa -respondí. -Pero no sé cómo mantuve la calma. Supongo que pensé que tenía que salvarme –suspiré y miré a Edward-, y salvarte cómo fuera. Podías estar herido y solo en alguna parte.

A continuación, les conté todo lo que había pasado desde que desperté sin Edward a mi lado aquella noche. Cuando terminé estaba muy cansada.

-Y ahora, no es que quiera echaros pero Bella necesita descansar –dijo mi marido, muy en su papel.

Todos me dieron besos antes de marcharse. Mamá y Alice me abrazaron durante unos segundos. A ésta última, Edward tuvo que decirle que ya era suficiente. Yo la defendí pero Edward tenía razón. Estaba agotada. Me dormí apenas se habían marchado todos. Ni siquiera mi deseo de estar a solas con Edward impidió que cayera en sueños.

Volví a revivir en mis pesadillas las escenas de la playa. Esta vez, fue la huida a través de las rocas. Y sobre todo, la cueva. Vulturi, recorriéndola lentamente, yo temblando en mi escondite, sintiéndome descubierta al final. Al ver su rostro mirándome con furia, di un salto en la cama. Me tranquilicé al escuchar la voz de Edward.

-Bella, Bella, tranquila. Es sólo una pesadilla. Yo estoy aquí, contigo. Duerme, amor mío.

Las pesadillas volvieron esta vez con un Cabalieri ensangrentado que flotaba en el agua mientras el conde me tenía atrapada por la cintura y yo forcejeaba sin éxito. Desperté y me dormí enseguida arrullada por la canción de cuna de Edward.

Cuando abrí los ojos, la luz apenas se dejaba ver a través de las cortinas y las persianas bajadas pero tenía la impresión de empezar un nuevo día, incluso una nueva etapa en mi vida. Edward dormitaba sobre un sillón. Tenía el codo apoyado en el brazo del mismo, y la cabeza estaba inclinada, sobre su mano. Se movió un poco, la mano se desplazó y su cabeza cayó hacia abajo. Se despertó y abrió unos ojos somnolientos.

-Bella, siento haberme dormido.

-No digas estupideces.

Parpadeó para aclarar la vista y reprimió un bostezo. Estaba cansado.

-Has pasado una noche terrible. Tendré que hacer algo con esas pesadillas tuyas. Presentarme en ellas y asesinar al culpable, supongo.

-Ojalá fuera tan fácil –respondí.

Tendí mi mano hacia él y él se acercó y la cogió entre las suyas.

-Supongo que es imposible vivir una situación como la tuya y salir indemne –suspiró-. Confieso que, a veces, yo también tengo pesadillas: unas tienen por escenario la cabaña, pero las peores son aquellas en las que regreso a la isla y te encuentro muerta. Esas son insoportables.

-No han sido fáciles estos días para ninguno de los dos –Nos volvimos hacia la persona que había hablado desde la puerta-. Perdonad, no he podido evitar escucharos.

-Hola, Cabalieri –dijo Edward.

-Estas cosas cuestan de olvidar. Lo he visto muchas veces. Incluso me pasa a mí, y eso que es mi trabajo y estoy curado de espanto. ¿Puedo? –Me miró y asentí. Cabalieri entró en la habitación y acercó una silla a mi cama-. Bella, no sabes cuánto me alegro de que estés mejor: por ti y por este caballero que es tu marido y que me parece que no sobreviviría si tú le faltaras.

Miré a Edward, apreté su mano y sonreí al policía.

-Tengo que darte las gracias por salvarme la vida.

-El agradecido soy yo, Bella. Si no hubieras distraído su atención, me habría disparado y, con su puntería, dudo que hubiera sobrevivido al disparo. No sabes mi desesperación cuando comprendí que aquello podía costarte la vida: tu imagen, saltando desde la pared, la suya disparando sobre ti antes de que yo lograra dispararle a él y, luego, tu sangre en el agua… Yo también tengo pesadillas, Bella. Lo hago cada vez que pierdo a alguien, sea compañero, testigo o amigo, o las tres cosas a la vez. Nunca sabes si la decisión que has tomado al dar determinado paso es la correcta, no hasta el final. A veces, ni siquiera entonces.

La mirada de Cabalieri denotaba su sinceridad. Debía haber visto más cosas de las que yo podía imaginar, triunfado y fracasado muchas veces, lamentado errores… El rostro del hombre parecía infinitamente más viejo de lo que era y estaba provisto de una seriedad que no había visto en él hasta entonces.

Edward se había apoyado sobre la cama, junto a mi cabeza, y sostenía mi mano a la altura de su regazo. Jugaba con mis dedos. Estaba tranquilo.

-Cabalieri ha estado viniendo muchos días y ha llamado por teléfono para interesarse por ti en varias ocasiones. Me pidió que le llamara cuando salieras del coma. Quería hablar contigo. Para darte las gracias, y para acabar de cerrar el caso. Quiere hacerte algunas preguntas, pero si no te encuentras bien, puede volver otro día, ¿verdad, inspector?

Cabalieri asintió y me miró interrogante. Le dije que quería hablar. Hizo sus preguntas, relativas sobre todo a lo ocurrido en la isla después de la desaparición de Edward. Nos invitó a volver a Florencia cuándo quisiéramos. La condesa estaba dispuesta a alojarnos si era necesario. Se lo agradecimos pero, de momento, lo que queríamos salir del hospital y volver a casa.

Parecía que el inspector ya fuera a despedirse, pero se volvió hacia Edward.

- Te agradezco que nos entregaras voluntariamente una muestra de sangre. He realizado las averiguaciones sobre tu origen. El conde era tu hermano gemelo, pero eso tú ya lo sabías ¿no?

Edward asintió lentamente.

-Lo sospechaba.

-Alguien falsificó tus papeles para entregarte en adopción a los Cullen como si fueras huérfano. Tus padres nunca supieron nada. Averiguaré toda la verdad. Voy a encargarme personalmente del caso. Mientras, hasta que se aclare todo, los lazos familiares son los que son, nos gusten o no. Nadie ha reclamado el cadáver de tu hermano y el viejo conde no está en condiciones de nada, ni siquiera ha comprendido que su hijo está muerto.

-Yo me encargaré de dar sepultura a mi hermano en las tierras de sus padres y haré lo que esté en mi mano por el viejo conde.

Cabalieri suspiró.

- Está bien atendido por sus sirvientes, pero creo que necesita a alguien de su familia. Dudo que supiera que existías y supongo que te confundirá con el hijo que le dio tantos disgustos y no quería reconocer que tenía… Dios sabe cómo te recibirá.

-No te preocupes, me hago cargo de la situación.

-Gracias.

Cabalieri estrechó la mano de Edward y me dio un beso de despedida. Permanecimos en silencio mientras lo veíamos marcharse.

-Así que, al final, eres un Vulturi.

No dijo nada, pero lanzó una exclamación de disgusto.

-Piensa en lo bueno –respondí-. Eres descendiente del mecenas que construyó la iglesia e hizo pintar tantas obras de arte. –Me volví y le guiñé el ojo-. Algún día, cuando estemos preparados, tendremos que volver a Florencia, para ahuyentar fantasmas y para conocer la historia de aquel primer conde.

-De momento, no –dijo. Luego me besó, tan intensamente, que olvidé cualquier otra cosa.

Me recuperé muy deprisa, más de lo que esperaban los médicos y me dieron pronto el alta. La familia quería que regresáramos a Seattle, pero Edward y yo queríamos pasar un tiempo en Nueva York, en la que ya era mi casa, además de la suya.

-Recuerdo la última vez que estuve aquí –dije, atravesando la puerta de su apartamento. Tenía un aire muy acogedor-. Iba a compartir apartamento contigo y estaba preocupada por si interfería en tu relación con las mujeres. Nunca pude imaginar que…

-Supongo que ahora eso no te preocupa.

Lo miré, lo cogí de la cintura y lo atraje hacia mí.

-Ahora me preocupa cómo voy a alejarlas.

-Ah, bien. –Sonrió.

Fuimos a su habitación para deshacer las maletas. Las dejamos sobre la cama, grande, inmensa. No quería pensar en las mujeres que habrían estado allí.

-Muy pocas, en realidad –dijo él-. Pero si te preocupa podemos cambiarla.

-No estaba pensando en eso –dije, pero se me notaba la mentira.

Era estúpido tener celos cuando me había demostrado de sobra cuánto me quería. Se acercó y me rodeó la cintura con los brazos. Lo miré a los ojos. Parecía divertido por la situación pero no dijo nada.

-Es increíble –dije-. Han pasado sólo unas semanas. Si me hubieran dicho entonces que me iba a casar contigo no me lo habría creído.

-Y ahora, mírate, señora Cullen.

-He vivido más cosas a tu lado en unos días que antes en años. He aprendido tanto sobre el amor y la muerte.

Me abracé a él. El me dio un beso corto.

-Yo también he aprendido mucho –dijo.

-Antes de empezar el curso me gustaría pasar unos días en casa, en Forks. Con papá. Está muy solo. Pero ahora quiero estar contigo.

Sus ojos se iluminaron y me abrazó más fuerte. Nos amamos, más intensamente que nunca. Habíamos descubierto por experiencia lo frágil que era la vida.

Me dormí poco después, agotada por el viaje, y me despertó otra pesadilla.

-Tranquila, se irán poco a poco.

Edward me abrazó y cantó en mi oído hasta que volví a dormirme. Abrí los ojos muchas horas después. Había dormido a pierna suelta por primera vez en días.

Edward no estaba. Vi que eran las diez de la mañana. Habían pasado una tarde y una noche completas durmiendo. Me levanté, me puse las zapatillas y bajé a buscarle. Lo escuché trastear en la cocina. Sonreí y acaricié con la mano las paredes mientras caminaba hacia allí, por el pasillo. Sentía ya su casa como si fuera la mía. Me apoyé en el quicio de la puerta de la cocina mientras lo miraba a mi gusto. Sólo llevaba un pantalón corto y unas chanclas.

-Hola, dormilona -¿Cómo había adivinado mi presencia sin volverse? Yo me había deslizado en silencio –Siéntate. Estás en tu casa.

-Lo sé. –Hice lo que me decía.

Se volvió.¡Qué bueno estaba! ¿Cómo había terminado casándome con un dios griego? Pero él no era un dios griego desconocido, tirano y seductor, era Edward y era mi marido y eso era mucho más interesante. Puso todo lo que había cocinado sobre la mesa y se sentó frente a mí. Torció la boca en una sonrisa que debería estar prohibida.

-¿Qué es lo que sabes?

-Que estás casado conmigo y esta es mi casa y aquella de allá arriba es mi cama.

Trató de reprimir la carcajada que iba a salir de su boca.

-Tonta, Bella –dijo con ternura. Me cogió de la mano-, eras lenta de reflejos ¿no? Todo lo mío es tuyo desde que nos conocimos: mis cosas, mi cuerpo, mi mente y sobre todo mi corazón. Y tomaste posesión de él hace varias semanas, cuando te lo ofrecí delante del cardenal y me diste el tuyo. Y después de casi perderte, sé que vales más que nada que exista en este mundo y fuera de él. ¿Y aún temes que pueda ir detrás de otra?

-No –dije, mientras me levantaba de la silla y me acurrucaba en sus brazos.

-¿No tienes hambre?

Miré la comida y luego lo miré a él. Estaba claro de qué tenía hambre en ese momento, aunque mi estómago se empeñara en decir lo contrario. Me lanzó una mirada calculadora. Suspiró.

-Primero tienes que comer para recuperarte –dijo. Untó despacio y a conciencia una tostada con mantequilla y mermelada. No sé cómo lograba darle a la acción ese aire sensual, como si estuviera pensando en untarme a mí después. Me estremecí. Lo estaba pensando. Me tendió la tostada.

-Come.

Le di un mordisco al pan. Siguió alimentándome con extremada lentitud. Y yo masticaba poco a poco sin dejar de mirarle. Él había decidido que lo más importante era que comiera, yo iba a comer cómo si me fuera en ello la vida. No quería ceder antes que él al deseo que hacía arder mi cuerpo. Aunque si me hacía comer así todos los días, iba a perder mi estrecha cintura.

-Basta, me estás cebando –dije- ¿Dónde está la báscula?

La verdad era que en lo último que estaba pensando era en ir a buscarla, pero no podía más, si él seguía mirándome así mientras me daba de comer, yo iba a entrar en combustión espontánea.

-¿Báscula? ¿Para qué quieres una báscula? Necesitas alimentarte y necesitas… -me acarició la mejilla y sonrió- también otra cosa.

No pude protestar porque me selló la boca con un beso y comenzó a lamer mis labios que tenían restos de mermelada. Se detuvo. Su mirada se había oscurecido. Su voz también. Comenzó a besar mi cuello a conciencia, sin prisas. Gemí de placer. Dios, aquello era una tortura. Dejó escapar un gruñido de satisfacción, me levantó en brazos y apartó la comida de la mesa con un solo movimiento. Algunas cosas cayeron al suelo. Escuché algún plato que se rompía. Qué más daba. Por mí, podía romper la vajilla entera. Le compraría una nueva si romper vajillas era su afición. .

Durante aquellos días hubo muchos momentos así, pero ellos no eran más que una parte de nuestro tiempo, juntos: planeábamos días de compras y de turismo y hablábamos. Le conocía mucho, pero aun así, desesperaba por saber hasta el último detalle de su vida, de sus gustos, de sus ilusiones, de sus miedos.

Rememorábamos nuestro tiempo juntos, especialmente el último mes. Pero sobre todo, hablábamos del futuro: de la casa grande y con jardín que a mí me hacía ilusión tener, de mis proyectos como profesora, de sus compañeros del hospital, de su futuro de cirujano, de tener hijos. Edward me confesó que le gustaría mucho coger en brazos a una niña con ojos color chocolate y yo no pude evitar sonrojarme. Le respondí que yo lo deseaba tanto como él pero prefería un pequeño Edward, a ser posible, con los ojos verdes.

Cuando subimos al avión para volver a Seattle, mis pesadillas se habían ido de la mano de mis celos e inseguridades; nos sentíamos más unidos que nunca, como si eso fuera posible; y, gracias al cielo y a la policía y a pesar de los Vulturi, nos aguardaba toda una vida por delante.