Disclaimmer: Los personajes le perteneces a la grandiosa mente de stephanie Meyer y la historia pertenece a la genial Nicole Jordan
CAPITULO 1
Londres, mayo de 1810
Pese a lo tardío de la hora, el garito de juego privado albergaba a una multitud considerable. Las bebidas alcohólicas corrían libremente, los invitados bebían grandes cantidades de clarete y champaña acompañando una deliciosa cena tardía. No obstante, bajo las risas y conversaciones, discurría una grave corriente subterránea entre los jugadores, dandis y nobles que jugaban con fruición dados y faraón.
Al otro lado de la sala, desde una discreta distancia, Bella Black observaba a su justiciero en la mesa de faraón. Pese a tener un nudo en el estómago, trataba de examinarlo con imparcialidad.
Lord Cullen. La denominación parecía muy apropiada. Ella no apreciaba signos de disolución en aquel rostro despiadadamente hermoso, no obstante, había una perversa expresión en sus penetrantes ojos Verdes que llamaba la atención.
Bella agitó la cabeza consciente de ser culpable de curiosidad. Sin embargo, lord Cullen era un hombre cautivador, con sus dorados cabellos y sus bellos rasgos severamente cincelados. Su forma física hacía juego con su llamativa masculinidad: era alto, ágil, musculoso y atractivo. Su chaqueta negra entallada parecía haber sido moldeada sobre sus elegantes hombros.
Había ido a Londres expresamente para buscarlo. Para evitar que él destruyera a su familia por venganza.
Al parecer, no era la única en quien el barón despertaba interés. Tras ella, captó una conversación que susurraban dos damas.
—Veo que, como de costumbre, Edward causa estragos en las mesas de juego.
—No puedo comprender la razón —se quejaba petulante la segunda voz—. Es tan rico como Creso. No necesita aumentar su fortuna.
La primera mujer se echó a reír.
— ¡Vamos! Estás despechada porque ha decidido ignorarte toda la noche. Confiésalo, querida, si el irresistible lord Cullen te llamara, te desharías a sus pies.
Bella miró de nuevo de modo involuntario al famoso noble, como llevaba haciendo toda la noche. Comprendía perfectamente por qué resultaba fascinante para las mujeres. La combinación de refinada elegancia y ruda virilidad llamaban la atención, mientras que su abundante y perverso encanto representaba un atractivo peligroso para el sexo femenino.
Bella se estremeció pese a la miríada de velas que resplandecían en las lámparas de araña de cristal y que ofrecían una acogedora calidez a sus hombros desnudos. Vestía un traje de cintura imperio de satén color esmeralda que, aunque tenía ya tres temporadas, confiaba en que su pronunciado escote atrajera a un libertino del estilo del barón.
Entre el mundillo galante era conocido como lord Cullen. Desde los más tempranos días de su desastroso matrimonio Bella había sabido de la existencia del infame aristócrata. Aunque nunca habían sido formalmente presentados, en una ocasión habían frecuentado círculos sociales similares. Edward Cullen era famoso por sus escandalosas conquistas en los brillantes salones de baile y dormitorios europeos. Se decía que elevaba la perversidad a sus máximas cotas.
¿Cómo podía prevalecer un hombre como aquél? ¿Cómo podía ella hacer acopio de valor?
Estaba harta de libertinos. Su difunto esposo le había hecho sentir desdén hacia los derrochadores y los crápulas. Todos sus instintos femeninos le advertían que mantuviera la distancia con el perverso lord Cullen. Sin embargo, estaba tan desesperada como para abordarlo aquella noche si podía.
— ¿Quiere utilizar la ronda, milord? —preguntó la repartidora de cartas al barón.
Un repentino silencio invadió la sala de juego.
Bella estaba lo bastante familiarizada con el juego del faraón como para saber que «utilizar la ronda» significaba apostar por el orden en que las tres últimas cartas serían repartidas desde la caja. La casa tenía la banca y las probabilidades de la apuesta eran de cinco contra uno.
Los llamativos rasgos del barón exhibían una expresión indiferente, incluso algo aburrida, mientras predecía el orden del reparto —dos, seis, reina— como si no se hallara en juego una fortuna.
Bella contuvo el aliento, al igual que el resto de la multitud, mientras la repartidora giraba las cartas una a una... Dos de espadas. Seis de bastos. Reina de corazones.
Lord Cullen acababa de ganar veinte mil libras.
El alto caballero que estaba junto a él rió sonoramente y le propinó una amistosa palmada en la espalda.
— ¡Cielos, Edward! ¡Declaro que tienes la suerte del diablo! Supongo que no desearás confesar tu secreto, ¿verdad?
Su boca bien modelada se iluminó con una sonrisa.
—No existe ningún secreto, Jasper. Tengo por norma apostar por una dama. En este caso, la reina.
En aquel momento lord Cullen alzó la mirada. Para sorpresa de Bella él la miró directamente desde el otro lado de la sala. Sus ojos tenían el impresionante color del bosque espeso y eran igual de cálidos. Ella sintió una especie de chisporroteo hasta en sus zapatos de satén.
Consternada al descubrir que temblaba, se volvió a tomar un sorbo de vino para fortalecer sus crispados nervios.
—Condenado Emmet... —murmuró entre dientes.
Su pícaro hermano la había colocado en una situación insostenible al jugarse el patrimonio familiar con aquel hombre. Pero ella estaba decidida a recuperarlo.
Pasó la siguiente hora vagando por la sala de juegos y manteniendo su recelosa mirada en lord Cullen mientras pensaba en buscar a alguien que pudiera presentarlos o maquinar algún otro medio para hablarle. No era conveniente parecer demasiado desesperada, y tampoco quería provocar cotilleos abordándolo en publicó. Ya era bastante audaz haberse presentado sola en un garito de juego, utilizando la suscripción de socio de su hermano para conseguir el acceso. Pese a la semi máscara que llevaba para disimular su identidad, aquella noche se encontraban allí varios amigotes de su difunto esposo que la reconocerían si provocaba un revuelo.
Por fin decidió que lo mejor sería el cruce de miradas a modo de encuentro casual y luego pedirle que sostuviera una charla privada con ella. No le gustaba el papel de suplicante, pero tan sólo le quedaba encomendarse a su misericordia y confiar en que en aquella alma disoluta quedara un ápice de decencia humana.
Eran casi las tres de la mañana cuando llegó su oportunidad. Lord Cullen había recogido sus ganancias y se disponía a dejar la sala de juego.
Aunque procuró no manifestar apresuramiento, Bella consiguió llegar a la puerta antes que él, deteniéndose lo suficiente como para dejar caer su pañuelo de encaje en la alfombra. Era una táctica evidente para atraer su atención, pero confiaba en que él se sintiera lo bastante halagado como para perdonar tal artificio.
El hombre se inclinó caballeroso a recoger el pañuelo y se lo tendió con una gentil inclinación.
—Creo que es suyo, madame.
Mientras le entregaba el objeto, le rozó la mano con sus largos dedos, no estuvo segura de si por accidente o de modo intencionado. Pensó que su mirada era más sorprendente que su cálido contacto. Tras atravesar la máscara, sus ojos conectaron con los de ella y la cautivó.
Por unos momentos, Bella permaneció inmóvil, mirándolo. La semi sonrisa de aquellos labios sensuales ostentaba cierta medida de su famoso encanto, pero su rostro estaba atento, los verdes ojos rebosantes de aguda inteligencia. Bella se advirtió que nunca debía subestimar a aquel hombre.
Exhibió una sonrisa forzada y murmuró su reconocimiento mientras aceptaba el pañuelo.
— ¡Qué descuidada soy! —exclamó, al tiempo que retiraba la mano.
En la mirada de Cullen se leyó un asomo de duda, pero dejó pasar la mentira sin cuestionarla.
—Lamento no haber tenido el placer de conocerla.
—Soy Bella Black.
Él la miró expectante, como si su nombre no le despertara ningún recuerdo.
—Creo que conoció a mi difunto esposo, sir Jacob Black.
— ¡Ah, sí! Éramos miembros de los mismos clubes.
Jacob había encontrado la muerte en un duelo por una bailarina de la ópera, pero si lord Cullen estaba enterado del escándalo, era demasiado galante —o demasiado indiferente— para mencionarlo.
—Así, pues, ¿en qué puedo servirla lady Black?
Al ver que ella enmudecía añadió con suavidad:
—Evidentemente, desea algo de mí.
Su mirada era interrogativa, inquisitiva, aunque su sonrisa mostraba un encanto auto censurable.
—Discúlpeme, pero no puedo dejar de advertir si una bella dama me observa toda la velada.
Bella se sonrojó ante su franqueza. Sólo un audaz bellaco mencionaría el interés de una dama.
—Sinceramente...
—Sí, seamos sinceros, por supuesto.
Su lánguido acento tenía una pizca de cinismo.
—Sinceramente, confiaba poderle hablar de un asunto de cierta urgencia, milord.
—Considéreme a su servicio —ofreció él. Señaló hacia la puerta y añadió—: ¿Puedo acompañarla a su carruaje?
—Sería muy amable por su parte.
Ella atravesó la puerta precediéndole y él la siguió y se situó a su lado.
—Confieso que ha despertado mi curiosidad —reconoció el barón mientras cruzaban el salón hacia la amplia escalera—. Su examen de mi persona durante toda la noche sugería interés, tal vez cálculo. No obstante, no era un flirteo, no era coquetería ni nada en absoluto amoroso.
—Me temo que nunca dominaré el arte del coqueteo —repuso Bella algo tensa, molesta porque él hubiera conseguido ponerla tan fácilmente a la defensiva.
— ¿Le importaría, pues, decirme qué engendra tal gravedad?
—Emmet swan, es mi hermano —explicó ella con voz queda.
El hombre se detuvo con brusquedad. Dirigió sus ojos hacia ella, que de repente eran de un verde intenso y tormentoso. Su cólera era inconfundible.
Pese a su expresión potencialmente letal, ella prosiguió.
—Por favor, deseo discutir su apuesta con Emmet.
— ¿Ha venido a pagar su deuda?
—No... Exactamente.
— ¿Qué es eso de... exactamente?
Bella exhaló un profundo suspiro. Hacía dos noches, lord Cullen había desafiado a su hermano al juego de los cientos. Emmet había jugado imprudentemente, llegado hasta muy lejos, y había acabado perdiendo toda su herencia, comprendidas las fincas Swan y la lujosa mansión de Londres, sin dejar nada para que, quienes dependían de ellas, pudieran vivir.
Bella no estaba especialmente acobardada ante la perspectiva de pasar el resto de su vida en refinada pobreza. Había resistido cosas peores. Pero debería haber tenido en cuenta a su madre y hermanas. Una cosa era vivir con los acreedores mordiéndoles los talones y otra, verse literalmente arrojado a la calle para morirse de hambre.
—He venido en nombre de mi familia. Yo confiaba en... que podría considerar, por lo menos parcialmente... perdonar la deuda de honor de Emmet.
Sinclair la miró con fijeza.
—Sin duda bromea.
—No —repuso ella con voz queda—. Hablo totalmente en serio. Verá, él tiene dos hermanas más jóvenes de quienes preocuparse y una madre anciana.
—No alcanzo a comprender qué pueden importarme las circunstancias de su familia, lady Black.
—Supongo que no. Salvo que al reclamar las fincas Swan las priva de sus únicos medios de subsistencia.
—Ciertamente es muy desafortunado.
Su tono no transmitía ningún remordimiento.
Bella, descorazonada, hizo un intenta de abogar por su causa.
—Mi hermano no es ningún tahúr, milord. No tenía ningún derecho a arriesgar nuestro patrimonio familiar.
—Entonces no debería haberlo hecho.
—Según tengo entendido, le dejó usted poca elección. Sin duda no negará que le desafió deliberadamente a jugar a las cartas, ¿verdad?
—No lo niego. Puede considerarse afortunado de que no siguiera mi primer impulso y le disparara un balazo.
Bella se sintió palidecer. Cullen era famoso como tirador de primera y experto espadachín. Había intervenido en dos duelos que ella supiera, y sin duda en más que ignoraba.
—Me pregunto por qué no lo hizo —murmuró.
Cullen apretó la mandíbula.
—Un duelo sólo habría agravado el escándalo de mi hermana.
—No estoy al corriente de todos los detalles —explicó Bella en voz baja—, pero estoy enterada de la lesión de su hermana.
—Entonces sabrá que ha quedado inválida, tal vez para toda la vida.
—Sí y estoy terriblemente apenada.
— ¿De verdad?
La seca interrogación era cínica, incluso salvaje.
—Sí, al igual que mi hermano. Emmet lamenta profundamente su comportamiento con su hermana. Fue cruel e imperdonable. La conducta de un joven desconsiderado y caprichoso.
Al ver que lord Cullen no respondía, Bella dirigió una mirada suplicante.
—Sé cuan egoísta puede ser mi hermano. Es joven y un poco alocado. Sin duda un hombre de la reputación de usted puede comprenderlo. Circulan rumores de que se ha permitido bastantes locuras.
—En estos momentos no se halla en cuestión mi carácter.
—No, pero... Le suplico que lo reconsidere. Mi hermano es sólo un chiquillo.
—Evidentemente. Un hombre no enviaría a su hermana a suplicar en su lugar.
Se disponía protestar diciendo que Emmet no la había enviado, pero no era del todo cierto. Desde luego, él no había puesto objeciones cuando ella declaró su intención de ir a buscar a lord Cullen.
Bella puso su mano en la manga del noble con ademán implorante.
— ¿No tiene misericordia, milord? ¿Ninguna clase de compasión?
Al hombre se le marcó un músculo en la mandíbula.
—Su hermano no merece compasión. Ha destruido algo que era precioso para mí y yo a mi vez intento destruirlo a él.
La declaración era fría, despiadada, implacable.
Cullen miró despectivo la delicada mano que lo retenía.
—Mi carruaje aguarda, lady Black. No tengo por costumbre dejar esperando a los caballos.
Retrocedió unos pasos deliberadamente. Luego se volvió y Bella, consternada y desesperada, se quedó observando su retirada.
Bella contuvo encarnizadamente sus lágrimas mientras entraba en la lujosa mansión londinense que su familia había poseído desde hacía cuatro generaciones. Raras veces había llorado durante el desagradable período de su vida en que se vio unida a un famoso libertino, ni en los dos difíciles años que siguieron a la muerte de Jacob Black, y no lloraría ahora.
Descorazonada, subió la escalera que conducía al salón. Su hermano había abierto la casa para la temporada, aunque mal podía permitírselo.
Emmet la aguardaba en el salón, paseando ansioso de un lado a otro de la alfombra. Bella lo estuvo observando unos momentos preguntándose cuándo el muchacho encantador que ella recordaba de la infancia se había vuelto tan insensato. Pero sabía la respuesta. Como hijo único y favorito había sido criado con desenfrenada licencia por unos padres consentidores y permisivos. La falta de disciplina sin duda resultó en su ruina.
— ¿Bien? —preguntó Emmet en el instante en que la divisó—. ¿Lo has visto?
Emmet era más alto que ella y ninguno poseía rasgos parecidos. Sus cabellos negros, eran casi una aureola obscura, mientras que sus grises ojos eran luminosos y solían brillar cuando reía. Pero en aquellos momentos sólo mostraban inquietud.
—Sí, he logrado una entrevista con lord Cullen —contestó Bella mientras entraba en la estancia—. Se negó a hablar una vez descubrió mi relación contigo.
—Entonces estoy perdido —dijo Emmet roncamente.
Deseaba discutir con él, consolarlo, abrazarlo y hacer desaparecer sus problemas, pero él tenía razón: todos estaban perdidos. Se dejó caer pesadamente en el canapé de brocado azul.
Emmet se precipitó a un sillón con orejeras que estaba junto a ella y se cubrió el rostro con las manos. Tras largo rato preguntó con voz queda:
— ¿Se ha negado incluso a negociar?
—No llegamos al punto de discutir negociaciones. No deseaba tener nada que ver conmigo.
— ¡Maldita sea!
No por primera vez Bella sintió una oleada de ira ante el esfuerzo infantil de su hermano de echar la culpa a otro.
—Difícilmente puedes esperar que lord Cullen devuelva las fincas que tú te jugaste con tanta imprudencia sólo porque una desconocida se lo pida.
—Se propone arruinarme.
— ¿Se lo puedes censurar? Su hermana ha sufrido graves lesiones... por tu culpa, me permito añadir. Acaso nunca vuelva a caminar. ¿O tal vez, muy convenientemente, has olvidado ese pequeño detalle?
— ¡No lo he olvidado! —Emmet se meció los cabellos—. ¿No crees que lamente todos los instantes de mi insensata conducta?
— ¿Qué pudo empujarte a ser tan cruel con una joven?
—No lo sé. —Levantó la mirada y en sus grises ojos se leía dolor y remordimiento—. Comenzó simplemente como una broma, una apuesta, un medio de ganar una suma sustanciosa de mis compañeros de juego. Con los bolsillos vacíos, necesitaba el dinero. Y tal vez estuviera un poco...
— ¿Un poco qué?
—Aburrido.
— ¿Cazar en el campo no te procuraba bastante placer? ¿No eran suficiente diversión las peleas de gallos y los encuentros de boxeo? —Bella se manifestaba con un tono duro y ridiculizante—. De modo que tenías que arruinar la vida de una joven. Destruir su reputación y convertirla en una inválida postrada en la cama.
La mueca de Emmet reflejaba su angustia.
—Nunca me propuse llegar tan lejos, debes creerme.
— ¿Qué te proponías entonces?
Él exhaló un profundo suspiro.
—Te lo he dicho. Ganar una apuesta, simplemente eso. Cuando conocimos a la señorita Cullen en una reunión... Supongo que todos habíamos tomado mucho clarete con antelación. Al principio, la discusión se centró en cómo apartarla de su feroz carabina, pero de algún modo el objetivo se volvió más serio. Acabé apostando que podría enamorarla. Cortejarla resultó... mucho más fácil de lo que había esperado. —Inclinó la cabeza—. Rosalie había llevado una existencia muy protegida, estaba ansiosa de... afecto.
—De modo que tras algunas semanas de encuentros clandestinos la atrajiste a una casa de postas con la promesa de una fuga. ¿No pretendiste en ningún momento un honorable casamiento?
—No hubiera importado cuan honorables fuesen mis intenciones. Nunca habría podido casarme con ella, aunque lo hubiera deseado. Es una heredera, aunque no entrará en posesión de su fortuna hasta dentro de tres años. Cullen la habría dejado sin un penique si se hubiera casado sin su permiso.
En su favor cabía decir que la expresión de Emmet era avergonzada. Bella suspiró. Sabía muy bien cómo le irritaba su estado financiero, pero resultaba poco relevante lamentar su falta de medios, se trataba de un mal de familia.
Su padre había sido un pobre administrador sin cabeza para los negocios. Confió en que su hija mayor repararía la fortuna familiar con un gran enlace y convenció a Bella para que se casara con un joven baronet que malgastó su vasta herencia y encontró la muerte en un duelo sin sentido al cabo de un año. Poco después, tras la muerte de su padre en un accidente ecuestre, Bella había huido de Londres y regresado a su hogar para vivir con su familia.
Desde entonces, había pasado dos años dirigiendo la casa y tratando de convencer a su achacosa madre y a dos hermanas menores para que vivieran de acuerdo con sus humildes medios. Sin embargo, Emmet era el principal problema, porque exigía fondos para financiar sus placeres y reducía sus ya menguados ingresos con juego y mujeres.
Pero si antes estaban en situación sombría, en aquellos momentos era extrema.
—Tal vez Angela podría encontrar un buen partido —sugirió Emmet en voz baja.
— ¡No! ¡Imposible! —exclamó Bella furiosa.
Angela tenía solamente quince años y Jessica trece. Mientras le quedara un soplo de aliento en el cuerpo, sus hermanas no serían vendidas por riqueza y posición, como habían hecho con ella.
— ¿Qué propones entonces?
Se frotó las sienes con aire cansado.
—Tal vez podríamos simplemente negarnos a desocupar las tierras. A lord Cullen acaso le resultase desagradable tener que avisar a los alguaciles.
Emmet negó con la cabeza.
—Mi obligación con lord Cullen es una deuda de honor. Debe ser pagada aunque como consecuencia todos muramos de hambre.
Ella lo miró sintiendo crecer de nuevo su ira.
— ¿Has perdido nuestras propiedades, nuestras únicas fuentes de ingresos y sólo puedes pensar en tu precioso honor de caballero?
—Si no puedo pagar, tal vez debería pegarme un tiro en la cabeza.
— ¡No hables así, Emmet! —exclamó ella con dureza.
Él pareció no haberla oído.
—Tal vez merezco una bala. Cuando ella cayó... —Cerró y apretó los ojos—. Pensé que la había matado.
Su expresión era torturada, aturdida, y bella se asustó.
— ¡Emmet, te lo ruego...!
Se levantó con súbita ternura y acudió a arrodillarse ante él pese a su lujoso vestido. Le cogió las manos y vio que las tenía heladas.
—No podemos cambiar el pasado —le dijo—, sólo podemos esforzarnos por ser mejores en el futuro.
Él asintió al cabo de unos momentos.
—Tranquiliza tus temores, por favor, querida hermana. No tengo valor para poner fin a mi vida con mis propias manos. No tengo tu fortaleza.
Bella intentó desviar el curso de sus sombríos pensamientos con el corazón apenado por él.
— ¿Qué dicen los doctores sobre la situación de la señorita Cullen?
Él suspiró profundamente.
—No lo sé. No me permiten acercarme a ella. Quisiera... quisiera poder enmendar algo. Ésa era mi intención al visitar a lord Cullen esta semana, en cuanto él regresó al campo. Cuando me invitó a asistir a su club, pensé que podía haberme perdonado... Cuan necio fui...
Emmet forzó una torpe sonrisa.
—Supongo que puedo considerarme afortunado de que escogiera ese medio de vengarse en vez de desafiarme a un duelo. Sé que merezco su cólera. Si alguien hubiera tratado a mis hermanas de modo tan horroroso, habría deseado matarlo.
Bella se sintió más ablandada. Su hermano no era un mal hombre, sino simplemente débil. Y ella lo amaba de manera entrañable. Cierto que era un bribón, pero la había apoyado durante su difícil matrimonio y la había hecho reír en momentos de su vida en que tenía pocos motivos de alegría. Y parecía realmente apenado por sus abominables acciones hacia la hermana de lord Sinclair.
—Algo se nos ocurrirá, Emmet. Te lo prometo. No permitiré que nuestra madre y nuestras hermanas sean arrojadas a la calle para morirse de hambre.
Era desgarrador observar la implorante esperanza de su mirada.
— ¿Qué puede hacerse?
—No lo sé, pero aún no he renunciado a tratar de convencer a lord Cullen para que entre en razón.
—El desea venganza.
—Lo sé.
Se estremeció al recordar la tormentosa mirada de los grises ojos que parecía haberse infiltrado en su propia alma. La apremiante imagen surgió en su mente: era elegante, viril, peligroso. El perverso lord Cullen era un hombre a tener en cuenta.
—Es un diablo cruel —murmuró—, pero no aceptaré todavía la derrota.