Aquella era una sensación que creía olvidada. El sentimiento atenazante que le aplastaba el corazón pero que, contrario a ello, parecía desbloquearle cada una de las arterias del cuerpo y dejar que su sangre volviera a fluir libremente, sin la barrera que su propia neutralidad le había impuesto tiempo atrás.

Dinamarca lo sabía también. No podría asegurar que se sintiera del mismo modo, pero por la manera en que lo veía, en que le sonreía y así, sin decir nada, lo arrastraba de regreso a su mundo, a las viejas glorias y los largos viajes a mar abierto en que la madera, el hielo, la sangre y el fuego acababan fundiéndose en un único manchón multicolor, por la manera en que parecía perfectamente consciente de sus sentimientos, Suecia sabía que Dinamarca lo comprendía bien.

Al principio quiso huir. Tal vez fue ése el motivo por el cual se marchó de su casa desde el comienzo. Por el modo desesperante en que el danés -y sólo él- era capaz de hacer que su sangre bullera con fuerza dentro de su cuerpo, o por la mórbida satisfacción que sus heridas abiertas -en ambos cuerpos- le provocaban.

-He decidido que voy a terminar con esto.- había anunciado muchos, muchos siglos atrás, y Dinamarca había reído, incrédulo. Suecia, en cambio, no estaba jugando, y había sabido controlarse desde entonces. El otro, a su vez y para sorpresa del sueco, lo había hecho también, pero aún hoy, cuando se encontraban, él volvía a sentirse así. Como antes, con fuego bombeando por sus venas en vez de sangre y el hambre conquistadora que le pedía a gritos retomar las armas y volver al mar.

Seguramente fue por eso que las cosas terminaron así. Seguramente fue por eso que Dinamarca no se negó -aunque ciertamente se preguntaba si lo habría hecho de algún modo-, pese a la expresión adolorida de su rostro conforme él se abría paso dentro de su cuerpo estrecho, y la forma desagradable en que uno de sus huesos había chasqueado y la sangre le corrió por el mentón. Seguramente por eso, a pesar de todo, él se sintió tan bien y así, ambos amparados entre las penumbras de un corredor oscuro, había hecho por primera vez aquello que tanto había querido evitar.

Cuando todo terminó y Dinamarca recargó la cabeza sobre uno de sus hombros y lo sujetó por las manos para impedirle marcharse, y sus labios se apoyaron sobre su mentón y él sintió cómo los dientes firmes y afilados le rasgaban la piel de la quijada, Berwald dejó de dudarlo.

Al danés le había gustado tanto como a él.

-Estaba haciendo falta, Su.- masculló el otro, con una risita y la voz rasposa, y él cabeceó en respuesta, incapaz de decir o hacer nada para negarlo. Eran instintos, se dijo. Era un vikingo. Ambos lo eran, y no había modo en que las cosas hubieran podido cambiar tanto al final.