Con solo arreglarse los lentes todo el universo colorido de Ikebukuro se volvía monocromático: violeta, para ser más exactos. Solo así lograba calmarse un poco, hasta casi el punto de suspirar y sonreír.
Excepto cuando sus ojos se encontraban directo con los de él, en donde el rojo se volvía magenta; y era entonces cuando su sangre empezaba a hervir. Cuando su corazón inexplicablemente empezaba a acelerarse y amenazaba con devorarle el resto del cuerpo.
Era entonces cuando la ira se transformaba en tres simples e impronunciables silabas: "I-za-ya"
"Te quedan bien los lentes, ahora que me fijo" El pelinegro sonrío ampliamente, y hasta se dio el gusto de reírse en su rostro. Lo conocía muy bien, no lo soltaría.
Shizuo no dejaría caer la gran máquina expendedora que traía sobre él por el simple hecho de estar tan cerca. Podía verse reflejado sobre los lentes del rubio.
Los fuertes y firmes brazos se romperían primero, antes de la sola idea de dejar que la caja de metal achacara el cuerpo contra el piso.
El amargo aliento a cigarrillo se colaba dentro de su boca.
Sus piernas temblaron y tan solo una día recorrió su mente.
"También me quedan bien, ¿no?" se estaba pasando de la raya; arrebatándole los lentes violetas y luciéndolos como Shizuo lo haría "No tanto como tu camisa la mañana siguiente, ¿no?" le recordó al oído con una pequeña risa.
Era el colmo.
Izaya se marcho riendo, aun con los lentes puestos.
Seguro de que Shizuo los iría a reclamar aquella noche.