Disclaimer: Todo, todo, todo es de Meyer. Menos la trama, y lo que os suene realmente desconocido. No gano nada con esto, aparte de un dolor de espalda impresionante por estar mal sentada delante del PC.

NOTA IMPORTANTE: Estoy en proceso de reedición de los capítulos. No he borrado los comentarios anteriores que hay al final de cada capítulo, pero si he borrado los capítulos que no están editados. Me he propuesto subir uno cada día, así me obligo a hacerlo, porque sino lo dejaré pasar demasiado y no continuaré con el fic. En general los cambios no son enormes, solo dedazos que vi, pero más hacia el final habrá cambios más visibles. No de la trama, pero sí escenas que creo que debían estar y no estuvieron. Para más información, visitad mi blog (efffies . blogspot . com) o visitadme en twitter (efffie_). Perdón por las molestias.

Amnesia

Prólogo

—¡Ni soñarlo! —gritaba Tanya, yendo de un extremo al otro de la cocina, mientras fulminaba a Edward con la mirada—. ¡No puede quedarse aquí! ¡Ni yo misma vivo aquí y llevo saliendo contigo seis años!

Su prometido suspiró.

—Cariño, por favor —le suplicó, por enésima vez—. Es sólo hasta que Emmett sepa de donde ha salido. No puede estar sola, ya lo has visto —Rememoró lo que había pasado antes de que llegara Tanya: Bella se había dejado encendidos los grifos del baño de invitados y se había metido en la ducha con ropa y zapatos. Había sido realmente interesante explicarle cómo debía abrocharse los sujetadores cuando ella se cambió de ropa para no resfriarse.

Su prometida miró el caro reloj de muñeca que llevaba puesto. Iba a llegar tarde.

—Me voy. Hablaremos de esto mañana —murmuró cabreada, yéndose de la casa con un portazo.

Edward suspiró algo más tranquilo, hasta que apareció Bella con el tirador de la puerta del comedor en una mano.

—Pensé que era para colgar esto —explicó la muchacha con una mueca de arrepentimiento, levantando la gran bolsa de deporte que le habían preparado las enfermeras del hospital con ropas de objetos perdidos.

Edward se rió. No hacía ni veinticuatro horas que la habían encontrado y la muchacha ya había roto dos televisores, el cristal de una puerta corrediza y, ahora, el tirador de su puerta. Extrañamente, a él todo aquello le parecía divertido e interesante.

Se rió al recordar la extraña noche…

No era del gusto del joven doctor Cullen tener que quedarse a hacer una noche de guardia. Lo había tenido que hacer en muchas ocasiones durante su formación como médico y esperaba que, ahora que tenía trabajo en el prestigioso hospital de su padre, le hubiera corrido mejor suerte pero parecía que no iba a ser así.

En ese momento se encontraba en la sala de guardia, acompañado por otro par de doctores: uno de ellos leía atento una revista sobre medicina y el otro miraba muy entretenido un programa por el televisor. Estaban tan tranquilos porque sabían que podían irse a dormir cuanto quisieran. Se habían apostado, al iniciar el turno, el orden en que irían a recibir a los pacientes y a Edward le había tocado ir a por el tercero de la noche. Si es que llegaba.

Había tres hospitales más en Seattle, no tan prestigiosos como el Swedish Medical Center, así que allí sólo les traían las urgencias más necesarias. Sino, se encargaban el resto de hospitales. Además, no todo el mundo podía permitirse ser tratado en ese hospital.

El joven tenía casi treinta años, aunque aparentaba menos. Era alto y fornido, aunque un poco delgado. Se hacía notar en él, más que un cuerpo de infarto, unos perfectos rasgos faciales: unos pómulos algo marcados y una fuerte mandíbula. Además, claro, de unos brillantes ojos verdes.

Entró en la sala de guardia la enfermera Dorothy, una mujer cincuentona y muy risueña, cargando con café recién hecho.

—¿No podría sobornarla, señora McGrew, para que no aceptaran ningún paciente en urgencias? —inquirió Edward, haciendo un sugerente movimiento de cejas. La mujer se lo tomó como si fuera una broma y se fue de la saleta; de hecho, era una broma: él jamás se hubiera acostado con Dorothy.

En conclusión, al doctor Edward Cullen le tocaba esperar hasta que llegara el nuevo paciente, antes de que volvieran a empezar con el orden de los turnos.

—Maldición —murmuró cuando la pelota de tenis, con la que llevaba rato intentando matar el aburrimiento a base de lanzarla contra la pared, se le escapó de las manos y, curiosamente, salió por la puerta entreabierta. Si hubiera querido hacerlo adrede no hubiera podido.

Iba en búsqueda de la maldita pelota cuando se cruzó con un hombre de su misma edad, aunque algo más alto y mucho más corpulento, vestido de policía.

—¿Emmett? —preguntó, extrañado y alegrado a la vez, en cuanto lo reconoció.

Su compañero de instituto y amigo de toda la vida le sonrió, luciendo con orgullo la placa de policía de Seattle.

—¿Qué haces tú por aquí? —inquirió Edward extrañado, al ver que su amigo no presentaba ningún tipo de lesión externa—. Me alegra ver que no soy el único que tiene que trabajar el viernes del cumpleaños de Jasper —sonrió divertido, aunque con tintes de amargura.

Su amigo le pegó un amistoso golpe en el hombro a modo de respuesta y sonrió.

—Te traigo una paciente —le explicó Emmett, al tiempo que se ponía algo más serio—. La hemos encontrado dando tumbos por la carretera de Riverton Heighs, y… bueno —se encogió de hombros—, lo entenderás en cuanto la examines.

Ambos se dirigieron hacia la sala de observación.

Era una muchacha de apenas veinte años, pensó Edward en cuanto la vio. Llevaba una larga melena de color chocolate enmarañada y algo sucia. Parecía fatigada y realmente desconcertada de estar allí. Su ropa, unos diminutos shorts tejanos y una camiseta de tirantes, estaba completamente manchada de barro y arena, y llena de rasguños, al igual que el resto de piel visible.

—Soy el doctor Cullen —se presentó él, acompañado de la enfermera Dorothy McGrew—. Vamos a hacerle una inspección de reconocimiento, ¿le parece bien?

La muchacha no repuso, pero Edward lo atribuyó al desconcierto general que reinaba en su rostro. Se acercó a ella y apartó unos cuantos mechones de cabello de la cara para poder examinarla mejor. Pese a la suciedad que le cubría el rostro, pudo atisbar sus delicados y bonitos rasgos faciales, especialmente le llamó la atención la curvatura de su labio superior… ¡Pero era una paciente y no podía pensar en esas cosas!

—Viernes 20 de marzo. Las dos y media de la madrugada. La paciente tiene un profundo corte en la ceja izquierda, igual que en el labio inferior. Un hematoma profundo en el pómulo izquierdo —le dictó a Dorothy, quien apuntó todo lo que le decía—. ¿Se ha caído por algún sitio?

La joven siguió sin decir nada, y empezó a mirarlos a ambos con terror en el rostro. Sus ojos eran de color chocolate, como su cabello, y tenía unas gruesas pestañas negras…

—¿Puede quitarse la camiseta? —le pidió Edward, mientras apartaba un poco los cabellos que el cubrían el cuello para examinar esa zona. La joven reaccionó pegándole una bofetada tan fuerte como pudo. Edward se quedó parado y descolocado, incluso se tambaleó un poco. ¿Acaso se había percatado del oculto interés que tenía por verla sin camiseta? Esperó que no.

La muchacha se volteó hacia la derecha, para apartar su mirada de la de él. Fue entonces cuando Edward se percató de una fina línea roja que le descendía por el lado izquierdo del rostro. Apartó los cabellos que había en esa zona para examinarlo; como temía, que allí había una fuerte contusión que sangraba.

—Señorita, ¿Qué le ha pasado? —inquirió de nuevo. La joven seguía temblando y se mordía el labio inferior, haciendo sangrar todavía más esa herida—. Dorothy, trae algún tranquilizante, rápido —le susurró a la enfermera.

La muchacha empezó a respirar cada vez más rápido, indicándole al doctor que podía sufrir una crisis de ansiedad.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Edward, intentando que la chica se recostara en la camilla para tranquilizarla.

—Creo que Bella —repuso ella, finalmente, señalando un colgante de plata que llevaba en el cuello con ese nombre grabado. Edward se quedó a cuadros.

—¿Sólo lo crees? —preguntó el doctor. Entendió a lo que se había referido antes Emmett—. ¿No recuerdas nada más?

Ella negó con la cabeza. Entendió la expresión de desconcierto y desasosiego de la muchacha.

—Yo soy Edward —se presentó él—. No te preocupes, Bella, todo va a salir bien —Dorothy se había acercado con una jeringuilla lista con una pequeña dosis de sedante, para que la muchacha estuviera más tranquila. Ella se lo dejó administrar sin oponerse, con curiosidad.

Segundos más tarde, la muchacha había dejado de temblar y reposaba tranquilamente encima de la camilla.

—¿Prefieres que te examine la enfermera? —le preguntó con ternura a la joven. Nunca antes había sentido tanta curiosidad para examinar a una paciente, pero era mejor no seguir con aquellos pensamientos, o las cosas podían torcerse.

Bella asintió.

Debía recuperar la compostura: él era un hombre maduro, pronto iba a casarse, y aquella pobre muchacha no se merecía que un depravado se le acercara. Intentaría mantener el menor contacto posible con la muchacha.

—Debe tener entre diecisiete y diecinueve años —pensó el hombre, sin poder evitar morderse el labio inferior.

Sí, desde luego lo mejor sería solucionar el problema de la chica y olvidarse de ella para siempre.

—No puede quedarse en el hospital —explicó Gregory Mayer, el contable del mismo—. No es económico.

Se habían reunido todos en el despacho de su padre, Carlisle Cullen, el director del Swedish Medical Center, para decidir qué hacían con la muchacha desconocida que había aparecido la última noche.

—¿Qué quieres decir con que no es económico? —inquirió Edward, molesto. No era normal que un médico recién llegado estuviera en ese tipo de reuniones, pero como era el encargado de la muchacha y su padre era el director, no habían tenido otro remedio que aceptarlo.

—Nuestros pacientes pagan mucho más de lo que te puedes llegar a imaginar para ser atendidos en nuestro hospital —le explicó, como si Edward tuviera tres años—. No podemos quedarnos con un paciente que no pague nada-

Iba a responderle que a él se le ocurría un modo en el que la muchacha podía pagarle la atención médica, pero decidió callarse. No era el momento, no era el lugar, ni realmente quería decirlo, aunque lo deseara. Él no era así.

Cabreado, se volteó hacia su padre.

—No irás a dejarla de patitas a la calle, ¿verdad? ¡Esta mañana Dorothy ha tenido que explicarle cómo funcionaba la cisterna del retrete! —exclamó. La muchacha, Bella, se había olvidado de cualquier cosa que no fuera hablar, andar y pegar a quien la molestara—. Alice tiene que hacerle un análisis. No podemos dejarla marchar y…

Carlisle había levantado una mano para que su hijo aguardara.

—No la haremos marchar y no se quedará aquí sin pagar nada —explicó mirando alternativamente a uno y a otro—. Voy a pagarlo yo y va a ser inscrita en el hospital como Bella Cullen, hasta que Emmett consiga descubrir algo acerca de ella. Y que Alice la examine, no vaya a ser que sea una buena farsante.

Gregory Mayer, el contable, se largó algo más contento al haber conseguido que las cosas salieran como él las tenía previstas. Edward se quedó unos instantes en el despacho de su padre.

—Sus lesiones no son suficientemente graves como para que se quede en el hospital —explicó el director del Swedish Medical Center—. ¿Qué piensas hacer cuando pase el período de observación?

Edward se quedó desconcertado. No había pensado en eso.

—Me la podría llevar a casa. Tengo habitaciones de sobras pero… no creo que a Tanya le parezca buena idea —murmuró, imaginando cómo iba a reaccionar su prometida.

De hecho, primero había imaginado cómo sería tener a una colegiala tan bonita en casa, pero intentó borrar esos pensamientos de la cabeza. No podía ser que, cada vez que intentaba pensar en Bella como su paciente, sus pensamientos se torcieran de ese modo tan indecente. Él era un profesional. Recién licenciado y sin llegar a los treinta, pero un profesional.

Carlisle sonrió.

—Ya hablaré yo con ella…

Bella seguía mirando hacia el suelo, con el tirador de la puerta todavía en la mano, avergonzada.

Tras quitarse toda la mugre de encima, tal y como Edward había imaginado, había quedado el descubierto una hermosa joven. Esperaba que por lo menos fuera mayor de edad, así no iba a sentirse tan mal con sus pensamientos pecaminosos.

No la había acogido con malas intenciones, pensó el muchacho, de eso estaba seguro. Era una pobre chica desamparada, y él, como buen caballero, le había brindado un poco de ayuda.

Desde luego, no iba a aprovecharse de ella…

¡¿Pero como demonios podía quedarle tan bien ese vestidito tejano y esa camiseta blanca?


NOTA IMPORTANTE: Estoy en proceso de reedición de los capítulos. No he borrado los comentarios anteriores que hay al final de cada capítulo, pero si he borrado los capítulos que no están editados. Me he propuesto subir uno cada día, así me obligo a hacerlo, porque sino lo dejaré pasar demasiado y no continuaré con el fic. Perdón por las molestias.

¡Hola! ¡He vuelto a la carga! Sé que últimamente estoy que no paro, pero es que no se debe desaprovechar la inspiración, ¿verdad?

Bueno, espero que os haya gustado y, si es así, ya sabéis cómo podéis hacérmelo saber. Espero a leer vuestros comentarios =)

Ya sabéis, cuanto más me molestéis con reviews, antes actualizaré =) Sino, entiendo que la gente tiene paciencia y puede esperar.

Un beso,

Eri.