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(Risa nerviosa). ¡Apuesto que no esperaban que fuera un día milagroso! (?) Sí, aquí~ Mistake reportándose. He decidido volver a fanfiction en particular e internet en general (: Así que nada, probablemente actualice más rápido la próxima vez.

Ah, y para las personas que leen Nevermind, tengo la idea. Tengo frases y escenas, pero es como sino pudiera conectarlos. Me queda incoherente, estúpido y forzado. ¡No estoy para esas cosas, nena! Sólo hay que esperar, lo sé. Juro que al primer atacaso inspirador que me de, pensaré en Nevermind antes que nada (porque mi musa es muy versátil y se adapta cuando llega). Y... eh... (carraspeo), siento la tardanza y eso.


Heaven's Door

«Después del final feliz, ¿qué?

¿Qué sigue cuando los besos se acaban?»

II

«Callejón sin salida»


Entré en la librería sintiendo la boca dulce. Meiling me había invitado a tomar un café en la mañana, como todos los días. Y, adivina, acepté. Tenía que comprar El Paraíso Perdido otra vez, en vista de que el último estaba manchado con esmalte de uñas por culpa de Fuutie. Se había disculpado veintisiete veces —a estas altura de la vida, es divertido contarlas— y me dio dinero para otra copia. Era más de lo que necesitaba, pero nadie se queja de cosas así. A fin de cuentas, todos lo necesitan de una manera u otra. Gracioso que sólo sea papel (con unos dibujos especiales y un valor lo bastante importante para matar y otra cosas).

Me froté la cara con aire adormilado y una risa cantarina, que provenía de una niña pequeña abrazada a su madre, me hizo acordarme inevitablemente de ella. Sentí que algo se apretaba en mi pecho y me dije idiota. Habían pasado dos días desde la última vez que la había visto. Era improbable, por no decir imposible, que nos volviéramos a encontrar. Tenía la esperanza de no enterarme de su destino si era malo; prefería dejarlo como algo bonito, etéreo, suspendido en ese espacio que parece vacío en las memorias. No podía negar que, si se volvía a presentar, deseaba que fuera algo tan especial como antes, algo comparable a un cuento de hadas donde el viento también quiere ser un personaje.

Tomé distraidamente el primer libro que pillé en la última estantería. Las manos se me mancharon con polvo. ¿Por qué, me pregunté, no le había pedido su teléfono o algo por el estilo? Claro que había parecido fuera de lugar en ese momento pero, de todos modos, era una estupidez dejarla marchar sin más. Apreté la portada entre los dedos y antes de darme cuenta de lo que hacía lo abrí. Era ese libro. Habían rayado el nombre del autor, pero era de esperarse. Esa tienda era de segunda mano... y aunque fuera un historia algo ¿personal? No sé como describirlo, pero parecía un poco... libre. Como si fuera de todo el que lo comprendiera. Con la respiración agitada, di vuelta la página y busqué esas letras conocidas.

«Primera parte», ponía, y después, «Prólogo. Me llamo Hiroko, y lo más importante que me ha pasado nunca es amar. Yo lo quería tanto que me resultaba difícil de creer. Pero él no. Entonces, cuando quieres a alguien pero no es recíproco duele, duele con un ardor inimaginable y el corazón te sangra incluso cuando ríes, y te ensucia la almohada por la noche, la deja mojada. Tus ojos se hinchan pero, al día siguiente, cuando le hablas, la sonrisa te aflora a los labios de forma natural. Querer a alguien en silencio es delicioso, como guardarse un secreto interesante, algo que sólo tu sabes y que los demás no, y lo disfrutas. Llevaba mucho tiempo amándolo y el latido de mis venas iba al ritmo de su nombre, así que me resultaba fácil disimular. Incluso así, dolía, pero era un dolor cotidiano, algo que no te queda más remedio que aceptar.

El primer encuentro siempre es importante. Se te queda en la memoria como las pinceladas de un cuadro perfecto o esas palabras especiales que nunca logras arrancarte. Cuando yo lo conocí a él, estaba en el salón de arte e intentaba arreglármelas para dibujar una puesta de sol, pero todo el mundo sabe lo difícil que es eso. Debes hacerlo rápido; ni el sol ni el tiempo esperan. Él entró sin que yo me diera cuenta, y mientras yo borraba una línea que me parecía mal trazada, pasándome la mano por la cara y ensuciándomela por culpa del lápiz del carboncillo, miraba sobre mi hombro.

—Es un dibujo precioso —afirmó con voz suave.

Nunca te sorprendes la primera vez que te hablan. No puedes amar a alguien si nunca le has hablado, estoy hablando en serio, no como esas cosas platónicas que con el tiempo se olvidan y, cuando piensas en ellas, te traen un sabor agridulce porque fue un cariño callado y perfecto. Enamorarte de una persona, pero enamorarte de verdad, requiere palabras mágicas, esas que esten justo a tiempo con el momento, sin importar si el silencio es denso y empalagoso o si el ruido asfixia, incluso si la nieve cae lentamente o el sol parece derretirte la boca.

Me giré a mirarlo, y me sonrojé.

—Gracias —le murmuré, inmensamente nerviosa—, pero no creo que esté lo suficientemente bueno.

Entonces yo no lo sabía, pero mi historia, mi descubrimiento precioso, ese pequeño capullo emocionado que había plantado con cuatro palabras y una sonrisa en mi pecho, estaba destinada a romperse en mil pedazos cuando las raíces ya estuvieran enterradas, profundamente. Algunas se marchitan, delicadas, cuando otra nace encima, suave y ligera, pero a mí no me pasó eso.

No, ¿cómo iba a pasarme?

¿Cómo, si es imposible que yo quiera a nadie más?

¡Oh, sé lo que estás pensando! Pero es diferente. Los adultos dicen que el primer amor es especial precisamente por eso, por ser el primero, pero en mi caso fue diferente. También dicen que ya se te pasará pronto cuando eres joven y vives contando las horas para volver a verle. Es horrible cuando no sabes cómo encontrarle de nuevo. La espera te carcome y entonces repites, una y otra vez, la escena en tu cabeza. Si tienes suerte y hay un nombre para esa adoración tímida, puedes murmurarla en sueños, pero a menudo no hay suficiente suerte. Bueno, a pesar de que íbamos al mismo Instituto, no volví a verle durante unos cuantos días y me dio pánico. No lo sabía entonces, pero me gustaba, un sentimiento cálido que me envolvía cuando recordaba su tranquila alabanza. Se había quedado mucho rato mirándome trabajar, y con el tiempo lo olvidé.

Como no tenía un amor antes de él, el dibujo lo suplantaba. Era como tocar fotografías y robar imágenes para conservarlas eternamente. No sabes lo increíble que es saber que puedes hacer cosas como esa.

Deambulé por los pasillos como una muerta. Miraba a todas partes buscando sus ojos peculiares, ligeramente claros, y su cabello despeinado, o sus mejillas altas. Pero no lo vi, y tampoco escuché su voz pausada y amable. No sabía en qué clase estaba, ni su nombre, y después empecé a pensar que quizás lo había imaginado. No quise preguntarle a nadie porque, si había sido una alucinación, era la alucinación más encantadora que pude conseguir. ¡Y, por supuesto, era mía, total y completamente mía! Así es. No se lo cuentas a nadie, ni siquiera a tu mejor amiga, o a tu madre.

Es terrible. Deberías hacerlo. Te aseguras de que el secreto no empiece a llenarte la lengua, y entonces no te acostumbras desde antes. Pero, si ya has pasado esa etapa, lo siento tanto. Pronto vas a ver como todo lo que escribo aquí es verdad, o a lo mejor con suerte no. Espero equivocarme, a pesar de todo. El amor tiene la boca roja y los ojos grandes, pero todo es una máscara. Si la rompes, si decides que quiere que sea parte de ti, duele. Después viene la agonía.

Detrás de la máscara está lo peor».

Me quedé de pie como un imbécil con el libro en la mano y la respiración entrecortada. «Es una coincidencia», pensé, «una coincidencia macabra y espeluznante». ¿Cómo de probable era que yo acabara cogiendo justamente el libro que necesitaba? No, espera, no lo necesitaba, me dije severamente. Sólo había pensado en él, pero no era para tanto. Incluso con la descripción locamente cercana a mi situación actual, eso no tenía nada que ver. El ejemplar que yo había conseguido había sido «accidentalmente» quemado por Meiling cuando vio que me sentaba en el jardín con el libro al lado, pensando en la historia una y otra vez. Era natural, realista, eso significaba que podía pasarme.

Pero ella moría. Yo no quería que la persona a la que amaba muriera.

—Déjalo ya —me había espetado Meiling en aquella ocasión—. Sólo es una historia.

—Sí —asentí distraídamente—, claro, Mei.

Gruñó enfadada y supongo que entonces lo decidió porque, la próxima vez que vi esas páginas blancas, estaba hecho un desastre, y medio sepultado bajo hojas del otoño pasado en el patio de atrás. Me había enfadado bastante con ella y no le hablé en dos semanas. Estaba desconsolada y no paraba de decirle a mi madre que me regañara por ignorarla, pero ella decía le repetía una y otra vez que lo que le había hecho a mi libro era horrible, y que yo estaba en mi derecho a enojarme.

—Deja que se le pase el enojo —le aconsejó miles de veces—. Después todo estará bien, Meiling.

Creo que vivía y respiraba por esa frase. «Todo estará bien». ¿Pero y si no se pone bien?, pensaba yo, mirándolas de reojo, fingiendo leer con aire concentrado otro de los libros de mi padre. ¿Qué sucede si no se pone bien? Porque algún día, algo, alguien, no se repondría. Como los vidrios rotos.

Caerían pero, incluso si los pegas, las cicatrices quedan allí.


—Estoy enfermo —murmuré, dejándome caer pesadamente sobre el césped frío. Tenía El paraíso perdido guardado en la mochila, pero no era eso lo que me disponía a leer.

No.

Oh, no.

Por supuesto.

—Absolutamente enfermo —añadí para mí mismo.

No tenía moral. Abrí una página al azar y hundí la nariz en él, espiando por el rabillo del ojo un abrigo pálido o unos ojos verdes. Pero, aparte de un par de parejas acarameladas, no se veía a nadie que encajara con la descripción. Tenía hambre y frío pero, aparte de ese asqueroso café frío que vendía el abuelito con aire adormilado en la entrada del parque, aquí cerca no había donde conseguir algo nutritivo —no, el café no encaja en eso tampoco—. Doblé las piernas y un rayo de sol opaco le pegó de lleno al título del libro. «Las puertas del paraíso», ponía, en elegantes trazos plateados. A pesar de estar viejo, no había más rayones que el autor. Miré mi reloj. Había quedado de comer con Meiling a las dos, pero todavía eran las diez. «Fantástico», me dije con ironía. «Genial». Terminas la Universidad y eres un perdedor sin nada que hacer.

Había vivido con mi madre susurrándome al oído en voz baja que algún día heredaría las empresas de mi familia, cuando ella muriera. Solía hablar de ello como si fuera algo próximo. Me daban ganas de preguntarle «¿es que te sientes vieja?» Pero cualquiera, hasta el más imbécil, con una mirada a mi madre entendía que si preguntabas algo así estabas muerto. Era tu fin. El adiós a los días. Mi madre era una mujer de edad indefinible, sin arrugas en absoluto y con la cara imposiblemente pálida. Siempre usaba kimonos chinos, a ser posible blancos o rojos, o ambos —combinando detalles y todo esas extrañas cosas femeninas—. A Meiling le gustaba la ropa china y llevar el largo, sedoso pelo negro suelto para que se balanceara con el viento.

«Y sino te corresponde.

Entonces qué.

Qué diablos se supone que haces. Yo, Kobayashi Hiroko, no tengo la más mínima idea. Porque no hay respuesta, nunca hay una respuesta correcta, es como jugar un juego que no tiene solución. No vas a dejar de amarlo cuando te mire con esa compasión infinita en los ojos y te diga lo siento. No pasará. Sólo te llegará una puñalada feroz en el pecho, y tendrás que sonreír para que no note nada, porque por supuesto tú eres fuerte. Pero después vas a estar a solas y le desearás aún más. A veces lloras, a veces no. No hay que ser un genio para saber que no necesitas llorar para despedazarte. Te rompes, te quiebras, te deshaces. Con el tiempo lo olvidas, ¿pero a qué costo?»

—¿Cuántas cosas perdiste antes de lograr dejarle ir?

«Qué horrible, qué horrible... Soñé tantas veces con ello. Le amaba y no lo sabía, no lo negaba, pero no lo sabía. Y qué dolorosos eran... esas imágenes que se repetían una y otra vez y me arañan la garganta. ¿Cuántas veces no te he deseado demasiado como para poder respirar? Tu nombre me pesa en la lengua. Hay tantas cosas que siempre he querido decirte. Una vez seguí el contorno de tu mejilla con un dedo mientras dormías. Me acordé de que, en los libros, al final las cosas siempre salen bien. Pensé que algún día me querrías. Que sólo tenía que sonreír, seguir ahí, firme, presente, inquebrantable. No me llega en absoluto tu mano juntándose bajo la mesa con la de una extraña. Me pides la sal, sonríes. Ahora somos amigos y yo puedo conocerla. Ten-go. Tengo que hacerlo. Ella me mira con sus ojos oscuros y su cara inexpresiva.

Es hermosa.

Y lo sabe.

Pero tú no. Eres el imbécil más encantador que alguna vez he conocido».


—Shaoran —dijo Meiling, tendiéndome una mano. La miré arqueando una ceja, dejando mi libro junto a mi en la banca. Ella dejó caer su brazo y puso los ojos en blanco, como diciendo «vaya tonto estás hecho»—. Deja ya de leer. Tu invitada ha llegado.

—¿Qué invitada?

—Ki —alargó las vocales como una cría— ran. Dijo, «soy Kiran Minami, y estoy aquí para ver a Shaoran Li». Me gusta como se dice tu nombre aquí, Xiao Lang.

Cuando hablaba en chico se le apretaban los labios. Todavía. Se mantuvo etérea y perfecta, de pie frente a mí, con la melena sobre la cara y los ojos nostálgicos. El libro latía en mi mano. Las muñecas de Meiling eran pálidas. Tenía el fantasma de una sonrisa infantil sobre la cara. Yo no sé nada. Debería decir lo de siempre. «Es muy guapa... ¿Así que es tu nueva novia? Shaoran, no nos vayas a dejar abandonados por ella». El jardín de la casa era grande y amplio, lleno de flores melancólicas y árboles susurrantes. No sabes de lo que estoy hablando, ¿verdad?

¿Es que no sabes cuánto me duele?

—Por supuesto, Meiling —repliqué con tono aburrido, y tomé el libro para doblar la punta de la hoja y marcar el lugar donde había quedado—. Enseguida voy. ¿Por qué no nos esperas en el salón?

—¡Ah, pensé que ibas a llevarla a tu habitación!

Su tono era perfectamente ligero. La mano que sostenía el libro estaba temblando.

—No seas tonta.

Ella se rió.

¿Es que no me vas a mirar? No... Yo nunca, ¿verdad?

No..., supongo que no.


—Hoy me ha dolido mucho, especialmente —murmuré.

—¿Qué te ha dolido?

Di un salto de varios metros y dejé caer las páginas desgastadas. Sakura se agachó a recogerlo después de alisar nerviosamente su falda blanca. Llevaba un amplio chaleco blanco de cuello vuelto. Su cabello fino, suave y corto resbaló por sus mejillas cuando se movió, y se mantuvo sobre su frente cuando examinó el título. Se me subió el corazón a la garganta. Jesús. Ella envolvió sus manos delicadas alrededor de la portada y me lo alargó, mirándome con curiosidad. Parecía especialmente pálida hoy. O tal vez yo alucinaba.

Por supuesto, eso podía ser debido a que se estaba muriendo.

—Nada —dije—, estaba leyendo en voz alta. Hola, Sakura.

Sonrió, brillante y fugaz. Su cara volvió a iluminarse como si un rayo de sol invernal la hubiera alcanzado a trevés de las espesas ramas del árbol bajo el que me había sentado.

—¡Te acuerdas de mí! —se rió con deleite—. Shaoran, cumpliste tu promesa.

—Por supuesto —contesté—, es algo que suelo hacer. Y no ha pasado tanto tiempo, realmente... —añadí casualmente. Por favor, Dios, no dejes que se de cuenta de que soy un pedófilo.

—Bueno, sí, ¡pero no teníamos forma de hablar otra vez! Eres un novio muy inconsciente —dijo, y se me cortó la respiración un par de segundos—. Ni siquiera podemos salir. He estado pasando por el parque a cada rato para ver si te encuentro, y ahora estás aquí. ¿No te parece afortunado?

—Me parece más que afortunado —dije—. Me parece casi psicótico. Si Dios existe, él definitivamente sabe lo que es el crack.

—No hables así de Dios —discutió, sentándose a mi lado con despreocupación. Noté las ojeras amoratadas bajo sus ojos, su cuerpo cansado—. No puedes simplemente ir y decir que Dios se...

—¿Qué Dios «viaja»?

—¡Shaoran! —se volvió a reír. El mismo sonido musical. Su voz aún era tan perfecta como la recordaba—. Basta ya.

—Lo siento. Estoy nervioso.

Pareció suavemente sorprendida, como si la idea nunca se le hubiera ocurrido. Yo estaba haciendo el ridículo, hablando de Dios y crack y viajes y ella no me creía que estaba nervioso.

Por favorrr.

—¿En serio?

—Sí. Bastante.

—¿Por qué?

—Cada vez que paso frente a una estación de policía me da la impresión de que el oficial me clava los ojos encima —admití luego de vacilar un instante—. Me estoy volviendo paranoico, te lo juro. Es tu culpa. No me puedo creer que... —me sonrojé, y miré a otro lado, rogando porque no notara el rubor de mi cara.

Sakura deslizó su mano por el césped, después la levitó sobre mi pierna y entrelazó sus dedos con los míos, que reposaban y se vieron sobresaltados. Un escalofrío me recorrió el brazo y mi cuerpo se quedó tenso. Exhalé el aire lentamente, y la miré de reojo.

—Esto es ilegal —le señalé amablemente.

—La gente hace un montón de cosas ilegales —dijo—, Pucca lo hace todo el tiempo, acosando a Garu, pero nadie la envía a la cárcel.

—¿Qué tiene que ver Pucca?

—¡Es bonita! —se rió—. Mi amiga Tomoyo me regaló una mochila de ella... Oye, Shaoran, ¿te hablé de Tomoyo, verdad?

—Eh...

No me acordaba para nada de nuestras charlas poco trascendentales.

—Es mi mejor amiga —continuó ella, como si mi balbuceo le hubiera dado la respuesta que buscaba. Dobló las piernas y apoyó una mano en su muslo, dejándose caer contra mi desinteresadamente, igual que si lo hubiera hecho miles de veces. Sólo que no era cierto, y yo no estaba acostumbrado a que chicas (es una niña, es una niña, es una niña) se me lanzaran encima (se llama metáfora, saltamontes), así que... reaccioné un poco exageradamente, como dando un brinco. Sakura lo ignoró—. Se llama Tomoyo Daidôji. ¡Tomoyo es tan guapa y amable! Pero... le gusta grabar cosas... —lució incómoda—. Y a mí, a veces.

—¿Está enferma?

—¡No! —exclamó, y negó suavemente con la cabeza. Su pelo se movió deliciosamente y me dieron ganas de tocarlo.

—Hablaste demasiado rápido —la acusé.

Dudó, y finalmente confesó.

—Es casi un fetiche —dijo. Miró el cielo entonces, como si eso lo dijera todo, y se rió abruptamente. Las notas musicales y agudas de su voz me hicieron pensar en una jaula de pájaros repentinamente abierta. El metal de la pequeña puertecilla crujió, eso era el dolor y la tristeza que la acompañaban (desde que sus respiraciones estaban contadas). Pero las aves aún cantaron y yo contuve el aliento, preguntándome como de frágil era su, mi, nuestro mundo ahora.

—He pensado algo en ti —le admití, pero eso era a lo más que iba a llegar. Me miró con interés—. Aún creo que no soy lo adecuado, Sakura. Deberías conseguir un chico joven y...

—Estúpido —completó casi con crueldad—. Pero exactamente, Shaoran, son jóvenes. Ellos tienen una vida por delante —y me sonó tan... sabia y cansada y vieja cuando dijo eso, que ante mis ojos cayeron pedazos de cristal rotos. Me había dado cuenta en ese mismo instante de que ella iba a morir, realmente a morir—. Ellos van a seguir adelante, ¿no?

—Bueno, es algo que a sus madres les gustaría —dije.

Sonrió tristemente, tan tristemente que casi no era una sonrisa. Estaba echa del agua de las lágrimas que lentamente habían resbalado por su cara. Me acordé de la silueta de su cuerpo, sus mejillas mojadas. «No quiero morir, Shaoran».

—Lo harán —confirmó—. Encontraran a alguien más. Y yo no quiero eso, Shaoran. —Apretó su pequeña mano sobre mi brazo hasta que el agarre fue casi doloroso. Sospeché que tiempo atrás en ese gesto debía de haber bastante fuerza, y me pregunté cómo de cansada debía de sentirse a veces. Tan cansada, con tantas ganas de dormir. La madre de un amigo en el Instituto había muerto de—

Ni siquiera podía pensarlo. «Estás mal, Shaoran», me dije, «te pierdo, compañero».

—Me van a olvidar —añadió, precisando el trozo de información que más le aterraba. Sakura quería quedarse entre los vivos y si la única manera que veía era la memoria, pues eso haría. Lo entendí.

Pero me asustó también, porque ella no había dicho en ningún momento que quería ser recordada de buena manera. Es decir, ella podía hacer algo horrible. Únicamente para «quedarse».

—Y no los dejaría. Eso me rompería el corazón —se giró hacia mí y, con sus dedos delgados, giró mi rostro para obligarme a mirarla. Arqueó las cejas con preocupación—. Tú nunca me olvidarás. Siempre estaré contigo. No puedo explicarte como es que lo sé, simplemente lo hago. Y aquí estamos, y me recuerdas. No es porque te besé —dijo, tan segura que algo del hielo que tenía en la garganta se derritió—. Yo podría haber pasado a tu lado sin pedirte el caramelo y aún así me recordarías. «La chica del abrigo», «la mona chica joven».

Me miró y me di cuenta de que había algo ausente en sus ojos. Era una mirada no demasiado presente, no demasiado cuerda, sensata o razonable. Había una determinación demente allí y confirmé lo que ya sabía. Cualquier cosa. No bromeaba. Cualquier cosa.

—¿Verdad, Shaoran? —sonrió tan dulcemente que me dieron ganas de acariciarla—. Tú ya lo sabes, y lo entiendes, es por eso también. Me recordarás cuando me haya marchado y no podrás dejarme atrás. Tú no seguirás adelante sin mí.

—Así que básicamente quieres arruinar mi vida y hacerme miserable luego de que no estés —dije. Asintió—. Esas son grandes expectativas.

Sonrió y ésta vez era de verdad. Parecía que no hacía ni un segundo que me estaba dando indicios severos de que estaba más enferma de lo que admitía.

—Empecemos por lo fácil —repuso.

—¿Qué sería eso? —pregunté.

—Tengamos una cita.


Le propuse ir al cine o a tomar un café, pero Sakura me dijo que en los lugares oscuros como aquellos se quedaba dormida. Le pregunté si quería ir a ver algo para mayores de dieciocho y se echó a reír. «Estás pervirtiéndome», dijo, y una señora mayor que pasaba a su lado me miró con ojos desorbitados. Opté por una sonrisa inocente y amable, pero ella frunció el ceño y le hizo repetir dos veces a Sakura el número de la policía antes de marcharse negando con la cabeza. Sakura se carcajeó, los pequeños pajaritos que escapaban por todas partes llamando la atención mientras caminábamos lentamente por la acera. Pensé que Sakura no podía reír muy a menudo. Los pajaritos tardaban en volver. Al final la obligué a caminar torpemente dentro de un callejón y la miré con el ceño fruncido.

—Dime tú que quieres hacer —le pedí.

Casi ignorándome, tal vez sin el casi, sacó su celular, se apoyó en la pared y presionó unos cuantos botones. Después de unos instantes, una música lenta y amable empezó a sonar. La miré perplejo. Sus ojos en ese momento me recordaron a cristales impenetrables o, tal vez, a un par de espejos.

—Es de Kanon Wakeshima —me explicó como si yo le hubiera preguntado—. Se llama Still Doll. ¿No te parece bonita?

«A través de tus ojos, ¿qué clase de sueño podrás ver?»

Pensé que era espeluznante. Miré a Sakura avergonzado detrás de mechones de cabello.

—¿Te gusta la música así? —dije yo, el chico fan del rock inglés.

—Me gusta mucha música —contestó—. El J-pop, el J-rock, y también escucho algo en coreano. Como Girls' Generation, sobre todo Chocolate Love.

La escruté con cara de póker y se echó a reír. Los pajaritos habían vuelto. ¿Por qué insistía en liberarlos una y otra vez?

—¿Te gusta Gazette? —preguntó. Negué con la cabeza—. ¿Qué tal Alice Nine?

—Nuh-uh.

—¿Entonces qué te gusta? —insistió. Vacilé antes de sonrojarme un poco y agradecí que las sombras que proyectaba el enorme edicio me escondieran. Shaoran Li, diagnóstico, enfermo mental. Pervertido, pero eso me había sonado algo invitante.

—Me gustan grupos en inglés —le dije—. Como los Beatles, los Rolling Stones o Nirvana.

—Te gusta Kurt Cobain —se rió. No hablaba bien el idioma y dijo Kuruto Koban. Me hizo sonreír.

—Sí, eso es.

—Yo también —dijo brillantemente—. Tenemos algo en común, ¿no es así?

Pareció perdida y desorientada. Yo tenía el corazón en la garganta y no podía saber en qué maldita cosa me había metido.

—Sí, Sakura.

Como tú quieras, quise decirle, lo que tú quieras. Cerró el celular con un chasquido y se deslizó hasta mí, afirmándose a mi brazo y apoyando su pequeña cabeza sobre mi hombro. Tanta fuerza perdida.

—Sé coreano —dijo abruptamente—. ¿Tú sabes, Shaoran?

—No —dije cuidadosamente. En ese momento, como tantos otros, ella era de porcelana y una palabra brusca o un gesto equivocado la rompería. Empezamos a caminar lentamente, y dejó caer casualmente su mano dentro del bolsillo de mi chaqueta. Se sentía extraño, pero no estaba mal. Ella era el sol en ese mundo, y yo era un simple y pequeño planeta obligado a girar a su alrededor por la eternidad, hasta que se apagara. Entonces desaparecería también, comprendí. Incluso desde el principio, cuando finalmente había encontrado mi sol, sabía que no duraría para siempre, y que haría muchas cosas por mi sol.

(Mi sol, qué extraño sonaba).

—No, pero sé chino —agregé dubitativamente—. Y también algo de inglés.

—Lo sé —replicó, y luego se corrigió a sí misma—. Lo supuse. Tú dijiste el nombre... de él mejor que yo —lució torpe y se sonrojó. Las mejillas rojas eran como manzanas. Apretó los labios y recordé a Meiling llamándome Xiao Lang, frunciendo la boca exactamente igual.

—Es uno de mis muchos dones —le aseguré.

—Probablemente sea así —dijo, y sonrió—. Yo te creeré todo lo que digas, Shaoran, y a cambio tú me harás feliz y luego... —se rió aunque no fuera gracioso. No hubo pajaritos—. ¿No te parece algo justo?

—Por supuesto —le dije con tono lacónico.

—Ahora dame tu número de teléfono —masculló, poniéndose de puntillas para susurrar en mi oído.

Crei que el mundo era repugnante durante un instante y no supe por qué. Es que todo estaba tan... mal, y no debería ser así. Complací a Sakura y se lo dije, pero aún, todo estaba mal. Me di cuenta de que sus ojos no eran espejos, eran cristales, eran vidrios nuevos a través de los cuales se podía mirar. Cuando nos habíamos sentado en aquella cafetería la primera vez, yo pensé que ella era encantadora, y dulce. Y estaba contenta así que yo me sentí bien, también (enfermo porque me gustaba, pero genial, si soy sincero), pero ahora no. Ahora Sakura estaba lejana y fría y triste, pero no sabía por qué y era difícil arreglarlo así, sin tener idea de lo que le sucedía. Apreté su mano en la mía y me miró luego de unos minutos. Me la imaginé cubierta por un velo, una película suave y transparente que la apartaba de todo y de todos.

Incluyéndome.

—Quédate conmigo, Sakura —susurré. Era medio día y estábamos en medio de una marea de personas. La empujé suavemente hacia la pared, justo en la esquina. Una chica punk con el pelo rosa, rapada para que pareciera el estilo de una escoba, nos miraba con descaro. Iba acompañada de un chico joven, de unos catorce, que estudiaba con interés el bolso de una mujer oficinista, elegante y alta. Me vino a la mente el recuerdo de Meiling.

¿Qué horas serían? Habíamos quedado a las dos y... Sakura se puso de puntillas y rozó sus labios con los míos.

—No puedo evitarlo ahora —murmuró, la caricia lenta de su voz se derritió dentro de mi ropa—. Siempre he podido marcharme cuando no me siento bien, pero ahora ocurre por accidente. Sin que haya ningún detonante, Shaoran.

Sus ojos verdes estaban llenos de lágrimas. Recordé el cristal roto de lo imperfecto y los pedazos de la realidad golpeándome en la cara. Ella iba a morir y estábamos allí, perdidos en algún lugar de Tokio, en una esquina típica, lleno de ladrones, trabajadores, vendedores ambulantes. Sakura pasó sus brazos por encima de mi cuello y me di cuenta de que ella ya tenía lo que quería. Yo era miserable sin ella, recordando el sonido de mi nombre en su boca, y era miserable con ella, sabiendo que se marcharía algún día. Era miserable sabiendo que era lo suficientemente lista para escuchar a Kurt Cobain, para saber coreano y para ver a una persona por primera vez y adivinar que era el correcto. Me dieron ganas de irme con ella a mi departamento, sentarla en el sofá y darle chocolate caliente, besarla hasta que me dolieran los labios. Sentir su peso agradable sobre mí.

—Yo creo que esta armadura terminará por hacerse impenetrable —prosiguió Sakura, la voz igual de baja. Su nariz rozó tímidamente mi mejilla y se tambaleó sobre las plantas de sus pies. Desistió de intentar alcanzarme y se paró correctamente—. Creo que tengo que quitármela, Shaoran, para siempre. Me apena y me aterra, pero es lo que debo hacer, ¿no?

—Sí —dije—, creo que debes hacerlo.

Me haría aún más miserable tenerla conmigo pero no tenerla en absoluto.

—Yo te creeré cualquier cosa —me juró, su boca en mi cuello. Sacó una lengua pequeña y húmeda, de gato, y dibujó su nombre sobre mi piel. Yo la abracé, tenso, y se rió. No salieron todos los pajaritos, pero la jaula chirrió mucho, tanto que le hizo daño—. Y tú me harás feliz.

—No puedo hacerte feliz sino estás conmigo —le expliqué cuidadosamente. Toqué algunos mechones de su cabello y luego los dejé resbalar, como el agua aquella vez que había tomado el pétalo de flor de cerezo en el estanque. Me acordé de su nana, el tarareo. Sakura sana y ahora enferma, lejana. La quería conmigo. Y ella quería que la recordara. Haríamos cualquier cosa por tener lo que queríamos. No había vuelta atrás.

—Ayúdame tú —me pidió Sakura—. Tienes razón... No puedo marcharme más. Me quedaré contigo, Shaoran.