Las advertencias del primer capítulo se mantienen.
Palabras: Un poco menos de cinco mil.
Capítulo ocho: Qíjì.
Se encontraba corriendo como si la vida dependiera de ello, recorriendo escaleras y pasillos con los ojos inyectados en desesperada locura. Traía la bufanda desarmada, una de sus puntas oscilando peligrosamente a sus espaldas y la otra enredándose en su brazo, impidiendo que así que se resbalara por su cuello y se perdiera en el piso. Frenético, absorto completamente en la idea de ver a Yao como fuera, se movía detrás del médico que trataba de adelantar camino, diciéndole a la gente que se interponía en su andanza, que se apartara, que iban en camino a una emergencia.
El ruso aprobó calladamente esa actitud, porque realmente la lengua le escocía por hacer lo mismo.
Sintiendo una mezcla de nerviosismo y ansiedad por no saber realmente que esperar al final de ese recorrido que se le estaba haciendo eterno, hizo que apuraran el paso. ¡Se estaba desesperando por el lento avance! Más y más pasillos pasaron frente sus ojos y creyendo que era su imaginación la que le hacía ver la distancia que le separaba de Yao tan larga, atinó solamente a controlar su respiración que se escapaba a ratos de su control. No por el cansancio de correr tanto, sino por la carga emocional que al estar acumulada en su ser, amenazaba con desbordarse como si de un río violento se tratase; repitiéndose que no era el momento ni el lugar adecuado para eso, dedicó verdadero esfuerzo a encauzar tanto sentimiento, logrando instalar en sus blancas facciones un gesto neutral.
Mas ese gesto se vio quebrantado al chocar sus botas con el área de Cuidados Intensivos. Retorciendo su rostro en un gesto sombrío, repletando así sus ojos de miedo renovado; titubeó unos segundos antes de entrar con aquel humano que le tenía en ascuas todavía. A medida que el aire que producto de la respiración, entraba por su nariz, iba abarrotándose de cosas que no alcanzaba a almacenar lo suficiente como para comprenderlas y sentirlas en plenitud, pero que le pinchaban con la única intensión de marearle y hundirle en un mar de confusión. Tuvo la necesidad imperiosa de gritar hasta que se le secara la garganta para sacarse de dentro aquella emocionalidad que le partía.
Era plenamente consciente de que su estado se debía a Yao, a no saber realmente que esperar y todo su mar nebuloso se balanceaba de forma extravagante entre dejar a la esperanza de lo bueno volver a entrar a las puertas de su corazón o rendirse, finalmente a la desilusión y a la tristeza, abandonarse a toda posible palabra o situación que volcara en forma positiva su mundo que todavía estaba hecho pedazos y que él no tenía la más mínima intensión de volver a construir.
Su consciencia, con una voz chillona y enojada, le gritó que tenía a otra persona para levantar su mundo interno. Mordiéndose el interior de las mejillas y apretando los puños en impotencia, se dijo que sí, que tenía a una hija a su lado. Pero, agregó a modo de vaga respuesta, mientras su andar ahora se reducía a secos pasos por un pasillo largo y estrecho, que no era lo mismo. Porque le faltaba un motor importante.
La mitad de su alma y de su corazón.
¿Si no estaba Yao allí, qué podría hacer él realmente?
No estaba seguro de querer saber el contenido de esa respuesta ni tampoco si podría darse alguna satisfactoria, o al menos, alguna que no le hiciera sucumbir más. Tuvo el impulso de reírse de sí mismo, porque sabía que si se detenía a pensar en aquello, terminaría llegando de cualquier manera a alguna conclusión que le destruiría por completo.
Suspiró intentando relajarse, cosa que no le fue posible lograr. Pero al menos fue capaz de controlar sus expresiones y forzando aparentar estar tranquilo, dejó su caótica mente para concentrarse en el exterior. Aún seguía en el mismo pasillo extenso de antes y el ser que le acompañaba giraba la cabeza con frenesí hacía las puertas del lugar, obviando el hecho de que sabía qué buscaban; se puso a colaborar, mirando al interior de las habitaciones que tenía a su alcance y que el ser más bajo que él aún no les prestaba atención. Al menos eso le distrajo lo suficiente como para no pensar en nada.
Sus sentidos ofuscados, a los minutos de búsqueda infructuosa, le dieron la alerta en forma de un grito varonil a varios metros de donde se encontraba. Despegando los ojos de la última habitación que había recorrido y centrándola en el ser humano que le habló, terminó enterándose que al fin su búsqueda podía darse por terminada. Yao estaba en una habitación a siete puertas de donde él se encontraba.
Sin saber realmente qué era el torrente de emociones que finalmente terminó por romperse y estallar a raudales descontrolados por su cuerpo, dio dos pasos vacilantes, debatiéndose entre entrar a ese cuarto o alejarse corriendo a refugiarse en cualquier lugar, lejos de allí. ¡Razones para sentirse así tenía de sobra! Y bien lo sabía él.
Aunque terminando de rendirse ante el deseo que incontrolable como todo lo que le llenaba en ese momento y resignado a sus impulsos corporales, acabó al interior del cuarto.
Aún dentro, no estaba seguro de sí quería estar allí o no.
Era complicado explicárselo. Allí, en la punta de la habitación blanca que tenía un sutil aroma oscuro que Iván conocía a la perfección; tenía una amplia perspectiva del lugar, donde destacaba más de lo que él quisiera, la pequeña cama en la que Yao residía. Cerró los ojos y estos se le humedecieron ante la visión, alterándose la respiración y apretando las manos en un intento de sacar todo lo que sentía, hizo todo lo que estaba en su capacidad para borrar esa imagen, para preguntarse algo o atreverse si quiera a pensar.
Aunque ese pequeño y sutil aroma a desolación y muerte que estaba flotando en el aire aún le hacía complicado el trabajo. Le hacía temer lo peor en realidad y no se creía con la fuerza suficiente (¿alguien realmente la tendría?) para vivir ese calvario de nuevo. No lo soportaría, de eso estaba seguro.
Contempló la cama, deteniéndose de forma absurda en prácticamente todos los pliegues que las sábanas formaban al delinear el menudo cuerpo de Yao. Fue subiendo con lentitud hasta que el cuerpo de la china tomaba otras formas y a medida que subía, iba detectando innumerables cables que le partían y prefería pasarlos con rapidez. Se detuvo de manera abrupta antes de llegar a su rostro, quedando a medio camino en su cuello y la pera. No quería mirar más arriba, no quería ver esa cara que tanto daño le causo.
No quería mirar y descubrir que en esas mejillas no estaría presente ningún tipo de color ni ninguna señal de vida. Se sacudió de forma violenta e inmediatamente una mano le tocó un hombro, remeciéndolo en sorpresa.
—No tiene porqué ponerse así —le dijeron en un tono apacible que a él le dio asco por alguna extraña circunstancia. Girando el rostro, Iván reparó en que una sonrisa conciliadora surcaba las facciones del médico—. Ella está estable dentro de su gravedad.
Su corazón se detuvo. Es más, el tiempo mismo dejó de fluir ante su ser y todo se quedó flotando en un limbo extraño. Multitud de cosas le golpeaban el alma y no era capaz de pensar con claridad; lo único que sabía era que respirar le costaba un mundo y las rodillas le temblaban al punto de que le dolía. Agitado hasta que el pecho se le llenó de un aire que no tenía y las mejillas le ardían al segundo que la cabeza le era martillada; se dejó caer, no pudiendo soportar más su peso.
"Está estable dentro de su gravedad."
Aquella frase se le repetía de tonos variados en la cabeza, pero todas terminaban en una connotación vibrante de esperanzas, de deseos que se cumplían y estallaban en él, abofeteándole la cara.
Estaba con vida.
Yao estaba con vida.
Las lágrimas se le escaparon como un río cristalino de los ojos y sin poder detenerlas atinó a sollozar con una sonrisa formándosele en el rostro. Con la alegría punzándole de forma dolorosa en el cuerpo y taladrando hasta llegar a su alma, para incrustarse allí y reclamar territorios que Iván creía, se habían perdido para siempre en su interior. No podía atinar a describir bien lo maravillosamente bien que se sentía, como la esperanza volvía a florecer en él, como su campo de girasoles volvía a brillar para su persona.
Abrazado a esas emociones, decidió elevar el rostro y darse de lleno con las facciones de Yao.
Fue sumamente extraño aquello, admitió presa aún de la milagrosa felicidad que quería hacerle chillar de una emoción pocas veces alcanzada. El rostro de Yao estaba cubierto con una máscara, sin duda para darle respiración artificial, sus ojos cerrados lucían cansados, con un agotamiento que estaba seguro no había visto nunca antes manifestarse en él. Aquella imagen le rompía y le dolía. Nunca le gustó verla bajo el sufrimiento de otros o de ella misma, reconoció a medida que se acercaba vacilante, temeroso de que tener a la china allí, viva pero al borde de perderla, fuera una ilusión absurda y cruel.
¿Y si le tocaba el rostro en una caricia que terminaría por devolverle el tacto frío de un cuerpo muerto?
Tenía más que horror por qué eso se cumpliera.
Se encontró a sí mismo mirándola desde la cabecera de la cama, a pocos centímetros de su rostro durmiente. Ganas no le faltaban de acariciarlo y de dedicarle palabras y deseos ocultos, pero con el temor de antes rondándole como un ave carroñera que esperaba de manera morbosa alimentarse de él, se abstuvo, contentándose con observarla dormir.
Una sonrisa que reunía toda la calma del mundo, surcaba sus facciones sin que él fuera plenamente consciente, desatento de las manifestaciones de su cuerpo ante la tranquilidad que sentía, dedicaba sus ojos sólo a Yao. Para él en ese momento no había nada más importante. Lloraba quizás, pero no le interesaba en lo más mínimo.
Simplemente, Yao se apoderó de toda su mente y de su ser.
Sin control del tiempo que estuvo así, no era que realmente le importara eso de todas maneras, pero cuando salió de su ensoñación, decidió saber que ocurrió. Por eso, dejando de mirar a la oriental, pero no moviéndose ni un milímetro de donde estaba; su mirada violeta se detuvo en la del médico que seguía en la mima posición que recordaba que estaba cuando ingresaron a la habitación. Con un tinte cruel que no tuvo consideración alguna de camuflar, preguntó que sucedió exactamente.
El médico, que de seguro experimentaba terror que a él solamente le hacía esbozar una mueca sarcástica, tartamudeó que había sido un error de ellos, qué habían cometido una equivocación antes del tiempo indicado y llenándose de disculpas que aumentaban la ira interna de Iván, pidió disculpas por las molestias causadas.
El euroasiático contuvo el grito animal que quería escapar de su garganta en compañía de un impulso asesino que no tenía otro fin que destruir a esa pequeña existencia con sus propias manos." ¿Cometido un error?" Repuso controlando su voz, dándole a ella pausas exageradas que permitían el escape de lo que sentía. ¡Habían dado a Yao, a su mujer muerta! ¡Muerta! ¿Cómo eso podría tener perdón? Desde su puesto, con el ceño fruncido y los ojos flameantes de ira, le escupió que no era posible obtener perdón por lo que hizo, por todo lo que le causó.
—Creo que usted no entiende el tipo de error que cometió —agregó colérico, mordiéndose los labios para no proferir maldiciones a diestra y siniestra. Se sacudía de forma compulsiva por el veneno que le corroía las venas—. Debería de pagar por su insensatez.
Cuánto deseó en ese instante tener su grifo afirmado en sus manos, aunque si lo pensaba bien, no lo necesitaba, porque solo era capaz de atacar y destruir. ¡Ganas e instinto no le faltaban! Sabía, de todas maneras, que no era el momento adecuado y que él podría encargarse en otro minuto de eso. Por ahora, lo que le interesaba era saber más.
Masticando las palabras que se le llenaban de odio, preguntó qué sucedió, aclarando que con la débil respuesta de antes no había obtenido nada que le satisficiera.
Sus ojos oscurecidos por los sentimientos que experimentaba, se clavaron con crudeza en la cabeza del doctor, quién evidentemente incomodo e incluso temeroso de Iván, tragaba saliva.
Trastrabillando en sus propias palabras, explicó a grandes rasgos que sucedió con Yao.
—E-Ella estuvo trabajando con los obreros desde que volvió al país —dijo mordiéndose los labios, bajando la mirada para no toparse con las iris centelleantes del ruso—. Se le dijo que era peligroso hacerlo, especialmente en su estado, pero no hizo caso…
Cortándole las palabras e importándole la nada misma su falta de educación, exigió que le explicara con detalles qué trabajo hacía su mujer; omitiendo una punzada que le cortó la respiración al no estar enterado de nada.
El médico, titubeante, respondió que Yao había estado trabajando de una forma bastante activa, en la construcción del Estadio Nacional de Pekín. De forma mordaz, a Iván se le escapó la pregunta de "qué tan activamente" y al no tener manera de librarse de dar una respuesta; se vio obligado a declarar que trabajaba verdaderamente con los obreros, haciendo esfuerzo físico, subiendo a las alturas a colocar las vigas del exterior y estar en el suelo, taladrando o cargando peso demasiado grande para ella.
—Sa-Sabiendo que no debería hacer esas cosas, siguió adelante… —terminó de recitar, la respiración entrecortada y la mirada aún pegada a las botas del ruso.
Iván no sabía ciertamente qué hacer ahora que tenía parte de las cosas claras. Acertaba nada más a cuestionarse porqué Yao hizo eso, sabiendo cómo se encontraba. Tuvo la necesidad imperiosa de reclamarle a ella misma que fue una maldita descuidada, una tonta absoluta por ponerse a hacer un trabajo que no le venía, que no debía y que seguramente otro gustosamente hubiera aceptado en su lugar. ¡Quería reclamarle tanto! ¡Todo lo anterior y más! Especialmente, con amargura y con el ceño fruncido en fastidio; el porqué no le dijo nada a él.
Pero si lo pensaba bien, él mismo podría encontrar un motivo con la fuerza suficiente para que la china le callara todo el trabajo que hacía. ¡Era justamente eso! Si se hubiera enterado del más minúsculo esfuerzo que Yao hizo, él la habría detenido sin importarle los reclamos o los pleitos que eso hubiera ocasionado. Si hubiera sido así, su argumento de qué no iba permitir que nada les pasara ni al bebé o a ella, se habría transformado en su arma de defensa contra cualquier cosa que Yao hubiera podido decirle.
Sin embargo, una parte de él, minúscula en comparación a la otra que tenía ganas de despertar a Yao y de regañarle hasta que el mundo se acabara; sabía que era inevitable lo que hizo. Sabía que sin importar los argumentos el sentido de deber de la china era tan fuerte, que cumpliría con aquel aún si se estuviera muriendo. Dolía saberlo, mucho más que no poder evitarlo, porque él hubiera hecho lo mismo.
Si hubiera…tantas cosas que ya no fueron.
Y a pesar de todo eso, él no sabía muy bien que comentar, porque entendía lo que movió a Yao a hacer lo que hizo, no lo justificaba ¡Claro que no! ¡Nadie en su sano juicio lo haría! Pero comprendía el porqué. Mas todavía tenía una duda que resolver y volviéndose al médico que no había dejado de observarse en todos esos minutos de silencio reflexivo; le inquirió:
—Aún no respondes bien mi pregunta —decidió decir—. ¿Qué le pasó a Yao?
Porque si bien no necesitaba ser un genio ni saber demasiado sobre embarazos para comprender que la china se exigió demasiado (y eso que él conocía más o menos los límites a los que ella podría llegar), aún no le habían dado una respuesta completa y él necesitaba oírla para mantenerse tranquilo.
El pequeño ser humano que había logrado dominar sus nervios le observaba ahora con una mezcla extraña de compasión y lástima. Incomodó ante eso, gruñó una grosería en ruso y arrugó las cejas; esperando su ansiada explicación.
—No hay datos seguros que nos permitan dar un diagnóstico adecuado —comenzó a decir, intentando ordenar las ideas—. Pero Yao es una nación vieja y la edad suele jugar malas pasadas a las mujeres en gestación.
Omitiendo un "ya lo sé", Iván esperó mayores explicaciones.
—Y la edad misma le jugó mal —titubeó, mordiéndose los labios con fuerza—. Y-Yao a pesar de los cuidados naturales que siempre se ha dado, desarrolló hipertensión.
Se sumió en tartamudeos que intentaban excusar la falta de cuidado, ateniéndose a que es relativamente normal que durante la gestación se creen cuadros de hipertensión y como la oriental estuvo expuesta a trabajos forzados y seguramente durante los seis meses guardó silencio absoluto respecto a lo que le ocurría, terminó condenándose sola.
—Y todo acabó en una Eclampsia —concluyó con la voz patosa, extraña a oídos de Iván.
Con voz atronadora exigió que le explicara qué mierda era eso. Callándose para sí la montaña de reclamos y de palabras que le daría a Yao por ser tan absurdamente incompetente. ¿¡Qué sacaba con callar todo eso?! No quería darse respuesta, de verdad no quería darse ningún tipo de respuesta.
—Básicamente es una crisis convulsiva en donde la vida se escapa en segundos.
Omitiendo la imagen mental de Yao convulsionando, agitando su cuerpo y cabeza sin control en un vaivén del que no era consciente, sufriendo por un dolor que seguramente le hacía asomarse en los límites de la locura y la pérdida completa de razón; trató de seguir las explicaciones que ahora le estaban dando.
—…No hay alguna causa específica para eso, pero puede detenerse si se llega a tiempo. Por fortuna, nuestro caso fue así.
La explicación, por lo que alcanzó a captar (y es que había perdido completamente las primeras palabras), era que lograron evitar mayores complicaciones al tener que inducir el parto ellos mismos y como Yao, en el estado de inconsciencia que fue llevada al hospital no podía por obvias razones, participar del parto; se realizó una cesárea. Ante eso, suprimiendo un temblor por la imagen mental de Yao con una cicatriz, Iván esperó lo que parecía, ser el final de la explicación.
—El bebé nació, sin embargo hubo un segundo en el que se perdió toda señal de vida de Yao y en los momentos de reanimación, la información se filtró y por eso se desató la tormenta que usted vivió, señor.
Iván se tuvo que recordar a la fuerza que no podía tomar acciones por su propia mano. No todavía, al menos.
Todo resultó ser una asquerosa negligencia. ¡Él estaba más que dispuesto a hacer rodar cabezas por eso! Agitado y respirado con dificultad por el volcán que tenía adentro y no hallaba forma de explotar; se forzó a mirar a Yao y calmarse. No sería conveniente, después de todo, armas escándalo allí, con ella sin darse ni por enterada de su presencia en aquel cuarto.
Por eso antes de cometer cualquier tipo de acto, del que con gusto se haría responsable; le pidió a ese hombre que se fuera y le dejara solo. Éste intentó decirle que no podía hacer eso, pero Iván le obligó a que se largara.
Acomodó una silla y se quedó al lado de Yao, mirando como dormía; contentándose con decir en la soledad de ese cuarto todas las palabras que tenía para ella. Conformándose también, en acariciarle el cabello y esperar a que esa pesadilla acabara, cuando sus ojos castaños se abrieran para observarle.
Yao despertó al día siguiente, quejándose de un dolor corporal y mental absoluto, teniendo incluso la sensación de que no se podría levantar jamás de la cama donde estaba.
Iván, naturalmente, estaba allí cuando eso sucedió y observándola con el ceño fruncido, pero con un asomo de sonrisa que traicionaba su pose de furia; le reclamó con suavidad sobre todo lo que hizo.
Yao, con el rostro pálido y la mirada perdida, esbozó un gesto de derrota y de disculpa.
Iván ante eso relegó todo regaño. Sabía que sería absurdo colocarse a cobrar sentimientos así, cuando ella estaba convaleciente y apenas salvada de la muerte. Además, la máscara de oxigeno que todavía lucía en su pequeño rostro, no hacía más que golpearle el corazón con pena.
Si, se lo merecía, pensó una parte de él; pero eso no era significado de que a él le gustara verla así.
Todo lo que había pensado para ese momento, todos los insultos que tenía preparados; las recriminaciones y el odio que le corroía por dentro al sentirse excluido de semejante forma, se desvanecieron con lentitud, escapándose de sus dedos como agua. No sabría darle realmente un concepto a eso, una palabra o algo para detener la huída de todo lo que sentida o para alentarla a irse, para que dejara de envenenarle el alma.
Fuera como fueran las cosas, no podía hacer más que sucumbir a la imagen cansada de su mujer y dedicarle tiempo y cariño.
La tarde dio paso a la noche y en algún punto, Iván dejó escapar sin quererlo, que todo lo que estaba ocurriendo era un milagro.
—Qíjì.
—¿Perdón?
Ella se aclaró la garganta y denotando el esfuerzo que le significaba hablar, aclaró que Qíjì era milagro en su idioma. Sus ojos castaños atravesaron a Iván mientras le decía aquellas palabras y ese contacto se veía quebrado por la forzada respiración que la china daba. Iván movió los labios, queriendo decir algo, pero ninguna palabra salió de su garganta.
Le dolía de sobremanera verla así, sabía que estaba con él, que se quedaría a su lado otra eternidad más; pero aún así, verla tan frágil, tan quebradiza que de seguro con un toque de sus manos se rompería, le magullaba el espíritu.
— ¿Qíjì, no? —cuestionó más que nada para saborear la palabra en sus labios.
Se escuchaba bien y podía verdaderamente percibir el significado oculto de esa palabra. De lo que para él y Yao podía traer. Sintiendo agruparse un aire cálido y a la vez frío en su pecho, repitió una y otra vez esa palabra, acostumbrándose a ella, como si hubiera sido amoldada desde siempre para sus labios.
—Creo que será un nombre perfecto para nuestra hija, Yao —declaró sonriéndole.
La mirada agotada, pero brillante de la china se le hizo suficiente para decidir cambiar el nombre ruso que había pensado para la bebé, por aquel. Después de todo, dadas las circunstancias, Qijì era mucho mejor.
El momento, el motivo, todo hacía que el bebé tuviera ese nombre; casi como si hubiera sido concebido por el destino.
Pasaron dos meses en donde el único contacto que tenían con su hija era en las horas de visita del hospital. En ese tiempo, Iván se enteró de altercados que Corea había tenido con China y que de alguna manera, contribuyó a amontonar estrés al parto de la oriental y por ende, adelantarlo. No quiso saber mayores detalles, porque no le interesó saber nada que al parecer, ya se había solucionado.
No quería amargarse por cosas del pasado ahora que la expectación y la cuenta regresiva de los días del calendario, le calentaban el alma.
—¿Cuándo podremos tener a Qíjì con nosotros, Yao? —reclamó mientras se estiraba y sus huesos crujían de placer contenido—. ¡Lleva demasiado tiempo en el hospital!
Yao, que sinceramente se encontraba mejor y así era como Iván quería que se mantuviera (de seguro los pleitos que tuvieron por ello fue más que suficiente y él estaba dispuesto así se enojarán para siempre a mantenerse firme en que ella debería cuidarse más); le observó de reojo y con lentitud, como si le explicara algo a un niño, le dijo que la pequeña tenía que estar allí hasta completar simbólicamente los nueve meses de gestación.
Iván chasqueó la lengua en fastidio.
Ya habían visto a la bebé muchas veces ¡Hasta la tomaban en brazos y ella se veía feliz allí, fuera de la pequeña cama que parecía cárcel donde dormía! Le gustaba como era, con sus pequeños ojitos, como sus rasgos algo morenos se debatían en balbuceos que él no entendía y como el pequeño cuerpo que era mucho más bonito a medida que los meses avanzaban, se estremecía de felicidad cuando llegaban a verle.
Adoraba eso, el contacto cálido cuando la tomaban, cuando le miraban y le dedicaban palabras. Era una sensación que reptaba en su interior con regocijo y le volvía un adicto, le hacía querer cada vez más.
—¡Quiero llevarla a casa ya! —volvió a reclamar con un puchero.
—Imbécil, aru —masculló la oriental mientras le daba un codazo.
Naturalmente era cuestión de esperar a que ella estuviera bien, a que sanara y le dieran el alta, pero realmente era molesto estar tanto tiempo y verla allí sin poder darle el amor que tenía merecido.
Otro día se fue así, en una rutina que se venía repitiendo desde hace meses.
Hasta que el día llegó e Iván, con el corazón a punto de salir de su pecho, pudo completar en su hogar la familia que siempre quiso.
Iván se acercó a pasos lentos a la sala de estar, donde Qíjì estaba. La observó jugar con unos bloques de colores brillantes que la pequeña de cuatro años amontonaba en varios tamaños, otorgándole formas que veía en su imaginación. Su cabello castaño que su madre había atado en una trenza, se mecía con lentitud, como en un baile a medida que ella se movía, concentrada en su mundo.
Hasta que levantó la vista y sus ojos claros, como los de él, se toparon con su persona. Le sonrió con afecto, acercándose a donde estaba y penetrando en el imperio de juguetes que ella tenía esparramados por todas partes, en un orden caótico.
La pequeña abrió y cerró la boca repetidas veces, diciendo palabras en silencio que completaba con fuertes movimientos de manos.
El aire en el pecho de Iván se enfrió, atragantando su garganta. Era una sensación que siempre experimentaba cuando charlaban. No podía evitarlo. No había que malinterpretarlo, porque adoraba a su hija del mismo modo que adoraba a Yao y a su gente; pero estar comunicándose así le partía como nada más lo hacía.
Comunicarse con su hija mediante señas, porque ella era incapaz de hablar, era una herida que cada día se profundizaba en él y no había manera alguna de curarla.
Sabía que eso, junto con secuelas respiratorias que en invierno hacían imposible que vivieran en Rusia, era algo que nacer a los seis meses provocó, como un castigo permanente de pecados que no sabía que había cometido. Constantemente se preguntaba eso, ¿Qué habrían hecho para ser castigados así? No lo sabía y no saberlo le hacía odiarse.
Era incluso contradictorio, si, pero era algo que nacía en su ser antes de saberlo.
La pequeña, viendo que no le daba atención al estar sumido en su cabeza; le tironeó de la chaqueta y moviendo los dedos en un lenguaje que todavía aprendía a dominar, le dijo que quería que le cargara.
A veces, cuando eso pasaba, el ruso sentía ganas inmensas de colocarse a llorar en el rincón más oscuro de su hogar, le dolía saber que quizás nunca podría escuchar la voz de su hija llamándole, diciéndole papá.
Nunca podría escuchar esa sencilla palabra, ni siquiera podría saber que tono de voz tendría, cómo podría gritar, reír en calma, murmurar…
Le respondió con una sonrisa, ocultando todo lo que sentía y la elevó en brazos hasta colocarla en sus hombros.
Él le iba a dar todo y más, se lo había prometido a sí mismo. Le iba a dar todo porque era la otra luz de su vida; la otra mitad que completaba su corazón.
—Te quiero, Qíjì —susurró, sabiendo que no ella no le escuchaba—. Mi pequeño milagro.
Al fondo de ese cuadro, en la cocina, Yao que cortaba verduras; lloraba con desconsuelo. Ella nunca había dicho nada, decidiendo tragarse todo; pero siempre se preguntó para sí que qué habría pasado si hubiera sido menos irresponsable, si se hubiera cuidado más.
¿Hubiera sido todo diferente?
¿Habrían hecho algo para merecer eso?
Eran preguntan que siempre quedaría allí y que jamás tendrían respuestas.
Aclaraciones y notas finales:
Qíjì: Milagro en chino por si a alguien se le pasó por alto.
Y esto acabo.
Es extraño, nunca creí realmente que terminaría un fic. Se siente bien, extremadamente bien, pero también no, porque es cerrar un proyecto; acabar con algo. Me gusta, pero por otro lado saber que jamás volveré a actualizar para otro capítulo, se siente extraño.
En fin. Al ser realmente el primer fic largo que sigo de forma constante, sé que hubieron cosas que fueron una cagada, otras que no, otras que simplemente salieron y fueron excelentes. Pero entre tanto error y cosas buenas, aprendí mucho. ¡Y si que necesitaba esto! Porque volví a encontrarme con cosas largas y más desarrolladas a los drabbles que desde hace mucho tiempo me tenían atrapada. Es una experiencia que sin duda repetiré y que mejoraré. Amé esto, involucrarse tanto con un personaje, durante ocho capítulos, es hermoso.
No tengo más que agregar, podría extenderme durante líneas enteras, pero no tendría sentido. Más que nada, quiero dedicar este espacio final para agradecer a todo aquel que leyó y que me permitió compartir este fic con él. También a quién comentó y me hizo saber su opinión y me criticó. Eso es algo que doy gracias de corazón.
Y bueno, Nemï, tu sabes que esto sin tu ayuda no podría haber acabado, de hecho ni siquiera comenzado. No tengo nada, palabras, gestos, loquesea, para agradecerte toda la ayuda y apoyo que me diste. Así que más que un gracias no puedo darte, al menos por ahora. Gracias, desde lo más hondo, por todo.
Y también, para que el mundo lo sepa; sin Nemï, este fic nunca habría surgido, fue la mente maestra detrás de gran parte de las cosas. Por eso, la mitad de esto es obra de ella, así que los créditos correspondientes, son de su awesome persona.
Y acabando de demostrar que soy una cursi de mierda, me despido hasta otro fic~.
Nos vemos gente 83.
¡Gracias por leer!