Bueno, después de estas pequeñas vacaciones vuelvo a la carga con otra historia. Sí, lo sé, mi nivel de frikismo es demasiado alto. Pero volviendo a lo que nos interesa: esta historia estaría ambientada entre la película y After the Curse (o sea, justo cuando acaba la película). Va a ser un relato corto comparado con los anteriores que he escrito, pero bueno, poco es mejor que nada.
Espero sinceramente que os guste, y que también disfrutéis con la lectura. Ha sido un capítulo bastante difícil de escribir (creo que ha sido el más difícil que ha ecrito hasta ahora).
Bien, sin más preámbulos os dejo con la lectura. Saludos a todos.
Ella despertó de un profundo y reparador sueño. Se hizo un ovillo entre las sábanas, sin querer abrir los ojos. Sonreía. Había tenido un sueño extraño; extraño pero bonito. Había encontrado el amor de su vida, a su familia perdida y, para colmo, se había convertido en princesa.
Todavía medio dormida, Rose ensanchó aún más su sonrisa. Había sido hermoso, pero algo así era demasiado irreal para poder ser verdad. Sabía que, cuando abriera los ojos, se encontraría tumbada en su cama, en su cuarto, en su pequeño pero acogedor hogar. Se desperezaría sonriente mientras sus tías la llamaban para que bajara a desayunar. Y entonces ella acudiría y les contaría su sueño, un sueño de príncipes y princesas, de caballeros y dragones.
Rose suspiró, todavía con los ojos cerrados. Debía levantarse ya, pero se estaba tan bien en la cama…Rose se desparramó sobre el lecho y, entonces, notó que algo iba mal. ¿Desde cuándo su cama era tan grande? Abrió los ojos y miró, confusa, el alto techo de piedra. Palpó las sábanas. Eran de seda, al igual que su fino camisón.
-No…No fue un sueño…-susurró.
Se incorporó. Estaba en una habitación tan grande como la cabaña del leñador. Tenía poco mobiliario: estaba la enorme cama, un baúl labrado, un tocador, una mesa y un sillón. En las paredes colgaban varios tapices, ricamente adornados. Sin saber qué hacer, Rose se quedó quieta, contemplando la habitación con ojos ausentes.
Pasado un rato entró una mujer vestida con el uniforme de criada. Cuando la vio despierta se apresuró a hacer una profunda reverencia ante ella.
-Buenos días, alteza –dijo- Vuestra madre me ha asignado que sea vuestra camarera.
Rose la escuchó sin comprender del todo. ¿Alteza? ¿Madre? La mujer se apresuró a sacar un montón de ropa del baúl. Eligió uno de los muchos vestidos que había y lo extendió sobre la cama. Sin decir nada, Rose se levantó y comenzó a quitarse el camisón.
-¡Oh, no, alteza! –Se apresuró a suplicar la mujer- Ese es mi trabajo –fue hacia ella y la desnudó. Después dobló cuidadosamente la prenda, para luego volver al baúl y seguir sacando ropa, esta vez prendas interiores.
Rose tenía frío. Se cubrió como pudo con las manos, en parte por el airecillo que circulaba por el cuarto y en parte por vergüenza y pudor. No dijo nada, pero quería gritar, decirle a aquella mujer que podía vestirse sola perfectamente. Al poco, la otra empezó a vestirla. Rose dejó que la vistiera y la arreglara con aprensión. Cuando hubo acabado, a joven se miró en un espejo.
Le costó reconocerse. Ante ella tenía a una joven de buena familia, ataviada con prendas sencillas aunque caras. Su brillante cabello rubio, primorosamente peinado, ondeaba sobre sus hombros y recorrían su espalda hasta la cintura. Turbada, Rose extendió la mano izquierda hacia aquella joven y, al otro lado del espejo, la otra hizo lo propio. Sus manos se tocaron, mas Rose solo sintió el tacto frío y sin vida del cristal. Comprendió que aquella joven que la miraba azorada era ella misma; que era su propio reflejo que la contemplaba a través del espejo. Se había convertido en una chica completamente desconocida; había dejado a Rose atrás.
La camarera, pensando que la turbación de su señora era por verse tan hermosa debido a su buen trabajo, sonrió, orgullosa.
-El desayuno está servido, alteza –anunció con una risita- Vuestros padres os esperan.
Rose se giró y siguió a la mujer a través de los extensos corredores, tragando saliva y con la cabeza gacha. Se dejó guiar por los pasillos tan dócilmente como una oveja. Pasados unos minutos ambas entraron en una pequeña habitación en donde un grupo de sirvientes se afanaba por adornar una gran mesa.
-Sus Majestades ordenaron que le sirvieran el desayuno en la intimidad, no en el gran salón –explicó la mujer, viendo el desconcierto de su ama.
Rose no podía creer lo que estaba viendo. Ante ella había tanta comida como para alimentar a tres familias. Tragó saliva, sin saber muy bien qué hacer, mientras los criados terminaban de poner la mesa. Se mordió el labio inferior y se sentó en una silla, la primera que vio. Nada más sentarse, uno de los criados se precipitó hacia ella.
-Alteza –le susurro- Esa es la silla de Su Majestad el Rey.
La joven emitió un pequeño grito y se levantó de un salto. El criado señaló otro asiento con expresión comprensiva. Respirando con dificultad, Rose se sentó en la silla, deseando con todas sus fuerzas que se la tragara la tierra. Mientras, los criados terminaron sus tareas. Salieron discretamente de la sala dejando a Rose completamente sola. La chica se frotaba las manos de puro nerviosismo. Se mordía el labio inferior con tanta fuerza que temió hacerse sangre, pero no podía parar. Escuchó la puerta al abrirse. Se giró, completamente azorada, para ver a los recién llegados.
Eran un hombre y una mujer. Él era muy alto y delgado, con el liso cabello negro suelto a la altura de los hombros. Lucía unos espectaculares y penetrantes ojos de azul oscuro; del mismo tono que Rose. Ella era solo un poco más alta que Rose. Tenía su misma cara en forma de corazón, su mismo cabello largo y rubio y su misma silueta esbelta.
-Bu-Buenos días –saludó la joven roja de vergüenza.
Ambos respondieron efusivamente a su saludo y se sentaron junto a ella. Empezaron a comer con ganas, sin embargo, Rose no tocaba la comida.
Era un error. Debía tratarse de un error. ¿Qué estaba haciendo ella junto a esas dos personas que no conocía? ¿Por qué la llamaban "alteza", si ella no era más que una campesina?
-Aurora, hija, ¿te ocurre algo? –preguntó el hombre apartando la vista de su plato.
Aurora. ¿Por qué la llamaban Aurora? Su nombre era Rose, Rose y solo Rose. Ese nombre, Aurora, no significaba absolutamente nada para ella. Todo aquello era absurdo, demasiado absurdo para ser verdad. Ella era Rose, una chica campesina que vivía con sus tres tías en una cabaña en el bosque. Sus padres estaban muertos o desaparecidos, pero en ningún caso podían ser los soberanos de la nación. Rose quería que toda esa farsa terminara de una vez, que todo terminara ya y pudiera volver a su casa, a su verdadero hogar.
-No, nada, Padre –contestó. Se sirvió unos bizcochos y empezó a comerlos en silencio.
El hombre y la mujer se miraron, preocupados.
-Esto…Cielo –dijo la mujer- Sé que te va a parecer infantil, pero a tu padre y a mí nos gustaría que nos llamaras en un tono más familiar…Ya sabes, "papá", "mamá"…
Rose se obligó a sonreír.
-De acuerdo, mamá…
"Mamá". Rose casi vomitó aquella palabra. Era la primera vez, en toda su vida, que la usaba. Durante el resto del desayuno, ellos siguieron dándole conversación, viéndose la joven obligada a responder. Después, mientras los criados recogían, Rose intentó escabullirse, mas ellos no se separaban de su lado.
-Aún no te hemos dado nuestro regalo de cumpleaños –exclamó el hombre con una sonrisa- Ven al patio.
En silencio, Rose se dejó llevar. La pareja no dejaba de darle conversación, como si intuyeran su estado de ánimo e intentaran animarla. Bajaron al enorme patio del castillo a buen ritmo y entre las risas y las bromas del matrimonio. Las enormes puertas de entrada se abrieron a su paso y los tres descendieron por los escalones hasta llegar afuera.
-Ahí está –dijo el hombre señalando algo.
Rose alzó lentamente la cabeza. Frente a ella, un mozo de cuadra sujetaba a una bella yegua de pelaje leonado, lista para ser montada. Maravillada por el magnífico porte del animal, la joven se le acercó con cuidado. Le acarició suavemente el hocico. La yegua la miró directamente a los ojos, como si escrutara a su nueva ama.
-¿Es para mí? –preguntó Rose, todavía sin creérselo.
El hombre ensanchó su sonrisa y se encogió, divertido, de hombros.
-Por supuesto –afirmó.
Rose esbozó una sonrisa. Se giró hacia el mozo de cuadra, un muchacho sucio y enjuto que mantenía la cabeza gacha en todo momento.
-¿Tiene nombre?
El chico se sobresaltó. Tardó un poco en contestar.
-N-No, alteza –balbuceó- Íbamos a ponerle uno, pero dado que ahora es vuestra ese privilegio os corresponde a vos.
La joven continuó acariciando el pelaje del animal. Se giró hacia el matrimonio esbozando una tímida sonrisa.
-Es preciosa –murmuró- Gracias por el regalo.
-No hay de qué –contestó la mujer- Feliz cumpleaños, hija.
-¿Cómo vas a llamarla? –preguntó el hombre.
Rose entrecruzó una mirada con el animal. Solo eso, una simple mirada, bastó para que la chica le encontrara un nombre.
-Mirette –dijo casi en un susurro- Su nombre es Mirette.
Una hora después, Rose se encontraba cabalgando alegremente por el bosque. No estaba sola: el matrimonio y diez jinetes que componían su escolta no se apartaban de su lado. La joven reía, contenta. Nunca en su vida había montado un caballo, y ahora se encontraba disfrutando como loca de la fantástica sensación de libertad que invade al jinete al galope. En aquellos momentos, no le incomodaba la presencia de todos aquellos extraños que a seguían como perritos falderos a todas partes. Ahora solo importaban Mirette y ella, cabalgando juntas y sin tener que preocuparse por nada.
Sin embargo, la realidad le reclamaba. Rose ordenó a Mirette que parara. Frente a ella serpenteaba un camino, un camino que había transitado muchas, incontables veces. Rose sabía perfectamente a donde llevaba el sendero. Inconscientemente, había seguido la senda por la que normalmente paseaba.
De pronto, le invadió la duda. ¿Había paseado ella por aquel sendero, o sólo era su imaginación jugándole una mala pasada? Toda su vida, su vida campesina… ¿La había vivido de verdad?
Necesitaba respuestas. Muy a su pesar, Rose se obligó a seguir al séquito real a través del bosque, y pasadas unas horas se decidió hacer un alto para descansar. Los soldados llevaron a los caballos a beber a la orilla del río, mientras que los reyes se tumbaban en la hierba.
Era su oportunidad. Aprovechando la situación, Rose se escabulló del grupo. Caminaba sigilosamente al principio, pero cuando estuvo segura de que los había perdido de vista empezó a correr tan rápido como pudo hacia la espesura. Regresó a aquel conocido sendero y lo siguió. Sí, recordaba perfectamente el camino. Allí estaba la enorme roca con la forma tan graciosa a la que Rose se subía de pequeña. Más lejos, estaba el primer árbol al que había trepado.
Corrió hasta quedarse sin aliento. La chica se paró en seco, jadeando. Se limpió el sudor con una mano. Prosiguió su marcha, esta vez con más clama. Pasado un rato, Rose llegó a un claro y, allí, a lo lejos, distinguió la silueta de una cabaña.
Rose sonrió. ¡Volvía a su casa, a su hogar! Nada de faustuosos castillos, ni de estúpidas formas. Esa tal Aurora debía de ser otra persona, seguro. La habían confundido con ella, todo había sido un gran error. "Que esa Aurora se quede con su castillo", pensó Rose, sonriendo.
Echó a correr hacia la cabaña, llamando a gritos a sus tías, esperando que salieran de un momento a otro. La saludarían con alegría desde el porche, y entonces Rose se lanzaría a los brazos de las tres mujeres y las abrazaría con fuerza. Rose estaba contenta, pues por fin volvía a su hogar.