Notas: Hola y bienvenidos de nuevo a mi mundo de frikadas sobre ¿sí? ¿Lo adivináis? ¡Sí, sobre las aventuras de cierta rubia que tuvo un encontronazo con una jeringa del la talla XXXL el día de su cumpleaños! Si es que, desde luego, las drogas son malas...
Bueno, idas de olla aparte, siento mucho no haber publicado nada hasta ahora. No lo hice porque, sencillamente, soy una vaga redomada y no me apetecía escribir. Pero bueno, pude vencer a la pereza y aquí me tenéis de nuevo con vosotros. La histora va a tratar sobre el matrimonio de Aurora y Felipe. Espero que os guste y que disfrutéis leyendo.
Besos a todos.
El castillo se alzaba a lo lejos, imponente a pesar de su tamaño comparado con otros más grandes. Estaba estratégicamente situado al pie de una colina. Cerca de las murallas se alzaban las humildes viviendas de los siervos y, más allá, los dorados y extensos campos de labranza. Cerca de la fortaleza había un pequeño bosque ideal para la obtención de madera.
Montada en su espléndida yegua, la joven admiraba el idílico paisaje. A su lado estaba él, su prometido, aunque pronto se convertiría en su marido, vestido de caza y montando también a su caballo favorito.
-Es enorme –dijo ella- Tu padre es un pomposo.
-He de reconocer que ésta vez se ha pasado –contestó él, divertido- Aún puedo verle presumir ante tu padre: que si salón de recepciones, que si cuarenta alcobas…Según él, sólo un chalet de recreo.
-¿Chalet de recreo? Si a esto mi futuro suegro lo llama chalet de recreo no quiero ni pensar en las dimensiones de lo que él llamaría un castillo.
Él se limitó a sonreírla, y ella le devolvió la sonrisa. Entonces ambos picaron espuelas y los caballos empezaron a galopar por los verdes campos. Los dos jóvenes se miraban el uno al otro y reían, felices y radiantes. Al pasar cerca de los cultivos los campesinos se detenían durante unos momentos para contemplarles. Algunos les miraban con extrañeza, mientras otros se preguntaban quienes serían, pero la mayoría no podía evitar sonreír al recordar su propia juventud reflejada en el feliz galopar de ambos amantes...
A las puertas de la fortaleza les estaba esperando el servicio al completo encabezados por tres personas: dos hombres y una mujer. Por su aspecto, Aurora dedujo que se trataban del ama de llaves, del senescal y del condestable. Cuando la pareja entró en el patio de armas todos los presentes les dedicaron una reverencia a los que dentro de poco serían sus señores. Aurora y Philip desmontaron mientras los tres principales se les acercaban.
-Bienvenidos a Hamlin Garde, Altezas –dijo el condestable, un hombre de aspecto hosco, completamente vestido con la armadura de la soldadesca.
-Gracias –respondió Philip- Imagino que vos sois Wilf, ¿me equivoco?
-No, señor –contestó el otro con una sonrisa afable. Se volvió hacia los otros dos- Si me lo permitís, Altezas, me gustaría presentaros a Rowena, el ama de llaves, y a Giles, el senescal. Junto a mí, son los sirvientes de mayor rango que hay en este castillo. Si Vuestras Altezas necesitan algo, hacédnoslo saber a cualquiera de los tres.
-Gracias otra vez Wilf –dijo Aurora con una sonrisa- De hecho, yo ya tengo una petición. Me gustaría ver el castillo por dentro, si no es una molestia.
-Oh, no, mi señora, en absoluto –respondió Rowena- Será un gran placer.
Los dos jóvenes pasaron el resto de la tarde visitando cada una de las dependencias de la fortaleza. El castillo era grande, sí, pero conforme proseguía la visita daban cada vez más la razón a Hubert. El pequeño rey no exageraba demasiado, ya que, al fin y al cabo, la fortaleza era más pequeña por dentro de lo que aparentaba. Era, en fin, un chalet de recreo, tal y como lo había descrito el rey.
Aurora se quedó encantada con el edificio. Era tan magnífico como debe ser un castillo donde residen los futuros gobernantes de dos naciones distintas, pero destilaba intimidad y no era, para nada, ostentoso. No era como los grandes castillos que ella había visto, donde casi nunca estaba sola, sino que era un lugar tranquilo y recogido, ideal para una joven que se había criado alejada de los demás.
La última habitación que les enseñaron fue la gran cámara, donde dormirían ellos después de casados. Era una habitación grande, pero no mucho, bien iluminada por un ventanal. Había una enorme cama con dosel y, a sus pies, un arcón. Frente a la cama había una chimenea de piedra. De las paredes colgaban varios tapices. El más grande de ellos representaba a un caballero en su lucha contra un dragón negro.
-Vaya, eso me suena –le susurró Philip con una sonrisa.
Aurora respondió riéndose por lo bajo mientras los tres sirvientes parloteaban embobados.
Tras la visita ambos pudieron, por fin, estar a solas. Salieron al jardín, pequeño pero bien cuidado, y se sentaron en el único banco que había, hecho exclusivamente para ellos.
-Dime, ¿te gusta? –preguntó Philip.
-Sí. Es mejor de lo que imaginaba.
La joven le dedicó su mejor sonrisa. Philip le pasó un brazo por la cintura y con la otra mano le levantó suavemente la barbilla. La besó.
-Me gusta este lugar –dijo Aurora- Es perfecto. Me quedaría aquí para siempre. Aquí, a tu lado...
Durante unos instantes nadie dijo nada. Aurora apoyó la cabeza en el hombro del joven. Cerró los ojos, feliz. Philip respiraba con lentitud.
-Me alegro -consiguió decir.