REALIDAD
Lovino gruñó por lo bajo cuando Veneciano comenzó a llorar calladamente frente a él.
Fastidiado por la actitud de su hermano menor y, a su vez, por la suya propia, se recargó en el escritorio de la oficina de su jefe con la mano izquierda, mientras con la derecha masajeaba el puente de su nariz en un mísero intento de calmarse.
Sabía que las lágrimas de Feliciano no eran otro de sus usuales berrinches, esta vez (como tantas otras) realmente le había lastimado con sus comentarios ácidos acerca de su dependencia a Alemania ("¿Eres estúpido? ¡Nunca te ha querido, te ha aceptado por pura obligación! Mira lo que causa su bendita unión, Feliciano. Mueren personas. Tal vez no nuestra gente, pero personas al fin; Y tu te dedicas a deshacerte en halagos cuando sabes que el que está mal es él."). Pero es que no podía evitarlo. Le era ridículamente fácil hacer sufrir a su gemelo.
Fue tal vez la rabia acumulada durante siglos la que no le permitió controlarse, mirarle menos hirientemente cada vez que hablaban de algún asunto en particular con el que él no estaba de acuerdo.
Era una de esas pocas tardes en las que Veneciano regresaba temprano a casa y, a penas quedarse solos tras irse su jefe, Romano se las había ingeniado para armar una discusión en la que cada vez Italia del Norte encontraba más y más difícil pensar en argumentos para defenderse.
Ambos estaban parados en una habitación vacía, en un silencio que, de no haber sido por los suaves hipidos del menor, habría sido sepulcral.
Lovino respiró profundamente, dejando caer su brazo izquierdo y mirando el estado actual de su hermano: Feliciano era, de los dos, el más cercano a la puerta, tenía la cabeza gacha y temblaba. Estaba tratando de no hacer mucho ruido. Romano odiaba su forma escandalosa de llorar, por lo que se contenía todo lo que podía.
Con un suspiro, Lovino le alcanzó de dos zancadas y le abrazó fuertemente. Veneciano se acomodó con la frente contra su hombro y le devolvió el gesto con sutileza.
Era difícil para Romano admitir que, aún después de todo el tiempo transcurrido, su sentimiento de inferioridad para con su hermano aún hacía las cosas más complicadas de lo que en realidad debían ser.
A veces, no poder querer a Veneciano le parecía insufrible, era demasiado para él. Le frustraba más que cualquier otra cosa.
Apretó un poco más a su hermano menor y le murmuró un "lo siento" mientras la culpabilidad lo devoraba.
No era culpa de Feliciano ser mejor, ni que todo el mundo lo quisiera más. Y, sin embargo, Romano tampoco encontraba forma de evitarlo: Sencillamente no podía amar a alguien con quien había sido comparado, por quien había sido abandonado y rechazado más de una vez.
-Perdóname.- Repitió. Le besó la frente sin mucha dulzura y esperó, desde el fondo de su corazón, que Veneciano le entendiera y perdonara.