Seguro que conocéis la historia de Harley Quinn, la chica arlequín, psiquiatra que terminó volviéndose una criminal al enamorarse de su paciente. La joven y ambiciosa, pero ingenua doctora, rubia, guapa, curiosa, estúpida. La novia del Joker. Sí, seguro que si estáis leyendo esto es porque conocéis la historia. Ahora permitidme que os diga que esa historia es falsa. Casi toda, al menos. ¿Que cómo lo sé? Dejad que os lo cuente.
Me llamo Harleen Quinnzel, y espero no dejarme nada en el tintero.
CAPÍTULO 1.
Nací en Gotham, prácticamente a las afueras. Familia de clase media, madre en paro, padre pluriempleado, hija única. Mi padre me pegaba. Mi madre se desentendía de todo, bebía y se hinchaba de antidepresivos. No pretendo colaros una ración de trauma infantil que justifique mi historia; los problemas familiares me hicieron más fuerte, aunque tal vez fueron la raíz de mi introversión. Era buena estudiante, y siempre tuve claro que mi vocación era la psicología. Tratar mentes alteradas, mentes retorcidas, mentes particulares y completamente alejadas de lo que nosotros concebimos como lógico y real, algo que para muchos era un trabajo que exigía un esfuerzo mental aterrador, un trabajo que ellos nunca elegirían, era para mi lo más atrayente del mundo, una puerta hacia el saber más profundo, hacia las raíces del conocimiento más anhelado por el ser humano, que es el que se ejerce sobre uno mismo.
Cuando me gradué en el instituto lo hice habiendo figurado en el cuadro de honor durante varios años seguidos, con las notas más altas de mi promoción, y con una infinidad de posibilidades al alcance de mi mano. Me dieron una beca; así pues estudié, no en Gotham, sino en Nueva York, donde una universidad relativamente prestigiosa me había admitido (No era Harvard ni mucho menos, pero tampoco lo pretendía. La universidad no hace al estudiante, el estudiante se hace a sí mismo). Cinco años después, último curso de la carrera de psicología, habiéndome especializado en psiquiatría y psicología criminal, comenzaron mis prácticas. Fui destinada al Asilo Woods, al sur de la ciudad. Fue un año intenso. El trabajo era aún mejor de lo que había imaginado; duro, pero increíblemente gratificante. Bastaba ahondar un poco en las mentes de los pacientes, rascar la superficie, para descubrir que no eran, ni por asomo, tan raros y peligrosos como decían los informes. De hecho la mayoría eran esquizofrénicos agudos y padecientes de trastornos varios, no había criminales ni nada parecido. Se dejaban cuidar, que era lo único que necesitaban.
Cuando terminé mis prácticas, el centro había quedado tan satisfecho con mi trabajo, y estaba tan necesitado de personal, que me suplicó para que me quedase a trabajar allí. Y así lo hice. Me ascendieron tres veces en menos de un año, estaba a un paso del puesto de subdirectora del Asilo. Y entonces mi madre llamó.
Mi padre había muerto.
No habían querido decirme nada, ni una sola llamada, no querían arruinar mi carrera, decía mi madre. Papá llevaba dos años con cáncer, y me lo habían ocultado. En el fondo sé que la verdadera razón era el miedo de mi madre al rechazo por mi parte, a que yo no quisiese saber nada o que incluso me alegrase, ya que mi padre siempre había sido un obstáculo en mi vida, EL obstáculo en mi vida. Y de hecho, me alegré. No es algo de lo que me enorgullezca, pero tampoco de lo que me avergüence. Le odiaba, y se había ido. Una parte de mi ser se sintió por fin en paz, y era una sensación gratificante que nunca antes había experimentado.
Quizá ahí comenzó todo y yo no me di cuenta. No lo sé. Y no creo que llegue a saberlo.
Mi madre cayó en una profunda depresión. Sola en aquel estado y con barra libre de alcohol y pastillas duraría poco; alguien tenía que cuidarla. Aunque mi primer pensamiento fue una oleada de egoísmo y rencor por su mutismo ante el maltrato de mi padre para conmigo, la solidaridad y los buenos recuerdos no tardaron en aflorar, porque no soy de piedra, al fin y al cabo. O al menos, no lo era en aquel entonces. Me mudé con ella a Gotham, dejando aquel trabajo que tanto podía ofrecerme; me trasladaron al Asilo Arkham. Los médicos de aquel centro eran difíciles de calificar. Supongo que la palabra más correcta sería escoria. Desde que llegué, me tacharon de inepta por mi aspecto sin molestarse a indagar sobre quien era yo. El director era un hombre gordo y cansado, pero nunca estaba allí; sólo lo vi el día en que llegué. La que cortaba el bacalao era la doctora Keane, una mujer madura, inteligente, y extremadamente desagradable. Peor que un ignorante es alguien culto que desprecia a los que considera más "tontos" que él, bien lo sé. Keane era una de ellas, y parecía dedicar todos sus esfuerzos a hacerme la vida imposible todos y cada uno de mis días en Arkham. Ella, y su grupo de hienas, claro; los otros doctores bien-pagados.
¿Sabéis cual fue mi función al llegar? Ordenar papeles. Nada de expedientes. Antiguas recetas, facturas, cartas a otros centros psiquiátricos de hace décadas… Basura.
Yo sabía que aquel centro tenía en su interior a las mentes criminales más peligrosas y magníficas del continente, que habían causado estragos en sus días de libertad. No podía dormir por las noches imaginándome tratando a uno de ellos, caminando por los intrincados laberintos que son las mentes de personas así.
Mandaba peticiones todos los meses, suplicando que me asignasen un paciente, haciendo constantes referencias a mi trabajo anterior, dándoles números a los que podían llamar para cerciorarse de mis capacidades… Nada. Todas y cada una de mis solicitudes eran rechazadas, me imagino que sin ser leídas siquiera, por la doctora Keane.
No me malinterpretéis, no pretendo hacerme la víctima para que sintáis compasión y tengáis ganas de que mi historia desemboque en algo positivo. Procuro narrarlo todo con la mayor fidelidad posible, pero, ah… han pasado tantas cosas desde entonces que, aunque tengo memoria semi-fotográfica, puede que se me escape algo.
Trabajaba mucho, cobraba poco, dormía menos todavía. Salía del asilo y tenía que cuidar de mi madre, tratándola todos los días, tirando de ella para que no se hundiese en el negro abismo que se había abierto bajo sus pies. La muerte de mi padre también me había destrozado a mí, no de la misma forma que a ella, sino desbaratando mi vida por completo, obligándome a volver al pasado, a aquella otra realidad de la que creía haber escapado. Pero no tenía tiempo para sentir mi propio dolor: Tenía que ser fuerte por las dos.
Todo esto, unido a la falta de vida social, y al ambiente hostil de la negra y contaminada Gotham, hizo de mí una persona arisca, callada y, y esto fue la parte positiva, notablemente más profunda. Tuve varios problemas de ansiedad, empecé y dejé de fumar en medio mes, estuve tres semanas vomitando todo lo que comía, y después comencé a leer compulsivamente, mientras veía mi propia vida como una mala película angustiosa.
Y fue ahí, cuando toda persona sensata habría empezado a plantearse terminar con su vida de una forma u otra, cuando llegó mi oportunidad.
Habían aceptado mi propuesta. Iba a atender a mi primer paciente en Arkham.
Cuando Keane me lo comunicó, sin disimular su fastidio, supe que la decisión no la había tomado ella, sino que provenía de más arriba. Supe también que alguien se había enterado de cómo abusaba de mí, porque no dejó de tragarse su ira y de esforzarse por parecer cortés durante la charla explicativa.
Me entregó una carpeta de expediente con una cantidad desmesurada de folios en su interior, y cuando lo hizo, se mostró…aliviada.
-Paciente #1324, habitación 206, seguridad media.-recitó a toda prisa.-Necesitarás este salvoconducto para acceder al pasillo, y tienes que…
-Pero, ¿quién es? – interrumpí yo, desconcertada y molesta ante aquella desinformación y precipitación en los trámites. Me tenía meses esperando, sintiéndome el ser más inútil del planeta, y ahora pretendía que me pusiese al corriente de todo en un día sin hacer preguntas.
Me miró como si hubiese dicho algo extraño o prohibido. No me contestó.
-¿Cómo se llama el paciente? – insistí.
Soltó algo parecido a una carcajada, que sin embargo no pretendía demostrar alegría.
-Eso es una buena pregunta.
Chasqueé la lengua. Olvidaba que algunos de los pacientes eran un completo misterio para el psiquiátrico, que no se poseía dato alguno. O eso había oído.
La doctora tamborileó con sus dedos sobre su escritorio de ébano, mirándome durante unos segundos. Después desvió la mirada, y añadió:
-Es el Joker.
Supongo que esperaba algún tipo de reacción por mi parte, algo así como tirar aquella montaña de papeles al suelo y salir huyendo despavorida para no volver. Eso, o desmayarme, o hacer cualquier cosa presa del no poco justificado pánico. Así pues me explico ahora su asombro ante mi emoción y mi sonrisa complacida.
-Qué apodo tan curioso. – comenté, ilusionada, por primera vez en casi un año. Empezaba a olvidarme de cómo sonreír-. Va a ser interesantísimo tratar con él.
Sin entrar en descripciones del grado de perplejidad que mostró el rostro de Keane, os aclararé mi propia reacción. Mi madre era prácticamente un vegetal, yo no tenía más relación humana que la mantenida con mis compañeros de trabajo y las cajeras del supermercado: Un "hola y adiós" lo más frío posible. Tampoco veía la tele, oía la radio ni leía el periódico. ¿Cómo saber, pues, nada de ninguno de los pacientes de Arkham? ¿Cómo ser consciente de que iba a meterme en la boca del lobo? ¿Cómo tener en cuenta que ese lobo no había comido en años?
Quería empezar cuanto antes, y aunque me instó a leer los informes y a comenzar al día siguiente, mi impaciencia y emoción no tenían límite. Le supliqué ver al paciente aquella misma mañana. No se ocupó en disuadirme, no creáis. Estaba claro que le daba exactamente igual. Y yo, ingenua, no comprendía el significado que ocultaba su sorprendida expresión.
Mientras caminábamos por el blanco pasillo de linóleo por el que se accedía a las habitaciones (nunca he sabido si llamarlas celdas…) de mediana seguridad, le pregunté el por qué de la repentina decisión de asignarme a mi al paciente.
Keane desvió la mirada, nerviosa, pero en aquel momento a penas me fijé, tan eufórica como estaba. Algo parecido a la alegría pugnaba por salir de mi interior, tras tanto tiempo de encierro.
-Bueno…-musitó la doctora- Su antiguo psiquiatra ha tenido que irse por…motivos personales.
Esta última parte fue casi inaudible.
Quería saber más, pero nos detuvimos frente a una de las puertas metálicas, con una placa gris indicando el número 206.
Un vigilante jurado que se había acercado desde el final del corredor con un tintineante manojo de llaves en la mano abrió la puerta con parsimonia, y me entregó un pequeño dispositivo con un botón rojo en el centro.
-Pulsador de emergencia – explicó, dándose cuenta de que era mi primera vez allí por la forma en que miré el aparato. –Si tiene cualquier problema, solo apriete el botón tres veces. Cuando termine y quiera salir, solo una.
Asentí. Cuando la puerta se abrió, la luz blanca proveniente de los fluorescentes del techo, reflejándose en las paredes más blancas aún, me deslumbró momentáneamente. Tomando aire avancé un par de pasos, y la puerta se cerró tras de mi con estrépito.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz lo observé todo con detalle, girando sobre mi misma. No me dejé llevar por la curiosidad (no es bueno hacerlo cuando vas a hablar con un paciente por primera vez), y lo último sobre lo que posé los ojos, fue la mesa de conglomerado que había en el centro de la estancia tras la cual, manos sobre la blanca superficie, estaba él.
Supongo que esperabais otra cosa, pero la verdad es que su aspecto no me llamó la atención en absoluto. El pelo rubio oscuro cayendo a medias sobre el rostro, piel pálida, 28-30 años a lo sumo. Las hebillas y las correas de la camisa de fuerza colgaban por todas partes, desatadas, como de costumbre durante las sesiones psiquiátricas.
Fue necesario acercarme un poco más para distinguir sus cicatrices. Feas, irregulares, surcando sus mejillas desde las comisuras de la boca hasta los pómulos, como una grotesca eterna sonrisa. Había conocido hacia tiempo a una chica con unas cicatrices parecidas, con la "sonrisa de Glasgow" como decían en la calle. Dos hombres la habían violado y después hecho eso en la cara. La diferencia es que había acudido a un cirujano plástico, y ahora eran marcas limpias y apenas visibles, gracias a tratamientos regeneradores. El Joker, en cambio, parecía haberlas dejado cicatrizar solas, o haber sido víctima de una curación desastrosa. Sea como fuere, no dediqué demasiado tiempo a esta característica de mi paciente. Él miraba al vacío, y yo me senté en frente, al otro lado de la mesa.
Y desde mis manos, alcé la vista hacia sus ojos.
Pensad en todo lo que hayáis visto alguna vez reflejado en los ojos de los demás. Juntadlo todo, y visualizad una mirada que transmitiese todo ese torrente emocional al mismo tiempo, girando y agitándose como agua turbia en el fondo de un profundo pozo. Sus ojos eran así, un cúmulo de sentimientos en continua explosión, como átomos en las estrellas. No era una mirada cansada, ansiosa o vacía como los otros pacientes. Era la divina expresión de la locura, pero teñida de una calma y una seguridad abrumadoras.
Por un momento olvidé incluso quien era, y qué hacía allí, para después romper bruscamente el contacto visual y sacudir ligeramente la cabeza, sonriendo sorprendida.
Volví a mirarle, y sonrió a medias, entrecerrando ligeramente los ojos.
-Soy Harleen Quinnzel, tu nueva psicóloga.
-Un placer…
Yo creía firmemente en que una relación de confianza era la base de todo tratamiento psicológico, y extendí, como siempre hacía, la mano cortésmente.
Él miró mi mano y mi rostro alternativamente; parecía divertido y ligeramente sorprendido. Finalmente extendió su mano, y estrechó la mía con suavidad.
-No he leído tu expediente-comenté, dispuesta a empezar ya la terapia-. Así que, cuéntame por qué estás aquí.
-Bueno…-comenzó, retirando las manos de encima de la mesa e inclinándose hacia delante.-Creo que ese es su trabajo, doctora.
Esbozó de nuevo una media sonrisa carente de toda alegría, más bien una mueca de irónica desaprobación.
-Vaya…tenía la esperanza de que me contases algo sobre ti, ya que ni siquiera sé tu nombre.
Yo también me incliné ligeramente, volviendo a mirarle a los ojos, con gran esfuerzo por mi parte por no perder la concentración.
Sonrió aún más; de pronto pareció tan complacido como si fuese a ronronear de un momento a otro.
-Harleen, Harley…
-Harley está bien.-accedí.
Se inclinó aún más sobre la mesa volviendo a colocar las manos encima, muy cerca de las mías.
-… ¿Quieres saber de qué son estas cicatrices?-susurró.
El oscuro torbellino de sus ojos pareció girar aún más deprisa, y la excitación se reflejó en ellos por un momento. Me estremecí; algo tan importante podría ser la base de muchos de sus problemas.
Asentí, sin atreverme a decir una palabra.
El asintió a su vez, más rápidamente, chasqueó la lengua y después la sacó, pasándola fugazmente por su comisura izquierda.
No sé cuál de sus historias me contó exactamente, solo que me puso los pelos de punta. Creo que iba sobre su adolescencia y una pelea callejera, traición por parte de sus mejores amigos incluida. Era tan creíble que habría llegado a herir mi sensibilidad de no ser porque desde que había llegado a Gotham ésta había quedado casi totalmente embotada.
Mientras él narraba, no se rompió el contacto visual. Su voz, suave a veces y fuerte y desgarradora otras parecía transmitir angustia y sufrimiento acorde con el relato, pero sus ojos negros eran, ahora sin duda, puro gozo y sadismo. Se deleitaba contándome aquello, disfrutaba de forma perversa. Cuando finalizó, sus palabras quedaron temporalmente suspendidas en el aire, envolviéndonos a ambos en el ambiente extraño y tenso que había creado. Turbada, pensé en apartar la mirada. No pude. Sus ojos me habían atrapado como la telaraña a la mariposa.
Al cabo de un rato conseguí sonreír, y mi corazón se aceleró; un estallido de –ahora sí- alegría, al sentirme de nuevo realizada. Un paciente así… era algo inconcebible. Era para mí un tesoro que nunca había imaginado conseguir.
-¿Me contarás algún día la historia auténtica?-pregunté al fin.
Entonces rió. Y su risa fue casi más expresiva que sus ojos, o sus gestos. Una risa vacía de toda alegría, pero llena, en cambio, de histeria, sarcasmo, amargura, retorcida diversión.
Un escalofrío me recorrió la espalda; él lo notó.
Dejó de reír al instante y se quedó completamente serio, mirándome con fiereza.
-¿Qué pasa, doctora?-dijo con voz grave, acusadora.- La han encerrado aquí conmigo porque es nueva, ¿no? Qué típico… ¿Tiene miedo? –Alzó aún más la voz- ¿¡Tiene miedo!?
Temblé.
Ladeó la cabeza, y su seriedad se tornó un gesto curioso.
-¿Harley? ¿Harl?- susurró.
Me levanté, y al hacerlo me sentí mucho mejor. La calma volvió a mí tan rápido como se había ido; tan rápido como sus cambios de humor. "Doble personalidad, seguro" pensé para mis adentros.
-La sesión ha terminado.-Anuncié con firmeza.
Él chasqueó la lengua, como decepcionado.
-Ahora que empezaba a divertirme…
Ya me había girado hacia la puerta, pero volví la cabeza para dirigirle una última mirada, que me devolvió impregnada de aviso. Sigo sin saber de qué me avisaba exactamente, pero sus ojos hablaban, y me decían que tuviese cuidado.