Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer


No sé cómo pensé que esto sería un OS. Pero en fin, no todo sale como pensamos. Primer capítulo :D


Capitulo 1: Mi nuevo hogar.

El calendario marcaba el día doce, en el noveno mes: septiembre. En la parte superior indicaba el año de 1993.

En el pequeño pueblo de Forks, Washington no se hicieron esperar lo cotilleos acerca de la nueva familia que se establecería en el poblado. Eran pocos los que realmente conocían todos los detalles de la mudanza; y aún menos los que sabían que no se trataba de una familia que ingresaba al pueblo por primera vez, sino una que volvía después de años de haberse ausentado para residir en las grandes ciudades.

Y sólo la dichosa familia conocía los motivos exactos de su regreso. En realidad, solo el matrimonio: su única hija permanecía ajena a él.

«Lo comprenderás cuando seas mayor» había dicho su padre, Charlie Swan, encogiéndose de hombros. Le dio una sonrisa sutil antes de tomar su mano para abordar el avión.

La pequeña Isabella había corrido a los brazos de su abuela, dándole un último abrazo antes de partir.

Múltiples ideas deambulaban por su infantil mente. Las dudas la embargaban acompañadas del miedo a un lugar nuevo; pero la nota de entusiasmo por lo desconocido seguía ahí, confundiendo sus pensamientos anteriores.

No tuvo tiempo de darle vueltas al asunto demasiado, se quedó dormida en un dos por tres. Mas, ¿qué podías esperar de una chiquilla de cinco años?

—Casi seis —hubiera corregido su voz aniñada.

No despertó de su largo sueño hasta que estuvo en el asiento trasero de un auto, con el cinturón de seguridad ajustado a su menudo cuerpo y a unas cuantas millas de su nuevo hogar. No solía dormir por las tardes, pero su madre, Renée, atribuyo su excesiva somnolencia a los medicamentos contra las nauseas.

—Despertaste —casi le felicitó Charlie, mirándola por el espejo retrovisor.

Sus ojos, exactamente del mismo tono chocolate, se encontraron a través del espejo. Charlie sonrió y un par de arrugas se formaron alrededor de sus ojos.

—Tengo hambre —replicó formando un gesto tierno con sus labios e inflando sus mejillas rosas.

—Casi llegamos, Bella—tranquilizó su madre.

Su pequeño estómago se llenó de mariposas pensando que vería por primera vez su casa nueva. Renée había prometido que sería muy bonita e incluso más grande que la casa de Phoenix.

Ella se sentía ilusionada, pero la nostalgia apretaba su pecho por abandonar el único lugar que había sido su hogar. Además, su innegable preocupación por las constantes lluvias le consternaba.

Era pequeña, no tonta.

A pesar de su obvia puerilidad siempre fue una niña muy madura y prudente. Y sabía que la humedad constante del suelo aumentaría las posibilidades de que su torpeza innata hiciera acto de presencia.

Jamás había dado muchos problemas; desde que había aprendido a leer nadie había sido capaz de separarla de los cuentos de hadas que su abuela, asidua, le obsequiaba. Sin embargo su torpeza siempre le causó más llantos de los comunes en un niño de su edad.

Cuando Charlie aparcó frente a una casa blanca con un pequeño jardín delantero, inmediatamente soltó su cinturón. Bajó apresuradamente e, indiscutiblemente, cayó al suelo. Sus manos de porcelana amortiguaron la caída, manchándose de lodo y un par de piedras se enterraron en sus manos.

Renée rodó los ojos. La había observado por el espejo lateral. Abrió la portezuela y, una vez de pie, tomó la cintura de su hija y la alzó para ayudarle a levantarse. Se agachó hasta su altura y limpió con ternura sus manitas.

—Ten cuidado, cariño —dijo con dulzura. Metió sus dedos entre los cabellos rizados de Bella, peinándola. Marcó la partidura en medio y acomodó los largos mechones marrones en ambos lados de su cara.

Charlie tomó del maletero su maletín de trabajo y la única maleta que llevaban; ésta contenía sus objetos personales. Renée tomó la mano de Bella para así asegurarse de que no volviera a caer.

El jardín delantero era tan verde como todo lo demás. Parecía que la ciudad se había sedimentado en medio del bosque y no a un lado. Los altísimos árboles abrazaban la comunidad de un poco más de tres mil personas. La envolvían como un obsequio de cumpleaños, sin dejar un solo tramo sin tapizar.

Cada hoja, desde la que cubría la punta del pino más alto hasta el más raquítico de los helechos, estaba rociada por la lluvia.

La casa que se extendía ante sus ojos no llamaba mucho la atención pues era muy parecida a las que le rodeaban. Tenía un pequeño pórtico, de más o menos un metro de largo, sostenido por delgadas columnas del mismo color que la casa. Un par de macetas lo adornaba, ubicadas justo a cada lado de la puerta ancha de madera.

A un lado de éste, estaba el garaje. Bella no pudo observar nada de él pues el portón estaba cerrado. Había ventanas grandes adornando el frente con su respectivo alero. Tenía dos plantas; podías admirar el amplio tejado debajo de la ventana superior.

Caminaron por el angosto corredor que te llevaba hasta la puerta. Aún faltaban un par de metros cuando la puerta se abrió. Bella se estremeció esperando ver a uno de los monstruos que había visto en televisión.

Por el contrario, se encontró con una mujer y no un monstruo. Aunque nunca había visto a esa mujer en su vida se le antojó confiable. Sus ojos verdes brillaban con anticipación; había un centelleo en ellos que parecía que empezaría a saltar en cualquier segundo.

La sonrisa que dibujó en su rostro era encantadora; te invitaba a hablar con ella. Tenía la estatura promedio, unos cuantos centímetros por debajo de la altura de Renée. Su suéter ceñido marcaba cada zona de su cuerpo. Nadie habría adivinado que había pasado por dos embarazos y menos que uno de ellos había sido múltiple. Era una mujer joven. No pasaba los treinta y su carácter alegre la hacía verse inclusive más joven.

—Qué bueno que llegaron —soltó con más ímpetu del necesario, besando la mejilla de Renée. —Empezaba a preocuparme.

—El vuelo se retrasó —contestó Charlie.

Bella estaba sorprendida de ver que su madre miraba con el mismo fervor a la mujer desconocida que ésta a ella.

Esme se dio la vuelta haciendo un ademán a que la siguieran. Había un pequeño vestíbulo con un perchero y un tapete marrón claro.

Esme tomó una bocanada de aire antes de mirar detalladamente el rostro de Bella.

—Tú debes ser Bella —murmuró acercándose a su rostro. —No sabes cuánto ansiaba conocerte. Soy Esme Cullen, mucho gusto —. Esme le tendió la mano.

—Bella Swan —contestó en un susurró tímido estrechando los fríos dedos de Esme —. El gusto es mío.

— ¡Qué ternura! —exclamó.

La interrogante se reflejaba en los ojos de Bella. Charlie había desaparecido por alguna puerta en busca de algo de comer, desentendiéndose de su hija. Su madre le sonrió y explicó:

—Esme siempre ha sido mi amiga, desde que éramos pequeñas. Cuando supo que regresaríamos a Forks se ofreció a decorar nuestra casa.

—¿Quieres ver tu habitación? —preguntó Esme.

Bella asintió.

Había soltado la mano de su madre y ahora asía la de Esme. Ella la condujo fuera del vestíbulo por un corto pasillo hasta las escaleras; éstas, a diferencia de su casa en Phoenix eran rectas. Cada peldaño estaba revestido en una suave alfombra muy similar a la que enfundaba el suelo de la sala.

El piso superior tenía brillantes y lustrosas baldosas blancas. Había un corredor largo, iluminado por un tragaluz. A su alrededor se esparcían puertas de madera exactamente iguales, cubriendo los muros.

Esme abrió la tercera puerta de la izquierda. Giró el pomo y la dejó entrar primero. Era una perfecta combinación entre la gama de los rosados y el blanco. No resultaba psicodélico como su habitación anterior, que combinaba los colores del arcoíris. El mobiliario era completamente blanco; en el centro una cama doble envuelta en un edredón rosa completaba el dormitorio. A cada lado, había lámparas iguales entre sí, sobre las mesitas de noche.

En cada mueble estaba acomodado cada uno de los objetos que tenía en Phoenix. Las muñecas, los juguetes, una bola de cristal… En la esquina había un escritorio y, sobre él un pequeño librero.

La habitación tenía su propio baño. Tenía una bañera en la que cabría un adulto e, igual que el resto de la habitación, tenía los objetos que utilizaba en Arizona.

— ¿Te gusta? —inquirió ilusionada.

— ¡Muchísimo! Gracias, Esme.

—No tienes que agradecer, y no lo he hecho sola. Alice me ha ayudado bastante.

— ¿Quién es Alice? —soltó la pregunta con la indiscreción propia de un niño.

—Alice es mi hija menor, tiene tu edad.

— ¡Ah! ¿Podrías agradecerle?

—Alice está ansiosa por conocerte, quizá puedas decírselo tú misma. Ella cree que serán grandes amigas.

—Me gustaría serlo —aceptó ilusionada.

Esme iba a agregar algo más pero Renée intervino. Sugirió pedir algo de cenar pero Esme refutó. Aseguraba que debía preparar la cena en su casa.

Cuando Esme se hubo ido Renée telefoneó al único restaurante de comida rápida que había. Charlie estrenó la habitación que ocuparía todos y cada uno de sus días libres: la sala. Veía en la televisión uno de los canales de deportes que tanto Renée como Bella odiaban.

Bella estaba sentada junto a él con las piernas cruzadas, esperando a que llegara la cena. No se quejó del programa, al fin, sabía que a Charlie le gustaba y no le veía el caso a replicar si terminarían viendo alguna película tonta que no disfrutarían ninguno de los dos.

— ¿Estás lista para mañana? —preguntó Charlie durante los comerciales.

Era raro que Charlie expresara lo que sentía en palabras y menos aún con acciones. Él realmente se interesaba por los sentimientos de su hija y de su esposa pero era demasiado tímido para decirlo en voz alta y lo escondía tras una máscara de seriedad.

— ¿Mañana?

—Es tu cumpleaños, Bella —rió. No pasaba mucho tiempo con ella pero era fácil deducir su aversión a los regalos y a los días trece de septiembre.

— ¿Y…?

—No te lo dijo tu madre —concluyó. —Mañana habrá una fiesta en el jardín de atrás por tu cumpleaños.

—Pero no conozco a nadie —protestó.

—Qué lógica —se burló irónicamente.

—Muy gracioso —arguyó Bella. —Hablo en serio.

—Tal vez tú no. Pero nosotros sí —terció Renée. —La cena llegó.

Bella intercaló miradas entre sus padres.

—Claro, será asombroso. ¡Adultos que no conozco!

—No, Bella —rió su mamá. —Ellos tienen hijos más o menos de tu edad. Así puedes conocer nuevos amigos. Sería bueno ya conocer a alguien el lunes que vayas al instituto, ¿o no?

La idea le hizo sonreír. No lo había pensado por ese lado. Tal vez así su miedo a la nueva escuela se dispara.

Cenaron en silencio. Los tres estaban cansados; el único sonido audible era el de los cubiertos golpear la porcelana. Bella continuaba dándole vueltas al asunto de su cumpleaños. Sería favorable hacer amigos pues viviría en Washington de ahora en adelante.

Forks sería su nuevo hogar.