Bueno, antes de nada, pido disculpas por mi desaparición de aquí. Aún tengo fics pendientes de acabar, pero es que últimamente no me vienen muchas ideas.

-Disclaimer: Los personajes pertenecen a la Meyer y bla bla bla, pero este fic no me pertenece a mí, su autora es Brynna. Yo simplemente lo he traducido al español. Es una serie de viñetas independientes.


1. Edward

Carlisle no podía creer su suerte. Su mujer estaba… impresionante: su pelo estaba extendido sobre la almohada, haciendo ondas; sus ojos brillaban con placer cuando él arrastró suavemente los dedos sobre su muslo. Ella le miró con expectación y con el labio inferior atrapado en los dientes.

Carlisle se inclinó, con sus fuertes brazos evitando que Esme tuviese que aguantar su peso. Rozó sus labios con los de ella, liberando así el labio que ella tenía atrapado en sus propios dientes. Esme estaba sonriendo cuando él la besó; y probó la textura de sus labios con la lengua. Él estaba encantado con su felicidad. Que ella hubiese encontrado la felicidad en hacer el amor con él le alegró más de lo que se pudiese imaginar. Que ella confiara en él lo suficiente como para sacudirse sus miedos y la aprensión le contentaba más de lo que alguna vez podría decirse.

Ella se había asustado la primera vez. Su Esme tembló ligeramente y se disculpó por ello.

–Sé que no me vas a hacer daño. Lo sé.

Él la besó entonces, sosteniéndole la cara entre sus manos y susurró contra sus labios:

–Te he esperado durante siglos, mi amor. Esperaré todo el tiempo que necesites. Esto no es una obligación.

Esme sacudió su cabeza con ojos tristes, creyendo que no podría darle el momento perfecto que ella creía que merecía.

–Quiero nuevos recuerdos –hizo una pausa. El labio le tembló un momento antes de que lo capturara con los dientes–. ¿Me dirás si hago algo mal?

Carlisle ahogó una risa mezclada con un sollozo en su garganta, luchando por que no saliesen de su boca. Era absurdo pensar que él encontraría algo mal en lo que Esme hiciese. El saber que ella dudaba hizo que le recorriera la ira y un golpe de tristeza.

–Te quiero –suspiró–. Y no hay nada "mal" aquí, mi Esme.

Ella encontró valentía después de eso, y él le dio los nuevos recuerdos que tanto deseaba. En los meses siguientes, ambos estaban insaciables el uno del otro. Edward usaba cualquier excusa para alejar los pensamientos carnales. Y cuando estaba en casa, invertía un gran esfuerzo para mantenerlos fuera. Procuraba ocupar su mente con cosas como leer o tocar el piano. A no ser que ellos pensaran directamente su nombre, estaba a salvo de sus pensamientos.

Como si Esme leyese su mente, le susurró a Carlisle:

– ¿Está Edward en casa?

Carlisle sacudió su cabeza y bajó sus labios al seductor cuello de Esme.

–Está cazando.

La tensión, fuera cual fuera, abandonó el cuerpo de Esme cuando enredó sus dedos en el pelo de Carlisle y rodeó su cintura con una pierna.

Él gimió por lo bajo en el cambio de postura y ella sonrió con ese nuevo poder.

–Te quiero –susurró Esme cuando los labios de su marido descendieron por su pecho. Dejó una larga línea de besos sobre su piel pálida, justo por encima del lazo de su blusa.

–Yo también te quiero –contestó entre besos.

Tiró de las correas finas y dejó que se deslizaran abajo sobre los brazos de Esme. Quiso rasgarlo, pero sabía que eso la disgustaría. Tiró instintivamente de la delicada ropa, exponiendo más de su embriagadora piel y mirando con ojos hambrientos. Sintió los dedos de Esme desabotonando su camisa; y sólo pudo gemir ante sus toques. Cada caricia, por diminuta que fuese, le complacía más que nada de lo que tuvo en sus dos siglos y medio.

Ella le abrió la camisa y alisó las manos sobre su pecho cincelado. Él se incorporó solo para quitarse la camisa y luego volvió a tenderse sobre su mujer. La besó con tal fuerza que habría dolido de no ser por que no pueden hacerse daño. Esme le acercó más, y acarició los músculos de su espalda. Carlisle arrastró una mano al dobladillo de su camiseta y comenzó a deslizarlo por encima, despacio. Su mano acariciaba cada centímetro de piel recién expuesta. Esme metió las manos entre sus cuerpos para desabotonar el pantalón de su marido.

Carlisle sonrió contra sus labios, maravillado con lo lejos a lo que ella quería llegar.

–Mi Esme… –susurró. Ella levantó la cabeza y rozó sus labios con los de él en un suave beso.

–Carlisle –dijo en un susurro y con un bajo gemido–, vamos a…

La frase se cortó en cuanto la puerta se abrió de repente.

–Carlisle –Edward miró y gimió ante la molesta situación que estaba viendo. Cerró la puerta rápidamente–. Si voy a interrumpiros algo, al menos podríais cerrar la puerta con cerrojo o algo.

Esme se tensó bajo Carlisle, con ojos amplios cuando Carlisle rió suavemente.

– ¿Deberíamos…? –dijo Esme en voz baja, paseando sus ojos entre la puerta en la que acababa de salir el chico que ya consideraba como hijo y entre el hombre al que amaba desesperadamente.

–No –dijo Carlisle–. En absoluto.

Dejó que sus labios se arrastrasen por el cuello de Esme. Su lengua encontró el punto más sensible de su oreja, acariciándolo suavemente, sabiendo que era el modo más rápido de que se olvidase de Edward.

Funcionó.

Ella puso en blanco los ojos antes de cerrarlos completamente.

Carlisle bajó para presionarse contra ella lentamente, con los brazos rodeando el cuerpo de Esme. Podían oír abajo una nueva melodía de piano. Esme sonrió bajo Carlisle.

– ¿Crees que le hemos traumatizado? –susurró con tono suave.

Carlisle rió, enterró la cara en su cuello y volvió a dirigir sus manos al dobladillo de la camiseta.

–Creo que no me importa –gimió indiscretamente cuando sintió las manos de Esme por delante del cinturón de su pantalón abierto–. Creo que lo superará.

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Las manos de Edward volaban sobre las teclas del piano. Desde que Carlisle y Esme se enamoraron, el talento musical de Edward había mejorado muchísimo. Eligió una melodía que le hacía pensar en Esme, dulce y hermosa.

Había disfrutado de su vida a solas con Carlisle, pero no podía negar el hecho de que Esme lo mejoró todo. Carlisle era más feliz. Cualquier tormento que le estuviese torturando pareció desaparecer en cuanto Esme entró en sus vidas.

Edward la quiso inmediatamente. Incluso durante los meses más salvajes de neófita, ella le dio consuelo y calor. Ella siempre era reconfortante, con abrazos y toques de consuelo. Nunca supo cuánto necesitaba a una madre hasta que ella llegó.

Edward encontró satisfacción en el amor que Carlisle y Esme se daban mutuamente. Ser testigo de su historia de amor fue fascinante, desgarrador y dolorosamente encantador. Era toda una lección ver a Carlisle luchar por ser alguien mejor. Cuando ve a un hombre tan bueno esforzándose para superarse a sí mismo, sabe que es digno de ser amado. Y Edward sabía que ese amor estaría con Carlisle siempre.

Ver a una mujer como Esme luchando por deshacerse de sus demonios era duro y alentador a la vez. Su cohibición y miedo la habían hecho sentirse muy mal, algo con lo que alguien como Carlisle nunca debería tratar. Ella dijo que estaba preparada para ser madre eterna, buena amiga y estar dolorosamente enamorada. Sus pensamientos estuvieron llenos de incredulidad cuando Carlisle comenzó a quitarle aquellas cargas poco a poco. Él era paciente, y el progreso era atrozmente lento a veces.

Edward ahora disfrutaba viendo en sus mentes el baile tranquilo, sin prisas. La suave llama que había entre ellos se convirtió en un fuego caliente y apasionado, haciendo que Edward se algo más incómodo. Él estaba emocionado, por supuesto. Ella había querido llegar lejos, y los pensamientos de Carlisle eran más felices de lo que alguna vez habían estado.

Edward comenzó a bloquearlos cada vez más, ya que eran pensamientos más íntimos de lo que él podía soportar. No quería meterse más en sus privacidades de lo que ya estaba, e intentó darles su intimidad.

Las risas que llegaban de arriba hicieron que Edward se metiese casi involuntariamente en sus pensamientos. Sonrió abiertamente sobre el piano. La felicidad que Carlisle y Esme tenían era contagiosa, aún sabiendo que la visión de sus cuerpos entrelazados le atormentaría durante un tiempo.

Se prometió a sí mismo que sería más cuidadoso. Llamaría a las puertas que siempre estaban abiertas para él y escucharía con más atención cuando llegase a casa.

En esa historia de amor valía la pena las molestias, y él esperaba, con un fervor que ni él mismo entendió, que algún día le llegase la suya.

El año siguiente en el que Carlisle le convirtió, Edward se convenció firmemente en que los de su especie no tenían alma. Ellos eran los eternos malditos, condenados a vivir una media vida, asesinos por naturaleza y aislados por necesidad.

Pero cuando pensó en Carlisle y Esme, cerrados en un abrazo cuando entró sin permiso, como él se les imaginaba, embriagados y felices en su nuevo amor, por primera vez, sintió las semillas de la duda. Vio un error lógico en su teoría.

Porque si ellos no tenían alma, ¿cómo había encontrado Carlisle a su perfecta alma gemela?


Son seis capítulos, así que si su autora original me da permiso, subiré los demás en estos días.