1. Un extraño presentimiento
La ciudad de Chicago lucía hermosa bajo los colores en toda la gama de amarillos y cafés de las hojas que los árboles habían dejado caer, la ciudad de los vientos, haciendo honor al apelativo había dejado sentir su fuerte y fría brisa durante toda la tarde. Los pajarillos se arremolinaban en sus nidos y el sol comenzaba a ocultarse.
La gente, caminaba aprisa por las calles sujetándose con fuerza los sacos, y abotonándose las gabardinas, los pocos carros que transitaban por la ciudad se dirigían ya a las casas de las zonas residenciales.
Cerca del centro de Chicago una muchacha vestida con un blanco uniforme caminaba mientras el viento azotaba su cara, realmente lamentaba no haber tomado el abrigo esa mañana cuando había salido de su apartamento, el uniforme no era realmente abrigador y sentía que sus manos parecían carámbanos de hielo.
Temblaba ya de pies a cabeza cuando dibujo una sonrisa en su rostro, al dar la vuelta pudo ver un edificio no muy grande pero que era tan familiar para ella como lo podría ser el hogar propio... había llegado a su departamento.
- Buenas noches señor Thomas – saludó la chica al tiempo que subía por la ancha escalera de madera hasta el segundo piso que era donde se encontraba su apartamento.
La puerta chirrió cuando la abrió y recordó que no había comprado el aceite para ponerle a las bisagras, soltó un suspiro y pensó que Albert jamás olvidaba ese tipo de detalles; tenía casi un año sin vivir con él, pero seguía extrañando su presencia en el pequeño departamento.
Albert después de tomar las riendas de los negocios de los Andley, había tenido que irse a vivir a la mansión donde fue presentado en Sociedad ante la gran sorpresa de la alta sociedad de Chicago. La gente no podía imaginarse que el llamado "tío abuelo" fuera un muchacho de no más de 25 años, un hombre joven y no solo eso, muy apuesto, que enseguida había vuelto loca a más de una de las jóvenes que pertenecían al amplio círculo de los Andley.
Si, la vida de Albert había dado un giro de ciento ochenta grados, toda su vida se había vuelto lo que él siempre había temido, una interminable sucesión de eventos sociales sumados a la gran cantidad de juntas directivas así como papeles y contratos por revisar. Apenas tenía tiempo para él...
Candy por su parte había intentado quedarse a vivir en la mansión Andley, pero le había resultado prácticamente imposible, la tía Abuela y sus continuas restricciones habían terminado por sacarla de quicio. Y antes de que los roces se formaran peleas, Candy había decidido salirse de allí y regresar al antiguo apartamento que durante mucho tiempo había sido su hogar.
Viviendo allí se encontraba mucho más tranquila, quizá mucho más sola, pero al menos nadie fruncía los labios cuando salía a trabajar vestida con su uniforme de enfermera. Sabía que había tenido que sacrificar la compañía para poder tener algunos aspectos de su vida de la forma en que quería. No obstante la presencia de Albert le calaba mucho, hacía ya cerca de un mes que no lo había visto y en esa ocasión lo había visto rodeado de un sequito de gente que quería hablar con él, Candy prácticamente lo había visto de lejos y ni siquiera había podido saludarlo.
A pesar de esa situación, ella sabía lo que ocurría en su vida porque Archie se encargaba de llevarle todos los pormenores de la vida del joven heredero y cabeza de la familia Andley. Pero eso no hacía que lo dejara de extrañar incluso aumentaba su tristeza de saber que quizá la próxima vez que lo viera sería en medio de una junta directiva o de una legión de chicas que esperaban su turno para bailar con él.
Desde esa última fiesta donde Albert ni siquiera había podido bailar una sola pieza con ella, Candy había dejado de asistir a las reuniones de los Andley, cosa que no resultaba muy fácil ya que la insistencia de Archie solía sobrepasar los límites al grado que era capaz de ir a pedir que le dieran el día en el hospital para que no tuviera excusa para faltar.
Ese mes Candy estaba teniendo un descanso, Albert había ido de viaje a Francia, ante la gran preocupación de todos, puesto que la guerra seguía su curso y viajar a Europa se estaba haciendo cada vez más peligroso, la tía Abuela había chillado pero Albert no había cancelado su viaje, y hacía ya unos días que él se encontraba en el viejo continente.
Candy miró su apartamento vacío y dejó su bolsa en el perchero, todo estaba muy limpio, aunque al ambiente le faltaba la calidez que un hogar se suponía debía tener, en ese momento una corriente de fuera se coló y se dejó sentir, se acercó a la chimenea y comenzó a acomodar la leña para prenderla.
Una vez que la chimenea se encendió, Candy permaneció a su lado unos minutos hasta que recuperó el color de su rostro, su cara comenzó a sonrojarse por el calor que emitía el fuego dentro de la chimenea, estaba indecisa entre lo que iba a cenar, en ese año que había estado sola había mejorado mucho como cocinera pero no tanto como para igualar los suculentos platillos que Albert solía prepararle.
- Rayos – dijo para ella misma.
Todos los días pasaba por lo mismo, siempre se comparaba con Albert, siempre lo recordaba, y a medida que el tiempo pasaba el recuerdo se había ido haciendo un recuerdo vago, a veces no sabía que pensar. Albert, el chico que ella había conocido, el que había vivido con ella, no era el mismo que ahora veía, ¡vaya! Si ni siquiera le llamaban así, era la única que seguía conociéndolo como Albert. Candy a veces en sus solitarias noches solía cavilar sobre eso, era como si Albert fuera una personalidad del joven heredero, la otra parte de él era William, el joven de mundo, caballeroso y acaudalado. Candy prefería mil veces a Albert que a William. Claro que esto no se lo decía a nadie, quizá pensarían que estaba volviéndose loca por hablar de una persona como si fueran dos. No, Candy no lo hablaba con nadie, sin embargo era algo en lo que creía, extrañaba a Albert, pero lamentablemente ese Albert no regresaría nunca, William era quien regía en la persona del muchacho, o al menos lo era aparentemente.
Un poco enojada consigo misma se dirigió a la cocina y comenzó a sacar los ingredientes para prepararse una sopa caliente, giró su cabeza y se dio cuenta de que ya tenía una semana que no retiraba los papelillos del calendario. Se detuvo frente al calendario y comenzó a pasar los días, al tiempo que arrancaba el papel correspondiente a cada día hasta que llegó al día 29 de Septiembre.
Entonces apretó la mano y sintió una ligera punzada en el corazón. Al día siguiente sería cumpleaños de Anthony. Sintió que las fuerzas se le iban y terminó por sentarse en uno de los banquillos que tenía en la cocina. Se quedó mirando el piso y suspiró largamente.
"Anthony", pensó descorazonada, por lo general procuraba no pensar en él, hacía ya tanto tiempo desde que se había ido de su lado. Y a pesar de ese tiempo, ella lo seguía sintiendo tanto, sin embargo tenía unos meses que cuando pensaba en él lo hacía como si él estuviera vivo. Si, esa era otra de las cosas que se guardaba para ella misma, no le había comentado nada de esto a nadie más, pero desde aquel día en que se había enterado de que Albert era el tío William, y había pisado Lakewood desde que Anthony había muerto, solía sentir eso, no era la primera vez que el embargaba esa sensación. Era como si él la llamara de alguna forma. Lo que era algo demasiado extraño como para querer comentarlo con alguien más.
A la única persona que se lo había comentado era al Dr. Heats, un joven doctor especializado en problemas mentales. Hacía un tiempo les había dado un curso sobre su especialidad y cuando habían llegado a la sección de preguntas abiertas, Candy había alzado su mano para preguntar.
- Si un paciente llega y me dice que siente que alguien que ya falleció sigue vivo... ¿qué es lo que se le puede sugerir?
- ¿Es reciente la muerte? – había preguntado el doctor.
- No, - Candy había mirado hacía otro lado, nunca se le había dado bien mentir – dice que tiene ya varios años muerto.
- ¿Entonces el paciente esta consciente de que siente eso sobre alguien que falleció?
- Si, me dijo que había presenciado la muerte de esa persona.
- Es un caso especial – había respondido el doctor – generalmente eso suele suceder en esos momentos pero no años después, ya que si el problema hubiera surgido inmediatamente, sería un efecto post traumático después del incidente.
- ¿Y entonces que podría decirle a mi paciente?
- Quizá sufra algún otro tipo de enfermedad mental, tendría que mandarlo a que se hiciera estudios, porque podría sufrir de alguna enfermedad como Paranoia o principios de Esquizofrenia y con el tiempo podría empeorar.
Candy había asentido con la cabeza, pero las palabras del doctor Heats, habían quedado muy marcadas e su cabeza. Y cada vez que tenía ese sentimiento lo rechazaba y trataba de controlarse, no le agradaba para nada que alguien le dijera que estaba alucinando y que podía ser productor de la locura.
Suficiente había leído sobre el tema, y cada vez se convencía más de que si no se controlaba podía terminar recluida en algún instituto para enfermos mentales.
- Anthony murió – dijo en voz alta – él nunca volverá, él se fue para siempre.
Sin embargo el decirlo no le traía ningún tipo de paz, por el contrario se sentía más intranquila. Para no pensar más en eso, se había detenido frente a la estufa y empezó a mover la sopa para que no se pegara... miraba el caldo que formaba un pequeño remolino mientras lo removía con la cuchara. Se sintió como hipnotizada mirándolo, su mente parecía en medio de una niebla.
- Candy... – escuchó la voz de un muchacho – Candy – era una voz que reconocería aunque pasarán mil años - ¡¡CANDY!!
Candy dio un respingo, la sopa estaba hirviendo y estaba saliéndose de la olla y manchando todo, y en la puerta del departamento alguien tocaba insistentemente. Candy se quedó paralizada unos segundos antes de reaccionar, apagó la lumbre y nerviosamente se acercó a la puerta, todavía muy temblorosa la abrió.
- Candy – dijo sorprendida la mujer que solía hacer el aseo del edificio – pensé que no estabas, ya tenía unos minutos tocando la puerta.
- Es... estaba cocinando – balbuceó la muchacha al tiempo que se ponía colorada– y a veces me olvido de lo demás cuando lo hago.
- Me alegro que todo este bien, mira te llegó este paquete hoy en la mañana, pero no quise dejarlo aquí a la puerta, y decidí esperar a que regresaras.
Candy comenzó a respirar con más tranquilidad, y su color de siempre volvió a la cara, tomó el paquete, pero su mano aún temblaba un poco.
- Hace mucho frío ¿verdad? – dijo la mujer al percatarse del detalle.
- Si, un poco...
- No te ves muy bien – mencionó la anciana – estás segura de que todo esta bien...
- Si, aunque tal vez cogí un resfriado, se me olvidó llevar mi abrigo en la mañana y me regresé en medio del frío.
- ¡Muy mal!, si te veo algo pálida... espérame aquí, tengo un té que es maravilloso para cuando esto sucede, te lo tomas, después te metes a dormir muy bien cubierta y mañana amanecerás como si nada.
Candy abrió la boca, pero la mujer iba prácticamente corriendo escaleras abajo hacía donde estaba el pequeño cuarto donde ella vivía. La muchacha sonrió, ¿es que ahora iba a aceptar medicinas caseras cuando en el hospital podrían medicarla si es que se enfermaba? Además estaba segura de que no era un resfriado, aún se sentía algo débil, pero nada tenía que ver con eso, solo pensaba en esa voz, esa voz que aún en ese momento parecía perforarle los oídos. La mujer llegó pronto a su lado con unas ramitas y un bote en sus manos...
- Toma – le dijo – primero lo hierves y después le pones... es más déjame prepararte un poco.
Antes de que Candy la invitara a pasar, la mujer ya había entrado y se había colado hasta la cocina donde Candy sintió un poco de pena porque estaba todo lleno del caldo que se había derramado a causa del calor. Sin embargo la mujer en vez de hacer algún tipo de comentario, sacó la olla y sirvió dos platos, limpió con un trapo el caldo derramado y colocó otra olla más pequeña con suficiente agua donde dejó caer las hierbas y prendió después la estufa.
Tomó después los dos platos y preparó la mesa para dos personas. Candy miraba todo esto sin decir nada. Regresó la anciana a la cocina y comenzó a sacar pan de una panera de madera que tenía Candy sobre uno de los pretiles y los puso a calentar en el horno, tomó un poco de mantequilla que había sobre una mesilla, y la llevó a la mesa, sacó de un gabinete dos tazas y espero unos minutos hasta que el agua comenzó a hervir, lo sacó y lo condimento con unos polvos que traía en un frasco, después sacó una anforita que antes de echarla a las tazas se llevó a la nariz para olfatear, finalmente tomó un poco de miel que también había llevado con ella y echo el equivalente a una cucharada a cada una de las tazas.
- Bien esta listo, ven vamos a comer.
Candy miró a la anciana, no podía enojarse con ella, aunque hubiera irrumpido en su casa, y se hubiera invitado sola a cenar. No obstante, tener a la anciana en su casa era una mejora, ya que de no ser así le habría tocado cenar sola.
- Es bueno alimentarse bien cuando una se siente mal - agregó la mujer
Candy sonrió y probó la infusión caliente, cuando la probó supo porque la mujer había olfateado la anforita, tenía un ligero sabor a whisky, el caliente líquido pasó por su garganta dejando a su paso un ligero cosquilleo bastante agradable.
La mujer la miraba con interés mientras no dejaba de hablar, los cotilleos de las personas que vivían por el lugar poco interesaban a Candy, pero era reconfortante tener a alguien cerca. Y realmente lamento cuando se despidió después de insistir mucho en ayudarle con los platos.
Con la casa y las cocinas impecables, Candy no tenía mucho que hacer y volvió a sentir esa gran soledad que la aquejaba desde hacía tiempo. A pesar de haber sido huérfana siempre había estado acompañada por alguien, siempre había habido alguna persona con ella, amigos, maestros y después la familia que había vuelto su vida un remolino, la prestigiosa y renombrada familia Andley.
Los Andley, pensaba, con un dejo de tristeza, ellos habían sido todo para ella, junto a ellos había conocido el amor, la amistad y el sentimiento de permanencia de una familia, le habían dado todo lo que ella podría haber soñado, pero como todo en su vida todo había terminado… en cierta manera los Andley ahora representaba una etapa más de su vida, ya que la relación con ellos parecía haberse perdido para siempre. Todo lo que tenía ahora eran simples recuerdos y ese enorme vacío en su corazón. Definitivamente esa vaciedad formaba parte de su tristeza, sentirse de ese modo no era algo que ella ansiara. No estaba acostumbrada a tanta tristeza, sin embargo sonreír, le costaba tanto, era como si la felicidad hubiera huido de ella para siempre.
Se sentó cerca de la chimenea, necesitaba sentir un poco de calor, aunque quizá el que más ansiaba no era precisamente el del fuego, sentía esa falta del calor hogareño, talvez había sido el té que se había tomado o porque tenía mucho cansancio pero se quedó dormida delante de la chimenea en menor tiempo del que le tomaba dormirse. Se había quedado mirando las llamas y de nueva cuenta se había sentido un poco atontada, como dentro de una clase de hipnotismo que la había envuelto para que se quedara dormida.
Nunca supo cuanto tiempo había permanecido dormida, solo que se despertó cuando volvió a escuchar su nombre, ¿Acaso era una voz espectral que la llamaba desde el más allá? Sabía a quien pertenecía esa voz, lo sabía lo suficientemente bien como para al mismo tiempo querer abrir los ojos, así como mantenerlos cerrados. Sabía que todo estaba en su mente, ya se lo había mencionado anteriormente el doctor Heats y lo último que deseaba en ese momento era ser llevada a un hospital psiquiátrico, pero en su fuero interno deseaba tanto escuchar esa melodiosa voz que no quería abrirlos y romper el encanto. Pasaron varios minutos y entonces el cuello comenzó a dolerle un poco. La posición en la que se había quedado dormida no era por mucho la más cómoda que podría haber escogido, así que no pudo alargar más el momento y abrió los ojos. Lo único que vio fue un ligero resplandor que provenía de las cenizas de la leña que se había consumido en el fuego, con ese color rojizo que aún alcanzaba a iluminar un poco el resto del apartamento.
Se levantó del sillón e hizo unos movimientos con su cuello, hasta que recuperó la movilidad normal, se adelantó hasta donde estaba el interruptor de la electricidad y prendió los focos de la sala, por primera vez vio realmente el paquete que le habían entregado esa tarde, era un paquete grande, rectangular, envuelto en papel estraza. Candy miró el remitente, y la gran cantidad de sellos postales que cubrían gran parte de la parte posterior del paquete, al leerlo la muchacha no pudo evitar esbozar una sonrisa en su cara.
El paquete tenía escrito en letra hecha con trazos elegantes el nombre de Albert, y se percató de que el paquete provenía de Francia, más específicamente de París.
Candy volvió a sonreír hacía apenas dos semanas que estaba allá, y ya tenía un regalo de su parte. "A pesar de todo lo que ha sucedido, Albert sigue vivo", pensó al mirar que había utilizado el nombre de Albert en vez de utilizar el de William. Y dentro de ella tuvo una pequeña luz de esperanza, pensando que su amigo aún estaba allí, aunque solo surgiera en ocasiones tan esporádicas.
Se disponía a abrir el paquete pero se conocía lo bastante para saber que si lo abría duraría un buen rato admirando lo que fuera que le hubiera mandado Albert, bien podría ser una simple piedra y ella terminaría por no dormir el resto de la noche. Así pues que volvió a colocar el paquete sobre la mesa, y decidió irse a dormir a su confortable cama. Al entrar al cuarto lo sintió muy frío, el calor de la chimenea no se había propagado hasta la fría habitación, sin embargo Candy se enfundó en su pijama y se metió a la cama para dormir.
El cansancio de su cuerpo le cobró a la mañana siguiente cuando se despertó se percató de que se le había hecho muy tarde, había corrido por todo el apartamento como una exhalación se había preparado el desayuno al tiempo que se había bañado y cambiado, razón por la cual tuvo que comerse una tostada que se le había quemado, unos huevos que al tratar de servirlos habían caído más de la mitad al suelo y una taza de café ardiendo que estuvo a punto de causarle una quemadura de tercer grado, a pesar del caos que había causado en la cocina no había tenido tiempo para limpiar nada, y de hecho daba gracias a Dios por no haber manchado su inmaculado uniforme.
Sin preocuparse por nada más, salió del apartamento, bajó las escaleras lo más rápido posible y salió del edificio, corriendo lo más aprisa que sus piernas se lo permitían. Cuando llegó al Hospital aún se sentía muy alterada, y con la adrenalina corriendo por todas las venas de su cuerpo. Así que se sintió un poco rara al ver que el resto tenía una actitud por lo demás normal.
- No tienes que correr por los pasillos – le había indicado Leonor cuando la miró entrar intempestivamente a la central de enfermeras.
- Si claro – asintió Candy entrecortadamente, el costado le dolía de tanto haber corrido.
El resto de la mañana había transcurrido de forma cotidiana, a excepción de que durante todo el día, no dejó de pensar en el paquete que había recibido un día anterior. En parte no sabía porque se sentía emocionada acerca del paquete, ese tipo de paquetes si bien no le llegaban a diario, Albert solía mandarlos cuando salía de viaje y en cierta forma estaba acostumbrada a ellos, de hecho a veces se convertían en su única comunicación con el acaudalado joven. Con el amigo que tanto extrañaba.
- ¿Te encuentras bien? – le pregunto Nathalie a la hora de la comida
- Si, estoy bien…
- No lo pareces – agregó Leonor – desde esta mañana llegaste muy alterada.
- Me quedé dormida – confesó Candy.
- Eso no es cosa del otro mundo – rió Nathalie – Yo seguido me quedó dormida… ¿verdad Leonor?
- Así es – asintió la chica.
- En fin, no solo eso – agregó Candy – Hice un tremendo lío en la cocina y ni siquiera tuve tiempo de limpiar todo lo que hice.
- Ya tendrás tiempo más tarde, hoy me toca la guardia a mi, y por cierto, hoy sales temprano… ¿no es así?
- ¡Cierto! – exclamó Candy emocionada – No lo recordaba.
- Pues en una hora eres libre… y tienes todo el fin de semana para reponerte…
- Esto es lo mejor después de las guardias…
- Si, así es
Candy terminó el almuerzo con mucho mejor ánimo del que había sentido en mucho tiempo, se apresuró a finalizar su ronda y salió rumbo a su casa, el trayecto lo hizo en menor tiempo de lo acostumbrado. Quizá porque deseaba llegar a mirar el paquete y también en parte porque quería llegar a limpiar la cocina que había dejado tan sucia.
Subió las escaleras y entró a su apartamento, y miró de reojo el paquete, sin embargo, se dirigió a la cocina, donde limpió cada cosa que había tirado, y hasta que no dejó todo impecable, fue hasta donde estaba el paquete. Lo miró cerca de un minuto antes de decidirse abrirlo.
Con manos nerviosas abrió el paquete, al ir removiendo el papel marrón que lo envolvía pudo percatarse que se trataba de una caja de madera, bastante grande y pesada. Candy siguió quitando el papel hasta que la caja estuvo al descubierto. Era una caja rectangular de madera labrada, incrustada de laminilla de oro y nácar, en la parte posterior de la tapa había un dibujo bastante elaborado, que estaba formado por la marquetería la cual formaba una rosa blanca con filos de oro.
Candy soltó una exclamación de asombro cuando la miró por primera vez sobre la mesa, después de unos segundos sonrió al ver la bella caja, que parecía más una obra de arte que otra cosa. Pasó la palma de su mano sobre el hermoso dibujo, al hacerlo pudo notar los pequeños relieves que tenía y acercó su cara para mirarla más de cerca. Entonces pensó que era la cosa más bella que jamás le había dado Albert.
Candy suspiró, dio vuelta a la cara para darle cuerda a la dorada manecilla que sospechaba y no sin razón, que era del mismo oro que cubría partes de la tapa, después de hacerlo abrió la caja y al instante comenzó a sonar la música, era una música que jamás olvidaría, esa melodía estaba grabada no solo en su memoria sino en su corazón, era el vals, el primero que había bailado, el que había bailado en los brazos de Anthony y que tiempo después también había bailado en ese festival del colegio junto a Terry. Las notas musicales que conformaban la pequeña pieza musical, invadieron el ambiente del pequeño departamento de Candy y sintió que esa sensación que tenía en el corazón la envolvía completamente. El aire comenzó a faltarle, la respiración se le comenzó a dificultar, su vista empezó a nublarse y unas gruesas lágrimas surcaron sus mejillas.
La cuerda que le había dado a la pequeña maquinaria se acabó y la música cedió al silencio que solo era interrumpido por los sollozos de Candy... ¿cuánto tiempo había pasado desde aquel fatídico día de caza? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había roto con Terry? Los recuerdos comenzaron a amontonarse en su cabeza.
Los años se habían acumulado, y ella seguía tan sola… todos parecían haber continuado con su vida sin detenerse a pensar en ella tan siquiera por un segundo y eso le hacía deprimirse aún más, Anthony, Terry, Stear, Albert, e incluso el mismo Archie, todos estaban lejos de ella, todos la habían abandonado y la habían dejado sola.
Y allí estaba ella a punto de cumplir los 21 años comenzaba a sentir que siempre tendría ese vacío en su corazón Hacía un poco más de un año que en todos los tabloides habían comunicado la boda de Terry y Susana, Candy en esa ocasión había derramado una última lágrima por aquel guapo y apasionado actor al que tanto había amado y después había decidido arrancarlo de su corazón aunque eso resultara aún más doloroso...
En su momento le había dolido mucho, jamás supo como había sobrevivido aquella época, sin embargo en ese momento se sentía muy sola... no quería hacer de ese pensamiento algo persistente y se obligaba a si misma a mantener una sonrisa en su cara todo el tiempo.
Si, en su soledad no podía olvidar tampoco a aquel que había robado su corazón hacía tanto tiempo, a aquel que se habría enfrentado a dragones de ser necesario para que ella fuera feliz. Si a aquel que en un desventurado giro del destino le había sido arrebatado de su lado. En ese momento no pudo seguir llorando, sentía que su garganta se cerraba. Y que sus fuerzas se iban, pero sentía que si volvía a llorar por Anthony, lloraría el resto de su vida hasta quedarse seca.
- Candy saca todo de tu cabeza – dijo para si
Se enjugó las lágrimas y volvió a mirar la hermosa caja de música, al observarla detenidamente no pudo evitar pensar que era natural que hubiera recordado a Anthony, había tantos elementos juntos en ese objeto que le evocaban a la memoria del muchacho. Las rosas, la música y la opulencia del oro junto con la carácter de la madera, toda la caja parecía gritar su nombre, Candy río para sí.
- Eres tan hermosa como él – dijo en voz alta.
Respiró profundamente y giró su cabeza para mirar todo el apartamento, para ser un lugar tan pequeño se sentía demasiado solo. No podía pensar en pasar allí tres días seguidos. Sin embargo no sabía tampoco a que otro lugar ir, hacía dos meses había ido al Hogar de Ponny, y el lugar estaba abarrotado de pequeños, la guerra había dejado demasiados huérfanos y a pesar de que el lugar había sido ampliado gracias a las generosas donaciones de los Andley, el espacio de más resultaba insuficiente. "Podría ir a ayudar" pensó Candy, pero en cierta medida sabía que ya tenían muchos voluntarios y tal vez pasaría más tiempo haraganeando que sintiéndose útil.
Dejó escapar un suspiro, tres días para su disposición, algo que difícilmente se daba cuando se trabajaba para un hospital tan importante. Quería respirar aire puro, y descansar un poco. Quizá tanto trabajo estaba haciendo que su mente sufrieras de esas alucinaciones, de escuchar esa voz que tanto le gustaba, pero que sabía que era imposible que fuera realidad.
Se levantó y fue hacía la cocina, necesitaba un poco de agua, tomó un vaso de la repisa y lo llenó de agua, sorbió un poco del líquido y se sentó en uno de los banquillos de madera que tenía acomodados cerca de una pequeña mesa, levantó la vista y miró el calendario, de nueva cuenta no había quitado el papelillo del día, se levantó del asiento y arrancó el papel que tenía señalado el día 29 de septiembre, el número 30 apareció en el calendario.
Candy miró el calendario unos minutos, y entonces sonrió, una idea había llegado a ella, y se sintió un poco mal por no haberlo pensado antes.
- Lakewood – exclamó en voz alta.
Desde el último encuentro que había tenido con Albert allí hacía ya unos años, ella no había regresado, tanto él como Archie le habían asegurado que las puertas de la vieja mansión de los Andley estaban siempre abiertas para ella, sin embargo nunca se había dado el tiempo para ir, no estaba lejos y podría respirar aire puro, quizá dar un paseo por el bosque, pasear en bote por el lago y tal vez visitar la tumba de Anthony, cosa que no había hecho nunca y que a veces sentía algo de remordimiento por no haberlo hecho. Anthony había sido una persona tan importante para ella que parecía desconsiderado de su parte no haberlo hecho.
Mientras más pensaba en eso más le atraía la idea de ir a Lakewood. De hecho se comenzó a preguntar porque no lo había hecho antes, ¿Por qué no había ido a Lakewood más seguido? Ese lugar guardaba tantos buenos recuerdos que lo sentía tan suyo aunque en realidad perteneciera a los Andley. Aunque si lo pensaba fríamente, ella legalmente aún era una Andley, no importando que no utilizara el apellido en su vida diaria. Se quedó frente al calendario por unos momentos, entonces sonó el reloj de la sala, el pequeño cucú anunciaba que eran las tres de la tarde.
- Las tres – musitó Candy – si tomó la posta de las 4 estaré allí antes de que anochezca.
Se apresuró a su cuarto, sacó la vieja maleta, hacía ya un tiempo que no la había utilizado, la limpió con un paño y comenzó a llenarla con la ropa que se llevaría para esos días.
Cuando ya estaba por cerrarla, salió de la habitación y se dirigió hacía la mesa donde había depositado la caja de música, la sujetó firmemente y la cargó hasta su cuarto donde con mucha dificultad la introdujo en la maleta, sin embargo antes de media hora ya tenía su maleta hecha. Cerró las ventanas y las cortinas, finalmente tomó un sombrero y su abrigo.
Bajó las escaleras, en la puerta de la planta baja el Sr. Thomas fumaba una pipa.
- ¿Sale de viaje? – preguntó el hombre
- Si, estaré de regreso en tres días – respondió Candy.
- Que tenga un buen viaje – mencionó calmadamente el Sr. Thomas.
Candy sonrió mientras caminaba apresuradamente por la acera, tenía menos de 15 minutos para llegar al sitio de postas. La valija pesaba más de lo que hubiera querido, el peso de la caja musical estaba haciendo mella, pero no pensaba dejarla.
A las cuatro menos cinco llegó al lugar, iba un poco agitada por haber corrido por la calle, la posta estaba prácticamente vacía solo otra persona estaba esperando para tomarla. Candy sonrió, el chofer le ayudó a acomodar su maleta y ella se sentó al tiempo que comenzaba a respirar con más libertad.
- Lo que es ser joven – dijo la otra persona que estaba ya en el carruaje.
La muchacha levantó la vista y se encontró con una mujer ya entrada en años que aguardaba pacientemente a que el chofer comenzara el viaje.
- Lo siento, no la saludé, entré tan intempestivamente que olvidé hacerlo.
- No te preocupes – dijo cariñosamente la anciana
- Va a pensar que soy una maleducada.
- Yo te he visto antes – dijo la mujer.
Candy dio un respingo y la anciana sonrío.
- Eres enfermera en el Santa Juana ¿verdad?
- Si – contestó algo sorprendida Candy – allí es donde trabajo
- Hace unos meses enfermé gravemente…
- Lo lamento, no la recuerdo.
- No era una de sus pacientes, la enfermera que cuidaba de mi era una chica alta de pelo castaño. – cerró los ojos como tratando de recordar
- Debe de ser Nathalie.
- Así es, una chica muy amable. Cuidó muy bien de mi.
- Es nuestro deber y lo hacemos de todo corazón.
La anciana sonrió nuevamente. El cochero emprendió el viaje, los caballos comenzaron su andanza mientras que el carruaje se movía de un lado a otro ligeramente. Las dos pasajeras se miraron.
- Hoy voy a Sunville a ver a mi hija, ella está casada, acaba de tener otro bebé. Y estoy muy contenta.
- Me alegro mucho de escuchar eso.
- Es su sexto hijo, todos mis nietos son fuertes y felices, supongo que este pequeño también lo será.
- Estoy de acuerdo con usted – dijo Candy
Candy se quedó callada, sabía que la mujer estaba esperando a que ella le respondiera indicándole la razón de su viaje, bajó la mirada unos segundos y después la miró mientras le regalaba una sonrisa.
- Voy de vacaciones al lugar donde viví hace algunos años.
- ¿Viviste en Sunville? – preguntó extrañada la mujer
- Cerca de allí, en Lakewood.
- ¿Lakewood? - inquirió extrañada la anciana – pero si allí solo hay grandes mansiones que pertenecen a familias adineradas.
- Si, el lugar de donde le hablo es una de esas mansiones que están cerca del lago.
- ¡Vaya! – exclamó la anciana.
La mujer miró detenidamente a Candy y ella comenzó a ruborizarse.
- Nunca lo imagine, - la mujer suspiró – supongo que aún a mi edad puedo equivocarme.
- ¿A que se refiere? – preguntó la muchacha.
- Eres una señorita de sociedad, ¿Quién lo hubiera dicho?
Candy abrió la boca, estaba a punto de refutar y exclamar que solo había sido una sirvienta, pero en realidad también había pasado gran parte en esa Mansión como hija adoptiva.
- ¿Es lo que cree?
- No lo habría pensado de no habérmelo dicho, pero hay ciertas maneras de tu proceder que indican una buena educación.
- No lo suficiente – dijo más para si que para la mujer.
- Ya no preguntaré más – mencionó decididamente la anciana – Vas a pensar que soy una de esas mujeres chismosas del pueblo.
- Es natural – respondió Candy con una sonrisa en la cara – que sienta curiosidad por una pobre enfermera que vaya a vacacionar a un lugar así.
- No me gusta entrometerme – dijo aunque toda la conversación indicaba lo contrario.
- Tiene razón al dudar de mi presencia, nunca me esmere en aprender modales, y muchos de ellos han desaparecido por completo desde que empecé a trabajar como enfermera.
- ¿No me dirás que eres parte de alguna de esas familias que han perdido su fortuna?
- Difícilmente – dijo la muchacha pensando en que los Andley no podían tener más dinero del que ya poseían.
- ¿Entonces? – preguntó con una extremada curiosidad
La risa cristalina de Candy inundó la posta que avanzaba velozmente por el camino que llevaba a Sunville.
- Soy un caso perdido – dijo finalmente – soy hija adoptiva de una de esas familias que poseen casas cerca del lago.
- ¿Hija adoptiva?
- Si, aunque supongo que quienes me adoptaron de oírme hablar de esta manera se preguntarían dos veces porque me adoptaron.
Su risa volvió a salir de su boca, tan limpia como hacía mucho tiempo no lo hacía.
- Eso es…
- Si, a veces las sirvientas podemos convertirnos en princesas ¿verdad?
La anciana la miró sorprendida, estaba encantada de la desfachatez de Candy, pero al mismo tiempo se preguntaba como una familia rica podía haber adoptado a una chica pobre, le hubiera gustado preguntar más, pero entonces si sobrepasaría el límite de educación que incluso en una mujer de edad avanzada era permitida.
Las dos mujeres guardaron silencio durante casi un cuarto de hora, hasta que comenzaron a hablar de cosas sin mucha importancia como el clima, Candy agradeció el cambio de tema, y mantuvo la conversación de cortesía por el resto del viaje.
Cuando estaba cercana la puesta de sol, llegaron a Sunville, Candy se despidió de la anciana y se apresuró a tomar el camino hacía Lakewood. Estaba un poco retirado pero no le tomaría más de media hora llegar al portal de las rosas. Lo había recorrido anteriormente y era algo que buscaba.
El viejo camino polvoso le recordaba esa feliz época que había vivido allí, los árboles parecían darle la bienvenida mientras caminaba bajo sus ramas moviéndose al viento. Cada paso que daba, cada metro que avanzaba era un poco menos lo que le quedaba para llegar a la mansión.
Por fin llegó a un punto desde el que podía divisar el portón. Candy sintió una extraña emoción correr por su cuerpo. Allí estaba erigiéndose en medio del bosque la majestuosa mansión. El portal de las rosas resplandeciendo aún bajo los pétalos que ofrecían orgullosas las flores que lo adornaban. Quizá aún le quedaban algunas semanas antes de que todas comenzaran a perderlas para guardarse del invierno.
Candy se quedó parada delante del portal, su corazón palpitó rápidamente, estaba regresando a Lakewood.