Capítulo Primero
La cueva del valle

1

La ligera llovizna se tornó en una lluvia que desplegaba un velo brillante sobre el paso de los relámpagos allá arriba en el cielo. A pesar del clima, la vista no dejaba de ser impresionante a los ojos. El valle que corría bajo sus pies representaba un inmenso cuadro que nunca podría ser pintado jamás bajo esa lluvia, y los colores cambiaban y mutaban mientras los rayos matizaban de plata los árboles y las montañas que se alzaban en el horizonte, marcando contraste en la densa neblina que se extendía a placer como una alfombra viviente.
De momento se acordó del otoño; claro, el porqué de la lluvia. Tenía suerte de no verse atrapada en un monzón de ráfagas de viento aullante y diluvios como cascadas. Eso sí sería el colmo de las cosas, tal como estaban. La lluvia de pronto se diluyó en una llovizna que dio tregua a sus pasos. Se miró las patas, llenas de barro y agua por los incontables charcos que minaban el valle. A pesar del remolino feroz de su mente, sus pensamientos sólo divagaban en una cosa: conseguir agua. Agua fresca para los dos. De pronto, sus lágrimas se confundieron con la lluvia, resbalando por sus mejillas mojadas también, y salpicadas de barro. Cojear no le ayudaba en nada a sortear los charcos de agua y lodo, y maldecía por lo bajo al hundir la pata en ellos.
Sus ojos, rojos y profundos, se pasearon por la inmensidad del valle. ¿Quedaba algo ahí abajo? Y si quedaba ¿valía la pena averiguarlo? No ahora, claro. El cuerpo le dolía, y sentía que podía resfriarse de un momento a otro, pero apartó el pensamiento de la enfermedad. No podía darse el lujo de caer, ahora no. Por ella. Por los dos.
Por fin llegó al estanque elevado, escondido en una de las partes más profundas de aquel valle. El agua, mansa y fría, solo perturbada por las incontables ondas de las gotas de lluvia, la invitaba a llevarse la que quisiera. Cuando se asomó al espejo líquido, se sorprendió al encontrarse con su reflejo del pelo hecho jirones y una mejilla salpicada de barro negro. Sus ojos rojos eran lo único que llenaban o aparentaban llenar de vida aquel rostro que parecía el de un muerto. Sus ojeras se colgaban de los párpados como hamacas. En un arrebato, hundió la cabeza en el agua clara, y la dejó ahí. Estaba fría y la sintió como múltiples bofetadas recorrerle la piel llena de pelo amarillo. Por un momento, iba quedarse ahí, con los ojos cerrados, esperando que el agua se le metiera por la nariz e inundara sus pulmones, y que acabara con el sufrimiento de una vez por todas. Entonces pensó en él. No podía. Aunque lo deseaba mucho, no, no podría hacerlo. Sacó la cabeza del agua, jadeando, y al tumbarse, el dolor se alojó de lleno en la pierna mala. Rugió y golpeó una piedra, rompiéndola en dos. Con algo de dificultad, llenó dos odres que no eran de cuero, pero que pudo fabricar con hojas de un árbol… no recordaba el nombre, pero habían sido muy útiles, y gracias a las enseñanzas del Maestro...
Se obligó a callar los pensamientos. Eran peligrosos. Demasiado peligrosos como para poder permitírselos. Terminó su tarea, y emprendió el regreso a la cueva, cojeando y maldiciendo. Dio otro vistazo al valle, escudriñando sus partes más bajas, ahí donde los sembradíos de arroz terminaban y daban paso al pueblo. No había nada. Al menos, eso estaba bien, dentro de todo lo malo, estaba bien.
¿Qué había pasado?
No lo sabía con certeza, pero de momento, dejaría sus conjeturas de lado, y se concentraría en llevar los odres llenos a la cueva. Pesaban, pero una pierna coja no la detendría. Había sufrido más en los entrenamientos…
—¡Deja eso en paz! —rugió, esta vez dirigiéndose a la inmensidad del valle. De nuevo estaba pensando, dejando la mente en el pasado. Sabía que el presente era lo único que debía importarle. Se concentró en llevar los odres.
Subir la cuesta del valle no era fácil. Esta vez, el sudor se confundió con las gotas de lluvia que caían cada vez menos sobre ella; el cielo seguía negro y las nubes amenazadoras. Seguramente caería más lluvia al anochecer y no podrían encender fuego, a menos que encontraran unos leños. Ya estaba cansada, y hacer otro viaje, podría ser peligroso.
Pero tenía que hacerlo. Por él, por los dos.
Era algo ineludible, algo que le habían enseñado desde muy pequeña. No podía dejarlo todo como estaba. Otra noche en la penumbra y el frío, y no la acabarían con vida. A pesar del entrenamiento. A pesar de la meditación.
No, no la acabarían.
Apresuró el paso, y evitando lo mejor que pudo los charcos de agua y barro, consiguió llegar a la cueva que les servía de refugio, lo más seguro que pudieron encontrar dadas las circunstancias. No estaba tan mal dormir bajo techo de piedra, acurrucado uno junto al otro… pero tenía que hacer fuego esa noche, o morirían.
Este pensamiento sustituyó el del agua, enganchándose a su cerebro. Cuando dejó los odres a un costado del enorme bulto que era su compañero, descubrió que la tarde caía lenta sobre el valle, haciendo las nubes cada vez más oscuras.
Leña, fuego. Leña, fuego.
Echó un vistazo a su amigo. No podía creer lo que había hecho él. No podía creer lo que había hecho ella. Todo había sido tan rápido, tan repentino, que ninguno de los dos pudo imaginarse siquiera dormir juntos para no morirse de frío en una caverna alejada del mundo civilizado. Pero era cierto.
Tal vez su compañero intuyó su llegada, pues se movió, y se volvió hacia ella. Reposaba en una especie de nido hecho de hierba seca y aplastada que les servía a los dos para mantenerse tibios en las noches, pero esa noche sería mucho más fría. Abrió los ojos lentamente, y no disimuló una sonrisa. A pesar de todo lo malo, a pesar de la situación irreal, a ella le enterneció secretamente aquel gesto, que lo hacía irresistible, y no pudo evitar ver su brazo vendado. Volvía a estar manchado de sangre.
—¿Te has movido? —preguntó ella.
—No… no lo creo. Pero soñé algo. Algo que no tiene que ver con… fideos.
La chica pudo soltar una carcajada y desvanecerse ahí. Pero inconscientemente aplicó su riguroso entrenamiento, y reprimió apenas una sonrisa discreta mientras se acercaba a checarle el vendaje. Tendría que lavar las vendas, y se alegró de traer suficiente agua en los odres.
—No debes moverte… pierdes sangre.
—¿Más de la que ya perdí? —le respondió el voluminoso personaje. —Ojalá hubiera servido para más…
—No hables. No…
—Pareces una sargento, yo sólo…
Ella lo miró con esos ojos rojos, y parecieron encenderse dentro de la oscuridad que minaba la cueva. Al momento, su compañero entendió que tenía que callar, sin siquiera haber oído otra orden. Era extraña. De los cinco furiosos, ella era la más correcta, la más severa, la más hábil y fuerte…
Tal vez por eso había sobrevivido.
Dejó mansamente que revisara su enorme brazo magullado y en partes machacado. El pelo negro se había seccionado en varias partes, y de ahí manaba la sangre. Ella sacó entre sus ropas un polvo, y lo roció a las heridas. Entonces su amigo gritó. Parecía que le freían el brazo en una maldita sartén.
—¡No hagas ruido! —siseó ella.
—¡Lo siento! ¡Podrías ser más… cuidadosa! —gruñó él.
Ella sonrió amargamente.
—No soy tu mami, lo siento…
—Ojalá hubiera tenido una… —su amigo le arrebató las palabras, y bajó la cabeza. —Lo siento, Maestra, sé que a veces soy un desesperante, torpe…
Maestra Tigresa lo miró conteniendo un nudo en la garganta. Sus pupilas rojas nadaban sobre sus enormes ojos amarillos, y parecían brillar en la oscuridad.
—Lo siento, Po. Lo siento, en verdad. Han pasado días… terribles.
El oso panda la miró esta vez, tan cerca, que la tigresa descubrió que sus pupilas eran de una textura verde, como un valle de bambú que brillaba en los días de sol. Sus parches negros en los ojos le hacían sentir… algo que no podía descifrar. Algo que tal vez no conocía. Pensó en sus entrenamientos, en su vida de meditación profunda. Lo que sentía al reflejar su cara atigrada en los ojos de Po no tenía nada que ver con el Kung Fu.
El momento pasó, y Maestra Tigresa desvió la mirada, y cambió el vendaje manchado con rapidez.
—Pronto me podré parar, y te ayudaré, Maestra —dijo Po, con cara de culpabilidad. Desde que habían llegado a esa cueva, ella se había hecho cargo de casi todo, del agua, comida y de estar secos bajo esa llovizna incesante.
Antes de salir por leña, Maestra Tigresa se volvió, y le dedicó una sonrisa, que a Po le pareció una mueca de cadáver. Se sobresaltó, y se miró el brazo vendado, buscando esquivar esa sonrisa que encerraba un sufrimiento terrible.
Cuando volvió la mirada a la entrada de la cueva, Maestra Tigresa había desaparecido.
2

La luz de las estrellas no apareció, y Po no se sintió tranquilo hasta que Maestra Tigresa regresó cargando una buena pila de leños bajo el brazo. Aumentando su precaria culpabilidad de no poder ayudar en su estado, vio que la Maestra había arrancado parte de su ropa de lucha, alguna vez elegante y reluciente, para cubrir de la llovizna a aquellos palos. Cojeaba más que antes, y ya sabía porqué, se estaba esforzando demasiado, quería hacer lo imposible. Ya habían hecho lo imposible, escapando de las garras de la muerte una vez. Dos veces sería tentar al destino, y aunque Po no creía en él —su padre una vez le dijo que sería el mejor preparador de fideos en el mundo, lo cual no era nada cierto ni lo sería—sabía que por el momento era sabio no hacer nada. El Maestro Shifu ya no estaba para enseñarle los demás secretos de la vida, de aprender las artes marciales. Su padre… su padre tampoco estaba. Se habían ido. Simplemente se habían ido.
Maestra Tigresa, con un rictus de dolor que no dejaba escapar del todo, colocó los leños en la parte más profunda de la cueva. Era inteligente no llamar la atención con un poco de luz, aunque la lluvia allá afuera estuviera aumentando. Seguro que el monzón caería dentro de poco. Cogió dos piedras, después de estudiar sus ángulos y compatibilidad, las entrechocó y las chispas saltaron alegres sobre la madera húmeda. Po la miraba hipnotizado. Maestra Tigresa era muy buena, sabía muchas cosas que el maestro Shifu le había enseñado desde pequeña. Y además, el empeño que le ponía a hacer sus cosas…
El fuego ardía, aunque poco, y no tardaría en calentar las demás maderas. Poco a poco, la cueva se fue calentando, y los cuerpos ateridos de Tigresa y Po también. Cada uno mira fijamente el fuego bienhechor arder y confortar.
—Ya no quiero que te expongas —dijo Po al fuego, pero ambos sabían a quién se dirigía. En sus palabras había seriedad.
—¿Y qué quieres que haga? —contestó Maestra Tigresa. —Tú no estás en condiciones de salir…
—Mañana saldremos de aquí, aunque sea rodando, iré. Ya no soporto más estar aquí, Maestra. Es injusto.
—Si salimos de aquí, peligramos.
—Sí, pero ¿de qué sirve vivir, si quien amas ya no está contigo? —esta vez, Po dirigió sus ojos verdes a Tigresa, y esta sintió de repente algo parecido al vértigo.
—Has olvidado las palabras del Maestro Shifu, Po, y no las voy a repetir. —dijo la Maestra, sobreponiéndose a esa sensación.
¿Cuáles eran las palabras del Maestro?
(Váyanse, váyanse y no miren atrás)
(Huyan, déjenmelo a mí. Yo soy viejo, ustedes apenas salieron del cascarón)
Po sacudió la cabeza. Tampoco quería recordar, no quería revivir aquella tarde de pesadilla. No quería seguir en esa cueva, pero de momento era lo mejor. Afuera el peligro reptaba como una serpiente, esperando. Sólo esperaba que ese monstruo pensara que no siguieran con vida. Pero eso era ser optimista, y Maestra Tigresa no contaba entre sus cualidades ser así. Era realista, y sabía que aún podían estar buscándolos, hasta debajo de las piedras. Se acurrucó lo mejor que pudo, bloqueando la mayor parte del fuego hacia la boca de la caverna, para así absorber más luz y calor.
—Eso está mejor —Maestra Tigresa asintió al movimiento de Po. —No saldremos de aquí hasta que nuestras heridas sanen. Yo me arriesgaré saliendo por víveres y plantas para curar. Lo importante es que tú te cures, Po. Puedo hacerles frente al menos a cinco enemigos en este estado.
Tigresa tenía razón. El panda bostezó de sueño, resignándose. Parecía que estaba hibernando, pero en vez de eso sentía que el tiempo corría allá afuera, a despecho de la lluvia torrencial. Él era el máximo culpable de que Maestra Tigresa cojeara, de que él tuviera el brazo como papilla y apenas se pudiera levantar. Él tenía la culpa de que fueran los únicos supervivientes de una guerra perdida. Su arrogancia y triunfalismo prevaleció en los meses posteriores al descubrimiento del Rollo del Dragón y a la derrota del máximo enemigo del Valle, el Jaguar Blanco. Todo fue porque se sintió el mejor, el héroe, el que lo supo todo.
«Soy yo» «El Secreto soy Yo»
«Los fideos no tienen receta secreta, Po»
Qué basura. ¿Cómo pudo creérselo? Si sólo era un panda gordo, haragán y fan del Kung Fu, tal como lo había descrito Maestra Tigresa desde el primer día que había ingresado al templo por pura suerte y casualidad de tener cohetes en el trasero, y por la demencia de una tortuga que estaba en sus últimas. Gracias a eso, no había templo, ni nadie a quien rescatar. Todos estaban muertos.
Po resopló y casi apaga el fuego. Tomó un poco del agua fresca de los odres. Maestra Tigresa meditaba profundamente, o tal vez dormía del cansancio. Hoy se había lucido con esos viajes, arriesgándose a ser descubierta, y el panda le dedicó un instante de gratitud. Se miró el vendaje, y sólo tenía unas gotas de sangre seca. Iba mejorando.
¿Y qué harás cuando salgas de esa cueva, pequeño Po?
Buscar al que hizo esto. Luego, matarlo, pensó.
Ja, ja, ja.
Sí, era una broma. Él mismo era una broma, un oso panda juguetón, que no sabía dar un golpe franco, que su único logro fue ganarle a Shifu en una batalla de bocadillos… sí que era una condenada broma. Poco a poco, se quedaba dormido. El fuego se difuminó en motas naranjas y desenfocadas, la imagen de Maestra Tigresa meditando se hacía difusa también.
—Ma…Maestra Tigre… sa… no te preocupes… el sol, saldrá, y se pondrá para ti… el sol…
La lluvia y el crepitar del fuego lo rindieron a las tinieblas del sueño.