Disclaimer: Santa Meyer los crea y ellos se juntan. Yo sólo me encargo de liarles un poco.
Dedicatoria especial: No. No voy a volver a escribir de este fic. Digamos que este epilogo extra es algo especial. Tenía pensado escribirlo para dar el final justo a esta historia y no acababa de decidirme en escribirlo y como escribirlo. Y entonces, palabra de humo, (Isuky) volvió a aparecer de la nada, y después de hacerme un favor enorme, se me ocurrió que este era el momento. Su cumpleaños fue ayer (Antes de ayer) pero eso ha sido culpa mía, me retrasé, pero espero que merezca la pena.
Muchisimas felicidades, preciosa y disfruta de tu regalo. Y a las demás, sed buenas y dejad rrs como regalo de cumpleaños. Dentro de unos días, vereis la maravilla que ha hecho esta chica. Merece la pena.
Palabra de Maggie.
También, esto en parte, Isuky lo tendrá que compartir con aquellas personas que gastando su tiempo en leer y dejar un comentario, han contribuido a esta historia. Este epilogo también va por vosotras, lectoras de fanfiction. Muchisimas gracias:
Maggie ^^)
La infancia es el reino donde nadie muere-Edna St. Vicent Millay
Epilogo II
Chicago; diciembre de 1941.
—Esos enanos de piel amarilla nos están preparando una buena jugarreta…—hipó el señor Pitt retirándose cuando me dispuse a desinfectarle la herida. —Me tocó luchar con ellos en la gran guerra y me reitero que no son de fiar. Si yo fuese ese cojo con ínfulas de aristócrata, me prepararía para darles una buena patada en el culo…
— ¡Ey! No creo que sea políticamente hablar así del presidente Roosevelt aunque sea cierto…
Soltó una cantidad de improperios dedicados a mi madre cuando le empecé a limpiar la herida de su frente con alcohol. Le ignoré con una sonrisa en los labios. Era habitual que el viejo y borrachín señor Pitt—héroe de la gran guerra anterior a ésta—estuviese involucrado en alguna pelea dos veces por semana.
— ¡El alcohol sólo sirve para una cosa!—Protestó.
—No creo que esto esté demasiado bueno. No está lo suficiente destilado para cogerse una cogorza—le contesté divertida.
— ¡Bah! ¿Qué sabrás tú? ¡Dame un vaso con hielos y haré de este mejunje algo bebible! Seguro que será mejor que lo que sirvan en ese antro de mala muerte que tenéis al lado…La enfermera tendría menos cara de amargada si se tomase una copa decente…
No pude evitar sonreírle mientras pedía una aguja e hilo para coserle la herida. Una desdeñosa enfermera me la dio de mala gana. No le gustaba que una mujer más joven que ella, y apenas terminada la carrera, fuese su jefa.
Hacía más de veinte años, la mayoría de las mujeres habíamos ganando nuestro derecho a voto, pero aún había muchas barreras que romper.
Cuando entré en la universidad para estudiar medicina, sólo éramos catorce mujeres frente a doscientos hombres, convirtiéndose, año tras año, en una lucha campal donde debíamos dar todo. Consciente de ser mejor médico que mis compañeros masculinos, me tocó trabajar el doble de lo que se les exigía a ellos. El esfuerzo había merecido la pena, muy a pesar de enfermeras clasistas y pacientes recelosos de ser examinados por una mujer con bata.
Por eso me gustaba el señor Pitt. Nunca me había prejuzgado y no tenía problema que le escayolase un brazo o le cosiese una herida. Yo era su médico y nadie más.
—Señor Pitt, ¿vuelve a molestar a la doctora Masen?—increpó una voz de suave acento inglés que le hacía cantar las palabras.
Aquella voz que me recordaba que, bajo mi flamante titulo de doctora, se escondía una joven de veintidós años que se ruborizaba como una colegiala ante su presencia—mi piel pálida no me sacaba del apuro—y, por unos instantes, perdía la concentración en lo que estaba haciendo.
Se trataba de Will Tunner. Mi compañero de facultad. Rubio, chispeantes ojos azules, sonrisa permanente en su rostro, hermoso hasta dolerte los ojos de verle y, sobre todo, profesional y entregado con la medicina sin perder su flema británica. Para mí, era la representación de todos mis ideales al querer ser médico. Y encarnaba a alguien que me pareció haber conocido hacía mucho tiempo; o quizás se tratase del vestigio de mi imaginación infantil.
El señor Pitt bufó al notar el frío metal de la aguja sobre su piel y empezó a gritar cuando me torcí.
— ¡Por todos los demonios!—Le gritó a Will. —La doctora y yo nos entendíamos hasta que apareció usted con su maldito culo inglés de marica y empezó a desconcentrarla. ¡No quiero que usted me toque! Ella es mejor médico que usted.
—No me cabe la menor duda—le respondió impasible. Luego, me pareció que me dedicaba una sonrisa.
— ¡Pues no la desconcentre con su sonrisa de Lord!
—Lo controlo, doctor Tunner—le aseguré. —El paciente doscientos seis se ha quejado de los puntos de la operación. Les he examinado y hay peligro de infección.
Se alejó dos cortinas de mí, y sin despegar del todo los ojos de mí, empezó a examinar al paciente.
Al señor Pitt no le estaba gustando nada como estaba dando las punzadas y me insultó. Como venganza, cogí un extremo más estrecho de hilo y le cosí un punto más tirante. Por supuesto, me llamó inepta incompetente y que hablaría con el presidente—el difunto presidente Wilson—para que me degradase a barrer las calles.
Por el rabillo del ojo, vigilaba cada movimiento de Will. Aparentemente, parecía muy profesional, curando la herida, pero sus ojos se desviaban hacia mí en un intercambio audaz de miradas.
Fingía bajar la mirada, avergonzada y concentrarme en mi cometido, pero, haciendo caso omiso de los consejos de higiene hospitalaria, me intentaba colocar un mechón detrás de la oreja. En mi fuero interno, me maldecía por tener un cabello compuesto de bucles indomables y, para empeorar la situación, llevar un gorro de goma por medidas sanitarias.
Cuando era pequeña, mi cabello era rubio dorado, estilo Jean Harlow (1) o Shirley Temple (2), pero, a medida que iba creciendo fue adquiriendo un color rojizo hasta resultar la misma mezcla extraña de tono broncíneo que mi madre y mi difunto hermano tenían.
Mis antiguas compañeras de clase se burlaban de mí; junto a mis ojos verdes, debería haberles parecido una bruja. Lejos de abochornarme por ello, me hacía sentir orgullosa. Marcaba carácter y decisión para tomar las riendas de mi propio hilo de vida. Sonreí petulante, al recordar que ninguna de aquellas niñas engreídas había hecho algo más que casarse con buenos partidos y convertirse en dóciles amas de casa.
Y con todo mi carácter, era incapaz de controlar la temperatura de la piel de mis mejillas cuando me ruborizaba y los latidos de mi corazón, frenético, cuando Will entraba a la sala de consultas y todas mis emociones se concentraban en un solo punto. Aquella mañana, todas esas sensaciones iban acompañadas de música de jazz. Lo que siguió después, me hizo imposible olvidar aquel día que comenzaba tan apacible.
Como si el mundo se hubiese detenido, y con el algodón empapado de yodo sobre la herida del señor Pitt, fui incapaz de mover un solo dedo cuando la programación se interrumpió el programa musical y la espectral voz de un locutor de radio daba la noticia.
—Información de ultima hora: A las siete de la mañana, según hora del Pacifico, se ha producido un ataque sobre la base militar de Pearl Harbor en la isla de Oahu perteneciente a Hawai. Se ha confirmado que ha sido un ataque perpetrado por el ejército japonés, que sin una declaración de guerra, han bombardeado varios barcos y cargueros de la flota norteamericana. No se tiene constancia del número de muertos o heridos, pero según sondeos no oficiales podrían estimarse a más de un millar…
— ¡Lo sabía!—Interrumpió el señor Pitt la consternación general. — ¡Esos japoneses aliados con el demonio alemán nos la tenían jurada! ¡Ahora van a ir todos al infierno! ¡Guerra! ¡Guerra!...
La jefa de las enfermeras le mandó callar. El locutor había anunciado que el presidente Roosevelt se dirigiría a la nación en breve para anunciar el mismo discurso que había dado en la cámara del senado.
En la sala podría haber más de trescientas personas entre médicos, pacientes, enfermeras y personal sanitario y no sanitario, con tal cantidad de gente aquello era un caos; por primera vez, se hizo tal silencio mientras el presidente nos instaba a declarar la guerra a Japón y a las potencias del eje (3) que juré que los latidos de mi corazón se expandían por toda la sala. Al sentir sobre mí los ojos de Will, casi me hizo entender que así era.
Y al fijarme en él, podía ver la lucha interna en la que se debatía.
Se había sentido como un tránsfuga por no haber combatido en su país dos años antes por estar estudiando medicina en Estados Unidos, y esta era su oportunidad de resarcirse y luchar por su país natal y el de acogida.
Y con el sentimiento de una nación herida pidiendo a gritos entrar en una guerra ya declarada, me di cuenta que una parte de mí estaría en el frente de batalla si Will se iba de mi lado.
.
.
.
Al salir del hospital, me protegí con el abrigo y empecé a caminar con cuidado para no resbalarme con las placas de hielo. Había nevado por tercera vez en este año. Aquel día, la idea de la nieve no había entusiasmado ni siquiera a los niños. No tenían ganas de jugar y la gente no se anticipaba a preparar las fiestas de navidad. Este año no habría nada que celebrar.
Chicago siempre había sido un hervidero; por eso me producía un terror tan ilógico como encontrarme en las entrañas de una ciudad fantasmal. Había gente por la calle, pero estaba alienada hacia un solo objetivo.
Los hombres, esperar a ser llamados a combatir; las mujeres, preparándose mentalmente para soportar la ausencia de sus padres, hermanos, maridos e hijos.
Había pasado varias horas desde la declaración de guerra y ya me estaba agobiando la atmosfera de la ciudad.
Abrí el bolso y me encontré con un sobre lleno de fotos mías. Había adquirido una extraña costumbre—casi una promesa hacia alguien que no recordaba—y que yo, por agarrarme a mi infancia, seguía manteniendo.
Aquel era un momento idóneo para hacerlo.
.
.
.
Conduje hasta la casa donde mi madre y yo pasábamos todos los veranos.
Lo que el sol, los caminos verdes y el azul del lago hacia un lugar de ensueño estilo Sueño de una noche de verano, el contraste entre el blanco y el gris hacía de aquel sitio un lugar inhóspito, con cierta aura de magia oscura. Exactamente donde vivían los monstruos.
Yo misma había jugado con uno en mi más tierna infancia. Y no había tenido miedo de él. Se había mostrado amable y dispuesto a aguantar mis caprichos de niña mimada. Sin embargo, los monstruos seguían siendo monstruos, y sus ojos rojos debían haberme advertido que había ciertos peligros en mis ensoñaciones infantiles. Él sólo quería hacer daño a la princesa que había evocado mi imaginación para que jugase conmigo y me contase cuentos. Siempre había creído que esa era la función de las princesas. Y mi princesa tenía mucha imaginación.
Entré en la casa casi de puntillas y mirando, sigilosa, por cada rincón temiendo que mi presencia rompiese la extraña magia de aquel lugar.
— ¿J, estás ahí?—recordé el nombre que había puesto a mi monstruo de ojos rojos.
Luego me reí ante el silencio que recibí como respuesta. J no podría responderme nunca. Yo le había matado.
No exactamente yo; pero una parte de mí, evocó a un héroe—un hermoso joven de cabello idéntico al mío y ojos dorados—que venció al monstruo y rescató a la princesa para casarse con ella y llevarla a un reino donde los adultos no tenían acceso.
En el mundo infantil bastaba imaginar que tenías una espada en la mano para clavarla en las entrañas del dragón. Cuando llegas al mundo adulto, te dabas cuenta que no bastaba desearlo para que se cumpliese.
Si eso fuese así, Hitler debería estar muerto y no habría guerra que lo engullese todo a su paso.
Hitler era mucho peor que J. Y ni siquiera imaginármelo como una simpática caricatura que Charlie Chaplin (4) había intentado inculcarnos cuando íbamos al cine servía para poder matarlo en mis pesadillas.
Dejé el sobre en una mesa, como cada vez al año, y me dispuse a salir de allí. No podía traer nada bueno transgredir la magia de un lugar durante mucho tiempo.
.
.
.
Mi madre parecía haber hecho un pacto con el diablo. La visitaba siempre que mis guardias y mis jornadas de clase me dejaban, y siempre me sorprendía su aspecto.
Tal vez hubiese más arrugas alrededor de sus ojos y en la comisura de sus labios, su espalda se hubiese encorvado y tuviese que caminar con bastón. Pero en su pelo cobrizo y cortado a la última moda había vestigios de dos canas recientes, y sus ojos verdes brillasen con fuerza.
No mencionamos en ningún momento el tema de la guerra mientras tomábamos el té y hablábamos sobre su futura jubilación.
—Se me haría mucho más llevadera si tuviese un par de nietos a los que cuidar—me decía inocentemente aunque sus labios se curvaban en una sonrisa.
Yo bebía mi té y simulaba una sonrisa nerviosa en Will. Con mi madre era inútil mantener secretos.
—Debería hacerte otra radiografía en la espalda—cambié de tema. La inminente partida de Will me ponía de mal humor y me entristecía.
Mi madre bufó ante la idea.
— ¡Ese aparato del demonio! Me siento muy desnuda ante él. Si te molestases en buscar un buen partido, no estarás obsesionada con ese aparato. No puede ser bueno tanta exposición a los…
—Se llaman rayos X, mamá—le expliqué tranquilamente. —Y el descubrimiento de Röenger (5) es lo mejor que le ha podido pasar a la ciencia médica. Además, más respeto por mi futura tesis, ¿quieres?
— ¿Finalmente te decantas por la radiología, Dawnie?
—Es algo relativamente nuevo y con mucho futuro. Me gusta.
— ¿Sabes lo que yo quiero para el futuro, cielo? Un par de nietos con los que jugar y ejercer de abuela.
Puse los ojos en blanco. Mi madre se había mostrado muy progresista en ciertos ámbitos, pero siempre había deseado lo mismo que cualquier mujer cercana a la ancianidad. Un hogar lleno de nietos ruidosos.
Después de la merienda, toqué algunas piezas de música en el piano. No me consideraba una pianista consumada pero lograba tocar algo de Beethoven sin desafinar y mi madre lo agradecía.
Una vez hube terminado, mi madre insistió en llevarme a casa del senador Black para escuchar un concierto de violín. Accedí a regañadientes ante las palabras de ésta:
—Quedarte en casa, lamentándote, no servirá para que Hitler firme un armisticio. Lo hecho, hecho está y no podemos cambiarlo. El mejor favor que podemos hacer ahora por nuestro país es mantener la calma y seguir como hasta ahora.
Era la primera vez que mencionaba la guerra en aquella tarde. Se volvió hacia la ventana, mirando sin ver como caía la nieve y murmuró para sí:
—La segunda guerra mundial. Creí que no viviría lo suficiente para volver al mismo punto de retorno.
Me acerqué a ella y posé su mano en el hombro, sinceramente, para calmar el miedo a lo que pudiera pasar a partir de ese momento.
Con su instinto maternal, adivinó lo que se me pasaba por la cabeza y me sonrió tiernamente.
—Vayamos a cambiarnos, cariño. Tenemos que hacer algo con tu pelo. Me da la sensación que al doctor Tunner le gusta suelto…
.
.
.
No hablamos una sola palabra durante el camino a la casa de los Black; como una madre sabía lo que podía pasarse por la mente de su hija me apretó la mano antes de que mis palabras saliesen de mi boca. Había algo que me había hecho pensar.
—Después del anuncio del presidente, ha habido enfermeras, en realidad media plantilla, que han decidido ser voluntarias en el frente para curar a los heridos…
—Te preguntabas si tú podrías hacer lo mismo—terminó la frase por mí.
— ¡Quiero hacer algo para ayudar a mi país! ¡Los hombres no son los únicos héroes de la historia!
Se tomó una tregua para tomar aire y susurró:
—Sabes que no puedo detenerte, tomes la decisión que tomes, pero el orgullo de los hombres les impide ver la diferencia entre heroísmo y estupidez. Es absurdo medio curar a un combatiente que tiene el doble de posibilidades de morir que cualquier persona. Además, no cuentas con demasiados medios para ejercer la medicina correctamente allí. El frente de batalla no es tu lugar, Dawn.
Impotente, retiré mi mano de la de mi madre.
—No soy una persona que me guste quedarme de brazos cruzados. Tengo que hacer algo por mi país.
—Cierto—admitió Elizabeth. —Y tu país ahora necesitará una radióloga que haga radiografía a los niños y mujeres de esos combatientes. Ellos van a ser los que hagan funcionar el país mientras todo este desbarajuste acaba.
Me sonrió, cómplice y volvió a cogerme de la mano.
—Además, tengo la sensación que el doctor Tunner tendrá un aliciente para volver a casa si sabe que le estarás esperando—hizo palabras mis pensamientos más recónditos.
Se lo agradecí con una enorme sonrisa en el rostro y ella se sintió satisfecha de haberme quitado de la cabeza las ideas sobre la guerra y el heroísmo. Seguramente, la tuvo que haber oído mil veces por boca de Edward—aquel hermano mayor que nunca conocí—, y la sombra de perder a un hijo en la guerra nunca la abandonaría; aun cuando ella siempre hablaba de él como si nunca hubiese muerto en Francia.
Entre el chofer y yo ayudamos a salir a mi madre del coche y la agarramos para que no se cayese. La noche mostraba una atmosfera fría que indicaba que volvería a nevar.
La casa del senador Black y su familia era uno de los edificios más elegantes de Chicago. Siempre que pasaba por ahí, mi boca se abría de admiración. Y aquella noche no sería menos.
Mi madre no se mostraba tan impresionada.
— ¿Habías estado allí antes?—Le pregunté atónita.
Asintió.
—Muchas veces. Esta casa perteneció al padre de una persona a la que estimo mucho. —Suspiró. —Espero que el señor Jacob Black se haya hecho merecedor de habitar en ella.
Tal como ella había previsto, nadie de la sociedad selecta de la ciudad se había quedado en casa lamentándose por el país. A su manera, rendían homenaje a las victimas de Pearl Harbor.
Entre las caras conocidas, me sorprendió ver a mi apuesto Will, vestido con un elegante frac negro, representado el vestigio de la elegancia. Mi corazón fue más elocuente que mis palabras balbuceantes.
Me vio y su sonrisa se ensanchó.
—Señora Masen—saludó educadamente a la inglesa a mi madre. —Doctora Masen.
Una parte de mí se sintió decepcionada por no oír mi nombre en su voz. Mi madre, más espabilada que yo, se cogió de su brazo y empezó a hablar animadamente con él, mientras me resignaba a caminar tras sus pasos.
El tema de la guerra volvió a surgir cuando Will mencionó que pilotaría en el comando Stardust y su avión tenía nombre de estrella.
—Perseo—nombró.
—Muy adecuado—coincidió mi madre. —Veo que le gusta la mitología, doctor Tunner.
—En realidad nunca me había interesado por ella. Por lo menos no, hasta hace unos meses, haciendo una guardia oí a una de mis compañeras contarle a un niño ingresado una historia sobre una princesa que tiene que ser sacrificada a un monstruo marino para salvar a su pueblo, pero un héroe que cabalgaba por los cielos a lomos de un caballo alado, la vio, se enamoró de ella y la rescató para llevársela a las estrellas y vivir siempre juntos…
Tuve que sentarme cuando las piernas me dejaron de responder.
Una de las noches de guardia, había estado contando aquella historia a alguno de los niños ingresados y que no habían podido dormir. Desde que tenía memoria, se había tratado de mi historia favorita que siempre me la tenían que contar antes de irme a dormir. Incluso ahora, tenía que recordarla para conseguir un sueño relajado.
Había pensado que me encontraba sola. Jamás me hubiese imaginado que Will estuviese tan atento a mis palabras.
Mi madre le dedicó una sonrisa significativa y se sentó a mi lado.
—Empiezo a comprender porque rechazaste a Arthur Crowley. Tu doctor se da cierto aire a alguien que conozco y admirabas mucho cuando eras pequeña.
Negué con la cabeza intentando hacer memoria. No me venía nadie a la cabeza que tuviese la milésima de la esencia de Will. No nadie real.
—Dawn—musitó mi madre tristemente—, has crecido tan deprisa…
Se centró en el escenario el gran salón cuando el senador Jacob Black se puso de pie, agarrando la mano de su bonita esposa y haciendo gala de sus cuatro hermosos y disciplinados hijos, se dirigió al escenario y soltó un discurso para exaltar el espíritu patriota en nuestros corazones.
—Una vez, nuestra gran nación, estuvo en peligro, pero salimos airosos y fortalecidos. Durante la gran guerra, yo era demasiado joven para participar en la gloria de nuestros soldados. Decidí entrar en la elite política para servir lo mejor posible a mi país. Pero, ahora, en las horas más lúgubres de nuestra madre patria, Dios ha escuchado mis oraciones y puedo derramar mi sangre por ella…
Por supuesto, aquella patraña de discurso se llevó todos los aplausos más efusivos y las mujeres sollozaron.
Hice una mueca demasiado irónica para ser una sonrisa. Jacob Black era un político y yo recelaba de los de su clase. Se decía que había escalado muy rápido y se trataba de uno de los senadores más jóvenes de nuestra nación. Y ahora tenía su guerra para hacer campaña electoral hacia la Casablanca.
No creía que Dios fuese tan cruel para hacer morir a millones de seres humanos y que Jacob Black sucediese a Roosevelt. Por supuesto, el toque femenino y abnegado de la señora Black sobre donar dinero a las viudas y huérfanos de la guerra, era enternecedor…
¡Alto! ¿Ya estaban contando el número de soldados muertos en combates no empezados? Esto era realmente escalofriante.
Me movía inquieta en la silla y maldecía a mi madre por haberme llevado a aquel mitin encubierto. Descubrí que ella estaba haciendo el mismo gesto que yo con los labios y sus gestos tomaban aires resignados.
Paciencia, parecía decirme, y cuando estaba a punto de pedirla que nos fuésemos de allí, cuando se apagaron las luces y la cortina se retiró dando lugar a una reducida orquesta.
Nada más dejar que el solista tocase la pieza principal, las notas musicales penetraron hasta el fondo de mi ser, produciéndome la sensación de poder dejar este mundo después de oír algo tan sublime como aquella melodía. Cada cadencia del violín arrancaba una lágrima de mis ojos hasta que descubrí, al final de la pieza, que estaba llorando como una niña pequeña.
Me las sequé con impaciencia para poder unirme a aquella salva de aplausos que recibía por su soberbia interpretación. Sólo que me esperaba encontrar con un violinista y no una mujer tan hermosa que sólo podía evocarse a través de la mente pura de un niño porque su imagen me había perseguido toda mi infancia y no había cambiado nada.
Pálida hasta lo espectral, compuesta de la materia de los sueños, y elegante con su largo cabello casi negro y tan espeso que no cabría entre mis dos manos, aquella hermosísima representación de la esencia de una mujer había rendido al publico a sus pies.
Me sorprendió que el Jacob también la mirase fijamente como si se tratase de una aparición. Ella no pareció turbarse ni darse por aludida ante su presencia, y con un gesto rápido y gracioso, hizo una reverencia al publico que rompió en más aplausos si podría imaginarse. Después, tan etérea como parecía, desapareció ante la estupefacción de Jacob.
.
.
.
Aquella visión se encontraba a escasos metros de mí, cuando, en un descanso y a escondidas de una exigente Elizabeth Masen, salí a fumar.
En ningún momento pareció darse cuenta que vigilaba cada uno de sus movimientos, —o la ausencia de ellos—, ya que se encontraba casi recostada en una esquina, estática como si fuese parte del escenario del edificio. Casi podría jurar que ni siquiera respiraba.
Estaba a punto de romper a nevar, pero, por la manera descuidada que llevaba su abrigo de piel, parecía ser inmune al frío.
Sus hermosos ojos parecían mirar un punto muerto en el aire como si estuviese impaciente porque empezase a nevar.
Estaba echando la segunda calada al cigarro, cuando noté cerca de mis labios, una ráfaga de aire gélido que me lo arrancó de la boca y lo tiró al suelo.
"No está bien que fumes, Dawn", me pareció oír una voz cantarina que se fundía con el aire.
Pero no había nadie.
Me agaché en el suelo para rescatar los últimos vestigios del cigarro cuando descubrí que este había sido machacado. Había una huella en la nieve de un zapato perteneciente a un hombre.
Cuando volví a mirar a aquella extraña mujer, se encontraba completamente entrelazada al cuerpo de un hombre, fundiéndose en un profundo beso.
No logré ver los rasgos de él, pero me llegó un reflejo de su cabello con la misma tonalidad castaña rojiza que tenía el mío.
Se separaron levemente para que el hombre pudiese hacer una carantoña en el rostro de su amante.
Se pusieron en movimiento, dando cada paso con estudiada elegancia, pero alejándose de mí lo suficiente para desaparecer de la misma manera que un rayo de luna en contacto con el aire.
Estaba sumido en aquella ensoñación, cuando noté una presión sobre mis brazos y me hicieron girar repentinamente.
Contuve un grito cuando me topé, frente a frente, con Will. Permanecía hermoso e impasible en medio de la oscuridad.
—Dawn—susurró mi nombre temiendo romper el silencio.
—Will—repetí en el mismo tono. Unos copos de nieve empezaron a caer y caí en el viejo tópico de mencionarlo: —Está nevando.
—Sí. Por eso he venido hasta aquí. Quería llevarme conmigo la imagen de tu precioso pelo bajo la nieve para tener algo bello por lo que querer regresar. Sé que cuando vaya a luchar no habrá nada hermoso. Sólo muerte y ruinas. Recordaré este momento y volveré para buscarlo.
— ¡Ah!—Logré balbucear. — ¿Y te resulta lo suficientemente hermoso para volver a casa?
—No—negó.
— ¿No?—Hipé.
Sonrió travieso y, acercando su rostro lo suficiente para notar arder su aliento sobre mi piel, susurró:
—Pero creo que esto lo será.
Y violentamente, me besó con ansiedad y sin un ápice de ternura. Como si el tiempo fuese algo valioso. Y para nosotros, realmente lo era.
Mi cuerpo tardó mucho menos que mi mente en prepararse para ese beso. Mis labios se movían al unisonó bajo los suyos y mis parpados empezaron a pesar como el plomo hasta que me quedé en tinieblas, sólo guiándome por las sensaciones.
La música del violín empezaba a recrearse en mi mente formando la banda sonora de aquel momento sublime y mi centro de gravedad se concentraba en la unión de dos labios.
Sutilmente, pero doliéndome su ausencia, Will se separó de mí, pero cogió una de mis manos entre las suyas y besó mis nudillos con devoción.
—Dame fuerzas para que pueda volver—me suplicó.
—Vuelve a mí, mi vida.
Le acaricié el rostro con mis yemas retrasando el momento fatal.
Para entonces, nevaba con fuerza.
Era cierto que sólo se podía entrar en el reino de la infancia una vez en la vida. Los niños podían vencer monstruos con tan sólo desearlo, pero quizás, el amor nos adentrase más en el reino de los niños, y se hallasen las fuerzas para derribar todos los obstáculos de la vida.
.
.
.
(1) Actriz de los años veinte y treinta, famosa por su vida licenciosa y su trágica muerte a los veintiséis años. Fue el modelo a imitar de la, también, actriz Marilyn Monroe.
(2) Actriz infantil de los años veinte y treinta.
(3) Italia y Alemania respectivamente.
(4) Se refiere a la película del Gran dictador de Charlie Chaplin, famosa parodia de Hitler. Por supuesto fue prohibida en Alemania por el régimen nazi.
(5) Röenger fue el descubridor de los rayos X en 1895. La primera radiografía fue la mano de su mujer, Bertha.
Y por fin, y para siempre, Vivieron felices y comieron (bebieron) perdices. Y esta vez para siempre. Como ya he dicho, en unos días, sobre principios de mayo, habrá sorpresa en el blog. Es un poco dificil poner las cosas en el profile asi que me resignaré a violar las reglas del fandom y poner una nota avisando.
Otra cosa más. No voy a volver a escribir nada más respecto este fic. Ni segunda parte ni continuación de ningun tipo. Esto era un epilogo que yo creía que debía tener pero nada más. El cumpleaños de Palabra de humo me ha dado la excusa para escribirlo. Gracias de nuevo por leer y dejar rrs.
Hasta proximos fics:
Maggie ^^)