Chicos
Allen no estaba exactamente triste, ahí, en la cama de ese hospital, esperando a que su cuerpo le dijera que era propicio volver a reanudar la marcha interminable que le tocaba a por el Conde Milenario, como Exorcista que era. No se sentía solo nunca. La Inocencia, el fantasma de Maná, Timcampy, los recuerdos de su Maestro Cross, la idea de que debía salvar tantas almas como le fuera posible: No había espacio suficiente para la soledad.
Sin embargo, al aire libre, bajo ese sol lechoso de invierno, armando un muñeco de nieve con ese muchacho pelirrojo que tan agradable sensación de confianza le despertaba, se sorprendió a sí mismo dándose cuenta de que era lisa y llanamente feliz.
Formó una sonrisa en el rostro liso y blanco, hundiendo los dedos en el hielo suave.
Rabi le insiste en que es mejor compartir cuarto.
-De noche es muy aburrido.-Su sonrisa es alegre, pero luego se amarga un poco, se hunde con él en una introspección muda.-No se hace más que pensar. –Luego mete las manos en los bolsillos y camina junto a él, con los ojos bajos. Allen nota el color de ellos. Le recuerda al de los gatos negros: son verdes, profundos, chispeantes.
La gente va y viene a su alrededor. Son como dos sombras oscuras, separadas de los ciudadanos comunes.
Naúfragos en la urbanidad. La luz daña los ojos de Allen, hace que le escozan. Tiene sueño. No ha dormido en varios días, gracias a ese incidente de la ciudad que se reinicia y ha descansado más bien poco.
Le toma la mano y siente que las mejillas le arden. Rabi está guiándolo a la habitación de hotel que ocuparán.
-¡Vamos, rápido!-Ahoga una carcajada en voz baja, y se lleva el índice a los labios que sonríen.-Que el Panda no vea que nos llevamos bien. Siempre se enoja.