Disclaimer: Ouran pertenece a Bisco Hatori (tristemente para mí)
Categoría: M, ¡vivan las emes!
Advertencias: Universo completamente alternísimo, incesto, relación hombre/hombre (yaoi), violencia, lemon. Si está de acuerdo con todo eso puede seguir leyendo.
Notas
Lo prometido es deuda: he aquí el capítulo doce de este bodrio seca mentes. Además, estoy reeditando (aunque muy a la rápida) los capítulos anteriores, por lo que hay muuy ligeros cambios (en realidad casi nada). Siento muchísimo el retraso, y espero poder compensarlo a medida que continúe subiendo los capítulos restantes. Agradezco con todo el corazón a aquellas personas que continuaron dándome ánimos por medio de sus reviews.
Un abrazo extra apretado para todos.
ADULTERIO
Su hermano gemelo no es más que un simple experimento.
Una mitad de él que fue creada para ser usado como conejillo de indias en un Laboratorio.
En realidad, él no es más que tú mismo, en otro cuerpo, idéntico al tuyo
¿Podría decirse entonces...que él era un narcisista, por amarse a sí mismo?
Capítulo XII
Tomé conciencia de la realidad cuando los brazos cálidos de Hikaru me rodearon fuertemente. Mi cuerpo había cogido temperatura gracias a la suave tela del algodón que ahora me cubría. Pestañeé, saboreándome y arrugando los labios al sentir mi propio aliento entre ácido y amargo. Hikaru tenía su frente pegada a la mía, sus manos tibias en mis mejillas, su boca susurrando algo que mis oídos aún no conseguían captar, sus ojos cerrados fuertemente. Ambos sentados en el sillón en medio de la fría sala. Los rayos tímidos del sol apenas asomándose por la ventana.
—Todo está bien mi amor… estoy contigo, así que… vuelve conmigo, no me dejes otra vez —logré escuchar finalmente. Su voz desgarrada tanto como yo sentía mis entrañas en ese momento.
Hikaru estaba sufriendo. Estaba sufriendo por mí. Mi dolor… ¿mi dolor conseguía transformarse en su dolor? No pude evitar sonreír ante tan estúpido pensamiento. El movimiento de mis labios curvándose captó su atención y abrió los ojos. Lloraba.
—Kaoru… —gimió, y su boca chocó con la mía, y sentí asco de compartir mi saliva llena de ácido con la de él—. Aquí estoy… eso es, sonríe para mi, sonríe mi amor…
Toca el piano para mí, solamente para mí; sonríe para mí, vive para mí, únicamente para mí. Eres mío; tanto si rompo este fino cuello tuyo como si decido matarte en este mismo instante, todo lo decido yo. Porque eres mío. Me perteneces como la Eva escupida por Adán; sometido eternamente bajo mi brazo, extraído de mi costilla para mantenerte pegado a mí, víctima de mis deseos.
Porque mi dolor no se convierte en el tuyo.
Y tu dolor no se convierte en el mío, jamás.
No se comparan.
—¿Kaoru? —sus dedos se deslizaron entre mis cabellos; una caricia mansa con sus labios aún sobre los míos, devorando mi aliento—. Dime algo, pequeño…
¿Por qué tú, Hikaru?, ¿qué hice yo para ser el segundo, el último, el repudiado?, ¿no se habrán equivocado los papeles de nuestra vida?, ¿y si fueras tu el maldito clon, el desgraciado que encerraron durante nueve años en una asquerosa sala?
¿Me mirarías con esos mismos ojos?
—No… —escupí en un hilo de voz, arrastrando las uñas por los muslos de mi hermano, ascendiendo hasta llegar a sus caderas. Hikaru gimió sorprendido, más su boca sonrió luego—. No me dejes nunca.
—Nunca, nunca, nunca mi amor —prometió—. Moriré contigo de ser necesario… me arrastraré contigo, me encerraré a tu lado. Perderé todo por ti de ser necesario.
Sus palabras, sus manos, sus ojos, su voz. Todo destilaba un sentimiento tan cálido, tan protector. Porque todo ese fuego era mío. Sus frases abrasadoras me pertenecen por completo, el sentimiento que las motiva, esa mirada de sol llena de luz.
—Perdóname… —sollozó, estrechándome contra su pecho—. Te amo, te amo tanto… te amo Kaoru. Te amo… ámame por aquello que más desees. Ámame o moriré sabiendo que jamás podré tenerte como quiero… ¿lo entiendes?
Y sus manos comenzaron a tirar de mi ropa, acariciando mis hombros con brutalidad. Su boca se comía mis labios, mordiéndolos, gimiendo, restregándose contra mi cuerpo que despertaba por su pasión.
—¿Lo entiendes? —gimió contra mi oído; caliente y húmedo—. Te deseo, te amo, de esta forma. Quiero atarte a mí, poseerte y destrozarte. Que grites mi nombre mientras me meto hasta lo más profundo de ti. Que me pidas más, que pierdas toda conciencia rogando por mis caricias. Te amo de esta forma, Kaoru. No quiero ser tu hermano, no quiero ese amor fraternal estúpido. Te quiero conmigo de esta manera.
Te amo como tu esposa te ama.
No, yo te amo mil veces más.
—Kaoru… —me aplastó contra el sillón. Su cuerpo encima del mío y todos mis sentidos explotando. Mi piel ardiendo mientras sus caderas presionan contra las mías, colisionando mientras él gime—. Di algo, mierda. Háblame… háblame, maldita sea, ¡háblame o terminaré violándote otra vez! ¡HÁBLAME! —y su rostro desencajado.
Hay algo…
—¡QUE ME HABLES MALDITA SEA!
Hay algo…
—¡MIERDA, KAORU! —su voz quebrándose. Y entonces llora y se arrastra sobre mi cuerpo, sollozando contra mi pecho, tanto que puedo sentir sus lágrimas humedeciendo mi ropa.
Hay algo de lo que aún no te has dado cuenta, Hikaru…
—Viólame…
Su llanto se rompe en un hipido y su cabeza se levanta. Su boca abierta, temblando, y sus ojos son dos pozos turbios de agua dorada.
—¿Q-Qué?... —titubea.
—Viólame.
Tu dolor no se transforma en el mío.
Yo estoy muerto.
Y sus manos acarician mis mejillas mientras yo sonrío. Él se contagia y sus labios se curvan en respuesta a mi gesto.
Pero mi dolor es tu dolor.
Vivo.
Tú eres la causa de mi dolor.
Kyouya golpeó dos veces la puerta del departamento con los nudillos de su zurda. En su mano derecha cargaba un maletín con utensilios de su oficio cotidiano. Estaba cabreado por el desplante de Fujioka Haruhi, enojado por el imbécil de Tamaki, y ahora, intrigado por la llamada de Takashi, un antiguo compañero del Instituto del que no había tenido noticias hasta ese día.
Sintió el sonido de las llaves al otro lado, y la puerta no tardó en abrirse. Morinozka Takashi lucia unas profundas ojeras que marcaban lúgubremente su anguloso rostro. Ootori le saludó con un movimiento de cabeza mientras el otro le cedía entrada al lugar. Kyouya no pudo evitar fijarse en los pocos muebles que adornaban la sala; parecían de poco uso.
—¿Te cambiaste hace poco? —preguntó, más por cortesía que otra cosa.
—Algo así —respondió en un murmullo, con la voz apagada. Kyouya bufó, incapaz de iniciar el intento de una nueva conversación, por lo que decidió ir al grano.
—¿Para qué me llamaste tan desesperadamente? Créeme que tuviste suerte. Últimamente había estado colapsado por el trabajo… —y se mordió los labios, recordando el por qué ahora casi podría decir que se había quedado sin nada qué hacer.
—Supe lo de Tamaki.
Ese tema estaba minado.
—¿Y? ¿Me llamaste para reprocharme algo, darme un sermón moral, llevarme con la justicia?
—No, no —bisbiseó, peinándose el enmarañado cabello con los dedos de una mano—. Sé que no hablamos hace años, pero eres el único que puede ayudarme… no sabía qué hacer, ir a un hospital es imposible, entonces te recordé…y… —lo último salió en un gemido ahogado. Morinozka llevó ambas manos rumbo a su rostro, sosteniendo sus sienes en un intento por no colapsar—. Ayúdalo…
Si Kyouya estaba intrigado por la desesperación en las palabras del azabache, su rostro impasible supo ocultar muy bien sus pensamientos.
—¿A quien?
—Mitsukuni… —jadeó, sin levantar el rostro de entre sus manos—. Está en la habitación que sigue a esta…
Ootori arqueó una ceja, perplejo. Lo último que sabía del primo de Morinozka es que se había largado al extranjero por problemas familiares; no tenía idea de que hubiese vuelto. No obstante, no estaba de humor para ponerse a tomar el té y conversar con el zombie Takashi sobre esos detalles que se había perdido.
Se encaminó rumbo a la habitación contigua, percatándose que Morinozka no le seguía. Al llegar frente a la cama dejó en un costado de esta el maletín, avanzando más cerca y levantando las sábanas al no percibir más que un bulto sin movimiento.
Y jadeó, soltando el edredón como si este quemara, ahogado por la visión. Haninozuka era un cadáver envuelto en pellejo, aovillado como una lombriz en el barro, con la piel marcada de cicatrices y los ojos hundidos, sin vida. No supo a ciencia cierta si estaba despierto o dormido. Más bien parecía muerto.
Sabía que estaba mal, lo sabía pero aún así su determinación a permanecer callada era más fuerte que su propia conciencia. Levantó la mirada del cuento que leía sin prestar demasiada atención, percatándose que la mirada azulada de Tamaki se perdía en la lejanía, observando las persianas a su costado derecho. Y ella sabía a donde se dirigía exactamente ese ruego mudo y desesperado de su sempai; teniendo la posibilidad de hacerlo sonreír, más consciente de cómo aquello mermaría una vez más su propio anhelo.
Suspiró.
—Kyouya-sempai… —murmuró, captando la atención del rubio quien volteó de golpe, sonrojado como si le hubiesen pillado en una travesura. Y dolió—. Él... estaba hoy en la mañana frente a la puerta de la habitación.
Haruhi cerró el libro de cuentos, intentando esquivar la expresión que Tamaki debería tener en esos instantes. Expresión enamorada y de felicidad.
—Iba a entrar, o eso creo… más se detuvo. Creo que estaba pensando… supongo que a último minuto perdió toda la valentía que había conseguido reunir… o posiblemente fui yo quien…
—No me importa —le interrumpió él, y Fujioka se permitió levantar sus ojos para observarle, un tanto sorprendida. La expresión de Tamaki estaba vacía, y algo dentro de ella gritó en alarma.
—¿Qué… quiere decir con eso, sempai?
—Que me gusta más lo que me estás leyendo, Haruhi —y sonrió.
No era la sonrisa que ella estaba esperando, más su corazón se iluminó unos instantes por sus palabras, por la belleza de ese pequeño gesto. Más solo fue un segundo.
La expresión de Tamaki, aún detrás de esa sonrisa, estaba rota.