- ¿Otra taza de café, encanto? – preguntó la camarera, una mujer de voz nasal.

Dean negó la cabeza y continuó masticando su tostada. La mujer hizo la misma oferta a Sam, que respondió con un sobrio "No, gracias". El mayor de los dos miró de reojo a la camarera. Notó sin mucho interés que sufría una ligera cojera, decidió que la mujer debería ponerse unos zapatos más cómodos y continuó mirando por la ventana de la cafetería.

Era un local largo y estrecho, una cafetería de carretera en las afueras de un pueblo como tantos otros. Los sillones eran de imitación de cuero rojo, las mesas estaban recubiertas de melamina, y había una máquina de discos vieja y ajada en una esquina de la habitación. Más allá de la barra podía verse la cocina a través de una ventana en la pared. En ella, un hombre rollizo freía unos huevos en una plancha.

- Deja de hacer eso – dijo Sam sin despegar los ojos de la pantalla de su portátil.
- ¿El qué? – preguntó Dean, e ignoró la mueca de asco que apareció en la cara de su hermano cuando lo vio hablar con la boca llena.
- ¡Eso, comer así¡Te estás llenando la cara de miguitas!

Dean alzó una ceja. Desde hacía algún tiempo, Sam estaba aún más irritable de lo normal.

- Vale, princesita, perdona si he herido tu sensibilidad – dijo sarcásticamente. Tragó y se lamió los labios, y la mirada de reproche del otro pareció apagarse por un segundo y convertirse en otra cosa. Dean continuó comiendo - ¿Has encontrado algo nuevo?

Sam tecleó algo en su ordenador.

- Encontré un artículo sobre ganado encontrado muerto que parecía prometedor, pero en el periódico del día siguiente informaban de que todo había sido una payasada llevada a cabo por unos borrachos que se había salido de control – explicó.
- Ya – Dean se rascó una el cuello – Mmh, me he quedado con hambre. No sé si pedir bacon o una salchicha – comentó.
- Pide bacon – contestó rápidamente Sam. El otro alzó una ceja, extrañado.
- Sí, señor – dijo en tono sarcástico, y le pidió a la camarera una salchicha - ¿Así que nada de nada?
- Ya te he dicho que no – confirmó el menor, y luego frunció el entrecejo – Espera, aquí hay algo – sus ojos verdes se movieron sobre la pantalla – suicidios. Una gran cantidad de ellos en Old Hambertol.
- Define "una gran cantidad".
- Doce en menos de dos semanas. Y en un pueblo de alrededor seis mil habitantes.

Dean alzó las cejas sorprendido.

- Hm. Sí que son muchos – admitió - ¿Dónde está Old Ham-lo-que-sea?
- Old Hambertol – corrigió Sam - A un día de camino de aquí.

La camarera colocó frente al mayor un plato con dos salchichas y un puñado de patatas fritas de bolsa, y Dean comenzó a rebuscar en el bolsillo de sus vaqueros para sacar su cartera.

- Entonces será mejor que vayamos hacia allá cuanto antes, no vayan a suicidarse los seis mil que quedan – dijo, y le dio a la camarera una de las tarjetas crédito con nombre falso de su cartera. Esta se marchó, y el moreno se apresuró a comerse el contenido del nuevo plato.
- Comes como un cerdo.
- Que te den.

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El pueblo estaba cerca de una bifurcación entre una carretera comarcal y una autopista. Tenía algo de pintoresco y anticuado. En el centro del pueblo había una plaza, y a su alrededor se erguía un ayuntamiento y una iglesia blanca con un pequeño campanario y el techo de pizarra.

En el interior de una ferretería, un hombre con un poblado bigote canoso levantó la vista al ver el coche pasar. Dean aparcó la Impala junto a una floristería.

- … fue fundada por holandeses en 1776 – continuó Sam leyendo de su portátil – menciona también un museo de objetos de esa época dentro de la biblioteca. Buen lugar para buscar información si nos hace falta.
- Ya. ¿Asesinatos, muertes sospechosas…? – preguntó el mayor.
- Nada que justifique esto. Es un pueblo muy pacífico – explicó Sam - Hubo una epidemia en algún momento del siglo dieciocho, pero no parece que fuera causada por nada sobrenatural. También hubo un incendio en 1957. Varias casas se quemaron, pero como todos estaban en la plaza del pueblo celebrando la boda de la hija del alcalde nadie salió herido.
- Es decir, que no tenemos ninguna pista del por qué de esos suicidios – simplificó el mayor.
- Exacto.
- Mmph - se rascó la ceja y meditó unos instantes sobre el asunto - ¿Cuándo dices que empezaron los suicidios?
- Hace once días – Sam se frotó el labio inferior – No coincide con ninguna fecha importante para el pueblo ni nada, ya lo he mirado.
- Pues sí que empezamos bien – gruñó Dean. - ¿Has averiguado donde vive la familia de la última victima?
- Últimas. Tres adolescentes se suicidaron más o menos al mismo tiempo ayer.
- ¿Adolescentes? Oye¿seguro que no es algo a lo "Heather"? Ya sabes, el suicidio poniéndose de moda de repente entre los chicos "guays".
- No han muerto sólo adolescentes. El primero en suicidarse tenía cincuenta años, la segunda treinta y dos, el tercero sesenta años… - el más joven frunció el ceño mientras miraba la pantalla de su ordenador – en realidad, han muerto personas de todas las edades.
- Bueno, pues dime donde vivía alguno de los tres adolescentes.

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La casa de los Banks tenía dos plantas. Había un pequeño jardín en frente de ella, y de la rama de un árbol colgaba una rueda que debió servir de columpio años antes. La puerta de la entrada estaba abierta, y dentro había varias docenas de personas de luto.

Sam y Dean entraron en la casa y se deslizaron entre los invitados hasta subir al segundo piso. Scotty, el chico que se había suicidado, había sido el único adolescente de la casa, así que no tardaron en reconocer su habitación por los postes de bandas de música y el desorden. Registraron la habitación en silencio.

- He encontrado la nota de suicidio, creo – dijo Dean tras varios minutos. Sam se agachó junto a él y miró las breves palabras escritas en el folio.
- "El dolor es demasiado grande. Mi alma no podía soportar esta eterna negrura." – leyó Sam - ¿"eterna negrura…"?
- Se ve que le iba el rollo emo – dijo el moreno, levantándose – mierda. He oído pasos. Alguien viene.

Sam miró alrededor en busca de un escondite. Quizá si abrían la ventana y se quedaban en el alfeizar… su hermano le cogió del brazo.

- Al armario – dijo Dean, abriendo la puerta del ropero.
­- ¿Al armario? Dean, si ya nos ha oído será el primer lugar en el que mirará – dijo Sam en voz baja.

Dean movió a los lados un par de cajas para hacer sitio para ellos. ¿Era eso que Sam veía tras la ropa una muñeca inflable?

- Bueno, pues entonces reza para que no nos haya oído, Sammy – musitó Dean. Tiró de Sam para que entrara en el armario con él y cerró la puerta.

El armario era diminuto, y estaba lleno de trastos. Dean tuvo que agacharse y apoyar su cabeza en el pecho de Sam para no clavarse lo que parecía ser una tabla de surf de corcho en la espalda. El corazón de su hermanito latía a mil por hora y su cuerpo ardía contra la mejilla de Dean de una manera no del todo desagradable.

Los pasos se detuvieron varios segundos en la puerta de la habitación, pero quien quiera que estuviera en el pasillo no llegó a entrar en la habitación. Varios minutos pasaron. Dean podía sentir el cálido aliento de su hermano contra su oreja.

Al fin, escucharon al que fuera alejarse. Dean abrió la puerta del armario y ambos salieron.

- Ha estado cerca – murmuró el más joven, que parecía acalorado.

Dean se encogió de hombros y se giró rápidamente para no mirar a su hermano a los ojos. Estar físicamente cerca de su hermano siempre lo ponía nervioso.

- Vamos – dijo - A ver que nos dice la familia del chico sobre él.

CONTINUARÁ…