Todos los personajes, a excepción de la nueva creación, pertenecen a Tim Burton y Caroline Thompson.
Esculpiendo neviscas
La nieve seguía siendo igual de blanca y suave. Como cada año por esas fechas el invierno entregaba dicha sofisticada tarjeta de visita manifestándose en cada palmo de las acercas, tejados y jardines del tranquilo barrio residencial.
Suburbia se preparaba en la esperada víspera para la gran noche. La Navidad estaba al caer y todos los vecinos se esmeraban con entusiasmo decorando las viviendas a un uso diferente; el despilfarro colorista estaba permitido, puesto que cualquier unión cromática era agradecida por los ojos colectivos que preferían obviar la oscuridad con la que la ciudad era coronada.
Las familias concluían los preparativos reuniéndose en torno a la mesa para recibir copiosas cenas rodeados de regalos mientras la helada continuaba.
Habían pasado muchos años, era cierto, pero nadie olvidaba. Aunque la mayoría de los que le habían visto ya no estaban, su memoria seguía presente en el recuerdo de los allegados.
Nadie hablaba de la nieve. El césped no servía de soporte para mullidos muñecos, ni era empleada como artillería en infantiles batallas. Era como un secreto a voces su origen y el mal que podría desatarse si alguien se atrevía a nombrarlo.
Sophie colgó el teléfono y suspiró desde la ventana del salón. Todo estaba preparado para una velada entrañable, aunque la nochebuena le ofrecía recuerdos más bien amargos. Se cumplía el aniversario de la muerte de la abuela Kim, y la echaba incluso aún más de menos.
Giró su bola de cristal entre las manos, dejando que las pequeñas perlas de corcho blanco flotaran sobre el agua, simulando los copos descendiendo del cielo y desplegándose sobre el paisaje en miniatura. A ella sí que le fascinaba la nieve y no comprendía por qué ni siquiera sus padres se atrevían a mencionarla.
Pero Sophie tenía un secreto guardado desde niña. Recordaba aquella noche en la que escuchó el mejor cuento de toda su vida. Con el mismo creció hasta convertirse en una distinguida jovencita, mas en fechas próximas a su decimoséptimo cumpleaños la tragedia arrolló la feliz Navidad llevándose a la abuela. Aún podía palpar el calor de sus arrugadas manos entre las suyas y la mirada ciega buscándola mientras la anciana le repetía por última vez lo que en tantas ocasiones había asegurado.
Él es una buena persona. Carece de manos, no de corazón.
Las carreteras estaban cortadas por la tormenta y el aeropuerto había sido cerrado por precaución, así que aquella sería la primera cena navideña que tendría que pasar sola. Ni sus padres ni su hermano llegarían a tiempo a la reunión anual en la casa familiar.
Puso algo de su música favorita y dejó la bola sobre el tocadiscos, sirviéndose pavo a continuación. Pero con cada segundo que transcurría algo la llamaba a lo lejos. Era soñadora, intuitiva y exploradora, por algo se estaba formando para ser periodista.
Tomó un grueso abrigo con el que protegerse y salió al exterior. El cielo estaba oscuro, las luces de las casas colindantes alumbraban las calles ahora desiertas, y pequeñas láminas de hielo acudían ávidas de caricias a fundirse sobre su cara.
Cerró los ojos mientras sonreía por la sensación del agua helada bañándole el rostro, girando sobre los zapatos y elevando las manos hacia el infinito. A medida que el giro ganaba en intensidad, agudizó el oído.
Con cada mota de escarcha podía escuchar un sonido metálico. Cesó el movimiento, prestando toda su atención a lo que levemente había percibido, comprobando que se hacía ligeramente más nítido si daba un paso al frente.
¿Era eso lo que la llamaba? Olvidó cerrar la casa con llave, saliendo del jardín en dirección a las afueras. Como movida por unos hilos invisibles avanzó poseída por la extraña melodía intermitente y las corrientes de nieve que se acentuaban.
Pronto su andar fue interrumpido por una vieja puerta de hierro oxidado. Con las manos aferradas a los barrotes contempló lo que se alzaba ante ella: la vieja mansión abandonada a la que le habían prohibido terminantemente acercarse desde pequeña.
El desolado edificio ejercía en Sophie la inevitable fascinación de lo vetado. Pero ya era una joven adulta y su curiosidad insaciable pudo con las antiguas pautas impuestas. Metió la mano forzando la cerradura hasta que ésta cedió y el portal se entreabrió con un sobrecogedor crujido.
El camino que se alzaba ante ella era empinado; pareciese una pista de patinaje de grandes proporciones por todo el hielo acumulado ajeno a pisadas de visitantes. Las diminutas huellas dejadas por la nieta de Kim fueron las primeras que el sendero recibía en casi 70 años.
Ella no salía de su asombro; si todos aseguraban que el castillo no contaba con morador¿por qué todo estaba tan cuidado? La sobria fachada del caserón servía de colofón a un maravilloso jardín, el más original que había contemplado.
Setos y árboles recortados en sutiles formas surgían de todos lados: una bailarina de ballet, un cuervo, una gárgola… Se acercó hasta las mismas con los ojos bien abiertos, rodeándolas.
Era increíble la precisión con la que habían sido podados. En la tez compuesta de hojas de la bailarina se podían percibir el relieve de los labios, tan realistas que parecían hablar por sí solos. Estuvo tentada de tocarla para buscar su calor, mas algo hizo que no siguiera al nuevo impulso.
De soslayo distinguió un ventanal en lo alto. La nevada allá era más fuerte, y al seguir la trayectoria de la misma comprobó que su origen estaba justo en aquel punto; del interior de la casa manaban oleadas de polvo de diamante, las cuáles eran transportadas por el viento y esparcidas en los alrededores.
Dio con la puerta de entrada y penetró al no estar abierta. Dentro del edificio la temperatura descendía en comparación a la de las afueras. Maravillada, Sophie supo que ello se debía a la peculiar constitución de muebles y mensaje. Las columnas eran de hielo, los sillones también, y un reguero de esculturas de cristal guiaban hasta el hacedor.
La sinfonía de metal ya era tan intensa que cortaba de sólo oírla. Con el alma en un puño se asomó a la última habitación de la planta, asomándose a la misma.
Entonces pudo ver al hombre del que tanto su abuela le había hablado, el personaje ficticio que había atribuido a la demencia propia de la edad, aunque la niña que seguía viva en su interior se resistía a dejar de creer en la fábula.
La satisfacción y emoción la embargó al verle en forma de carne, huesos y tijeras: sus cabellos eran negros y rebeldes, encrespados. Su piel, pálida como las estrellas, estaba surcada de profundas cicatrices… Sus ojos oscuros al igual que la vestimenta eran cálidos, y estaban fijos en su nueva creación, ocupados en darle gracia a un bloque de hielo.
Sus dedos eran largas y afiladas máquinas que le hacían a la vez vulnerablemente humano y monstruoso. Él sabía lo que era, y que por ello debía seguir como había hecho desde entonces, a solas con sus inertes compañeros.
Dejó de tallar en la helada roca unos segundos al escuchar los ecos de los cortos pasos y aspirar el olor a vainilla de los cabellos. No se giró para mirar a la casual invitada.
Una voz delicada le llamó, segura y dulce.
- ¿Qué estás esculpiendo… Edward?
La miró. Su rostro dibujó una extraña sonrisa producto de la inexpresividad facial.
- Nada en concreto. A Kim le gustaba la nieve, quiero que llegue hasta ella.
Se sobrecogió por la declaración. Ya de cerca pudo ver efectivamente que el hombre carecía de manos. Quiso entonces comprobar que las palabras de la abuela eran ciertas.
El gesto tímido de la criatura era enternecedor. Tras tanto tiempo huyendo del contacto humano parecía no rechazarlo, más bien todo lo contrario. Se situó ante la nueva figura inacabada refugiándose entre sus brazos.
Y allí, cobijada sobre su pecho, escuchó el corazón. Latía lleno de bondad, inocencia y soledad.
- No tengas miedo. – le susurró. – Yo haré que no vuelvas a estar solo nunca más.
Edward, primeramente confundido, rememoró el abrazo de Kim, y por unos breves momentos fue como si volviese a tener a su amor humano junto a él. La rodeó con cálida piel y frías tijeras, formando una maraña sólida repleta de sinceridad.
Lo dicho por Sophie no era una mera frase lanzada al aire. Ella tenía su vida y sus necesidades; él no era un ser como los demás.
Y por ello se esforzaría, y dedicaría los cuatro días que iba a permanecer en Suburbia a cerrar lo que su abuela tuvo que abandonar sin concluir…
Mientras observaba los instrumentales en las estanterías, se dijo que el creador debió dejar en algún lado indicaciones con las que poder reanudar el proceso desde el principio. Sería tal vez una osadía, pero estuvo completamente segura de lo que iba a hacer.
Le daría a Edward un compañero como él que pudiera comprenderle: incompleto, encantado… inmortal.