Antes de comenzar, una enorme disculpa por mi tardanza, pero, me resultaba y me resulta muy difícil escribir al actual Harry y la verdad tenía y tengo grandes dilemas en cuanto a cuál sería su comportamiento con la edad y tiempo actual. Agradezco infinitamete la paciencia y el hecho de que estés aquí, leyendo lo que tanto he tardado en publicar. Gracias. ~ JC
El Príncipe de Gondor
Capítulo 5
Cuarta Edad: Ephel Duath
Mordor, lugar gris y lúgubre, tierra donde el sol jamás toca con esplendor, donde el cielo parece estar siempre molesto, triste. Las nubes siempre grises, apretujándose entre sí; estruendosos estallidos resonando a lo largo de la oscura y desolada tierra.
Un encapuchado, apostaba sobre uno de los picos más altos de Ephel Duath, la Gran Cordillera occidental y meridional de Mordor, barrera y frontera natural entre el oscuro país y Gondor, observa el panorama que se extiende a sus pies, a los pies de la majestuosa cadena montañosa: La Meseta de Gorgoroth, extensa planicie de terreno erosionado, de tierra ceniza y negra, fruto de las constantes erupciones de la Montaña del Destino.
Cerca de la cima del pico, el viento golpeaba con fuerza, arremolinando la capa del encapuchado, amenazando con arrancarla de su cuerpo junto a la capucha que cubría y protegía el rostro del enigmático personaje.
Por la espada envainada colgando sobre su cadera, y más que nada, por el vistoso escudo sobre el pecho de su uniforme – un árbol con siete estrellas sobre la copa, bordado con hilos de plata – se adivinaba que se trataba de un soldado de Gondor, y por el tipo de uniforme que portaba, que era un montaraz.
Arriba, las grises nubes se arremolinaban, los rayos atravesándolas con violencia, iluminando en repentinos estallidos el oscuro y furioso cielo.
Una tormenta se avecinaba.
Un gruñido se alcanzó a colar entre los ruidosos estallidos de los rayos, tan levemente que el montaraz tuvo que esforzarse para adivinar que se trataba del ronco sonido gutural de un animal y no de una centella.
Atrás de él, entre uno de los tantos recovecos de las paredes rocosas a su espalda, un par de ojos se iluminaron momentáneamente gracias a las centellas surcando el oscuro cielo. Y la luz del siguiente estallido iluminó una decena de filosas hojas, que temblaban en las ansiosas manos de sus portadores.
- Oh – murmuró el montaraz, una sonrisa dibujándosele en los delgados labios, anticipando con emoción, saboreando el disparo de adrenalina que recorría su cuerpo.
Sobre una de las rocas de la cordillera, hasta entonces ignorado, un enorme lobo de gris pelaje salió de entre las sombras, optando una posición de ataque, con las patas delanteras un poco abiertas y mínimamente agazapado. El lobo soltó un rugido, gruñendo, mostrando los blancos y alargados colmillos.
- Ataque sorpresa – exclamó irónicamente, mientras unas guturales risas provenientes de entre las oscuras grutas le respondían.
La actividad de la mañana podía ya percibirse dentro de la cueva que servía de escondite para los montaraces de Ephel Duath, que aunque disciplinada, el movimiento era constante y continuo. Se podían observar un gran número de manos, alistando el desayuno de ese día. Pues aunque fuesen fieros montaraces de Gondor, ninguno olvidaba el sabio consejo de su madre: el desayuno siempre es la comida más importante del día.
Y a falta de mujeres en las cuevas, los soldados descubrían sus escondidas habilidades culinarias ¡Y vaya que se tenía que ser creativo! Tan sólo imaginen cocinar en una cueva, alejada de la civilización como la conocen, para una veintena de hambrientos muchachos fuertes y vigorosos.
Era conocimiento general en silencio – nunca nadie lo decía en voz alta – que las mujeres de Gondor estaban más que contentas con el programa de actividades que correspondían a los novatos montaraces, pues – nuevamente sin decirse en voz alta – regresaría con conocimientos básicos en cocina – todos rotaban por ese servicio al menos una vez.
Mientras la mitad de la veintena se alistaba con buen humor – y la otra parte, la guardia nocturna, se tumbaba dichosa en su lecho a dormir un poco, pues la vida de montaraz seguía siendo dura y exigente – un joven en específico se veía demasiado atareado, caminando de un lado a otro dentro de la cueva, acercándose irritado a sus compañeros a preguntar algo.
Ante la falta de conocimiento de los demás, cansado y molesto el joven se llevó una mano a la cabeza. ¿Dónde podría estar? No se encontraba en su 'habitación' – si se le puede llamar así al rincón con cortina donde dormía – pero tampoco, al parecer, nadie lo había visto salir. ¿Cómo hacía para siempre desaparecer bajo sus cuidadosos ojos? Estaba seguro que esta vez sí le ataría una campana, o un grillete, o lo que sea, pero algo que interrumpiera para siempre – o por lo menos durante un corto período – este tediosísimo juego de las escondidas – pues él era el que siempre estaba buscando.
Una mano sobre su hombro y una jovial risa interrumpieron los pensamientos del infortunado.
- Por tu cara puedo adivinar que hoy es uno de esos días en que se te ha vuelto a escapar y que aún no le encuentras – sus palabras fueron recibidas por un suspiro desdichado, ocasionando un montón más de disimuladas risas, resultando en un molesta mirada – perdona joven Aldamir, pero tu situación es ciertamente risible, claro ¡no que pensara que fuera un trabajo sencillo! Guardaespaldas del príncipe – soltó un silbido – es un trabajo envidiable, pero nuestro joven príncipe ciertamente no lo hace nada deseable.
Aldamir soltó un chasquido con la lengua y se cruzó de brazos. El príncipe no era del todo problemático, pero ciertamente era difícil cuidar de alguien cuando ese alguien nunca se encontraba donde tú te encontrabas.
¡Aldamir! Guardaespaldas de su alteza real, el príncipe Elerossë de la noble casa Telcontar. Cómo lo molestaba Elerossë recitando su enorme título, sino fuera porque eran amigos desde que Aldamir tenía quince años, ya hubiera dejado el trabajo únicamente por ese largo y pomposo título. Aunque debía admitir que impresionaba a las féminas.
- ¿Y ya buscaste en las caballerizas? – sugirió el fornido teniente de los montaraces de Ephel Duath – Sabes cómo le gusta mimar a ese potro suyo – el teniente no había terminado la frase cuando el joven guardaespaldas caminaba ya presurosamente hacia la pequeña e improvisada caballeriza.
Una decena de ansiosos orcos se cerraba entorno a su presa. Los ojos brillando con locura y algo todavía más despiadado y peligroso. Llevaban días sin comer otra cosa que la rancia carne de un par de bestias flacas que habían cazado hacía tan sólo una semana. Estaban tan inmersos en su desesperación y locura que ya habían matado y comido a uno de los suyos, tan inmersos que se habían atrevido a entrar en el territorio de los hombres del rey, pero, ciertamente que habían corrido con suerte, pues casi de inmediato se toparon con el solitario montaraz, muy alejado de su campamento.
El encapuchado dio un tentativo paso hacia atrás, probando el terreno y el espacio con el que contaba, pero no alcanzó a dar ese único paso completamente, pues justo detrás de él se encontraba el precipicio.
Había sido bueno que no apoyara todo su peso en esa pierna, sonrió, sin duda alguna hubiera sido una larga caída y hubiera dolido demasiado.
Los orcos rieron gozosos, ciertamente había sido una buena idea el salir a cazar hoy. Dentro de poco estarían echándose un banquete de fresca carne humana. Ciertamente era un buen día.
Las improvisadas caballerizas se encontraban dentro de una cueva, la entrada protegida por una puerta de hierro clavado en la roca y escondida hábilmente por unos arbustos y árboles plantados a su entrada, además de que requería de una llave para ser abierta. Y, aunque los intrusos pudieran descubrir la entrada y lograr llegar hasta los animales, había una hendidura en el rocoso techo de la cueva que alcanzaba hasta la cueva-escondite de los montaraces, haciendo posible que éstos escucharan cualquier sonido proveniente de las caballerizas.
Dentro de ella, había siete caballos de variados colores. Seis dispuestos a lo largo, divididos en tres de cada lado, encarándose, y un último dispuesto al final de la cueva, quedando de frente a la puerta.
La pesada puerta se cerró detrás de Aldamir, terminando el prolongado chillido metálico de las bisagras. Los animales le recibieron indiferentes, algunos aún mascando el forraje matutino, otros simplemente observando con los enormes ojos negros. Pero el potro dispuesto en la séptima y última caballeriza se veía más entretenido, buscando algo con el hocico entre la paja seca mientras su delantera pata derecha pateaba de tanto en tanto.
- Helluin – llamó el joven de ojos grises y pelo castaño rojizo, ganando rápidamente la atención del potro.
Helluin o azul cielo era el nombre del potro de tres años. Era un hermoso animal: de un brilloso pelaje negro azulado, con una mancha blanca sobre el hocico que comenzaba en sus fosas nasales y subía hasta el nacimiento del pelo, el cual era de un gris claro al igual que la larga y sedosa cola. Azul cielo... Aldamir aún no entendía por qué Elerossë le había dejado ese nombre, si el animal era tan oscuro como una noche. Al parecer, cuenta su amigo, la pequeña hija del cuidador de caballos lo vio tan azul al nacer que inmediatamente se acordó del protagonista de una de las historias que el príncipe le había contado, y como ella lo había visto nacer, el príncipe le dejo nombrarlo. Aunque poco después se enteraron que la niña se refería a Hirluin o señor azul, pero ya era demasiado tarde, el potro se había acostumbrado a su nombre.
Increíblemente, Helluin era hijo de Fíriel, pero era claro que se parecía al padre y no a la madre. Esclareciendo de esta forma la identidad del mismo.
Aldamir acarició el hocico del inquieto animal y después de que éste se tranquilizará, el soldado pudo ver qué era lo que buscaba tan insistentemente entre la paja: un pedazo de manzana. El montaraz lo recogió y se lo acercó al hocico, no sin antes verificar que estaba fresca y que había sido cortada con una daga.
Después de que Helluin hubiera devorado la fruta, Aldamir salió de las caballerizas y soltó nuevamente un suspiro.
¿Dónde podría estar?
Aldamir miró hacia el cielo y de pronto un ave cruzó su campo visual. La resolana no lo dejaba ver claramente, pero el ave, al verlo, se lanzó en picada hacia él y soltó un chillido. En ese momento, el montaraz se dio cuenta de que se trataba de un águila.
El águila volvió a soltar un graznido y se posó sobre una rama seca en frente del joven, clavando sus ojos en él.
Al posar sus ojos en ella, Aldamir inmediatamente la reconoció. Era un águila de pecho blanco con motas oscuras, alas marrones con partes más claras, de aspecto fuerte. Ojos, pico y patas amarillos. Su nombre era Melian, el águila de Elerossë.
El águila agitó sus alas, soltando un chillido. Parecía querer decirle algo, pero él no sabía qué.
- Tal vez la ubicación de tu escurridizo amo – susurró el gondoriano, acercándose lentamente a ella, pero ésta miró hacia el pico de la montaña y se echo a volar.
Aldamir observó sorprendido al águila, preguntándose el por qué de su extraño comportamiento, pero recordando que era algo así como la mensajera de Elerossë, era posible que éste la hubiese enviado. Con esto en mente, el soldado comenzó a seguir al veloz animal, teniendo que correr para no perderlo.
Melian voló, ascendiendo hacia el pico, sobrevolando una pendiente un tanto empinada que hacía difícil y cansado el seguirla, sobre todo al paso del águila, quien parecía olvidar que no todos tenían alas y volaban, o porque simplemente tenía algo de prisa y no le importaba.
Ya cerca del pico – y con un Aldamir bastante agitado – el montaraz escuchó algo no muy alentador: sonidos de espada y de una batalla. Jalando fuertemente aire, Aldamir desenvainó su espada, vociferando maldiciones por su suerte. ¿Es que el príncipe no podía ser más considerado con su guardaespaldas? ¡Acababa de subir corriendo hasta el pico de la montaña!
El montaraz llegó rápidamente al lugar de la batalla, justo a tiempo para ver la afilada hoja de la blanca Anguirel atravesar fácilmente el pecho del último orco en pie.
Un rayo iluminó la hoja inmóvil, quieta, con rastros del líquido carmesí a lo largo de ella.
La criatura escupió su sangre oscura, manchando la capucha del príncipe, pero su asesino no se inmutó, sino que tomó el cuello del orco, apretando fuertemente para mantenerlo firme. La criatura trató de alcanzar el cuello de su verdugo pero sus brazos eran demasiado cortos. Después trató de liberarse de ese agarre, pero la mano parecía de hierro.
Una centella resonó justo sobre el pico, y el príncipe terminó de hundir, en un único y asertivo movimiento, su espada, girándola al final para causar más daño.
Con su último aliento, el orco tan sólo atinó a observar la leve sonrisa que se formo en los delgados labios de su agresor antes de que su cabeza cayera pesadamente sobre su pecho. Hubiese deseado ver los ojos de su asesino pero la capucha cubría la mitad de su rostro.
- Yrchs [Orcos] – susurró en rico acento el letal montaraz, utilizando su pierna para empujar el inerte cuerpo de su víctima, haciéndolo caer al suelo con un ruido sordo, liberando a Anguirel.
Aldamir observó con sorpresa contenida el número de cuerpos. No importaba cuántas veces observará la letal habilidad del príncipe, siempre se sorprendía por la rapidez y frialdad con que eliminaba a sus enemigos.
Relajándose, el joven guardaespaldas soltó hasta ese momento el aire que había estado reteniendo y apoyó una mano sobre su rodilla. Pero... el montaraz de cabello rojizo escuchó un gruñido a su espalda. Tensando el agarre de su espada, intentó girar con premura pero el lobo ya había saltado hacia él.
Todo ocurrió demasiado rápido.
Aldamir asestó una estocada con su arma, Elerossë lanzó una daga y los blancos colmillos del animal se tiñeron de sangre.
El montaraz de ojos grises escuchó un gemido, y elevando los ojos observó a su atacante: un orco que hasta entonces había estado escondido.
El orco había muerto antes de que su cuerpo tocara el suelo: la daga entre sus dos ojos, la estocada de Aldamir en el estomago y los colmillos del lobo que se aferraban fuertemente a su garganta.
- ¡Yrchs! – vociferó el joven guardaespaldas, lanzando una dura mirada al cuadrúpedo – ¡Kyelek! ¡Me sacaste el susto de mi vida! – exclamó a modo de reconocimiento hacia el lobo, pues Kyelek, era el fiel compañero del príncipe. El animal se agazapó avergonzado por la reprimiendo y soltó un gemido mientras movía la cola
- Stille nú, mellon ni [cálmate, amigo mío] – habló Elerossë, quien se encontraba limpiando su espada – de no ser por él, ahora estarías muerto – y después de acercarse al animal y acariciarle la cabeza, susurró – Mae carnen, fæste [Bien hecho, rápido]
Enfundando molesto su espada, Aldamir gruñó:
- ¿Ésta es la forma en cómo el príncipe de Gondor cuida su vida?
Pero Elerossë no respondió, sino que caminó un poco hacia el precipicio, y cuando las primeras gotas de la tormenta comenzaron a caer, el príncipe elevó el rostro hacia el cielo al tiempo que con ambas manos bajaba la capucha, revelando al fin su rostro.
Elerossë Telcontar tenía treinta y dos años – siete años más que su guardaespaldas – y tenía el título de capitán dentro del ejército y dentro de los montaraces. Dos grupos que se diferenciaban por el tipo de actividades que llevaban a cabo.
Aldamir sabía, al igual que los nobles de Gondor, que Elerossë no era en verdad el hijo del rey Elessar y de la reina Arwen Undómiel. Aún así, para él, el príncipe era en verdad miembro de la noble casa Telcontar, pues era noble y valiente. Muy respetado dentro del ejercito por su habilidad en el campo de batalla y dentro de los ciudadanos de Gondor, así como por los de Rohan, por su gentileza.
Aldamir observó el cielo y esperó con paciencia a su príncipe y amigo.
Hoy era el día en que ambos regresaban a Minas Tirith, después de unos meses de andar patrullando y revisando cada asentamiento de montaraces, pues Elerossë era el encargado de reportar al rey de las actividades de este grupo. Actividad que alguna vez el noble señor Faramir había llevado a cabo.
- Es hora – fue todo lo que el capitán tuvo que decir para que Aldamir y Kyelek lo siguieran cuesta abajo, de vuelta al campamento. Siendo sobrevolados por Melian.
Y bien ¿qué les pareció? Sé que 32 años es un número que a varios nos puede parecer enorme, pero es importante para el desarrollo de la historia, y recuerdan, las edades en El Señor de los Anillos son percibidas muy diferentemente, Frodo tenía 33 años en el inicio de la historia y se le consideraba un jovenzuelo, y Pippin alrededor de los 28 años, era considerado un 'adolescente'.
Y por cierto ¡Gracias a todos los lectores por sus reviews!
Nota para lectores de Crossing Wind: estoy en proceso de reescribir este fanfic, espero poder publicar en poco tiempo ¡Gracias a todos los lectores por sus reviews! Que siempre que leo uno me siento en verdad presionada por publicar algo :-)