El Cazador de Fëar.

Por The Balrog of Altena

PROLOGO

Tol Eressëa; Año 3010 de la Segunda Edad.

La luna llena iluminaba las calles solitarias de Avallónë con una pálida luz mágica, casi fantasmal. El mes de Nótuilë tenía días cálidos y perfumados, pero por la noche soplaba un vieto fresco, a veces frío, aunque eso no les molestaba a sus habitantes, pues eran elfos, y los elfos no sienten el frío como nostros, aunque sí lo perciben.

Por la noche no había ningún olor primaveral en el aire, salvo el olor salado que arrastraba el mar azul a las cotas de la Bahía de Eldamar. No se oía nada salvo el susurro de los árboles y el canto de las olas que tanto amaban los Teleri. Pero una sombra se movía bajo la luna y las estrellas; alguien caminaba sólo por las calles de Avallónë, sus pies tan ligeros que apenas parecía tocar el suelo, y no dejaba ninguna huella sobre la hierba húmeda. Era un elfa, y su nombre era Minyawen.

Minyawen no era más bella que las otras doncellas elfas, pero tampoco era la menos parecida de Tol Eressëa. No era tan esbelta como sus amigas, ni tampoco tenía tantos pretendientes. Pero una cosa sí tenía, y eso era encanto. Tenía un rostro bonito y gracioso que la hacía muy juvenil, traviesa por así decir. Los ojos verde oliva contrastaban con sus labios especialmente rojos y sus mejillas rosadas, y su pelo era un río resplandeciente de negra escarcha. Aquel encanto y belleza infantil la hacían muy querida para todos cuanto la conocían, y ella siempre sonreía con esos labios de amapola, porque era feliz. ¿Qué la hacía tan feliz? pues todo cuanto tenía, y es que ella creía tenerlo todo: una familia numerosa, unos amigos entrañables, un hogar a las asombrosas vistas de la más alta torre blanca de Tol Eressëa desde donde llegaban los rumores del mar y se oía el romper de las olas contr las rocas, y una vida sinfín colmada de maravillas y sorpresas que descubría día a día.

Minyawen se abrochó el manto azul sobre los hombros y aceleró el paso. Las calles estaban desiertas, y eso no le parecía extraño, pues a esa horas de la noche todas las familias estaban ya reunidas en sus hogares, y mientras las mujeres servían la comida, los hombres contaban cuentos a sus niños sentados junto a las titilantes llamas de la chimenea, y cantaban canciones que hablaban del mar y del viento. Es más, ella debería estar ya en su casa con sus padres y hermanos, pero había perdido la noción del tiempo cuando se paró a contemplar la luna circular y blanca y las estrellas rutilantes, entre ellas Eärendil, la más brillante en el firmamento. Era algo que le ocurría bastante a menudo, por lo que su familia no debía estar preocupada por su ausencia; la conocían bien.

Una puerta...

Dos puertas...

Solamente le quedaban recorrer cuatro puertas más, y la quinta allí, que podía ver a no muchos pasos de donde estaba, era su casa. Pasando con paso ligero por delante de las puertas podía oír las risas y el canto adentro, y aun podía oler la cena recién servida. ¡La cena! Cuando se acordó del hambre que tenía, estuvo apunto de correr los últimos pasos hasta la puerta de su hogar, pero no lo hizo. En realidad, se detuvo por completo, su penetrante mirada oliva vuelta hacia la alta torre blanca, resplandeciente bajo la luna como si sus paredes fueran de diamante, su pico coronado de estrellas.

Alguien estaba ahí, de pie y silencioso, apoyado contra el muro de la torre como si estuviera exhausto. Y ése alguien la miraba fijamente, aunque ella no podía verle la cara en la sombra nocturna. De todos modos Minyawen, mal interpretando los ojos fijos en ella, creyó que era un conocido, y levantó la delicada mano sacudiéndola sobre su cabeza, llamándole alegremente.

"Aiya Meldir!"

El elfo no dijo nada ni le devolvió el saludo. Estaba inmóvil, no apartando su ensombrecida mirada de ella. Entonces se incorporó pesadamente y dio un paso adelante. Dos pasos . Comenzó a caminar hacia ella con lentitud.

Con una sonrisa en la bonita cara, Minyawen se dirigió hacia él rápidamente, sus pies ligeros dando pequeños saltos como bailando una alegre pero sencilla danza, y mientras corría su túnica susurraba como el viento en las velas blancas de sus barcos-cisnes. En cambio, los pasos de él eran pesados y ruidosos; muy poco élficos. Pero ella de eso no se percató. Tan sólo quería saludar a aquel amigo que había encontrado solitario en la calle, y si no tenía nada mejor que hacer podía acompañarla a casa, y le invitaría a cenar con su humilde familia, pues ahí todos los elfos eran bienvenidos.

Entonces, Minyawen se detuvo en seco, quedándose muy quieta y agudizando los sentidos, como un animalillo al sentir la presencia de un cazador. La sonrisa había desaparecido de su hermoso rostro. Los ojos verdes estaban desencajados, y había una luz de temor en ellos. No sabía porqué, pero de repente un mal presentimiento la había asaltado. Y el otro seguía acercándose, pero ella le miraba ahora con cautela. Ya no estaba tan segura de conocer a ese personaje.

Minyawen se sobresaltó al ver el extraño aspecto del desconocido. Era alto y fornido, y vestía unos harapos pardos que le cubrían por completo, dándole un aspecto de mago. La cabeza era hirsuta y negra, y sus ojos, en un rostro lleno de arrugas severas, eran grises. Las orejas no tenían su corriente forma de hoja, sino que eran redondas. Aquel hombre no era un elfo; era un humano.

Un Númenóreano para ser exactos, o Dúnadan, como se hacían llamar ellos en su tierra de Númenor, la tierra de hombres mortales que se encuentra más al Oeste de todas las tierras mortales, la que es llamada la Tierra del Don, y la Tierra Estelar por su forma de estrella de cinco puntas.

En otros tiempos, a Minyawen no le hubiera sorprendido ver aquel hombre; pues hace años, pasados muchos reyes de los hombres, los Númenóreanos eran Amigos de los Elfos. Comercializaban con ellos, y los elfos que llegaban a Eldalondë (el puerto occidental de Númenor) eran bien recibidos en esas tierras. Pero de eso hacía mucho tiempo. Todo había cambiado desde que la raza de Númenor comenzó a decaer.

Todo empezó por pura envidia. Los hombres de Númenor no estaban contentos con su mortalidad, y ansiaban la vida eterna; envidiaban a los elfos a pesar de que Eönwë, el Heraldo de Manwë y el más poderoso de los Maiar, les había otorgado una larga vida (el triple de lo que vivían los demás pueblos mortales) y los había bendecido con sabiduría y conocimiento.

Pero lo que más ansiaban los Hombres de Númenor era poner sus pies la Tierra Bendecida, donde a todo hombre mortal le está prohibido entrar. Cuando Eönwë les regaló esos dones, se les prohibió navegar hacia el Oeste más allá de la Isla Solitaria, y al principio respetaron esa prohibición; más con el paso de los años comenzaron a quebrantar esa ley, navegando en secreto hacia Oeste, tratando de descubrir cómo poseer la vida eterna, pues creían que la respuesta a eso la encontrarían en Aman o en Eressëa.

Poco después acabó la amistad con los elfos, y el nuevo Rey de Númenor prohibió la lengua élfica en su tierra, por lo que se hizo llamar Ar-Gimilôr, que es un nombre Adûnaico. Sin embargo, la prohibición de la lengua élfica y los tratos con los elfos no fue lo peor que ese rey de los Hombres ha hecho: su más cruel acción ha sido y aún és la persecución de los Fieles; todo hombre, mujer o niño que trataba secretamente con un elfo o hablaba la lengua élfica o profanaba las leyes del rey, era castigado con la pena de muerte. Minyawen recordaba que, al principio, los elfos seguían navegando a Númenor en secreto, pues algunos tenían amigos ahí entre los Hombres; pero tras varias muertes de elfos por las manos del rey dejaron de acudir a Númenor.

Y ahora entendéis porqué Minyawen sintió miedo al reconocer aquel hombre como uno de los Númenóreanos. De repente la elfa se imaginó que horribles intenciones podía tener aquel hombre. Ella, al ver que su enemigo necesitaba dar sólo cinco pasos más para atraparla, echó un chillido y dándose la vuelta se echó a correr, pero una mano fuerte y rugosa la tomó del brazo, parando su carrera bruscamente. Minyawen llenó sus pumones de aire y abrió la boca dispuesta a gritar hasta vaciarlos por completo, pero otra mano se posó en sus labios, no con violencia sino gentilmente, y el hombre le habló entonces con voz dulce.

"Elen síla lumenn' omentielvo." - dijo.

Minyawen, al oír aquellas palabras dichas en su lengua nativa, se tranquilizó. El hombre, al sentir la tensión de ella disiparse, le soltó el brazo.

"Siento haberte asustado." - le dijo, aun hablando en élfico - "Pero es que si gritas vendrán a por mí, creyéndome un traidor. Espero no haberte hecho daño." - concluyó echando una mirada triste al brazo de la doncella elfa.Una sonrisa radiante se dibujó en el bello rostro que no envejece de Minyawen. ¡Aquel Hombre le estaba hablando en élfico! entonces, era un amigo; posiblemente uno de los Fieles, que debió escapar de Númenor y venir a la tierra de los elfos buscando refugio.

"Ela." - le dijo él en un susurro misterioso e inquietante, acercando una mano. Ella se aproximó curiosa, mirando lo que el hombre quería enseñarle. Él abrió la palma de su mano, y allí no había nada más que un montencito de polvo verdoso. Entonces él se acercó la mano a los labios y sopló, esparciendo el polvo en la cara de ella.

Por un momento Minyawen aspiró el polvo y tosió, dando unos pasos atrás para alejarse de aquella molesta nube gris verdosa que le hacia cosquillas en la nariz. Al principio pensó que había sido una simple broma pesada, pero tan pronto como se dijo eso, sintió como si de repente le hubieran puesto una pesada carga sobre los hombros. Las rodillas se le doblaban inconscientemente, y finalmente cayó al suelo de frente, dañándose la cara cuando se la golpeó duramente. Espantada, Minyawen se dio cuenta de que no podía mover ninguno de sus miembros. Estaba paralizada, como si la hubieran atado y llenado de pesos para que no pudiera levantarse del suelo; como sumergida en un sueño pero sin estar realmente dormida.

Sintió como unas manos la tomaban y le daban la vuelta sobre su espalda, dejándola cara arriba. Primero vio las estrellas pálidas, centelleando en el cielo nocturno como luciérnagas en un lago donde su superfície refleja la blanca luna. Después, vio el rostro del Númenóreano sobre el suyo, y cuando vio la expresión severa, casi demoníaca, y el extraño brillo maléfico en sus ojos, Minyawen sintió miedo y quiso gritar y patalear. Pero no pudo; su cuerpo no respondía.

Una sonrisa malévola se formó en los labios del atacante. Minyawen, sintiendo el terror recorrerle el cuerpo como una brisa congelada que hace temblar, abrió mucho los ojos cuando sintió el peso de él sobre ella, aplastándola contra el suelo, y una mano que cuidadosamente apartaba las ropas, dejándole el hermoso pecho al descubierto.

Va! Va! Áva!

Minyawen trataba con todas sus fueras de alejarse de aquellas manos, pero su cuerpo no respondía a sus súplicas. Temía saber ya lo que el hombre pensaba hacer con ella, mas sus pensamientos no alcanzaban la realidad de la tortura que la esperaba.

Inesperadamente, el hombre se llevó la mano al bolsillo de su túnica y he aquí que sacó un cristal que parecía de amatista recién nacida de la roca, sólo que su color era negro como un pozo de sombra, pero peculiarmente hermoso y brillante.

El hombre colocó el frío y pulido cristal sobre el pecho de su presa. Nada pasó por un momento, pero tras un segundo de silencio inquietante, la elfa comenzó a sentir una pequeña punzada de dolor en el pecho, que rápidamente se convirtió en un dolor insoportable, como si un fuego ardiente la estuviera quemando la carne.

Por dentro, Minyawen gritaba y chillaba con todas su fuerzas, mas de sus labios quietos no brotaba el menor sonido, lo que la desesperaba aun más; porque si no podía pedir ayuda, nadie vendría a rescatarla. Aun así, inmóvil en el suelo, con un dolor creciente en su pecho, oía las voces Teleri cantando dentro de sus casas, no conscientes de que mientras ellos reían y cantaban con su familia, una pobre elfa yacía indefensa en las manos de un malvado hombre, justo delante de sus puertas.

De repente y por su gran horror, Minyawen se dio cuenta que cada vez tenía más dificultades para respirar. Con más fuerzas trató de hacer que sus miembros se movieran, sintiendo gotas de sudor recorrerle la frente. Pero todo fue en vano.

Una ola de dolor le recorrió el cuerpo extendiéndose desde el pecho a sus otros miembros paralizados, cuando súbitamente se le arqueó la espalda de una forma antinatural, obligándola a echar la cabeza hacia atrás con un movimiento brusco, por lo que su atacante la agarró fuerte rodeándola con un brazo y con la otra mano mantenía firme el cristal sobre el pecho, cuyo color ya no era negro humeante, sino que era multicolor; colores y colores que bailaban dentro el cristal como si se tratara de una aurora boreal, y esos colores cada vez se movían más frenéticamente y cada vez cambiaban su tonalidad con más rapidez.

Minyawen trataba desesperadamente que la mínima cantidad de aire entrara en sus ya ardientes pulmones. Su visión empezaba a nublarse por el dolor y la falta de aire. Podía sentir como su cuerpo comenzaba a debilitarse, como toda su energía vital era robada muy lentamente por esa endemoniada piedra de cristal que yacía sobre su pecho desnudo.

No podía respirar. Sus pulmones gritaban agonizantes suplicando aire. Pequeñas manchas negras volaban sobre sus ojos verdes. Todas esas manchas se unieron en una, una gran mancha negra que crecía y crecía cegándole la vista. Sus oídos comenzaron a silbar por la desesperada necesidad de oxígeno. Frenéticamente, Minyawen trató de tragar aire, dando el mismo desastroso resultado que un pez agonizando fuera del agua.

El mundo comenzaba a convertirse en un lugar oscuro y nubloso, sombras amenazantes extendiéndose sobre ella como una nube negra hambrienta.

Inesperadamente, los labios de Minyawen se movieron, dejando escapar un chillido ahogado, que sonó como un lamento agonizante. El hombre se sobresaltó; no había esperado que una simple elfa tuviera tanta fuerza de voluntad. Alarmado, el hombre levantó la cabeza, mirando de un lado a otro por si alguien los había oído. Nada. Todos los elfos Teleri seguían en sus casas. Podía oír sus voces y risas desde ahí.

El hombre dejó escapar un suspiro de alivio, y de improviso apareció en su rostro una mueca terrible, llena de ira y maldad.

"¡Cállate, perra!" - siseó, y Minyawen se estremeció ante el sonido de aquella voz que antes le había hablado con tanta dulzura.

No podía respirar. Todo lo que podía sentir era el dolor y la ardiente agonía, lentamente quemándole los pulmones con un fuego inconsumible.

Lágrimas de desamparo y terror se formaron en sus élficos ojos verde oliva y rápidamente recorrieron su camino por las pálidas mejillas. Podía sentir su cuerpo cada vez más débil, a pesar de la determinación con la que trataba de moverse en un desesperado intento de luchar contra su atacante. La negrura se cernía rápida sobre ella como un oscuro velo funerario. Podía sentir su corazón comenzando a vacilar y el latido apagándose lentamente; como un reloj de arena alcanza el final, su corazón estaba alcanzando el final de su vida.

Tras largos y pesados segundos, el dolor que consumía su mente y su cuerpo desamparado comenzó a apaciguarse y desaparecer, y pronto se sintió extrañamente ligera, flotando en un mundo oscuro y tranquilo. Se sintió caer en un profundo sueño irreal, y agradeció el gentil abrazo de la oscuridad que la rodeaba y la libraba de todo dolor y sufrimiento.

Ya no había más dolor, ya no le ardían los pulmones, ya no sentía el peso del cristal sobre su pecho, es más, ya no sentía su propio cuerpo. Era como un espectro flotando en un mundo de sombras.

Poco a poco fue descendiendo más y más profundamente en esa oscuridad, en ése vacío Pero algo iba mal, muy mal...

En aquel mundo negro y espectral, Minyawen no había hallado la paz. Sólo mas horror, tristeza, y desamparo eternos.

El hombre le cubrió el pecho de nuevo a su presa y se puso en pie, una sonrisa de satisfacción y alocado placer en su cara arrugada. Miró el cristal en su mano, que había vuelto a tomar su color negro humeante. Rió. Todo había salido a la perfección, y ahí estaba la prueba: Atrapado entre las cinco caras brillantes del cristal, podía verse el rostro muy pálido de una mujer hermosa, labios rosados y ojos verdes hundidos en lágrimas.

El hombre, satisfecho, metió la piedra de cristal en su bolsillo, se encapuchó la cabeza, y se fue, dejando atrás el cuerpo mortalmente pálido y frío de una elfa.


Nótuilë-Mes de Mayo.

Teleri-Los Elfos del Mar.

Minyawen-La Primera. (Eressëano. Quenya)Aiya Meldir¡Salve, amigo! (Eressëano. Quenya)

Ar-Gimilzôr-Fue el primer Rey de Númenor en adoptar su nombre en la lengua Adûnaica, pues él prohibió el uso del élfico en su reino, así como los tratos con los elfos. Tras su muerte, su hijo y heredero, arrepentido de las obras de su padre, adoptó su nombre en élfico (Tar-Palantir) y trató de restablecer la gloria de Númenor. Su hija Tar-Míriel heredó el trono, pero su primo Tarkalion la tomó por esposa sin el consentmiento de ella y le usurpó el trono, volviendo a las leyes de Ar-Gimilzôr. Los nuevos Reyes adoptaron pues sus nombres en Adûnaico (Ar-Pharazôn y Ar-Zimraphel). Ar-Pharazôn fue el último Rey de Númenor, pues durante su reinado tuvo lugar el gran Cataclismo que destruyó Númenor por completo.

Elen síla lumenn' omentielvo.-Una estrella brilla a la hora de nuestro encuentro. (Eressëano. Quenya)

Ela-Mirad. (Eressëano. Quenya)

Va!-No! (Eressëano. Quenya)

Áva!-No lo hagas! (Eressëano. Quenya)