Mascarada.

Cuando revisé la correspondencia al llegar al lobby de mi edificio, no pude menos que sonreír, tomé el sobre y lo llevé contra mi pecho estrechándolo con fuerza, casi dando brinquitos de la emoción.

El portero carraspeó y me saludó como de costumbre, añadiendo una sonrisa cómplice y divertida a la vez. Él siempre fue testigo de mis reacciones, cada vez que recibía una misiva.

En ese momento me sentí un poco ridícula, me límite a hacer una pequeña reverencia en respuesta y subí a toda prisa.

Una vez en la intimidad de mi departamento, me saqué los zapatos con brusquedad y me recargué contra la puerta, aún con el sobre entre mis manos. Una sensación de paz me invadió y me sentí repentinamente más ligera, pese a que el hospital fue un lío de trabajo y pacientes interminables.

Respiré con calma, saboreando cada segundo de placer que me producía el mero hecho de recibir noticias suyas, habían pasado unas semanas desde la última vez, que supe algo sobre él.

Me tumbé sobre el sofá y leí expectante.

Al parecer, Albert llegaría a Chicago en unos días y quería concertar una cita conmigo. Debo confesar que, no sabía si estaba lista para conocerlo en persona.

Albert y yo, manteníamos una relación epistolar. Aunque nunca nos conocimos personalmente, fue algo que comenzó por una mera casualidad. Él solía vivir en este mismo departamento.

Cuando recién me mudé aquí, recibí una carta de parte suya, pidiéndome de favor, le mandara cualquier correspondencia que me llegase a nombre suyo a su nuevo domicilio.

Al principio no le tomé importancia, sin embargo un tiempo después, me llegaron algunos paquetes a su nombre: Albert A. mismos que le reenvíe con amabilidad, inicialmente sentí mucha intriga por su nombre o mejor dicho, quería averiguar porque no usaba su apellido, así que quise indagar, fue así como sin darnos cuenta, empezamos a escribirnos, queriendo saber más de la vida del otro. Claro que nunca supe el significado de esa "A". Creo que a Albert, le divertía mi inquisitiva curiosidad.

Sin darme cuenta, mi misterioso amigo por correspondencia se volvió mi confidente, una persona que a través de los años, permaneció como una constante en mi vida y también, aún sin haberlo visto, me enamoré de él. Sentí el deseo de entregarle mi corazón.

Desde niña, he tenido que enfrentar dolorosas despedidas, tristemente nadie permanecía en mi vida por mucho tiempo. Naturalmente, sentí pánico de conocer a Albert en persona, no quería que se alejara de mí e irónicamente, la mejor forma de conservarlo en mi vida, sería si me alejaba de él.

Así que tomé mi estilógrafo y redacté mi respuesta, indicándole que no me sería posible zafarme del trabajo.

Estuve triste unos días, aún sopesando mi abrupta resolución, creo que debí pensarlo con más calma.

Una tarde, cuando salí del hospital, triste y desganada, me abordó mi mejor amigo, Archie.

—Candy, estuve haciéndote señas un buen rato y tú en las nubes —me dijo de manera jocosa, abrazándome de lado. Supongo que se dio cuenta de mi retraído semblante, porque su expresión se tornó sería y me preguntó alarmado:

—¿Qué sucede Candy?

—No es nada de importancia —mentí—. Lo de siempre, mucho trabajo.

Archie enarcó una ceja, viendo en mis ojos mi evidente mentira.

—Si no me quieres decir, está bien. —Suspiró—. Sabes que cuentas conmigo, ¿verdad?

Tomé su mano con suavidad y asentí en respuesta, no quería preocuparlo por nada.

—Bueno. Dejemos la tristeza atrás. Sé de algo que te animará la noche —dijo frotándose las manos y con una expresión, que poco me resultó festiva—. Hoy…

—Ah, no. Olvídalo Archie, me niego rotundamente —objeté interrumpiéndolo—. No quiero ver a tu burguesa y creída familia.

—¡Por favor Candy! —suplicó juntando sus manos, casi de rodillas—. Es el cumpleaños de la tía abuela y no quiero ir solo, no lo soportaría.

—Archie, tu familia me odia, ¿porqué no vas con Annie? Apuesto que estaría encantada de acompañarte.

—Annie, se fue a Boston con sus padres, regresa en una semana —me confesó apesadumbrado—. ¡Por favor acompáñame! Además, no te van a molestar. Es una mascarada —añadió triunfante.

Me cruce de brazos, aún reacia pero, al final accedí.

Archie, me llevó a la residencia de su familia y ahí me proporcionó un elegante vestido de satén color escarlata, una peluca marrón, que estaba peinada en una sencilla trenza y un antifaz. Mi amigo realmente pensó en todo.

—¡Candy, te ves preciosa! —exclamó Archie al pie de la escalera cuando me vio.

—Tú también luces muy apuesto —dije al bajar. Mi amigo, traía puesto un impecable frac azul zafiro y un antifaz plateado.

Me extendió su brazo y juntos entramos al fastuoso salón. Me impresionó ver los hermosos candelabros de cristal brillando con intensidad en el techo, los pisos de mármol blanco y los mesones atiborrados de los más finos manjares.

Aquella suntuosidad fue demasiado para mí. Me sentí abrumada, fuera de lugar, toda esa frivolidad no encajaba conmigo. Después de bailar con Archie un par de piezas, le pedí excusas y salí a la parte trasera de la mansión, hastiada de todo.

Al salir, la brisa nocturna me acarició el rostro con suavidad, el fulgor de los rayos lunares, iluminó mi blanca piel haciéndola lucir casi translúcida. El vasto jardín (que podría ser un bosque), estaba moteado por los intermitentes destellos de las luciérnagas y las cigarras cantaban apaciblemente.

Sin poder contenerme, me tendí sobre la yerba fresca, inspirando el dulce olor a rosas que había en el aire.

—¿Me permite hacerle compañía señorita? —me preguntó una voz dulce e inesperada.

Como un resorte me puse de pie. Frente a mí, estaba un joven con un sencillo, pero elegante traje color beige, traiga puestas unas extrañas gafas ahumadas y su rostro estaba enmarcado por unos rebeldes cabellos marrón que caían sobre sus hombros.

—Eh, sí. Claro —respondí desconcertada. Aquel joven, tenía un aire misterioso que poco correspondía con su amable voz.

Al cabo de un momento, se quitó sus gafas, revelando un par de orbes celestes, diáfanos como el rocío de la mañana.

—Te aseguro que soy inofensivo —dijo inclinándose un poco y me sonrió con dulzura.

Hubo algo en su voz, que me provocó confianza e inexplicablemente me pareció familiar. Sonreí de vuelta.

—Mucho mejor —expresó el joven.

Nos sentamos sobre la yerba y hablamos por mucho tiempo, poco a poco, un presagio que no pude definir me invadió el pecho. Ese joven de encantadora sonrisa, parecía conocerme.

—Entonces, ¿toda tu vida has estado en Chicago? —preguntó con voz calma.

—No, me críe en un pueblo a las afueras de Michigan —respondí nostálgica.

Algo en su expresión cambió, fue como si hubiese descubierto algo importante. Así que desvíe la conversación.

—África debe ser increíble —comenté embelesada.

—Es mágica, impredecible y hermosa —dijo acentuando la última palabra, mirándome con intensidad.

Mi corazón empezó a palpitar con fuerza y las mejillas me ardían tanto, que pude sentir mis orejas calientes, afortunadamente aún traía mi antifaz puesto, de lo contrario él, lo habría notado.

—Yo, yo espero. Poder conocerla algún día —balbucee torpemente. Él aún tenía su mirada fija en mí.

Entonces, se acercó a mi rostro y retiró mi antifaz con delicadeza, siempre mirándome fijamente, el sutil roce de sus yemas en mi piel, me provocaron mil sensaciones indefinibles.

—Sabes, hace unos años viví en un lindo y acogedor departamento, aquí en Chicago, un lugar que me dejó gratos recuerdos pero, sobretodo. Me acercó a la mujer de mis sueños —dijo con la voz aterciopelada.

Me estremecí con su voz ronca y profunda, con su forma de arrastrar las palabras. Y entonces, algo golpeó mi cabeza, fue como si un rayo me hubiera caído, mi cuerpo se hizo de gelatina y mi respiración se tornó irregular.

—¿Albert? —pregunté casi inaudible.

—Pensé que nunca te darías cuenta, Candy —murmuró mientras recorría con la punta de sus dedos, el contorno de mi rostro.

Pude percibir su tibio aliento sobre mis mejillas, el aroma de su colonia y el calor de su piel.

Su pulgar se deslizó sobre mis labios, cerré los ojos y entreabrí mi boca, deleitándome con su contacto, delinee con la punta de mi lengua mi labio superior, invitándole a que me bese.

Percibí su fuerte mano, deslizarse por mi cuello hasta llegar a mi nunca y sin más, reclamó mis labios con urgencia.

Fue un beso, suave y apasionado. La realidad pareció distorsionarse, abandonándome en la más placentera existencia; el sabor de su boca fue como el más dulce néctar, sus labios ardían al presionarse con los míos, devoré y exploré cuanto pude.

Solo hasta que me quedé sin aliento, me separé de él, pestañee un par de veces, aún azorada. Albert acarició mis cabellos con dulzura. Solo en ese momento, caí en cuenta de que mi peluca se había caído, revelando mis rubios y alborotados risos.

Una risita se escapó de mis labios, cuando observé a Albert con detenimiento, unas hebras rubias y desaliñadas le cubrían la frente, su peluca al igual que la mía, estaba tendida sobre la hierba.

Albert, también rio con soltura.

—Me encanta tu sonrisa —dijo de manera seductora, estrechándome con fuerza, provocando que mis mejillas se tiñeran en carmesí, me aferré a su ancha y esculpida espalda, atrayendo su rostro contra el mío.

—Ardlay —suspiró entre mis labios—. Ese es mi apellido.

Nunca hubiera imaginado, que en esa mascarada me encontraría con Albert, ciertamente hay hilos misteriosos que nos conectan y nos llevan a diversos destinos pero, que nunca se cortan. Aquella velada, fue el inicio de una nueva vida junto al hombre que amo.

Fin.

Notas.

Este relato lo escribí, como parte de una dinámica de un grupo. Espero que me puedas compartir tus impresiones.

Saludos y nos leemos en otra ocasión.