NOTA: Actualizaciones discontinuas.

Descargo de responsabilidad: Orgullo y Prejuicio le pertenece a Jane Austen y a sus herederos. De la misma manera, la película del mismo nombre de 2005, dirigida por Joe Wright, le pertenece a sus pertinentes propietarios. En cambio, la historia que vas a leer es solo mía.


AWKWARD

RIDÍCULO SOCIAL

Los británicos son muy suyos para la vida en sociedad. Se rigen por una serie de costumbres, convenciones y normas sociales que dan forma a su mundo y que dictan cómo relacionarse entre ellos. Unas tiene su razón de ser y otras son absolutamente peregrinas, pero al cabo, también convenidas y aceptadas.

Entre ellas, está la forma de hacer nuevos conocidos. En cualquier evento público, ya sea una fiesta, una velada o incluso un paseo por la calle mayor o la alameda, nadie debe dirigirse a un desconocido sin haber sido antes presentado debidamente por un tercero que actúe como intermediario. Es una norma inquebrantable.

Por ejemplo, la noche del baile de Meryton, la señora Bennet reunió a su familia cual mamá gallina que busca a sus pollitos extraviados (bueno, a tantos como pudo, desde que son una familia numerosa) para que Sir William Lucas los presentara oficialmente al grupo recién llegado a la vecindad, porque entre ellos había dos jóvenes solteros y ella tenía cinco hijas en edad de merecer.

Es más, si en un baile alguien le hiciera ojitos a una linda muchacha y ella tuviera a bien retribuirle con las mismas atenciones, no podrían cruzar palabra hasta que un tercero los presentase formalmente.

Y nunca, nunca jamás, alguien de estatus inferior podría dirigirse a otra de estatus superior sin haber sido presentados antes. Never, not ever, como dirían ellos…

Es por eso que, en el baile de Netherfield, Lizzy estaba horrorizada y escandalizada a partes iguales cuando el señor Collins —ese primo suyo que la cortejaba de manera tan ridícula— la dejó plantada en medio de la conversación —no es que ella tuviera queja sobre eso— para ir hasta el señor Darcy y presentarse a sí mismo. ¡Él solo! ¡Sin un tercero! Tan solo porque el señor Collins era el párroco de Su Señoría Lady Catherine de Bourgh y el señor Darcy era el sobrino de la tal señora.

Y es que no es solo es de muy mala educación interrumpir una conversación ajena tosiéndole a la espalda de la otra persona, gritar su nombre ante toda la sala —lo cual casi le cuesta a Collins un codazo accidental en toda la cara cuando el señor Darcy se giró finalmente—, sino que este mismo caballero tampoco supo qué hacer al verse en tal tesitura, aunque pronto —seguramente al ser mencionada su señora tía— adoptó la educada indiferencia ante alguien tan insolente como para no seguir la regla social más elemental, le dedicó cinco segundos de su tiempo y luego lo ignoró con la misma educación, como si fuera un insecto que no merece más de su atención. Y precisamente un párroco, un subordinado, por lo más sagrado…

Por supuesto, los ademanes obsequiosos y serviles del señor Collins solo empeoraron la situación…

Y Lizzy no pudo más que observar la escena con morbosa fascinación… Bueno, al menos hasta que Caroline Bingley vino a amargarle la fiesta con su lengua viperina…

Si tan solo su primo hubiera aguardado a que ella los presentara, no hubiera traído la vergüenza y el ridículo sobre sí mismo.

Pero en fin, estamos hablando del señor Collins… Él solito se basta y se sobra para tal cosa.