DEVOTO AMOR
Nota aclaratoria. Todos los personajes del anime y el manga de Candy Candy no me pertenecen, son propiedad de Kyoko Mizuki, de Yumiko Igarashi quien con su arte los plasmo en papel y de Toi Animation Co. Que llevo la serie a la televisión.
Chicas esta historia es de mis primeras. No está editada. Agradezco a todas por su lectura.
Saludos!
Moon.
Capítulo 1: Dos corazones que no saber hablar.
Una mañana preciosa lo acompañaba, el cielo era tan claro que se confundía con ese par de hermosos ojos azules y el sol resplandeciente le daba la bienvenida reflejándose sobre sus rubios cabellos cortos, podía sentir claramente la sensación del viento fresco sobre su rostro como si de una caricia se tratara. El paisaje era por demás encantador ante sus ojos. Estaba reposando debajo de la sombra de un gran y bello árbol que encontró durante su paseo a caballo en Lakewood ése Domingo de Julio de 1917.
Siempre le había gustado la naturaleza y el estar ahí rodeado de todo aquello lo llenaba casi por completo. Le fascinaba escuchar el trinar de cada pajarillo que travieso se posaba cerca de las ramas más bajas del reconfortante árbol que ese día le obsequiaba su cobijo. Tranquilamente dejó su caballo pastando y paciente, el magnífico ejemplar esperaba a que su amo se relajara todo el tiempo que fuese necesario.
Se encontraba recostado sobre la hierba, relajado, su cuerpo tendido en todo su esplendor, con una de sus largas y tonificadas piernas ligeramente levantada y sus manos apoyadas debajo de su cabeza para descansar. Traía abierta su chaqueta negra y una camisa blanca se mostraba seductora y ligeramente desabotonada, haciendo un perfecto juego con sus ajustados pantalones beige y botas café.
No era necesario observarlo más de un par de segundos para darse cuenta de lo evidente: ante la mirada de cualquier dama, aquel imponente, alto y gallardo hombre sería la fantasía más excitante en ese traje de montar, que no hacía más que exaltar su perfecta anatomía y por supuesto que William Albert Andrew lo sabía, pero no tenía ojos más que para una… pues esa mirada entregada y cargada de amor, impregnada de los más puros sentimientos que un hombre puede obsequiarle a una mujer le pertenecían perpetuamente a ella…
Había llegado allí sin proponérselo, hasta la cascada en donde la había salvado un día de morir ahogada cuando era apenas una niña. El sonido del agua al caer era un bálsamo perfecto para los demonios que constantemente asechaban sus pensamientos. ¿Cuántas veces se imaginó siendo tan libre como aquel líquido cristalino que sus ojos miraban correr tan ligeramente?. Albert suspiró profundamente pues ese no era su destino y aunque se había resignado a que debía cumplir con sus obligaciones como cabeza de familia, ese fin de semana decidió escapar un rato de su agitado ritmo de vida en Chicago porque necesitaba estar sólo para pensar en ella… El sabía perfectamente que su incorregible corazón no entendía razones y le pertenecía a la rubia de su vida, pero ya había pasado poco más de un año desde que Candy a sus tiernos dieciséis había tenido que enfrentar su segunda desilusión amorosa, cuando Albert como el buen amigo que era sufrió junto con ella, mano a mano, corazón con corazón, sin importarle que en el proceso su alma se resquebrajara al notar que su dolorido corazón no dejaba de latir lastimosamente por aquel amor frustrado de un caballero inglés que le había robado casi hasta el alma.
El tiempo transcurrió y la vida de su hermosa y bella enfermera concurría con la normalidad de siempre. Es cierto, todos la habían visto destrozada tras su regreso de aquella trágica visita a New York, pero, con sus cuidados también poco a poco observaron su lenta recuperación y hoy quien la mirara sólo podía notar a una bellísima mujer plena y feliz, con una despampanante hermosura tanto exterior como interior, pues además de transformarse cual mariposa en una delicada dama, Candy era bondadosa, tierna, alegre, carismática y mil adjetivos más.
Entonces, cuando el guapo y alto rubio la observaba tan plena y desarrollada laboralmente en el hospital de Chicago y tan emocionalmente estable es que se preguntaba: ¿Cuánto tiempo más tengo que esperar por su amor…?, ¿Me podrá dar una oportunidad…?, ¿Alguna vez dejará de ser un sueño y sucederá…?
Pero el amor era realmente el problema y no por parte de Albert – puesto que él le entregaría su corazón en el momento que la pecosa quisiera- sino por la incertidumbre que sentía con respecto a los sentimientos de Candy, pues al parecer ella solamente lo veía –a pesar de todo- como su "eterno mejor amigo y hermano" – o al menos era lo que pensaba-.
Se encontraba con la mirada fija en lo alto, en una nube que acompasada viajaba sin prisa dejándose arrastrar por el viento, cuando de repente notó por los colores del sol que la tarde no tardaría en caer.
-Cuán rápido pasa el tiempo… -pensaba nostálgico-
Entonces se levantó resignado, pues su pequeño fin de semana se le había evaporado de las manos. De repente un pequeño brillo se reflejó en su mirada, metió una mano a la bolsa de su pantalón para sacar un elegante pero discreto reloj de bolsillo y con una preciosa sonrisa dijo:
-Si me doy prisa alcanzo a verla para que cenemos juntos.
Así fue como William Andrew apuró su camino de regreso a la mansión de Lakewood para tener todo listo. Poco más de media hora después, subió a su Rolls Royce negro descapotable y emprendió su retorno a Chicago, donde planeaba robarle unas horas al Domingo de cierta rubia pecosa para llevarla a cenar y averiguar de una vez por todas si existía algún indicio de "amor" hacia él.
En esos mismos momentos pero en un pequeño departamento ubicado en la calle magnolia, una mujer de hermosos y expresivos ojos verdes suspiraba recargada en su ventana mientras miraba como la noche se apoderaba del día, en un espectáculo de pequeñas estrellas que salpicaban alegres el manto estelar.
Candy se encontraba un tanto nostálgica pues ese fin de semana no había visto a su querido Albert. Reconocía que le había costado un poco de trabajo soltar aquel amor de adolescencia que llegó a su vida de una arrebatadora manera y que de igual forma se fue, pero aunque vivió un doloroso proceso ya lo tenía superado y desde algunos meses atrás comenzó a darse cuenta de que sus sentimientos hacia su cariñoso y protector amigo se habían transformado en "algo más". De repente comenzó a percatarse de que el timbre de su voz cuando le hablaba de esa manera tan dulce, provocaba que las mariposas en su estómago comenzaran a revolotear. Sus ojos instintivamente observaban sutilmente lo varonil de su porte y sus ojos azules la deslumbraban cada vez que la miraba. Hubo un pequeño lapso de tiempo en que no quiso aceptarlo, pero ahora ya no podía negarlo. Estaba irremediablemente enamorada de "Albert". Menos mal que la "Tía Abuela" le había quitado el "Distinguido apellido Andrew" cuando según ella, estaba faltando a los principios morales de la sociedad por vivir con un vagabundo., ya que de no ser así, no se permitiría sentir este creciente amor sin culpas. Aunque ahora sólo faltaba – según Candy – que él dejara de condenarla a ser siempre "su pequeña", pero al parecer y por el trato tan fraternal que mostraba para con ella, eso jamás pasaría, pues ante los ojos de Candy su adorado Albert no se daba cuenta de que ya no era una niña, pues a sus 18 años casi recién cumplidos, de la revoltosa y descolocada chiquilla no quedaba nada. Ella se observaba en el espejo y podía fácilmente notar que sus formas femeninas se manifestaban delicadamente. Ya no usaba esas infantiles coletas y había crecido lo suficiente para sobresalir de la estatura promedio. Sus facciones se estilizaron, los rebeldes rizos ahora eran hermosas caracolas que caían armoniosas hasta la mitad de su espalda, sus pecas se acomodaron graciosas en el puente de su perfilada nariz y su pequeña y delicada cintura llamaba la atención de muchas miradas masculinas, puesto que combinaban a la perfección con su armonioso busto y su delgado talle.
Está por demás decir que pretendientes en el hospital nunca le habían faltado, pues más de un enfermero o doctor notaron el increíble cambio de la rubia y aunado a su carácter siempre servicial y alegre, hacía que más de un caballero estuviera dispuesto a cortejarla. Era entonces que Candy se preguntaba porque Albert al parecer era el único hombre sobre la faz de la Tierra que no podía verla como la mujer que era. A éstas alturas ella suponía que estaba perdida por enamorarse de un imposible, sabía que socialmente hablando no era la mujer ideal para él, pero como ninguno de los dos se había regido por los estrictos parámetros de la sociedad, estaba decidida a que si notaba algún cambio – por mínimo que fuera – en el comportamiento de él, le daría señales de que también a ella le interesaba como pareja.
Se encontraba sumida en sus pensamientos y resignada a irse a la cama con un vaso de leche tibia, cuando noto como el flamante Rolls Royce negro que conocía a la perfección se estacionaba en la puerta de su edificio. Entonces en un arrebato infantil se escondió a un lado de la ventana, recargándose en la pared, sintiendo como su corazón latía desbocado por saberlo solamente a unos cuantos metros de ella.
Albert de lo emocionado que venía no vio a Candy en la ventana, entonces, después de aparcar, bajó de su carro y rápidamente subió de dos en dos los escalones hasta llegar a la puerta del departamento. Contra todos sus ímpetus y aunque lo deseaba con el alma, no paró a comprarle ningún presente, no traía consigo ni rosas rojas, ni chocolates o cualquier tipo de muestra de cortejo para con ella, pues necesitaba neciamente ver en el reflejo de los ojos de su amada que lo miraba como sólo una mujer enamorada podría ver a un hombre y esa sería la clara muestra de que la vida le regalaría una oportunidad para amarla y de ser así lo haría con gusto cada minuto de su existencia.
Cuando tocó la puerta y ésta se abrió, un Albert completamente trastornado por la mujer que tenía frente a él tragó seco, pero trató de disimular lo mejor que pudo su turbado estado. No era posible que Candy se viera tan delicada y bella con ese vestido azul de tirantes que mostraba su cremosa piel, sus tentadoras pantorrillas y sus bien proporcionados atributos. Tenía su intensa mirada azul calvada en ella, como hipnotizado cual abeja a la miel., así que como pudo tomó valor y la saludó mientras entraba al pequeño lugar que algún día fue su hogar.
-Hola pequeña ya cenaste? Porque he venido para llevarte conmigo.
Cabe decir que Candy estaba igual de anonadada con la presencia de él. Adoraba al rubio, pero cuanto éste aparecía tan elegante en su departamento, vestido con traje gris oxford y esa camisa negra que hacía que sus rubios cabellos resaltaran más, simple y sencillamente la derretía y si a eso le sumamos el contraste con aquellos increíbles ojos azules tan intensos Candy estaba a punto del infarto y ante su pregunta sólo pensaba: "Que diablos si ya hubiera cenado…con este hombre voy a donde me pida". Pero las palabras que salieron de boca de la rubia – pese a todas las emociones que estaba experimentando – sólo fueron estas:
-Hola Albert… no he cenado. Claro que te acompaño. –Dijo en un tono un tanto común pese que su corazón quería gritar lo contrario –
Albert le cedió el paso y ambos bajaron hasta llegar al automóvil. El como todo buen caballero que era se ofreció para abrirle la puerta y tomando su cálida mano la ayudó a entrar para ocupar su asiento.
Durante el trayecto al restaurante Albert no dejaba de mirar discretamente a su bella acompañante, pero ella parecía más interesada en observar las iluminadas calles de Chicago que entablar un conversación con él, pero lo que en realidad sucedía, era que Candy luchaba en su interior para no voltear a mirarlo, porque no quería que el rubor en sus mejillas – que seguramente brotaría – la delataran. Lo amaba sí, pero no quería su lástima o compasión quería su amor y necesitaba que fuera él quien diera el primer paso. Finalmente el rompió el silencio y con su voz de barítono le pregunto suavemente mientras una sonrisa ladeada se reflejaba en su rostro.
-¿No piensas preguntarme a donde te llevaré a cenar pequeña?
Y ahí estaba otra vez el dichoso diminutivo que exacerbaba todos los sentidos de Candy. Así que respondiéndole en tono un tanto seco le dijo.
-Mejor dímelo tú Albert.
-Vamos a "Capital Grille". Es un lugar donde cocinan cortes a la perfección y con lo comelona que eres sé que te encantará. –Dijo mientras pasaba la mano sobre sus rizados cabellos, en un gesto totalmente fraternal para el gusto de Candy -
Cuando hubieron llegado al lugar, Candy vio que era por demás acogedor, pues contaba con una iluminación a media luz, mesas adornadas con manteles rojos y delicados centros de mesa florales con pequeños quinqués al lado, así como un pianista que tocaba románticas melodías. Ella estaba encantada con el lugar, iba a decir algo cuando rápidamente el capitán de meseros se les acercó, saludó con toda propiedad a Albert y después les asignó un pequeño privado.
Al tomar sus respectivos lugares y después de ordenar un poco de vino Candy por fin se atrevió a hablar bastante más animada.
-Este lugar es precioso Albert nunca había venido aquí, pero veo que te conocen muy bien.
Albert le regaló la más arrebatadora de sus sonrisas y le contestó francamente.
-Tienes razón pequeña. En ocasiones vengo a este restaurante con algunos clientes a cenar.
Y ahí estaba… nuevamente una respuesta equivocada para Candy. Ella pensaba – o quería pensar - que le respondería que la había llevado ahí porque para él era un lugar privado y especial, pero no fue así… entonces lo sintió como algo común y no como un gesto que pronunciara algún tipo de interés sentimental por parte de su adorado príncipe., tornando todo el ambiente que era propicio para una cena romántica en una "reunión de amigos". Así que se resignó y trató de platicar amenamente con él como siempre lo hacía y llevando su rol a la perfección hablaron sobre sus días en el hospital y sobre los contratos y negociaciones que el magnate llevaba como carga diaria, pero nada más.
Por su parte Albert trataba de buscar durante su conversación en la cena, en cada gesto de ella algún indicio en su mirada o en su actuar. Cualquier cosa que le gritara que ella ya no lo miraba como un simple amigo o protector, pero la cena transcurrió y aunque Candy se emocionó al probar el delicioso Roast Beef el atractivo rubio no pudo notar nada distinto en la enfermera, por lo que tratando de serenarse lo más que pudo, comprobó que si quería enamorarla tendría que ser más paciente, pues estaba seguro que ella era la mujer de su vida y no la perdería por nada.
Cuando la cena terminó e iban de regreso al departamento en el magnolia Candy iba más que taciturna, pues contestaba casi con monosílabos a las preguntas o comentarios que el rubio le hacía. El lo notó pero pensó que quizá se encontraba cansada y no quiso darle mayor importancia, pues ya habría más ocasiones en las que podrían salir.
Después de unos pocos minutos se encontraban en la entrada de edificio estacionados y nuevamente Albert abrió su puerta y la ayudó a bajar del automóvil, pero al hacerlo Candy quedó unos instantes frente a él y entonces le dijo – en un tono amistoso a oídos de Candy-
-Espero que hayas pasado una linda velada pequeña.
Candy ya no soportaba ni un minuto más ese diminutivo, pero aguantándose las ganas de contestarle algo de lo que después se pudiese arrepentir le dijo quedamente:
-Gracias Albert. Todo estuvo muy lindo.
El tomó uno de los rizos que escapaban de su larga coleta, entonces Candy no resistió más y lo abrazó como siempre lo hacía. Aún decepcionada como estaba por creer que jamás sería correspondida, no podía privarse de algo tan íntimo como el contacto entre ellos dos y el delicioso calor que desprendía su cuerpo cuando lo acercaba al de ella. Al instante él correspondió a su abrazó y aspiró delicadamente el aroma de su cabello. Ninguno de los dos quería romper el momento, así que la afectuosa demostración duró un poco más de lo habitual. Cuando finalmente Candy lo soltó, Albert acarició tiernamente su rostro para después decirle con su suave voz mientras la miraba fijamente.
-Sabes que te quiero mucho. ¿Verdad pequeña?
Ella sólo agachó la mirada y respondió.
-Yo también te quiero mucho. Eres mi mejor amigo y siempre tendrás un lugar especial en mi corazón Albert.
El tenía que ser fuerte. Sabía que aún le quedaba camino que recorrer para escuchar un "te amo" de sus labios, pero por todos los cielos juró intentarlo con el alma entera. Entonces sin dejar de sostener su delicado rostro entre sus manos, lo alzó para que la mirara y le dio un tierno beso en sus mejillas.
-Nunca olvides que te quiero Candy.
Dicho esto la soltó y observó cómo se adentraba en el edificio para verla después encender la luz del departamento. Candy se asomó por la ventana y con su mano diciendo adiós lo miró encender el auto y alejarse lentamente de su casa y de su corazón.
-Jamás me amará. Siempre seré su "pequeña" – repitió para sí Candy mientras dos solitarias lágrimas resbalaban por sus cálidas mejillas –
Mientras tanto un Albert pensativo y nostálgico mientras manejaba se decía:
-Creo que aun tu corazón no termina de sanar pequeña… pero yo haré que te enamores de mi.
Continuará…